ROMPIENDO EL HECHIZO DEL MARXISMO

By Daniel J. Mahoney
Law & Liberty
13 de marzo del 2023

NOTA DEL TRADUCTOR: Para utilizar los ligámenes de las fuentes del artículo, entre paréntesis y en rojo, si es de su interés, puede buscarlo en su buscador (Google) como daniel j. mahoney, law & liberty, marxism, March 13, 2023 y si quiere acceder a las fuentes, dele clic en los paréntesis azules.

Si bien la literatura clásica brinda una fuente inexhaustible de sabiduría para explorar más ampliamente las complejidades de la naturaleza humana y la condición humana, como regla lo mismo no puede decirse de escritores contemporáneos. De hecho, con su predilección por clichés ideológicamente irracionales y una simpatía por regímenes revolucionaros del tipo más despótico, tal, vez, los escritores contemporáneos son el último sitio al que uno debería volcarse en busca de sabiduría política de tipo sobrio, mesurado, y confiable. Hay excepciones notables, para estar claros. El peruano laureado con el premio Nobel Mario Vargas Llosa está muy cerca de la cúspide de esa lista. Es, al mismo tiempo, un escritor dotado y sensato y una guía humana para el juicio político, Pero, no siempre fue así.

En el capítulo inicial de su reflexión política y filosófica cautivante, The Call of the Tribe [La llamada de la tribu], Vargas Llosa traza su propia odisea intelectual, desde el radicalismo del Tercer Mundo y una cuasi religiosa fe en la transformación socialista, hacia un liberalismo distintivo informado por la reflexión de siete distinguidos escritores y pensadores europeos: Adam Smith, José Ortega y Gasset, Friedrich August von Hayek, Karl Popper, Raymond Aron, Isaiah Berlin, y Jean-François Revel. En su pensamiento e inquietudes, Vargas Llosa navega entre América Latina, España, Francia, y el sitio del nacimiento de la libertad moderna, como es Gran Bretaña. Sus elecciones no resonarán de inmediato en aquellos cuyas preocupaciones y referencias se centran estrechamente en Estados Unidos, pero, su elenco de guías y héroes intelectuales es, de hecho, de robustos defensores de la libertad civilizada, a partir del cual tenemos algo importante por aprender.

Como un joven y escritor, Vargas Llosa fue aspirado por la “política literaria” (como la llamó impactantemente Tocqueville) de la época. Él desplegó una adhesión poco inteligente hacia Fidel Castro y la revolución cubana y en el transcurso de una década “defendió la revolución en manifiestos, artículos, y trabajos públicos,” tanto en Francia (en donde en ese entonces estaba viviendo), “como en América Latina, adonde viajaba muy regularmente.” Estaba bajo el hechizo de la reflexión del marxistoide compañero de viaje político Jean-Paul Sartre y los de su tipo, aunque admite estar intrigado por la sobriedad política puesta en evidencia en la columna semanal de Raymond Aron en el diario parisino Le Figaro. Pero la estalinización de la Revolución Cubana y la cruel persecución del poeta Herberto Padilla, por decir lo que pensaba acerca de la represión cultural eh Cuba, empezaron a despertar a Vargas Llosa de su sueño ideológico.

Él empezó a valorar las llamadas “libertades formales” de la democracia burguesa como protección inmensurable de la libertad y dignidad humana, y no como excusa para la explotación de los oprimidos, como falsamente alegaban los marxistas. Con sus ojos crecientemente abiertos hacia la realidad del “socialismo verderamente existente,” y su mente guiada ahora por escritores anti totalitarios como Albert Camus, George Orwell, y Arthur Koestler, el escritor peruano iba rumbo hacia su afirmación madura de un liberalismo anti totalitario robusto. Este movimiento hacia un algo de visión idiosincrática y personal del liberalismo clásico, se reforzó al vivir durante mucho de la década de los ochenta en Gran Bretaña, cuando él se abrió a los esfuerzos de Margaret Thatcher por revitalizar la libertad económica en una Gran Bretaña que se había vuelto esclerótica.

Al mismo tiempo, Vargas Llosa vio a Perú deslizarse hacia una dictadura política y penuria económica bajo el régimen del ala izquierda de Alan García (que había heredado una dictadura militar represiva del ala izquierda). Él se opuso activamente a los esfuerzos mal dirigidos de García hacia la nacionalización económica en una escala total y participaría para presidente de Perú en 1990, como candidato del Frente Democrático. Él se mantuvo a favor de la libertad económica y la democratización plena de Perú. Eso implicaría elección en el ámbito educacional, un principio de legalidad renovado, y un final a la corrupción y clientelismo que hicieron tanto por mantener pobre a Perú y la pobreza en todas partes. En esa época, Perú era asolado por la violencia nihilista del Khmer Rojo de América Latina, las guerrillas fanáticas y asesinas de Sendero Luminoso. En la elección de 1990, Vargas Llosa perdió ante Alberto Fujimori. Para su crédito, Fujimori aplastó a Sendero Luminoso, pero al costo de un régimen crecientemente autoritario y mucho de corrupción personal.

En aquel entonces y ahora, Vargas Llosa defiende al liberalismo contra una Izquierda que se le opone con eslóganes baratos, en vez de argumentos fundamentados. También, se opone a ciertos elementos en la Iglesia Católica que continúan “calumniando” la dispensa liberal, “a pesar de la existencia de tantos creyentes liberales.” Esta tendencia no es, pobre de mí, encontrada sólo en el pasado. Hoy, el papa Francisco combina los prejuicios tradicionales de la Iglesia contra de un “liberalismo” caricaturizado, con cierta indulgencia hacia la izquierda totalitaria. Personalmente, Vargas Llosa no expresa por sí mismo anhelos espirituales profundos y ninguna simpatía obvia hacia las contribuciones cristianas a la civilización occidental, pero tampoco una hostilidad abierta a nada de ello. Es más sensible hacia las fuentes cristianas de fanatismo religioso, que lo es hacia sus contribuciones considerables a las bases morales de la democracia moderna. El desgaste de esta herencia en la Europa moderna difícilmente muestra un comentario del escritor peruano. Es justo decir que él es anticlerical sin ser particularmente anticristiano. Sin duda que su trasfondo latinoamericano explica al menos algo de su indiferencia impactante hacia las fuentes religiosas de la libertad en Occidente.

HACIA LA ESTACIÓN DE EDIMBURGO

Vargas Llosa escribe con claridad y elegancia raras, y con admirables energía y vitalidad. Sus retratos de sus siete héroes, su panteón liberal clásico, todos, son bien definidos y fácilmente conservan el interés del lector. La llamada de la tribu muestra que un trabajo no de ficción puede ser en mucho un trabajo de arte literario, escrito con una precisión y gracia que se transportan perfectamente en la traducción. Su modelo es el libro famoso en cierta ocasión To the Finland Station [Hacia la estación de Finlandia], publicado en 1940, del crítico literario Edmund Wilson. Ese libro brindó una descripción ingeniosa (si bien unilateral) del desarrollo del socialismo europeo, desde el historiador francés del siglo XIX Jules Michelet, hasta la arribada con consecuencias terribles de Lenin a la Estación Finlandia, en San Petersburgo, en abril de 1917.

En su libro, Vargas Llosa intenta ilustrar una historia contra intelectual empezando por la defensa de Adam Smith de la “libertad natural” ligada a la propiedad moral y culminando en los retratos de diversos pensadores liberales anti totalitarios, quienes en el siglo XX se resistieron al deslizamiento hacia el colectivismo y el conformismo intelectual. El libro es noble en su intención y un placer leerlo. Pero, en dos casos, Popper y Berlin, pasa de largo sobre defectos cruciales en los pensadores bajo consideración, y, en un caso, Aron, ignora elementos conservadores en un pensador generalmente liberal, cuyo logro no puede verderamente entenderse o apreciarse.

Evitaré hacer descripciones detalladas de cada uno estos ingeniosamente esbozados retratos. Vargas Llosa logra correctamente los puntos esenciales acerca de Smith y lo rescata de su reducción póstuma al estatus de un economista proto profesional. Aprecia que Smith era, ante todo, un “moralista y filósofo” y lo entendió como tal. El libro que más le importó a él fue La teoría de los sentimientos morales, un clásico de filosofía moral que Smith continuó revisando hasta su muerte. Vargas Llosa lleva a cabo un trabajo particularmente bueno de explicar la idea crucial de Adam Smith del “espectador imparcial,” del “hombre dentro del pecho,” del juez o árbitro que nos permite juzgar nuestra propia conducta en algo como una forma objetiva y no arbitraria.

El espectador imparcial puede que no sea la voz literal de Dios en el corazón del hombre, como lo pensó un cristiano como Newman, pero, él es la cosa más cercana a la Divinidad dentro de cada ser humano que Smith reconoce o describe. Como hábilmente muestra Vargas Llosa, Smith estaba lejos de un relativismo moral y nunca deseó liberar la economía política de una evaluación o juicio moral. Smith se vio a sí mismo como un amigo del pobre y opuesto al mercantilismo y la regulación de mano dura, precisamente porque ellos ayudaban e incitaban “al monopolio del rico” y hacían poco para ayudar a los verderamente “pobres y miserables.” El enfoque de Smith hacia la economía política es así amplio y humano y difícilmente carente de “sensibilidad y solidaridad.” Tampoco era un “progresista” del closet, como le gustaría sugerir a algunas recientes interpretaciones académicas forzadas.

Su capítulo acerca del admirable filósofo español José Ortega y Gasset es de interés particular, al menos para este lector. El mundo anglófono le conoce principalmente por su libro de 1930, Revolt of the Masses [La rebelión de las masas], una reflexión rica e imperecedera sobre la pérdida del autocontrol moral e intelectual individual y el surgimiento de un nuevo conformismo y tiranía barbárica. Es un libro que debe leerse a la par de Tocqueville y Arendt, y su liberalismo aristocrático es un correctivo bienvenido y necesario para el igualitarismo doctrinario de la época. Al mismo tiempo, Vargas Llosa culpa correctamente al gran pensador español por ignorar el lugar central de la libertad económica en cualquier liberalismo que valga ese nombre, y por apenas conocer o apreciar los considerables recursos humanos que subyacen en la democracia estadounidense. Ortega vio a Estados Unidos como “el paraíso de las masas,” una caricatura en el mejor de los casos y una calumnia en el peor de ellos.

Hoy, en especial en España, Ortega es brutalmente atacado por los santurrones del ala izquierda, por rehusarse a elegir entre una república estalinizante, por un lado, y los nacionalistas de Franco, por el otro, durante la atroz Guerra Civil de España de 1936-39. Vargas Llosa defiende a Ortega contra estos ataques, en especial los que pintan falsamente a Ortega como un Franquista y Falangista en el closet. Pero, él lo hace con cierta actitud defensiva pues los literatos de la izquierda en España ven al “fascismo” como el enemigo por excelencia. Pero, estos ideólogos son pigmeos comparados con el liberalismo civilizado de Ortega, quien difícilmente tenía espacio para respirar durante la terrible polarización ideológica de los años treinta. Una defensa menos apologética de Ortega habría sido más intrépida y efectiva.

LA TRADICIÓN LIBERAL

Los capítulos centrales sobre Hayek, Popper, y Berlin no dejan de tener interés. Con simpatía, Vargas Llosa despliega las ideas centrales de Hayek en sus obras de 1944, Camino de servidumbre, Los fundamentos de la libertad (1960) y escritos posteriores de este. Ellas incluyen el respeto por el “orden espontáneo” e igualad ante la ley, reconocimiento de los límites del “constructivismo” social, y crítica a las amplias “contradicciones” de la economía y sociedad “planificadas.” También, critica a Hayek, con cierta justicia, por tender a agrupar a los “socialistas” en la misma categoría autoritaria.

El capítulo sobre Karl Popper describe bellamente el movimiento del filósofo nacido en Austria desde un socialismo de juventud hacia un liberalismo antimarxista. Vargas Llosa es, desde mi punto de vista, más bien muy simpático hacia The Open Society and Its Enemies (1944) [La sociedad abierta y sus enemigos]. De hecho, ese libro defendió la libertad moderada, pero atrozmente leyó mal a Platón, Aristóteles, e incluso Hegel, como precursores del totalitarismo moderno. Simplemente Popper está fuera de lugar en su libro más famoso. Pero, Vargas Llosa destaca algunas ideas excelentes encontradas en el libro de Popper de 1957 The Poverty of Historicism [La pobreza del historicismo]: una crítica al determinismo global del tipo expuesto por Comte, Marx, e incluso Mill – un crítica lúcida y convincente de la ingeniería social utópica en nombre de una preferencia modesta de mejoras que son incrementales pero sostenidas.

En contraste, “la ingeniería fragmentaria,” en mi opinión una elección desafortunada de palabras, “pone a la parte antes que el todo, al presente antes que el futuro, a los problemas y necesidades de hombres y mujeres en el ahora y aquí antes que el espejismo incierto de la humanidad en el futuro.” Hay tanto por apreciar en esta formulación. En una nota crítica, Vargas Llosa gentilmente castiga a Popper por escribir un libro casi al final de su vida, en que argüía que la televisión significaba un peligro grave para la democracia y, por tanto, que su influencia debería ser contrarrestada.

Así, al final de su vida, Popper sonaba crecientemente como los filósofos políticos clásicos que él había despreciado tan injustamente. También, a ellos les preocupaba la degradación moral de la democracia y declinación que le acompañaba de la virtud ciudadana que con ella venía. Confrontado por los vientos del nihilismo postmoderno, sin duda que Popper creció a ser más conservador en sus años finales, ¿Qué tan consternado habría estado él por la degradación moral y cultural traída por la omnipresente internet y la adicción diseñada de aparatos de mano?

De hecho, considerablemente más que Vargas Llosa, Popper y Aron expresaron una profunda preocupación por la versión de los apoyos morales para la constitución de la libertad en años posteriores al año revolucionario de 1968. Hasta Hayek fustigó a Freud por su papel en subvertir la restricción necesaria de hombres y mujeres libres de vivir responsablemente en una sociedad verdaderamente libre. Pero, en mucho, Vargas Llosa parece ser insensible a estas preocupaciones. Su liberalismo es demasiado “liberal” al final de cuentas, e insuficientemente “conservador” ante del desafío del nihilismo moral e intelectual postmoderno. Lo más cerca que él ha estado de expresar su profunda preocupación por nuestro giro cultural hacia lo visual y lejos de lo textual, ha subvertido la paciencia tan necesaria para una vida civilizada. Acerca de eso, él, en verdad, está en lo correcto.

En esto, nuestro autor no es diferente de su héroe, Isaiah Berlin. Berlin, como Popper era un crítico admirable del determinismo histórico total y del totalitarismo del siglo XX. Berlin, ingeniosa y elocuentemente, demostró el rol crucial que la libre voluntad de grandes individuos desempeñó en dar forma a los acontecimientos dramáticos del siglo XX (vea su ensayo magistral de 1949 “Churchill in 1940”). Al mismo tiempo, se contentó con una defensa espiritualmente anémica de la “libertad negativa.” Tampoco Vargas Llosa aprecia qué tan cercano a un relativismo moral acérrimo estaba el “pluralismo de valores” de Berlin. Berlin es débil, por decir lo menos, en cuanto a los lazos esenciales que atan la verdad y la libertad. Pero, su decencia inglesa le impidió en última instancia sucumbir ante el relativismo radical implícito en un pluralismo, que le daba poca o ninguna guía para ponderar y balancear bienes que compiten entre sí.

El peruano laureado con el premio Nobel es un francófilo que tiene un conocimiento íntimo de la escena intelectual francesa. Llegó a admirar a Raymond Aron (1905-83) por su aprendizaje inmenso, su inmunidad a la tentación totalitaria, su rechazo a ser amedrentado por la moda ideológica, su claridad moral acerca del comunismo, y su rechazo a celebrar el bacanal revolucionario que era la parisina “revolución de mayo” de 1968. Pero, en lo que es otra lectura fina del clásico de Aron de 1955 The Opium of the Intellectuals [El opio de los intelectuales], él hace una mala lectura de la importancia de la crítica de Aron a la religiosidad secular de la Izquierda intelectual y la duplicidad de sus colaboradores cristianos progresistas. Vargas Llosa subestima el respeto de Aron hacia una relación trascendental auténtica. Arón enfáticamente afirmó que su escepticismo no estaba dirigido hacia una religión auténtica en sí, sino, más bien, a “esquemas y modelos, ideologías y utopías.”

Además, Vargas Llosa alega, erróneamente, que Aron vio al gran estadista francés Charles de Gaulle fundamental, y finalmente, como un “autoritario.” Pero, como arguye el protegido por largo tiempo de Aron, Jean-Claude Casanova, en su “Prefacio” a Aron et Gaulle, una colección de escritos de Aron acerca del estatista francés publicada en el otoño del 2022, Aron reconoció la grandeza del estadista francés, lo respetó, y no vio en él trazos de tirano. Al mismo tiempo, Aron criticó a de Gaulle cuando lo exigieron las circunstancias, ocasionalmente obligado, en especial en asuntos relacionados con política externa. Pero, sin duda estuvo al lado de de Gaulle al resistir la “revolución elusiva” que casi se trajo abajo a la Quinta República Francesa en mayo de 1968.

Vargas Llosa simplemente ignora lo que podemos llamar el lado conservador de la filosofía política de Aron. Entre 1968 y su muerte en 1983, Aron expresó profunda preocupación acerca de una crisis de autoridad en la Europa liberal. Autoridad era confundida con autoritarismo, y difícilmente se encontraba la virtud cívica cuando no era descartada como fuera de época e irrelevante. En un libro publicado póstumamente titulado Liberty and Equality [Libertad e igualdad], a ser publicado en inglés luego en este año, Aron habló de “la crisis moral de la democracia liberal.” Él enfáticamente advirtió acerca de reemplazar un sentido robusto de la realidad con la “liberación del principio del placer.” Y agregó que “teorías acerca de la democracia y teorías acerca del liberalismo siempre han incluido algo así como la definición del ciudadano virtuoso, o la forma de vida que estaría de acuerdo con el ideal de una sociedad libre.” Tal preocupación está ausente en la descripción que hace Vargas Llosa de Aron y difícilmente se presenta en la discusión del liberalismo como un todo. Esta es una laguna significativa, que muestra los límites del propio liberalismo de Vargas Llosa.

El retrato de Aron es seguido de un retrato agradable del amigo de Aron, el periodista, ensayista, escritor, y panfletista francés, Jean François Revel. Él fue uno de los críticos mejor informados acerca del totalitarismo en el mundo occidental. Su prosa era impecable. Revel se encargó de todas las ilusiones de la Izquierda, difícilmente siendo el mismo un hombre de la Derecha. Era un republicano en el sentido secular francés y difícilmente tenía un hueso religioso en su cuerpo, aunque su hijo se convirtió en un famoso monje budista, y padre e hijo escribieron juntos un éxito de ventas global. Revel se convirtió al liberalismo en los años de Mitterrand, algo tardíamente, al darse cuenta que el socialismo democrático estaba al final de una quimera. Como correctamente lo sugiere Vargas Llosa, hoy no hay periodista en el mundo occidental que se compare con la combatividad, valentía, estilo y amplitud de intereses de Revel. Para su gran crédito, Vargas Llosa nos permite escuchar la voz de Revel una vez más y apreciar de verdad sus méritos.

En su título, Vargas Llosa nombra su bête noire [bestia negra], el cántico de sirena de las lealtades tribales. En muchos aspectos, él está en lo correcto al resistir el “llamado de la tribu” y denunciar el fanatismo, tribalismo, y conformismo intelectual en su diversidad de formas. Pero, también, exhibe un peligro inherente del liberalismo, de tirar el bebé con el agua del baño, o, menos metafóricamente, fallar en apreciar las precondiciones para la libertad y sus aspiraciones álgidas. Po ejemplo, ¿es la lealtad humana nacional simplemente una forma de tribalismo? ¿Occidente, y más específicamente la constitución de la libertad, no tiene prerrequisitos morales y culturales que estamos obligado a articular y defender? Estas son preguntas e inquietudes que llegan a la mente, al involucrarse en la recuperación elocuente, meditada y llena de vida -pero en última instancia fallida- de la tradición liberal.

Daniel J. Mahoney es compañero sénior del Instituto Claremont, escritor sénior en Law & Liberty, y profesor emérito de la Universidad Asunción. Sus últimos libros son The Statesman as Thinker: Portraits of Greatness, Courage, and Moderation, (Encounter Books) y Recovering Politics, Civilization, and the Soul (St. Augustine’s Press).

Traducido por Jorge Corrales Quesada.