EN DEFENSA DE PERMITIR LA COLUSIÓN

Por Donald J. Boudreaux
American Institute for Economic Research
20 de julio del 2023

NOTA DEL TRADUCTOR: la fuente original en inglés de este artículo es donald j. boudreaux, american institute for economic research, collusion, July 20, 2023. En él podrá leer enlaces relevantes originalmente en letra azul en el texto

En una sociedad liberal moderna, si el vendedor de algún producto -digamos, yoyos- retira o cambia sus esfuerzos comerciales de vender yoyos a la venta de yogurt, nadie considera a este empresario como habiendo cometido una ofensa moral o legal. Pero, si este mismo empresario fuera, en vez de coludirse con otros vendedores de yoyos, a restringir la producción y (por tanto) elevar el precio de los yoyos, a él se le consideraría por casi todo mundo en la sociedad liberal moderna, no sólo como siendo no ético, sino un criminal. En efecto, en Estados Unidos, una convicción por tal colusión [confabulación, conspiración, connivencia o complot] sería penalizada con prisión.

El duro tratamiento de la colusión es extraño. Después de todo, los vendedores que conspiran sólo restringen las cantidades de producción que se ponen a disposición para la venta, mientras que vendedores que abandonan la industria del todo dejan de producir esos productos. ¿Por qué penalizar la primera acción a la vez que no se piensa nada acerca de la última?

Todo economista de la corriente principal respondería a la pregunta previa recitando la demostración de libro de texto, de que las ganancias cosechadas por los confabulados son menores al costo de la colusión sufrida por los consumidores.
Al terminar la recitación -una que muy posiblemente incluiría un dibujo de un “triángulo de la pérdida irrecuperable de eficiencia”- el economista de la corriente principal tendría confianza en que ha probado, mucho más allá de una duda razonable, que la prohibición del complot sirve bien y en verdad al interés público.

Pero, si presiona al economista de la corriente principal para que explique por qué, si la colusión es tan terrible, un vendedor que abandona la industria es perfectamente aceptable, ese economista trastabillará. No sabrá qué decir, pues casi que ciertamente él ni siquiera ha pensado en comparar la colusión con dejar la industria del todo.

Y, así, encontramos una de las grandes inconsistencias de la economía de la corriente principal. Un economista que trabaja en esta venerable tradición (y, en su mayor parte, es verdaderamente venerable), entiende que un vendedor que se muere o pensiona o lo que sea, pero que sale de la industria, no causa daño a consumidores, pues con rapidez otros oferentes llenarán el producto retirado al salir el vendedor. Más exacto, este economista muy correctamente explicará que, si los productos que el vendedor que partió ya no más está supliéndolo, ellos son lo suficientemente valiosos como para que consumidores justifiquen que continúe su producción, que otros vendedores expandirán su producción o entrarán nuevos vendedores a la industria para reemplazar al ahora difunto vendedor. Pan comido.

Pero este economista misteriosamente falla en aplicar esta misma comprensión a la colusión. Suponiendo que no hay barreras construidas por el gobierno a la entrada en la industria del yoyo, si dos o más vendedores de yoyo se confabulan para elevar los precios, estos precios más altos harán que, vendedores de yoyo que no son parte de la conspiración, expandan sus producciones de yoyos, o atraerán nuevos productores a la industria del yoyo.

Simplemente no hay razón para preocuparse, en mercados no protegidos por el gobierno con barreras a la entrada, que la menor producción causada por la colusión creará algún daño mayor al causado cada vez que productores voluntariamente dejan la industria.

PERO, ¿Y QUÉ CON…?

La hostilidad hacia la confabulación está tan enraizada, que el economista de la corriente principal, en ese momento, buscará frenéticamente razones para descartar la argumentación previa. La más plausible de esas razones dice así: “Las firmas en ejercicio que se confabulan ente sí se protegerán a sí mismas ante nuevos entrantes amenazando con reducir sus precios por debajo de niveles competitivos, cada vez que nuevas firmas intentan ingresar. Los nuevos entrantes así serán disuadidos de intentar alguna vez entrar.”

Aunque esta respuesta de la corriente principal es aquella más plausible, es débil. Para estar en capacidad de amenazar creíblemente con elevar sus producciones, en intentos por asustar ante el ingreso a nuevos entrantes, las firmas reinantes confabuladas casi que ciertamente, durante el período de confabulación, operarán “ineficientemente” – dando a entender aquí que ellas no minimizarán sus costos de producir las unidades de producción que venden. A su vez, esta capacidad en exceso constantemente tentará a cada firma en colusión a expandir en secreto su producción y ventas, así haciendo que esa confabulación sea inestable.

En contraste, si firmas en connivencia no mantienen la capacidad en exceso necesaria para amenazar creíblemente con un menor precio a nuevas firmas que se atrevan a ingresar a la industria, entonces, estas no tienen nada que temer si entran a la industria y venden a precios menores que los acordados por los confabulados.

Sea como sea, el argumento del complot es altamente inestable, así que no sorprende que la historia ofrezca en la realidad pocos ejemplos de firmas privadas, que no están protegidas por gobiernos con barreras erigidas a la entrada, que ingresan exitosamente coludiéndose en formas que dañan a consumidores.

El economista de la corriente principal -al menos uno que está familiarizado con algo de historia económica- no será muy inflexible en disputar el argumento de que los acuerdos conspiratorios son inestables. Pero, insistirá en que la colusión debería seguir siendo -como dicen los abogados antitrust- “ilegal per se,” pues no existe un beneficio para la sociedad al permitir tal colusión.

Pero, de nuevo, el economista de la corriente principal se equivoca.

Muchas industrias exhiben lo que economistas llaman “altos costos fijos.” Estas son industrias en donde, si es que del todo se van a suministrar algunas unidades de producción a precios pagaderos, cada productor debe primero incurrir en enormes costos de entrada. El plan es recuperar estos costos, vendiendo muchas unidades producidas a precios ligeramente por encima de los costos inmediatos (“variables”) de producir tales productos. En esas industrias, la colusión para impedir que los precios se reduzcan puede servir el interés público.

Una de tales industrias es el transporte aéreo comercial. Para suministrar el viaje aéreo a precios pagables, una aerolínea primero debe adquirir, no sólo una flotilla de aeroplanos, sino, también, espacios de aterrizaje, hangares, y otros insumos costosos. Una vez que una aerolínea tiene esos insumos en su lugar, espera recuperar esos costos estableciendo tarifas aéreas lo suficientemente elevadas, no sólo para pagar parcialmente todos los “costos variables,” tales como el combustible para la aviación que quema en cada vuelo, sino, también, para hacer una contribución a la recuperación de los costos de entrada ya incurridos.

Imagine un avión de Delta Airlines a punto de volar de Atlanta hacia Boston. Todos los asientos, menos uno, están ocupados. Un pasajero potencial se aproxima al encargado de la puerta del vuelo y le ofrece pagar $10 por el último asiento. Si Delta fuera a decir “sí,” ese total de $10 iría a cubrir los costos de entrada. Debido a que el vuelo va despegar independientemente de si ese asiento es ocupado, si rehúsa la oferta del pasajero de $10, Delta pierde la oportunidad de ganar $10 extra para ayudar a cubrir sus enormes costos de entrada – costos en que ha incurrido y debe pagar, ya sea que el asiento se ocupe o no.

En tiempos normales, una aerolínea puede llenar suficientes asientos cobrando precios “regulares.” Los ingresos ganados por esas ventas le permiten a la aerolínea cubrir todos sus costos “variables” (tales como por el combustible que quema en cada vuelo) además de cubrir una parte adecuada de sus costos “fijos” (como el precio de un avión). La aerolínea opera rentablemente.

Pero, suponga que hay una caída de la economía. Un resultado sería una caída en la demanda de viajes aéreos. Cada aerolínea se encontraría con abundancia de asientos sin llenar. Para llenarlos, la competencia entre las aerolíneas podría ser tan intensa que las tarifas aéreas se rebajarían tanto, de forma que las aerolíneas no generarían ingresos que ayuden a cubrir sus altos costos de entrada. Si la caída dura mucho, las aerolíneas irían a la quiebra.

Debido a que empresarios e inversionistas se dan cuenta que las caídas económicas ocurren de vez en cuando, el temor a la incapacidad de cobrar tarifas aéreas lo suficientemente elevadas durante recesiones, que ayuden a cubrir sus costos de entrada, reduce el atractivo de invertir en, y operar, líneas aéreas. Por tanto, aún en períodos de auge, vuelan menos aeroplanos de lo que sería si los inversionistas no estuvieran preocupados de que descensos temporales en la demanda de viajes aéreos resulten en precios demasiado bajos para ayudar a cubrir los costos de entrada.

Una forma de evitar este resultado sería permitir que las aerolíneas se confabulen. Al estar de acuerdo en no reducir tanto las tarifas que ellas no contribuyen a cubrir los costos de entrada, las aerolíneas podrían temporalmente sortear mejor las declinaciones en la demanda de viajes aéreos. A su vez, el atractivo para invertir en las aerolíneas se elevaría, resultando así, con el paso del tiempo, en una oferta mayor de vuelos aéreos comerciales – y, en general, menores tarifas aéreas en promedio.

Por supuesto, aerolíneas que confabulan aún tendrían que encontrar vías que eviten hacer trampa al acuerdo de mantener tarifas por debajo de niveles previamente establecidos. Hacerlo sería un desafío, pero, uno facilitado por el hecho de que mantener las tarifas altas por la colusión, cuando la demanda de viajes aéreos es de manera transitoria indebidamente baja, no atraería a nuevos entrantes a la industria. Los empresarios e inversionistas entenderían que estas tarifas “conspirativamente elevadas” simplemente permiten que cada aerolínea gane algún dinero para cubrir sus costos de entrada. Estas tarifas no serían verdaderos precios monopólicos que resultan en ganancias monopólicas verdaderas.

Si las aerolíneas actúan en connivencia para establecer tarifas a niveles que son realmente monopólicas, entonces, de hecho, nuevos entrantes serían atraídos a la industria – nuevos entrantes que empujarían las tarifas a niveles competitivos.

LA IMPORTANCIA DE LA HUMILDAD

Es tentador descartar el análisis previo como especulación de torre de marfil. Pero, los especuladores verdaderos de torre de marfil son quienes insisten en que toda connivencia entre competidores debería prohibirse por ley. Son estas personas las que pretenden conocer en el abstracto, que un método voluntario específico de establecer precios es siempre seguro que no tiene beneficios potenciales, de forma que debería prohibirse. En contraste, aquellos relativamente pocos de nosotros que abogamos por permitir a participantes en el mercado hacer cualesquiera acuerdos voluntarios, pacíficos, que deseen -incluso arreglos para fijar precios- no tenemos certeza de que podamos saber en el abstracto exactamente que son, y que no son, los mejores métodos de servir a consumidores en cada uno de incontables numerosos casos específicos. Entendemos que, si los mercados han de servir a los consumidores tan bien como sea posible, los empresarios e inversionistas deben disfrutar de amplia libertad para experimentar diferentes arreglos organizativos y contractuales. No siempre las cosas resultarán bien, pero, dado que ellos gastan su dinero propio -y que no pueden obligar a alguien a hacer negocios con ellos- con el paso del tiempo los resultados de la libre competencia y experimentación en el mercado abierto servirán a los consumidores mucho mejor de como lo harán políticos, burócratas, y cortes, que con arrogancia suponen saber mejor que verdaderos empresarios, inversionistas, y administradores, cómo sobrevivir y progresar en mercados competitivos.

Donald J. Boudreaux es compañero sénior del American Institute for Economic Research y del Programa F.A. Hayek para el Estudio Avanzado en Filosofía, Política y Economía del Mercatus Center; miembro de la Junta Directiva del Mercatus Center y es profesor de economía y anterior jefe del departamento de economía de la Universidad George Mason. Es autor de los libros The Essential Hayek, Globalization, Hypocrites and Half-Wits, y sus artículos aparecen en publicaciones tales como el Wall Street Journal, New York Times, US News & World Report, así como en numerosas revistas académicas. Él escribe un blog llamado Café Hayek y es columnista regular de economía en el Pittsburgh Tribune-Review. Boudreaux obtuvo su PhD en economía en la Universidad Auburn y un grado en derecho de la Universidad de Virginia.


Traducido por Jorge Corrales Quesada.