ACERCA DE EMPLEOS

Por Donald J. Boudreaux
American Institute for Economic Research
5 de marzo del 2023

Un tema sobre el que el pensamiento de los economistas difiere muy claramente de aquel de no economistas, es el de los empleos.

El economista entiende que los empleos siempre están disponibles. En efecto, cada uno de nosotros tiene tantos empleos potenciales que no es posible desempeñarlos a todos ellos. Pintar la casa, limpiar el garaje, bañar el perro, cortar el zacate, cortar el zacate del vecino. La lista es interminable. El problema es que pocos de esos empleos pagan mucho.

En resumen, lo que queremos no es empleos per se, sino oportunidades de obtener ingresos.

Por tanto, el economista entiende que el valor de un empleo pagado depende de la productividad de la economía. Si la economía está produciendo muchos bienes y servicios que la gente encuentra son tentadores, entonces, cada empleo pagado valdrá más que si la producción de la economía fuera escasa o poco tentadora. Aún los mejores empleos en una sociedad primitiva proporcionan un nivel de bienestar que todo estadounidense moderno encontraría que es insoportablemente deficiente.

En efecto, nosotros los estadounidenses del 2023 estaríamos horriblemente descontentos si súbitamente fuéramos transportados de vuelta a tan sólo hace medio siglo, y empleados en sectores de salarios altos de esa época. ¿Qué hicieron los trabajadores estadounidenses mejor pagados en 1973?

Cadillacs – sin bolsas de aire, entrada con llaves a control remoto, monitores de puntos ciegos, cámaras de marcha atrás, y la conectividad inalámbrica que hoy les da acceso a los choferes a la navegación por GPS, transmisión de música, y aproximadamente un trillón de estaciones de radio por satélite. Sin embargo, todos esos Cadillacs del pasado venían con radios AM-FM.

Voluminosos “aparatos” de televisión no de Alta Definición – que recibían tres o cuatro canales, pocos de ellos transmitían todo el tiempo. Los colores de las imágenes que esos televisores proyectaban no eran muy naturales y a menudo se desteñían entre sí. También, estos televisores con frecuencia se dañaban. Casi ninguno tenía control remoto.

Agendas electrónicas [Rolodexes] – que no calzaban convenientemente en su bolsillo o cartera.

Tocadiscos y LPs – el último de ellos, que se tocaba en el primero, a menudo se tra, tra, tra, tra, trabaría. Cualquier parlante que produjera un sonido decente tenía un tamaño aproximado al de un autobús escolar.

Servicio telefónico – y el privilegio de pagar una pequeña fortuna por cada llamada a larga distancia. Ninguno de esos teléfonos era inalámbrico o adecuado para llevarlo al carro o caminar en el parque. Y esos teléfonos eran extremamente inútiles para tomar fotos para compartirlas en Facebook o enviarlas como texto a amigos. (Sin importar lo último, pues en 1973 no había Facebook o mensajería instantánea.)

Usted entiende. Hoy los estadounidenses comunes disfrutan de acceso a un rango y calidad de bienes y servicios jamás soñados por nuestros padres cuando eran jóvenes. Hoy, disfrutamos de ese acceso pues nuestra economía es tan dinámica y productiva.

Por desgracia, cuando una nueva chispa de dinamismo permite que máquinas desempeñen tareas que en una ocasión requirieron músculo humano o poder del cerebro, o cuando una fuente de suministro del exterior se abre, los políticos, comentaristas, y reporteros se enfocan en la pérdida resultante de empleos domésticos.

“Es horrible,” clama alguna gente. “¡Necesitamos impuestos a las importaciones y otras intervenciones que frenen ese tipo de cosas!”

Tal reacción pasa por alto el gran panorama. Sólo hallando formas más productivas de usar los recursos (incluso la mano de obra humana) se logra que aumente nuestro estándar de vida. Por ejemplo, es sólo debido al crecimiento colosal de la productividad agrícola que se necesita menos y menos gente que siembre. Hoy, hijos y nietos de agricultores son chefs en restaurantes de fusión, gerentes en tiendas Target, cirujanos de Lasik, desarrolladores de apps para teléfonos inteligentes que cosechan fortunas, etcétera, y así sucesivamente sin fin. Como consumidores, nuestro estándar de vida sería mucho menor si no se hubieran “destruido” empleos agrícolas.

Y, también, por igual nuestras vidas como trabajadores están mejor. Cuando, décadas atrás, cayeron las perspectivas de tener una buena vida en la granja, el agricultor se preguntó ansiosamente cómo sus nietos se ganarían sus vidas. Él no podría haber sabido que algunos trabajarían para compañías llamadas Apple, Google, FedEx, e Ikea, mientras otros serían diseñadores de redes independientes laborando desde sus pequeños cuartos en el SoHO en Nueva York. (Hace cincuenta años, todos los diseñadores de redes gateaban de cuatro patas). Nunca habrían existido estos empleos si la creatividad y energía humana no se hubiera liberado de ocupaciones más antiguas – lo que nos lleva a cosas más importantes que los economistas sabemos acerca de empleos.

En una economía libre, tenemos empleos que no queremos perder tan sólo porque somos libres de perder los empleos que tenemos.

La gran mayoría de empleos que permean la economía moderna es creada por nuestra libertad como consumidores de gastar nuestros ingresos como nos parezca a cada uno de nosotros -incluyendo nuestra libertad de cambiar cómo gastamos nuestros ingresos- combinada con nuestra libertad como empresarios para crear nuevas oportunidades de gasto para los consumidores.

Si, en un esfuerzo por congelar en su sitio a todos los empleos existentes, se frenara este proceso dinámico de libertad del consumidor y experimentación empresarial, se enloquecería la propia lógica de nuestra economía. Las recompensas a empresarios desparecerían y, en el mejor de los casos, los consumidores estarían por siempre atrapados en un patrón invariable de compras de las mismas cosas, año tras año, década tras década.

Pero, un resultado más posible de un régimen regulatorio que intenta prevenir el cambio económico, es que los estándares de vida en la realidad caerían. Tal régimen sofocaría la empresariedad. Se terminaría la creatividad y agudeza mental económica hacia nuevas oportunidades. La razón es que la empresariedad es necesaria incluso para mantener la economía en un nivel estable de prosperidad.

Cuando las fuentes de recursos existentes empiezan a reducirse, se requiere la empresariedad para encontrar reemplazos adecuados. Cuando cambian los gustos de los consumidores, sólo los empresarios pueden descubrir exitosamente -compitiendo entre sí- cómo reasignar los recursos en formas que no resulten en una declinación de los estándares de vida. Lo mismo cuando hay cambios en la demografía. Sin embargo, la empresariedad no se puede despertar sólo cuando se necesita que asegure que los estándares de vida permanezcan constantes, y se mantenga en coma siempre que eso pueda desatar el cambio económico que resulta en crecimiento económico.

Esfuerzos determinados por el gobierno para proteger empleos existentes, al impedir el crecimiento económico, ciertamente serían esfuerzos que resultan en una declinación económica severa. Y cada empleo en esa economía -posiblemente con excepción de aquellos burócratas gubernamentales- terminaría pagando salarios mucho menores a cambio de un trabajo mucho más arduo.

Ningún trabajo para los economistas es más vital que hacer que esta verdad sea ampliamente conocida.

Donald J. Boudreaux es compañero sénior del American Institute for Economic Research y del Programa F.A. Hayek para el Estudio Avanzado en Filosofía, Política y Economía del Mercatus Center; miembro de la Junta Directiva del Mercatus Center y es profesor de economía y anterior jefe del departamento de economía de la Universidad George Mason. Es autor de los libros The Essential Hayek, Globalization, Hypocrites and Half-Wits, y sus artículos aparecen en publicaciones tales como el Wall Street Journal, New York Times, US News & World Report, así como en numerosas revistas académicas. Él escribe un blog llamado Café Hayek y es columnista regular de economía en el Pittsburgh Tribune-Review. Boudreaux obtuvo su PhD en economía en la Universidad Auburn y un grado en derecho de la Universidad de Virginia.

Traducido por Jorge Corrales Quesada.