LO QUE SE LLAMA “CAPITALISMO DEL BIEN COMÚN” FUNCIONA CONTRA EL BIEN COMÚN

Por Donald J. Boudreaux
American Institute for Economic Research
1 de mayo del 2023

Nota del traductor: la fuente original en inglés de este artículo es donald j. boudreaux, american institute for economic research, common good, May 1, 2023. En él podrá leer enlaces relevantes originalmente en letra azul en el texto.

En el mejor de los casos, la base sobre la que descansa el llamado “capitalismo del bien común” es raquítica. Como expliqué en mi columna anterior, las afirmaciones empíricas usadas para justificar esa mal definida versión de capitalismo, oscilan desde cuestionables a complemente falsas, mientras que mucho del razonamiento económico desplegado por “capitalistas del bien común” es un nido de confusión. Por sí solas, estas fallas son suficientes para descreditar plenamente el caso a favor del “capitalismo del bien común.”

Pero, el “capitalismo del bien común” se ve empañado por un problema aún más profundo: rechaza al liberalismo del que emana el verdadero capitalismo, cuya ausencia hace imposible la operación de un orden de mercado dinámico que maximiza tanto como sea posible los prospectos de individuos para lograr sus objetivos.

La característica definitoria de liberalismo -por la que, por supuesto, doy a entender el liberalismo de académicos como Adam Smith, Frédéric Bastiat, F.A. Hayek, y Milton Friedman- es la libertad que otorga a todos los individuos adultos para escoger y elegir sus propios objetivos, sólo restringidos por el requisito de que cada persona respete el mismo derecho de todos los demás para perseguir sus objetivos individualmente elegidos. El bien común, según entienden los liberales, no es ni más ni menos que un entorno institucional y cultural estable, en donde esta diversidad de objetivos pueda ser elegida y proseguida con los prospectos de éxito máximos posibles.

En su importante nuevo libro, Living Together, el filósofo liberal David Schmidtz describe (aunque él no usa el término) al bien común de los liberales, como siendo un sistema efectivo para administrar el “tráfico” de innumerables individuos interactuando entre sí en busca de sus propios objetivos diferentes:

“La justicia [según la entienden los liberales] es nuestra manera de adaptarnos a una característica milagrosa de nuestro ecosistema: a saber, que nuestro ecosistema está poblado de seres con fines propios – animales de alta plasticidad que eligen (y algunas veces adivinan) no sólo los medios sino los fines por sí mismos. …La idea definitoria del liberalismo es que la administración efectiva del tráfico no es acerca de estar de acuerdo en cómo clasificar los destinos. La justicia liberal ni siquiera les impone la tarea a los viajeros de conocer los destinos de las otras personas, mucho menos de clasificarlos…

Cuando los viajeros se respetan entre sí en esa forma fácilmente entendida y profundamente igualitaria, de tratar implícitamente los valores de sus viajes correspondientes como supuestamente (si bien no necesariamente) a la par, ellos hacen lo requerido para constituir su sociedad como un sitio que promueve el valor. La sociedad depende menos de gente que conoce cómo promover el valor, que depende de personas que comparten la carretera leyendo señales, viendo de quién es el turno y, de esa manera, sabiendo cómo respetar el valor.”

Si el sistema económico que implica este tipo de bien común -un bien común que sea real y notable- es todo lo que quieren decir Marco Rubio, Oren Cass, y otros “capitalistas del bien común,” entonces, nada distingue al “capitalismo del bien común” del capitalismo sin prefijo. Pero, por supuesto, los señores Rubio, Cass, y otros “capitalistas del bien común” tienen en mente un sistema profundamente diferente de aquel hoy impulsado por académicos liberales, como Vernon Smith, Thomas Sowell, Bruce Yandle, Deirdre McCloskey, Robert Higgs, y mi colega Peter Boettke. Lo que cada “capitalista del bien común” quiere es un sistema económico diseñado para servir su conjunto preferido de fines concretos. Fuera quedaría la libertad liberal de las personas para elegir y perseguir sus propios fines. Bajo el “capitalismo del bien común,” todo mundo sería reclutado para producir y consumir en formas dirigidas a impulsar sólo los fines favorecidos por los “capitalista del bien común.”

Observe la ironía. El sistema económico que, digamos, Oren Cass alega impulsar como medio de promover el bien común es, en realidad, un medio para sólo promover el bien según es concebido por Oren Cass (que, para él, consiste básicamente de una economía con más empleos en la manufactura y un sector financiero más pequeño). Aquí la arrogancia es innegable. “Los capitalistas del bien común” no sólo presumen haber adivinado qué fines concretos son los mejores para guiar las acciones de cientos de millones de individuos, en que casi todos son extranjeros para ellos, sino que, también, tienen tanta confianza en sus adivinaciones que proponen proseguirlas mediante el uso de la fuerza.

El liberal no objeta intentos por persuadir a otros para que adopten diferentes y, esperanzadoramente, mejores fines. Mediante todos los medios pacíficos, haga lo más que pueda por persuadirme a abrazar, como guía para mi elección de fines concretos, la Enseñanza Social Católica, el nacionalismo económico, el marxismo, el veganismo, o cualesquiera otra enseñanza o ismo que usted cree define mejor el bien común. Pero, no asuma que su abrazo sincero a un sistema específico de valores concretos brinda la garantía suficiente para que usted me obligue a mí y a otros a comportarse como si compartiéramos sus valores específicos.

En el tanto que el estado se introduce en los procesos de mercado para redirigirlos hacia el logro de fines particulares, reemplaza a la competencia de mercado y la cooperación con el dirigismo de la economía planificada. No se permite a quienes ganan ingresos usar los frutos de su creatividad y esfuerzos según elijan. En vez de ello, la “decisiones” de consumo serán dirigidas por funcionarios de gobierno. El resultado será una reasignación de recursos lograda, primordialmente, mediante el uso de aranceles y subsidios. Y, al redirigir así los gastos de consumo, obviamente, también se cambiará el patrón de producción que prevalecería en un mercado libre. (De hecho, el objetivo específico de la mayoría de “capitalistas del bien común” parece ser lograr una forma particular de producción -por ejemplo, más empleos fabriles- de lo que surgiría si se dejara a los mercados ser libres.)

Si bien su insistencia en obstruir la libertad de elegir de los consumidores es, por sí sola, suficiente para descalificar al “capitalismo del bien común” como capitalismo genuino, una desconexión más grave se hace evidente cuando ponderamos lo que este “capitalismo” fallido implica acerca de las decisiones de producción.

Los observadores más profundos del capitalismo han señalado su inseparabilidad de la innovación. Como lo describió Joseph Schumpeter en un famoso capítulo de Capitalismo, Socialismo, y Democracia titulado “El Proceso de Destrucción Creativa:”

“El capitalismo es, por naturaleza, una forma o método de transformación económica y no solamente no es jamás estacionario, sino que no puede serlo nunca. …El impulso fundamental que pone y mantiene en movimiento a la máquina capitalista procede de los nuevos bienes de consumo, de los nuevos métodos de producción o transporte, de los nuevos mercados, de las nuevas formas de organización industrial que crea la empresa capitalista.”

Más tarde, Julian Simon explicó que los desafíos económicos, que siempre estarán entre nosotros, desencadenan las mentes humanas creativas en las economías de mercado para que innoven en formas que literalmente incrementan no sólo los suministros de bienes de consumo y bienes de capital, sino, también, suministros de recursos (incluyendo recursos llamados “no renovables”). En el mismo espíritu, Deirdre McCloskey identifica la innovación como la misma esencia del capitalismo, que ella propone se renombre como “innovismo.”

No obstante, la innovación es profundamente incompatible con una economía dirigida o restringida centralmente para proseguir fines específicos. Al ofrecer nuevas e inesperadas oportunidades de consumo y producción, la innovación amenaza con alterar cualquier acuerdo colectivo acerca de -o consentimiento con- un conjunto específico de fines impuesto en nombre del “capitalismo del bien común.” Todos esos empleos en fábricas que producen lavadoras -empleos que hoy parecen ser tan adorables- mañana aparecerán siendo mucho menos adorables si alguien inventa una ropa pagable que se autolimpia. Lo mismo para aquellos empleos en fábricas de papel, cuando los innovadores diseñan aún más formas de transmitir electrónicamente la información y documentación.

Cualquiera sea el conjunto particular de fines hoy elegidos por los “capitalistas del bien común” concretos, que logran acceder al poder político, esos fines sólo pueden ser servidos por un número relativamente pequeño de diferentes patrones de asignación de recursos. Debido a que la innovación está destinada no sólo para revelar nuevos fines que deben adaptarse al plan -y, por tanto, alterándolo- del “capitalista del bien común,” sino que, también, crea nuevos y no anticipados medios para perseguir fines, la innovación debe suprimirse si algún plan “capitalista del bien común” ha de ser seriamente impuesto.

Por su misma naturaleza, la economía capitalista no es y no puede ser una herramienta para lograr resultados particulares concretos. En vez de ello, la economía capitalista es el nombre que damos al orden orgánico vigente, siempre cambiante, de la producción e intercambio que surge espontáneamente siempre que los individuos son libres de perseguir diferentes objetivos pacíficos de su propia elección, y de hacerlo en cualesquiera formas pacíficas que ellos piensan son las mejores. Que los resultados sirvan al bien común es claro, si por “bien común” damos a entender la mayor probabilidad posible de que tantos individuos como sea posible logren tantas como sean posibles de sus metas individualmente escogidas. Pero, permita al estado intentar restringir y contorsionar la actividad económica en busca de un conjunto particular de fines “comunes” concretos que todo mundo está obligado a servir, y el capitalismo desaparece. Es reemplazado por lo que es más correctamente llamado “la noción particular de “[llene el espacio en banco] del buen estatismo,” con el espacio en blanco llenado por el nombre de cualquier “capitalista del bien común” que sucede está actualmente en el poder.

Donald J. Boudreaux es compañero sénior del American Institute for Economic Research y del Programa F.A. Hayek para el Estudio Avanzado en Filosofía, Política y Economía del Mercatus Center; miembro de la Junta Directiva del Mercatus Center y es profesor de economía y anterior jefe del departamento de economía de la Universidad George Mason. Es autor de los libros The Essential Hayek, Globalization, Hypocrites and Half-Wits, y sus artículos aparecen en publicaciones tales como el Wall Street Journal, New York Times, US News & World Report, así como en numerosas revistas académicas. Él escribe un blog llamado Café Hayek y es columnista regular de economía en el Pittsburgh Tribune-Review. Boudreaux obtuvo su PhD en economía en la Universidad Auburn y un grado en derecho de la Universidad de Virginia.

Traducido por Jorge Corrales Quesada.