CUANDO RATZINGER Y HAYEK SE REUNIERON

Por Karl Weiss
Law & Liberty
1 de marzo del 2023

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Desde la muerte del papa Benedicto XVI en la Noche de Año Nuevo, naturalmente mucho se ha escrito acerca de su legado. Ciertamente, acerca de él mucho más será escrito en las próximas décadas y centurias. Pues él, Joseph Ratzinger, era un verdadero profeta de nuestro tiempo, una voz magisterial, y una de las mentes más grandes de los últimos siglos.

Lo que es menos conocido de él fue un encuentro que sostuvo con otra gran mente del siglo XX, el laureado con el Premio Nobel de 1974, Friedrich August von Hayek, en un debate muy poco conocido en el Salzburger Humansmugespräche, las Discusiones acerca de las Humanidades de Salzburgo, en diciembre de 1976. A primera vista, parece inconcebible cómo Ratzinger y Hayek tuvieron mucho que decirse. No obstante, aquí en los debates de Salzburgo -gentilmente señalado a mi persona por un amigo apreciado de Viena- estos dos hombres, el Hayek en aquel entonces de 77 años de edad y el, en su momento, joven Ratzinger de 49 años, se reunieron y debatieran y, en efecto, parecieron llevarse bastante bien.

El tema del debate era el papel y entendimiento del intelectual en nuestro mundo. ¿Están los intelectuales demasiado seguros de su habilidad para concebir nuevas ideas de un supuesto progreso? ¿Es finalmente hora de decir adiós a ideas utópicas? Más bien como era de esperar, considerando su ataque feroz de años previos a la pretensión del conocimiento de intelectuales y científicos, Hayek, quien hizo los comentarios introductorios para la discusión, no se alejó de atacar la clase intelectual de su época. De hecho, empezó sus señalamientos con un aire sombrío al igualar al intelectual con nada menos que un hombre ahorcado: “En la casa del ahorcado, no mencionen la cuerda. Así que, en realidad, en el estudio de transmisión uno no debería hablar acerca de intelectuales. Pero, simplemente, son una fuerza conspicua.”

Para Hayek, los intelectuales en sí no son eruditos. En vez de ello, son “intermediarios en ideas de segunda mano.” Tienden a tener una voz exagerada en el discurso público pues son bien considerados por otras razones diferentes de las que ellos pretenden ser conocedores. Son capaces de diseminar el conocimiento, pero tienden a hacerlo con cierta agenda o, al menos, sin entender lo que en realidad dicen. Ellos no conocen “la ciencia” del asunto -independientemente de si se trata de economía, política internacional, temas sociales, o, tal vez, uno puede agregar en estos días, la salud pública- pero se considera que valen la pena oírlos por diversas razones de prestigio.

Para Hayek, el hecho de que nuestra sociedad esté escuchando a estos intelectuales es “un problema muy serio,” pues nuestro discurso público entero se basa en las ideas y perspectivas de hombres que no saben de qué es lo que están hablando. Justamente porque ellos no lo saben, vienen con cosmovisiones bastante poco convencionales. “Ha llegado a ser tan amenazador porque [en el discurso intelectual] es cuando emergen las ambiciones egregias de lo que caprichosamente el hombre puede hacer de la sociedad.” Es aquí, no entre verdaderos expertos, en donde emergen las ideas utópicas, afirma Hayek: “la idea de que cualquier cosa se puede hacer es, por supuesto, la forma moderna de utopía que, en particular, persiguen los intelectuales.”

Este no es sólo un problema de daño al discurso público; es, dice Hayek, en sí una amenaza a la democracia. Dado que en una democracia irrestricta, explica él, los intelectuales estarán en capacidad de lograr que sus voces se escuchen y estarán en mayor capacidad de poner en práctica sus ideas desastrosas. En una democracia irrestricta, el gobierno y sus funcionarios a cargo dependen constantemente del apoyo de grupos de interés, que son guiados por esos mismos intelectuales que sueñan con el mundo perfecto. Y, así, “el socialismo usa la democracia irrestricta para sus propósitos.”
Esta situación, continúa Hayek, “me preocupa terriblemente, pues desacredita la democracia, que es la única forma de gobierno que protege nuestra libertad individual, tanto que un número creciente de hombres serios a quienes valoro ha llegado a ser extremamente escéptico de la democracia.” Y, así, Hayek demanda una forma más limitada de democracia, una que se controla mejor por otros elementos de gobierno, para así limitar el poder de grupos de interés y la élite intelectual. De otra forma, estaba él convencido, “la democracia se destruirá a sí misma.”

Habiendo empezado sombrío y habiendo terminado aún más sombrío, Hayek dejó el piso a sus tres interlocutores. No es necesario decir que los otros dos panelistas se sintieron desconcertados por el fiero ataque de Hayek a la clase intelectual. Uno de ellos abiertamente se rehusó del todo a hablar acerca de los comentarios de Hayek, rebajándolos como simplemente “jocosos.” El otro vio en toda la conversación un “llanto y agresividad encubierta,” de hecho, una “denuncia” injusta. Para él, Hayek, al elevar la clase trabajadora como un ideal sobre el intelectual, tan sólo siguió a los marxistas en su definición del intelectual como una amenaza, al involucrarse en “romanticismo”. Pero, entonces, él se pregunta, ¿por qué el propio Hayek no renunciaba a su silla académica y, en vez de eso, ingresaba en la fábrica con su gente ordinaria amada?

Aquí es donde el prometedor Ratzinger, el futuro papa, entró y defendió al casi treinta años más viejo Hayek. Afirmando que históricamente ha sido entendido el origen de la palabra “intelectual” como hombres que ganaron reputación en un campo o actividad y ahora usan esta reputación en un campo -o en asuntos generales- en el que conocen mucho menos, concluyendo él que “me parece que el Sr. Hayek no es tan absurdo acerca de su definición como [nuestros compañeros interlocutores] lo han presentado.” Y, a pesar de lo anterior, si bien Ratzinger está de acuerdo con la naturaleza del intelectual, él “quiere afirmar esto diferentemente, después de todo, de cómo el Sr. Hayek lo ha hecho.”

Para Ratzinger, los peligros del intelectualismo no son razón suficiente para alejarse de él por completo. Aun una mayor especialización y un gobierno de expertos, cada cual en su propio campo, tampoco pueden ser la solución, asevera él. Si eso sucede, una discusión acerca de la vida humana en general se desvanece y es hecha imposible, pues todo es subjetivado. Lo que de nuevo el mundo necesita son discusiones acerca de la objetividad del hombre, acerca de la bondad objetiva de la vida humana, lo que debería ser discutido una vez más con base en la razón humana.

En vez de simplemente aceptar las premisas en el campo de uno, hasta los académicos necesitan de nuevo ir más allá de su campo específico y discutir tópicos más amplios acerca de la verdad de la vida humana ̶ de hecho, necesitan ser intelectuales hayekianos. El teólogo puede verse igual de atado en su campo como el economista puede estarlo en el suyo, y ciertamente ninguno de ellos debería tomar los supuestos básicos de su disciplina y universalizarlos. Por ejemplo, si la premisa del economista es la teoría del subjetivismo, el economista no debería además considerar toda la vida como subjetiva. Todo mundo, en vez de ello, es llamado -siendo valiente en la humildad acerca de los límites propios de uno, un rasgo con el que sin duda Hayek podría estar de acuerdo- a discutir los temas generales de la vida humana y los objetivos, propósitos, y fines del hombre.

Se podría decir mucho acerca de este diálogo corto pero valioso entre estos dos grandes pensadores. Pero, dejémoslo para unas pocas notas cortas: Sin duda, los señalamientos de Hayek dan en el blanco de una manera particular en nuestra época. El economista austriaco era un gran proponente de regímenes políticos liberales entendidos en el sentido clásico. Pero, vio a intelectuales socialistas usar esos mismos regímenes para manipularlos y darles la vuelta por medio de grupos de interés (hoy ellos aún son a menudo socialistas económicos, pero, también, han hallado sus nuevas fantasías en el despertar [wokism]). Viendo esta situación, muchos de los aliados políticos de Hayek, dice él, del todo les han volteado las espaldas a regímenes políticos libres. Ellos se alienaron tanto por el sistema, que perdieron toda esperanza en él. ¿Suena familiar?

Y, a pesar de lo anterior, Ratzinger nos recuerda -y debería recordar a hayekianos y a todos en la tradición liberal clásica- que, tal vez, el problema es que nosotros, en Occidente, hemos abandonado discusiones de los bienes más altos, de qué es lo que hace (objetivamente) una buena vida (y que existen múltiples maneras objetivamente malas de vivir una vida humana). Esta fue una de las grandes razones de la obra de Ratzinger: que, aun cuando intentamos encontrar formas buenas y sostenibles de lograr la prosperidad, nunca podemos perder de vista a la “ecología humana” en sí misma. Nunca podemos olvidar que “el hombre también tiene una naturaleza que debe respetar y que él no puede manipular según su voluntad” (aún si él no daña a nadie al manipularla). Ratzinger advierte, podemos inferir de sus comentarios, que: para defender un régimen político libre, necesitamos hablar acerca de qué hace al ser humano capaz de libertad, qué hace a la vida humana verdaderamente bella y excelente. Abandonarlo puede conducir precisamente a la ruptura que Hayek observa.

Entonces, aquí tenemos poco menos que los debates que hoy tienen conservadores y liberales ̶ y así, también, una oportunidad para aprender de estas grandes mentes, ambas por derecho propio. De hecho, cuando tomamos en cuenta tanto las ideas profundas del realismo de Hayek acerca de lo que la política puede hacer (o, tal vez más a menudo, de lo que no puede hacer), con las consideraciones magnificentes de Ratzinger acerca de la vida humana, podemos ganar una perspectiva enteramente nueva acerca de nuestro mundo de hoy.

Kai Weiss es compañero de Investigación en el Centro de Economía Austriaca, miembro de la junta directiva del Hayek Institute, y estudiante de postgrado en política en Hillsdale College.


Traducido por Jorge Corrales Quesada.