EL CAOS SUPREMO DEL BRASIL

Por Leonidas Zelmanovitz
Law & Liberty
18 de enero del 2023

A pesar de algunas diferencias obvias, Brasil y Estados Unidos tienen mucho en común. Ambas son naciones forjadas a partir de colonias europeas en el Nuevo Mundos; ellas tienen extensos territorios, poblaciones, y economías. También, tienen en común una historia manchada por la esclavitud, aunque ambas ahora son repúblicas federales multiétnicas en donde, se supone, el principio de legalidad es la ley de la tierra. Y, de tiempo en tiempo, sus sistemas políticos sufren los efectos funestos del populismo, aunque la violencia reciente en Brasil tuvo otras causas distintas a la instigación de un líder populista.

No obstante, una diferencia importante es la longevidad constitucional Mientras que Estados Unidos ha operado -al menos nominalmente- bajo la misma Constitución por más de 200 años, Brasil ha tenido seis constituciones hasta el momento (1824, 1891, 1934, 1945, 1967, y 1988). Todas, excepto las últimas tres, fueron provocadas por revoluciones o golpes militares.

El régimen militar que derrocó al gobierno en 1964 permaneció en el poder hasta 1985, cuando devolvió la autoridad a un gobierno civil que reinstitucionalizó al país con la constitución de 1988.

Note el mal momento: la Constitución actual del Brasil fue escrita por una convención constitucional que se recuperaba de más de veinte años de una supuesta dictadura militar de ala derecha. Aún más, el documento estaba terminado antes de la caída del Muro de Berlín. Eso explica la mayor parte de las tendencias socialistas, nacionalistas, de centro izquierda, de la actual constitución del Brasil. Dicho esto, también es piedra fundamental del principio de legalidad en Brasil, con una forma federal de gobierno, una separación de poderes bien definida, un gobierno limitado por los derechos individuales, un sistema judicial independiente responsable de realizar elecciones justas, y, no menos importante, el control civil sobre los militares.

Me gusta hacer la broma de que la asamblea constitucional estableció frenos y contrapesos efectivos, aún cuando lo hizo sin proponérselo. De hecho, desde la redemocratización del país, dos presidentes han sido recusados (Fernando Collor de Melo y Dilma Rousseff) y un presidente (Luis Ignacio “Lula” da Silva) fue encarcelado por corrupción. Dudo que usted pueda afianzar más fuertemente el poder del legislativo y las ramas judiciales que con eso.

Cuando Lula fue encarcelado en abril del 2018 (al ser convicto de sobornos que, entre él mismo y sus cómplices, alcanzaron los miles de millones de dólares) muchos brasileños lo vieron como confirmación de que, por fin, el principio de legalidad estaba firmemente establecido en el Brasil.

Tanto el honorable Sergio Moro, el juez que primeramente condenó a Lula, como la fuerza de tarea de fiscales públicos que iniciaron los caso contra él, habían sido parte de programas con el Departamento de Justicia de los Estados Unidos, orientados a entrenar a los brasileños en cómo administrar la justicia a la manera estadounidense. Para algunos, eso indicaba que al fin se lograrían corregir las cosas, Para los abogados de Lula, eso significó que su acusación fuera de mano dura, y que el juez Moro fuera un “agente de la CIA.”

Para ese mismo tiempo (enero del 2019) un candidato de centro derecha, Jair Bolsonaro, fue electo presidente. Bolsonaro había participado bajo una plataforma “Populista,” pero el grado en que él apeló al impulso populista es menos claro. Él prometió respetar la propiedad privada, una bandera de la agroindustria. Él prometió frenar la violencia urbana, una bandera de la clase media. Él prometió mantener valores sociales conservadores, una bandera para la cuarta parte de todos los brasileños que son evangélicos. Más importante, él participó como candidato contra la corrupción con la que el Partido Laborista (PT) de Lula se llegó a identificar, una bandera para todos los brasileños quienes no se habían beneficiado con los escándalos de corrupción durante los 13 años en que el PT estuvo en el poder, primero bajo Lula y luego bajo su sucesora elegida a dedo, Dilma Rousseff. Bolsonaro fue el primer presidente de centro derecha en ser electo desde la redemocratización del país, resultando en la primera trasmisión verdadera del poder a un partido ideológicamente diferente, otro punto alto para la democracia brasileña.

A partir de ahí, las cosas fueron cuesta abajo.

Bolsonaro fue electo sin una mayoría en el Congreso y su campaña aparente de “anticorrupción,” que prometía poner a la mayoría del Congreso en la cárcel, alienó comprensiblemente a la misma mayoría que necesitaba para gobernar efectivamente.

Todavía más, en uno de los errores políticos más notorios de su carrera política, Bolsonaro nombró como Ministro de Justicia en su gabinete al juez Moro, como “prueba A” de que su campaña anticorrupción iba en serio. Esto alienó aún más al sistema político y le dio alguna credibilidad (injustificada) a las afirmaciones de que los veredictos contra Lula estaban políticamente motivados.

En su momento, para mediados de su período, Bolsonaro alcanzó un modus vivendi con la mayoría del Congreso. Eso le permitió cumplir unos pocos de sus compromisos de campaña. Pero, su pobre desempeño como principal ejecutivo debido a la ausencia de apoyo en el Congreso, las acusaciones de que había cedido ante la clase política corrupta cuando al fin logró hacer algo, y las limitaciones de un país de ingresos medios sin una red social para enfrentar la pandemia, alienó a muchos de quienes le apoyaban. Por tanto, su coalición enfrentó las elecciones del 2022 más débil de lo que estaba en el 2018.

Entre tanto, Lula estaba moviendo todas las palancas que podía para ser liberado de la cárcel y lograr que sus derechos políticos se restauraran. En una decisión controversial en noviembre del 2019, la Corte Suprema revirtió sus propios precedentes y dejó libre a Lula, de hecho alejándolo del alcance de ulteriores veredictos de culpabilidad. La Corte anuló su condena sobre bases jurisdiccionales y declaró que los procedimientos contra él iban a reiniciarse en una corte diferente. Pero, para ese momento, el estatuto de limitaciones había sido cumplido, así que no podía seguirse adelante con un juicio adicional.

Una de las pocas reformas que Bolsonaro fue capaz de lograr en el Congreso fue una reforma parcial a las leyes electoral que establecían que se requería que las casillas de votación electrónicas emitieran recibos impresos (tal como lo hacemos aquí en mi estado, Indiana). Sin embargo, esa victoria duró poco tiempo. La Corte Suprema, la misma corte que liberó de la cárcel a Lula, declaró que tal reforma era inconstitucional en setiembre del 2020, con base en el débil argumento de que imprimir los votos arriesgaría el secreto y libertad de votar. Con eso, las elecciones en Brasil siguieron siendo imposibles de auditar.

Vea usted, el conteo final de las elecciones es computado por un tribunal electoral ad hoc (TSE) controlado por miembros de la Corte Suprema. En ausencia de algún instrumento posible para llevar a cabo una auditoría, lo que sea que ellos digan es el resultado no se puede desafiar. Su decisión de invalidar una ley que posibilita tal auditoría aumentó dramáticamente la percepción de que la corte no era imparcial.

En agosto del 2022, el juez de la Corte Suprema Alexandre de Moraes fue nombrado como juez presidente de la Corte Electoral (TSE), justo a tiempo para presidir sobre la elección del año pasado. En el país, el juez Moraes es una figura controversial.

Bajo Moraes, la Corte Electoral sobrepasó sus límites constitucionales y limitó la expresión de partidarios de Bolsonaro, a la vez que limitó a sólo las calumnias más ultrajantes contra Bolsonaro (como las acusaciones levantadas contra él por partidarios de Lula en los medios tradicionales de que Bolsonaro era un caníbal).

Cuando la Corte Electoral anunció que Lula había ganado la segunda ronda de votación por un margen de alrededor del 1% de los votantes, no es extraño que muchos, entre el 50% de votantes que lo hicieron por Bolsonaro, rechazaran los resultados de la elección por ilegítimos.

Eso sí, la percepción de ilegitimidad no resulta del hecho de que es imposible auditar la elección. Empieza por el simple hecho de que Lula fue capaz de participar en las elecciones luego de haber sido condenado en tres niveles de las cortes (el juez concreto que recibió el caso y dos cortes de apelación, una regional y otra nacional), y nunca fue absuelto.
Bolsonaro nunca reconoció la derrota, pero instruyó su gobierno a proceder con la transmisión del poder a la nueva administración, que se dio el Día de Año Nuevo.

Entre la segunda ronda de elecciones a principios de noviembre y la inauguración de Lula, la Corte Electoral rechazó los desafíos legales contra el resultado de la elección. Al mismo tiempo, Bolsonaro rechazó los llamados populares a invocar podres de emergencia y dejó el país en la noche previa a la inauguración de Lula.

Pero, decenas de miles de sus partidarios permanecieron enfrente de cuarteles militarse alrededor del país, pidiendo a las fuerzas armadas que intervinieran ante lo que percibían como una elección robada.

Con eso, arribamos a los acontecimientos del domingo 8 de enero. Ese día, miles de partidarios de Bolsonaro sobrepasaron barreras insuficientes establecidas por la policía e invadieron el palacio presidencial, el Congreso, y el palacio de la Corte Suprema en la capital del país, Brasilia, antes de ser expulsados de ellos en la noche y 1.500 arrestados.

Hay más que una efímera similitud de lo que pasó en Brasilia ese día y lo que pasó en Washington, D. C., el 6 de enero del 2020.

La violencia injustificada fue motivada por una percepción, no tanto porque la elección fuera robada, pero, esas medidas de sentido común para impedir que ellas fuera robadas no existían y, por tanto, es imposible afirmar lo opuesto; esto es, que no fueron robadas. La narrativa unilateral de los medios tradicionales, las restricciones unilaterales en los medios sociales a cualquier discurso que se identificara con posiciones del ala derecha, también agregaron a las quejas de las masas invasoras. Por supuesto, el silencio de los líderes políticos o condenas a medias tampoco ayudaron.

Pienso que hasta aquí pueden acabar los paralelos entre los dos episodios.

Queda por ver en qué grado lo que pasó el 8 de enero en Brasil servirá como excusa para que la administración de Lula y una complaciente Corte Suprema aplasten toda oposición y no sólo a los manifestantes, Algo como eso nunca pasaría en Estados Unidos, ¿correcto?

Lula no ha ayudado a reducir la temperatura al acusar a las fuerzas armadas de negligencia, en el mejor de los casos, y de colusión con los manifestantes, en el peor. Bolsonaro dejó el ejército como capitán antes de convertirse en un político sin cartera durante 27 años. Él dejó el ejército pues no fue promovido en la ventana requerida para algo más que una licencia honorable. Pienso que eso dice todo lo que se necesita saber acerca de la opinión de los altos mandos acerca del hombre.

Aún más, el ejército dejó el poder al final del régimen militar, habiéndose quemado por la experiencia, y, si bien es cierto que ellos habían ejercido algún poder “moderador” hasta ese momento en la historia, luego de ella, tal “prerrogativa” ha pasado a la Corte Suprema como he discutido aquí. En consecuencia, es poco posible que la comunidad de inteligencia brasileña se rebele y tome posiciones en una disputa política. ¿Podemos decir lo mismo para los Estados Unidos?

Tengamos la esperanza de que los frenos y contrapesos, las normas de comportamiento aceptables en disputas políticas, y la consciencia de la opinión pública, tanto en Brasil como en Estados Unidos, muestren ser lo suficientemente fuertes como para mantener el principio de legalidad, para que nosotros podamos continuar disfrutando durante las generaciones futuras de “la peor forma de gobierno ̶ excepto por todas las demás que se han intentado.”

Leonidas Zelmanovitz, compañero del Liberty Fund, tiene un título en derecho de la Universidade Federal do Rio Grande do Sul en Brasil y un doctorado en economía de la Universidad Rey Juan Carlos en España.

Traducido por Jorge Corrales Quesada.