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Tema: JEFFREY POLET-LA REPÚBLICA DE PLATÓN Y LA NUESTRA

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    JEFFREY POLET-LA REPÚBLICA DE PLATÓN Y LA NUESTRA

    Un breve comentario personal y una sugerencia. El primero es que la lectura de este ensayo trajo a mi memoria el maravilloso curso que recibí en 1963 en la Universidad de Costa Rica, ofrecido por el excelente y admirado profesor Constantino Láscaris, acerca de la República de Platón. Y la segunda, que, por ser este un ensayo extenso, pero profundo y valioso del profesor Jeffrey Polet, recomiendo que, por favor, sea leído aunque, si se cansa, lo haga por partes, si bien uno nunca sabe: puede ser que le interese a usted tanto como a mí, que lo decida hacer de una sentada. Jajaja. Y es una buena forma para nuestro aprendizaje eterno.

    LA REPÚBLICA DE PLATÓN Y LA NUESTRA

    Por Jeffrey Polet
    Religion & Liberty: Volumen 33, Numero 1
    16 de enero del 2023

    Las expectativas de justicia residen profundamente dentro de nosotros. Figuras tanto del mundo Hebraico como del Helénico ubicaron la demanda de una sociedad justa en el centro de sus trabajos. Esas exigencias han tenido eco a través de los tiempos y en nuestras calles. En las épocas más tempranas, nos quejamos acerca de cosas que consideramos son injustas y perseguimos a nuestros padres por promesas incumplidas. De todas las virtudes, la justicia parece ser la más arraigada. Y, no obstante, es aquella que probablemente más estragos causen y desaten confusión. Parece que tenemos una comprensión clara de lo que exige la fortaleza, y rara vez hablamos de la prudencia y templanza excepto elípticamente, pero nuestra insistencia acerca de la justicia se relaciona inversamente a nuestra comprensión de ella.

    En ninguna otra parte es esta dinámica presentada más convincentemente que en el texto central acerca del problema de la justicia: La República de Platón. Por una parte, Sócrates está respondiendo a las súplicas de la juventud de la ciudad: ¿Qué es esa cosa que llamamos justicia? ¿Cómo podemos participar en la vida de una ciudad que se ha corrompido tanto? ¿Puede uno participar en la política sin perder la integridad del alma de uno? ¿Qué guía nos pueden brindar nuestros mayores? ¿Qué perspectivas nos aguardan si la justicia no puede prevalecer?

    Estas preguntas son perennes y apuntan a la relevancia actual del diálogo, pues en ninguna otra parte estas preguntas son más plenamente explorados ni la dificultad de brindar respuestas más dramáticamente demostradas. En efecto, como en muchos de los diálogos, La República despliega el drama de la vida social, la lucha y tribulaciones de la contienda [agon en griego clásico] que descansa en el centro de nuestros esfuerzos por forjar una existencia compartida mutuamente satisfactoria. Este drama, podemos observarlo, siempre será más plenamente sentido por la juventud de la ciudad, quienes, sin la influencia moderadora de la experiencia y su sabiduría concomitante, vuelcan su incertidumbre y frustración ya sea hacia un radicalismo colectivizado o un hedonismo individualizado.

    La República
    es inexhaustible y, por ello, se resiste a un resumen, pero, quiero atraer la atención del lector a tres puntos principales, y, luego, conectar eso con el problema de la justicia, tal como fue concebido en nuestro sistema constitucional.

    Glaucón y Adimanto, los hermanos de Platón y estudiantes de Sócrates, involucran al último en una conversación en casa de Céfalo, uno de los estadistas más ancianos de la democrática Atenas. Están allí a invitación de Polemarco, hijo de Céfalo, quien brevemente intenta defender la idea de que la justicia es hacer el bien a los amigos de uno y dañar a los enemigos de uno. Aunque el propio Céfalo desempeña un papel menor en el diálogo, su participación de corta vida refleja en el diálogo la sabiduría convencional de “quienes se han ido por delante nuestro… en un camino por el que también nosotros probablemente tendremos que viajar.” La idea de justicia de Céfalo puede resumirse en “ser sincero, y devolver a otros lo que usted les debe,” una idea que Sócrates demuestra puede comprometernos a cometer todo tipo de males. No es necesario que los detalles del argumento nos conciernan tanto como el hecho que Céfalo no tiene capacidad para defender la posición.

    Por supuesto, este es el problema general de las convenciones. Derivada del latín para “un acuerdo o una reunión,” se puede adherir a las convenciones sin ser entendidas. Note la relación radical con la palabra conveniente y su significado de “llegar a ser adecuado.” Las convenciones no necesariamente son falsas o sin sentido o improductivas acerca de lo que es bueno, pero, tampoco, ellas necesariamente son verdaderas o con sentido o productivas, y por ello admiten una investigación crítica. En manos de líderes como Céfalo, ninguna investigación crítica ha tenido lugar, ni puede tenerlo, en no pequeña parte porque, como lo señala Sócrates, la definición de Céfalo tiene una relación tanto con su riqueza como con su estatus. El esfuerzo por hacer de la justicia un valor universal no puede colocarse sobre una base tan insegura.

    DESCENDIENDO Y ASCENDIENDO

    La expectativa de que los reyes sean filósofos o que los filósofos sean reyes es irreal, pero ciertamente los reyes necesitan el consejo de filósofos. Después de todo, el bien se relaciona directamente con la verdad. En este punto del diálogo, los jóvenes en la habitación lanzan una mirada escéptica a Céfalo, pues su “privilegio” le ha aislado tanto de las consecuencias de su definición como, más dañinamente, de cualquier necesidad existencial de cuestionarla. Céfalo ya no comparte más el mismo mundo social y político como los jóvenes, excepto en el sentido más rudimentario. Las convenciones no son fungibles [algo que se consume con su uso], pero el dinero sí lo es, y Céfalo ve precisamente que es su riqueza la que hace posible que él pague sus deudas, y así “la riqueza es particularmente útil en este contexto.”

    Una segunda característica del diálogo involucra su estructura general. La República empieza así como termina con un acto de descenso, y a través del diálogo estamos sujetos a una serie de ascensos y descensos contrastantes. La famosa alegoría de la caverna del libro 7 es un microcosmos de esa estructura general. Habiendo ya descendido dentro de la caverna, uno de los prisioneros se libera de sus cadenas y empieza el proceso de ascenso (empezando con el periagoge, o dar la vuelta ̶ una conversación). Entonces, el prisionero debe descender de nuevo dentro de la cueva, antes de ascender una vez más. La “ciudad en palabras” contrasta con las polis [en la antigua Grecia una comunidad política que se administraba sola o ciudad-estado] infirma [disminuida]; el paradeigma ek uranos (paradigma en el cielo) contrasta con la ciudad terrena de Atenas.

    Este contraste de opuestos es central en la estrategia general de Platón de obtener alguna tracción hacia la verdad al descubrir lo que no es (o apophasis). Nuestras comprensiones de justicia se derivan grandemente de experiencias de injusticia. En efecto, una característica central de la ley natural que puede recibir muy poca, si es que alguna) explicación positiva. Actúa principalmente como un interdicto, recibiendo tales mandatos su fuerza desde un sentido moral profundo. Desde Antígona a Creonte, de Boecio a Lady Windsor, Martin Luther King en la cárcel de Birmingham, Alabama, Aleksandr Solzhenitsyn a sus carceleros, todos, son testigos de un orden superior que descubren como resultado de experimentar violaciones a la justicia. C.S. Lewis afirma esto bien en Mere Christianity [Mero Cristianismo] al expresar furia cuando brevemente dejamos la silla en la que estamos sentados en una cafetería y regresamos para encontrar a alguien más que ha tomado nuestro lugar. “Esa es mi silla” no tiene un fundamento legal, pero tiene uno moral. Para Platón, al igual que para otros jóvenes de Atenas, el acontecimiento que determinó su vida fue que la ciudad había llevado a la muerte “al hombre más justo que alguna vez conocí.” La condena en el juicio de Sócrates fue, en efecto, una condena a Atenas.

    Consistentemente, Platón se basa en este sentido moral de que tenemos un anhelo de justicia. Podemos no tener una idea clara de lo que es debido a otra persona, pero, estamos familiarizados con el problema de la pleonexia (lograr más que la parte de uno) y de cómo esto tanto consume como divide la política y alma. Podemos no tener una idea clara de que es un filósofo, pero todos tenemos experiencias con filodoxos [persona que sólo se centra en la opinión (doxa) que se tiene sobre las cosas, y no en el estudio de la verdadera esencia], esos amantes de la opinión que nunca expresan un pensamiento original o interesante. Podemos ser capaces de no expresar bien la naturaleza de la belleza, pero las características de la fealdad son rápidamente aparentes. Podemos luchar por encontrar y narrar historias que expresan la verdad de quiénes somos, pero, cualquiera con ojos para ver y oídos para escuchar, puede identificar la proliferación de las malas.

    CUÉNTENOS UNA HISTORIA

    El punto central del diálogo, que Platón está creando una ciudad-estado educativa, es a menudo dejado de percibir: Las personas más poderosas en cualquier sociedad no son los estadistas ni los plutócratas, sino los narradores de historias. Hay de nosotros si nuestros estadistas controlan el contenido de las historias contadas o si los plutócratas se apoderan del control de los instrumentos para narrar historias. Sócrates asevera que, en virtud de ser la cosa más importante, las historias que celebran el vicio y socavan la virtud deben ser prohibidas, pues “un jovencito no puede decir cuándo algo es alegórico y cuándo no lo es, y cualquier idea aceptada por una persona de esa edad tiende a ser casi inextirpable y permanente. Entonces, consideradas todas las cosas, esa es la razón de por qué debería darse mucha importancia a asegurar que las primeras historias que él escucha sean las mejor adaptadas para su mejora moral.”

    En contraste particularmente importante, Platón yuxtapone la polypragmasune (pensar en la obra de los demás o, coloquialmente, meter nuestra nariz en sus asuntos) al hecho que la justicia ordena a cada ciudadano “hacer su trabajo.” Ningún sistema político bien ordenado puede evolucionar sin este imperativo. Sin embargo, posee diferentes partes. Primera que todo, requiere que a las personas les sean dados empleos para los que están bien adaptadas, una afirmación que va contra nuestra creencia, a menudo aseverada pero obviamente tonta, de que cualquier persona puede llegar a ser lo que esa persona quiere. Tal creencia resultará en una incapacidad desenfrenada. El autogobierno, en ambos sentidos del término, requiere capacidad en un rango amplio de prácticas.

    Siendo la capacidad elemento esencial para “hacer su trabajo,” debe acompañarse de un sentido de responsabilidad personal y cívica. Este sentido de responsabilidad impide tanto holgazanear como explotar un empleo por simple beneficio personal. El empleo debe contener ese elemento de servicio. Aún más, “hacer su trabajo” significa no tratar de hacer el trabajo de alguien más, ni permitir que alguien más haga su trabajo. Ningún “buen hombre” tolerará que se le diga qué hacer. El orgullo ante un trabajo bien hecho resulta de no tener alguien más que lo haga por usted, pero, también, significa que usted ha protegido su reino de responsabilidad ante la intrusión de otro. A pesar de estas recomendaciones para la educación de la clase guardiana, Platón reconoció que los padres resentirían la intrusión del sistema político en sus prerrogativas. La seriedad moral de este punto es capturada por la idea Católica de subsidiaridad.

    Una observación final acerca del diálogo nos lleva adonde empezamos, y eso es que, luego de horas y horas de intensa discusión, tenemos una buena idea de lo que justicia no es, pero no una idea clara de lo que es. En esos momentos, en donde se hace evidente para el lector que Sócrates no puede brindarnos un dogma en relación con la naturaleza de la buena vida, él acude a fabricar mitos. Al igual que en las conclusiones de Político y Gorgias, La República termina con un mito del juicio al morir, que trata de persuadir a quien lo escucha que la vida de virtud es preferida por encima de todas las otras. Tal verdad no puede ser articulada en proposiciones, sino sólo descubierta en un tirón existencial del alma. El hecho que la justicia no pueda ser convertida en un conjunto de proposiciones -y ciertamente no en eslóganes- siempre frustrará a quienes desean disfrazar el deseo por el poder con togas de la justicia.

    LA REPÚBLICA ESTADOUNIDENSE

    Los prospectos de la justicia en este mundo son tristes. Como la verdad, no puede ser posesión de persona o movimiento alguno. Su relación con la libertad es irregular, pues, a medida que esta última se expande, las pretensiones de virtud a menudo se contraen Cuando la autonomía se convierte en nuestra característica definitoria, rápidamente degeneramos en muy indolentes, quienes “nos complacemos con cada deseo pasajero que trae cada día.” El libertinaje trae como su siervo al igualitarismo: cada persona sin importancia, en palabras de Tocqueville, saturando su alma con placeres mezquinos. Platón contrasta esto con “la capacidad y el conocimiento para distinguir una buena vida de una mala,” y “ponderar todas las cosas de las que hemos vendido hablando” tanto en su particularidad como en su universalidad. La justicia requiere que una persona esté atenta a las particularidades y circunstancias, y aprenda cómo “elegir racionalmente entre alternativas,” que la persona debe realizar “durante su vida.” Esta aplicación del razonamiento práctico al problema de la justicia, la atención a tiempo tanto de la palabra como de acción, marca al Platón verdadero en contraste con la versión “idealista” que a menudo se nos da.

    A pesar de lo anterior, el estado ideal de Platón ha turbado a pensadores liberales, quienes encuentran las ideas del griego como demasiado iliberales para sus gustos. El cuasi comunismo involucrado en la educación de la clase guardiana, junto con la autoridad para censurar de los gobernantes, enerva a lectores modernos. Y, si bien Platón nos guía a pensar acerca de las “cosas públicas,” ciertamente no es hacia una república democrática a lo que él nos conduce. Referencias a la “mentira noble,” y al “mito de los metales” y las “historias acerca de dioses,” todas, subyacen la preocupación de Platón de que ningún buen sistema político puede sobrevivir sin un principio de unidad convincente. En verdad, esto está en la esencia del “principio antropológico” por el cual Platón hace una analogía del alma con la ciudad, y, en efecto, sólo habla acerca de la ciudad, pues es “el alma en general,” la cosa central acerca de la cual él quiere hallar la verdad.

    Los esfuerzos de Platón por hacer que entendamos la justicia dependen de si aceptamos la validez del principio antropológico. Aún si vivimos en una era de personalidad fracturada, pensadores serios reconocerán la necesidad de un ser integrado y darse cuenta que tal integración requiere un principio unificador que pueda armonizar lo que alternativamente son partes dispares. Sin un interés en tal integración tendríamos dificultades para describir por qué la hipocresía nos incomoda tanto. Consideramos un ser unificado como siendo una persona de carácter elevado y un ser fracturado como un bueno para nada. Cualesquiera sean las críticas que podemos dar acerca del principio antropológico, ellas no inquietan la verdad autoevidente establecida por una personalidad unificada, tampoco esos críticos desharían nuestro sentido de que, sin algún principio unificador, la política pronto se convertiría en guerra.

    Las críticas contemporáneas al liberalismo consistentemente pasan por alto el hecho que el liberalismo es un esfuerzo por encontrar alguna base para la unidad en medio del conflicto violento y que, igual de importante, tal principio de unidad no puede ser establecido sólo por la coerción. La solución liberal (en el grado en que hay una) y su éxito descansan en el escondite inteligente de un principio unificador, como forma para hacerlo menos susceptible a la disputa, y tal obscurecimiento es, en efecto, requerido por las exigencias de la libertad. En este sentido, la determinación liberal del problema marca un avance importante sobre la solución platónica con su escasa atención a la libertad, una solución que llega a ser tan impracticable que el principio de unidad es contenido y llevado dentro del alma del filósofo, de donde irradia en el orden de la ciudad como tal. El filósofo tiene tal “reverencia” por este principio subyacente que evitará, arguye Platón en “La Carta Séptima,” “exponerlo en un mundo de discordia y descortesía.” Pero, tal es el mundo en que habitamos. Nuestro sistema constitucional se basa en tomar al hombre tal cual es y no como nosotros deseamos que sea, y, a su vez, este realismo opera, casi irónicamente, como un principio unificador. En vez de soñar con un mundo sin “discordia y descortesía,” los autores de nuestra Constitución intentaron crear un sistema que pudiera aceptar el interés y pasión como característica de la política, a la vez que reconoce un compromiso mutuo hacia el bien común, según se articuló en el Preámbulo de la Constitución. Tampoco estaban apurados en suponer que las idiosincrasias inherentes en la pasión e interés necesariamente eran inmorales. En vez de descartar el interés como enemigo de la unidad, los autores de nuestra Constitución creyeron que las divisiones en sí podrían convertirse en ventaja para la justicia (y verdad). Esta estrategia de balancear unidad y división (E pluribus unum [De muchos, uno]) estaba en la observación de Orestes Brownson de que el constitucionalismo estadounidense representó un gran salto hacia adelante en la comprensión humana de la libertad ordenada, y que la justicia era mejor servida, no por el gobierno del filósofo, sino por un conjunto de arreglos institucionales que pudieran conservar la libertad, a la vez que reconocen la necesidad de un gobierno vigoroso.

    Considere aquí la defensa de la Constitución de Publius que se halla en The Federalist Papers [Los papeles federalistas]. En el Federalista 9, Hamilton arguyó que la gran innovación en la “nueva ciencia de la política,” que hace posible una república más amplia, fue un entendimiento más profundo de los principios de la representación. Dada su vacilación entre tiranía y anarquía, la Constitución sólo podría estabilizar su gobierno creando un sistema de representación, y, también, asegurar que el gobierno retenga sus poderes justos con el consentimiento de los gobernados. En otras palabras, establecer la justicia involucraba crear instituciones de gobierno que derivaran su poder de la gente, al mismo tiempo que refrenaba las pasiones populares que pudieran regresar la anarquía o resultar en una tiranía. Las democracias siempre debían temer llegar a ser alguna de esas cosas -piense acerca del libro 8 de La República de Platón (discutido antes)- y, si bien la tiranía resulta de un exceso de poder, la anarquía tendía a resultar de un exceso de libertad. Así, Hamilton, en el Federalista 62, afirmó que “esa libertad puede ponerse en peligro por los abusos de libertad así como por abusos de poder” e insistió en que “hay ejemplos numerosos tanto de lo primero, así como de lo último; y que los primeros, en vez de los últimos, son los que, en apariencia, deben ser más temidos por Estados Unidos.” Este temor de que la libertad era una amenaza mayor a la justicia que lo era el deseo por el poder, apuntaló casi todas las reflexiones de Publius sobre el asunto.

    Madison, en el Federalista 47–51, luego de haber expuesto los argumentos para la distribución del poder entre el gobierno federal y los estados, y habiendo identificado los poderes específicos atribuidos al gobierno federal, volcó su atención a la forma del gobierno federal. La separación de poderes entre las funciones legislativa, ejecutiva y judicial, afirmó él, era una salvaguarda esencial para preservar la libertad. Entre tanto, en el Federalista 48, aseveró que los poderes de las distintas ramas no se podían separar la una de la otra, como para convertir en imbécil al nuevo gobierno. Aún más, la libertad era mejor protegida no sólo cuando los poderes estaban separados, sino cuando los poderes eran compartidos por ramas separadas. La simple fijación de límites en el texto de la Constitución puso una “barrera de parche de papel pergamino” que no podía resistir las tendencias invasoras del poder (o el esfuerzo por asumir el trabajo de alguien más). La evidencia de lo inadecuado de esas barreras de pergamino podía percibirse en la política tumultuosa de los estados, en donde “el departamento legislativo extiende por todas partes la esfera de su actividad, y atrae todo el poder a su vórtice impetuoso.” En una democracia, creía Madison, la mayor amenaza de tiranía viene de la rama legislativa, no de la ejecutiva o la judicial, y así esa fue aquella cuyos poderes tenían que ser más refrenados.

    Lo inadecuado de prohibiciones escritas condujo a Madison a concluir que la tiranía sólo podía ser impedida cuando se creaba la ambición que contrarrestara la ambición, y eso significaba que “los intereses del hombre deben conectarse con los derechos constitucionales del lugar.” En otras palabras, al darles a los miembros de cada una de las ramas del gobierno poderes específicos pero consecuentes, su interés en el poder los podía motivar a resistir los esfuerzos invasores de las otras ramas, y, así, ellas tenían que ser provistas con las herramientas necesarias para resistir tales esfuerzos. Madison supuso que la gente en el gobierno poseía un territorio limitado y, por esa razón, lo guardaría con celo y fervor. Así, los sistemas instituidos se autorregularían efectivamente. Una dependencia en las personas seguía siendo el freno primario sobre el gobierno, pero, la experiencia, observó él, imprimía en nosotros la necesidad de tener precauciones auxiliares. Tomar a los hombres por lo que son y no como deseamos que ellos sean -y, después de todo, no siendo ellos ángeles- la ambición por el poder podía ser colocada isométricamente en un sistema de frustración mutua. Así, el interés privado de cada actor actuaba como “centinela” sobre el bien público. Estas invenciones constitucionales, arguyó él, eran dictadas por la prudencia y experiencia. Las exigencias de la razón práctica significaban debilitar la legislatura, y, a la vez, fortalecer al ejecutivo. Esta división del poder dentro del gobierno federal, cuando se combina con el principio del federalismo, brindaba “una seguridad doble” contra las tendencias tiránicas del poder.

    Aquí Madison conecta las provisiones constitucionales con la tensión paradójica que yace en el corazón del sistema republicano: Por una parte, el gobierno tenía que descansar en el consentimiento de la gente, pero, por otra parte, la gente tenía una tendencia a oprimirse y vejarse entre sí, y usaría instrumentos de gobierno como herramienta para cumplirlos. En otras palabras, la separación constitucional de poderes puede aliviar el problema de la corrupción gubernamental, pero no podría mitigar el igualmente complicado problema de la facción. En verdad, a eso es lo que Hamilton se estaba refiriendo en la cita arriba mencionada del Federalista 62, pues Madison ya había establecido en el Federalista 10 que la libertad es para la facción como el aire lo es para el fuego, y que establecer la justicia requeriría no sólo reconocer las amenazas que acompañaban las formaciones de poder, sino, también, los peligros inherentes en la libertad en sí, en particular tal como ellos se manifestaban en las facciones.

    “No hay,” escribió Madison, “sino dos métodos para tomar precauciones contra este mal: uno al crear en la comunidad una voluntad independiente de la mayoría; esto es, la sociedad como tal; el otro, al abarcar en la sociedad tantas descripciones independientes de ciudadanos como sea posible, hará altamente improbable una combinación injusta de una mayoría dentro del todo, sino es que impracticable.” En resumen, sólo fracturando a la sociedad como tal, podría llevarse a cabo la seguridad contra la facción, y esta fracturación representaba un progreso moral sobre la insistencia en la unidad, que ya fuera reflejaba el estado educacional de Platón que le dio a todos las mismas opiniones, o por su anticipación al alegato Progresista de que la unidad podría lograrse transformando la naturaleza humana. Esa fracturación, a su vez, podría alcanzarse por diferentes medios, y, en efecto, naturalmente había muchas formas, pero, en cualquier caso, resultaría de la libertad. Al asegurar que la gente tenía un derecho a pensar libremente, a rendir culto según los dictados de su consciencia, de asociarse bajo sus propios términos, a preferir el bienestar de sus localidades al de otros sitios, y permitir la proliferación natural de intereses discretos y particulares entre las distintas clases que componen la sociedad -en otras palabras, el libre ejercicio de nuestras tendencias naturales como seres humanos- se podría mitigar la supremacía peligrosa de una facción o combinación de ellas. Las instituciones en un sistema federal, operando a partir de la esfera ampliada, convertían así a las facciones en impotentes, a la vez que permiten que florezca la libertad. Al disminuir los peligros de la facción sin que se imponga un principio unificador, el sistema constitucional simultáneamente podría disminuir la necesidad de instituciones de gobierno nacional más poderosas.

    Con intención, Madison yuxtapone su solución a los esfuerzos de mano dura de Sócrates, que resultaban en “mentiras nobles,” represión de falsas “historias acerca de dioses,” la expulsión de poetas de la ciudad, y el gobierno del rey filósofo. En vez de eso, vivimos un mundo en donde “estadistas ilustrados no siempre estarán al mando” y, en el ámbito público, aún si toda persona fuera un Sócrates, toda asamblea sería una turba. Pero, Publius balanceó el agonismo de la política de facciones con la convicción de que los estadounidenses permanecieran unidos por experiencias, compromisos, y creencias en común ̶ en resumen, una cultura en común cuyo capital no podría reducirse sin tener que volverse a llenar, una idea acerca de la cual Washington testificó en su discurso de despedida. La lucha amenazadora de nuestra política contemporánea nos recuerda tanto la necesidad de un principio de unidad, así como los peligros inherentes en ubicar ese principio en una persona o facción específica.

    LA JUSTICIA COMO AMENAZA

    Entendiendo la naturaleza de este balance delicado, en el Federalista 51 Madison ofreció esta fascinante observación: “La justicia es el propósito del gobierno. Es el propósito de la sociedad civil. Siempre ha sido y siempre será buscada hasta que se logra, o hasta que la libertad se pierda en la búsqueda.” ¿Por qué se perdería la libertad en la búsqueda de la justicia? ¿Qué hay acerca de la justicia que la convierte en una amenaza potencial para la libertad? Permítanme sugerir varias razones de por qué este podría ser el caso.

    Primera, de las cuatro virtudes cardinales, la justicia es la que admite la mayor confusión, como vimos en la discusión de La República. Esto hace a la justicia peculiar entre las cuatro virtudes cardinales. Tenemos una buena idea acerca de que son fortaleza y templanza y prudencia, pero la esencia de la justicia nos elude. Esta cualidad nebulosa la hace capaz de producir errores prodigiosos y peligrosos en su nombre. Está en la naturaleza de la prudencia y la templanza que, en realidad, no podamos equivocarnos en nuestro ejercicio de ellas, y si bien podemos estar equivocados en nuestro ejercicio de la fortaleza, tal vez lo sea por una única vez. Pero, la justicia parece admitir un error indefinido cuando actuamos en su nombre.

    La naturaleza indefinida es, en parte, por qué la justicia admite que se agreguen calificativos interminables. Sabemos acerca de justicia distributiva y retributiva, procedimental y restaurativa, pero, también, ahora escuchamos justicia racial, justicia ambiental, justicia criminal, justicia sexual, etcétera. No tendría mucho sentido para nosotros hablar acerca de fortaleza racial, o prudencia criminal, o templanza ambiental. Salimos a las calles exigiendo justicia, pero nadie sostiene pancartas que exigen prudencia. El deseo de justicia inflama nuestras pasiones de forma que otras virtudes no lo hacen, y, también, parece conectarse directamente con nuestros intereses. En efecto, a menudo vestimos nuestros intereses desnudos con el manto de justicia.

    Una causa de confusión es que la justicia es una virtud relacional, mientras que las otras tres virtudes cardinales se refieren principalmente a uno mismo. Soy templado o soy valiente; pero la justicia se refiere a las formas en que las personas se relacionan la una con la otra o con el todo. Un estadista puede ser templado o valiente, pero esperamos que un régimen sea justo. El aspecto relacional de la justicia es testificado por el hecho que reaccionamos fuertemente a la ruptura de la justicia. Es una de las primeras cosas que aprendemos como niños. Pocas cosas nos entristecen más que el sentido de que algo no es justo, y esa experiencia de sentirme triste a menudo resulta en amargura y resentimiento. Por ejemplo, Freud, observó que el impulso religioso emergía principalmente de la furia que sentimos, al vivir en un mundo en donde el mal es recompensado y el bien penalizado. Creamos la idea de una vida en el más allá, afirmó él, simplemente para satisfacer nuestro sentido de que el bien debería ser recompensado y el mal penalizado, y que el juicio final, arreglándolo todo, es en donde la justicia es resuelta. Finalmente, la gente obtiene lo que se merece.

    Esto lleva nuestra atención al hecho que la justicia tiene una función restaurativa importante. No sólo cuando la armonía y balance son alterados, sino que, cuando nuestro sentido moral ha sido violado de alguna manera, la justicia sale a la luz y exige que las cosas se corrijan. Así, la clemencia es parte de la justicia. En el Federalista 17, así como en sus meditaciones acerca del poder del perdón en el Federalista 74, Hamilton conecta directamente entre sí a ambos. La justicia sin gracia llega a ser amargada y rencorosa. Nietzche hizo ver que, estando Dios muerto, ahora nosotros mismos teníamos que bautizarnos en nuestra propia clemencia, inventar nuestros propios rituales y juegos sagrados. “¡La justicia!” escribió Nietzche, “yo prefiero que la gente me robe que estar rodeado de espantapájaros y miradas hambrientas; ese es mi gusto. Y, en cualquier caso, un asunto de gusto, nada más.” Así, Nietzche demuestra que la idea no puede sobrevivir los ácidos del subjetivismo y el relativismo. Aún más abrumador, Zaratustra advierte a sus discípulos que “¡desconfíen de todo aquel que habla mucho de su justicia! En verdad, sus almas carecen de más que miel. Y cuando ellos se llaman a sí mismos el bueno y el justo, no olvide que ellos serían fariseos, si tan sólo tuvieran ̶ poder.”

    Este fariseísmo ha llegado a ser un rasgo central de nuestra política, y se rehúsa característicamente a aceptar el desacuerdo como condición para conocer: los Fariseos (y estoy usando el término en su sentido peyorativo) convencidos como lo están que ellos ya poseen la plenitud de la verdad y entienden claramente las exigencias de justicia ̶ tal convicción habiendo sido deshecha hace mucho tiempo por la ignorancia socrática, y advertida en su contra por Publius. Cualquier otra cosa más que sea cierta sobre batallas en ciudades universitarias y comunidades acerca de la justicia social, uno tendría que estar voluntariamente ciego para no ver cómo el anhelo de poder guía la iniciativa. Pero, tal anhelo de poder no debería conducirnos a la conclusión de que, por tanto, no hay un impulso moral subyacente. Este es el gran peligro de nuestro tiempo: una falta de disposición para ver en nuestros oponentes alguna búsqueda de una verdad moral y nuestra incapacidad concomitante de considerar que nosotros podemos estar equivocados.

    Parte del problema es que la certeza convierte a la política en estéril y predecible. Por ejemplo, considere los debates que consumieron al país luego de la muerte de George Floyd. Cuénteme cómo votó alguien en la elección del 2016 y exactamente le diré cómo reaccionaron ante noticias de la muerte de Floyd. Iré más lejos y le diré si consideran a Ron DeSantis culpable de una “prohibición a gais” o si está respondiendo con sensibilidad ante las exigencias morales de padres. En todos los casos, el sistema de frustración mutua establecido por nuestra Constitución se deshace por el efecto pinza de la impaciencia y convicción, un efecto exacerbado por el invernadero de nuestro corrompido ambiente mediático. Todos nos hemos convertido en reyes filósofos y no tenemos necesidad de restricciones. Como resultado, la injusticia se disfrazará como justicia; la inmoralidad como moralidad: la represión como tolerancia; la uniformidad como diversidad. Tras todo esto está la imposición de la voluntad.

    En verdad, parte de nuestras batallas culturales involucran nuestra tendencia a sustituir un principio de unidad por el agonismo inquietante de nuestro sistema constitucional. Pero, es aquí en donde reside la dificultad. Cuando Tocqueville notó que la religión era la primera entre nuestras instituciones democráticas, se refirió a ello no sólo en un sentido formal, sino en el sentido de que, bajo toda la agitación turbulenta de la vida democrática, la religión brindaba una influencia estabilizadora que podía refrenar los excesos de la democracia. La religión, creía él, era el bocado en la boca del caballo democrático, que podía permitirnos guiar y refrenar el espíritu de la democracia, “para amansar la bestia democrática.” Pero, se tragaría el caballo el bocado, y sí así fuera, ¿qué puede tomar su lugar para impedir a la democracia saltar a un precipicio?

    Correctamente, Tocqueville expresó la preocupación de que, sin una verdadera religión, los estadounidenses se asentarían ya sea en una falsa o regresarían a una dogmatomaquia (guerra de dogmas ideológicos). Esta batalla se intensificaría al colapsar el consenso cultural subyacente. Grupos competidores buscarían así imponer una versión particular de “su verdad” como “LA verdad.” En efecto, los debates acerca de nuestros mitos fundacionales (¿1619 o 1776?), el integralismo Católico, y el despertar [“wokeism”] reflejan esfuerzos por reemplazar la autocomprensión religiosa en mucho escondida en Estados Unidos, por un nuevo conjunto de mitos. El proyecto filosófico del día, por tanto, refleja aquel de Platón: exponer las historias falsas acerca de dioses al mismo tiempo que se restaura la humildad intelectual a su lugar correcto. A mí me parece que Madison estaba en el camino correcto. La falsedad de la religión del despertar lo atestigua, en no pequeña parte, por lo vicioso de sus tácticas: su despojo de la oportunidad de hablar en un debate político o foro, su cancelación, su intolerancia, su ausencia de humor, y su violencia en las calles. Su justicia es dura e inflexible, separando a ovejas de cabras. La ausencia de caridad no es una incomodidad, sino una característica, como lo será de cualquiera dios que falla. En tal sentido, los devotos de la verdadera religión pueden servir como Elías, burlarse de los sacerdotes de Baal cuando ellos llevan a cabo sus rituales vacíos, a la vez que testifican del verdadero Dios en simples actos de fe.

    Nuestra obsesión por la justicia puede cerrarnos ante lo que es bueno. Pienso que esto se relaciona con el punto de Madison en el Federalista 51: Allí “libertad” se refiere a las instituciones del gobierno representativo, dividido, y federal, y cuando la gente es consumida por exigencias de justicia, destruirán esas instituciones, en vez de vivir en un mundo que ellos piensan es imperfecto. La exigencia de una justicia perfecta resultará en los peores tipos de injusticia.

    Jeffrey Polet es profesor emérito de ciencia política en la Universidad Hope y director del Foro de Liderazgo Ford en la Fundación Presidencial Gerald R. Ford.

    Traducido por Jorge Corrales Quesada.
    Última edición por Jorge Corrales Quesada; 26/01/2023 a las 18:08

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