LA ECONOMÍA DE LA ENVIDIA

Por Theodore Dalrymple
American Institute for Economic Research
14 de octubre del 2022

La relación entre inteligencia, educación, conocimiento, y buen sentido está lejos de ser sencilla. Ideas malas y tontas -pero supuestamente sofisticadas- pueden engañar a cultos, o a porciones importantes de cultos, por décadas a la vez. La teoría marxista del valor trabajo fue una de las que mantuvo en esclavitud a mucha de la intelectualidad europea por mucho tiempo, a pesar de su evidente falsedad. Ella quería que fuera cierta, aquí que para ella era verdad, y, en el proceso, a menudo se llegó a ser docto en su propio error fundamental. Para ella, el deseo era padre de la convicción.

Mi desparecido amigo, el eminente economista del desarrollo, P.T. Bauer, solía lamentarse que, sin importar el gran aumento en el número de gente educada, la capacidad para el pensamiento conectado parecía haber declinado catastróficamente. En parte, dijo él, eso se debió a una hiper especialización: principios fundamentales, como la ley de oferta y demanda, fueron olvidados en medio de masas de fórmulas matemáticas o palabrería pretenciosa.

El recientemente nombrado ministro del Tesoro británico, Kwasi Kwarteng, es un hombre altamente educado e inteligente, pero logró, a pocos días de su nombramiento, producir una crisis al anunciar medidas que yo, casi infinitamente menos educado en economía que él, le habría dicho que eran imprudentes. Introducir recortes impositivos sin una reducción en el gasto gubernamental, aumentando así las exigencias de pedir prestado en momentos de tasas de interés crecientes y un endeudamiento ya elevado, en la esperanza y oración de que los recortes impositivos estimularían lo suficiente el crecimiento económico, en un momento cercano a la recesión de la economía mundial, para pagar por ellos, era de dudosa sabiduría, por decir lo menos. Sin que fuera sorpresa, pronto fue obligado a cambiar el curso, echando por la borda la porción del plan que reducía impuestos a los muy ricos. Esta eminentemente predecible situación embarazosa ahora ha lanzado una sombra oscura sobre los esfuerzos de reforma económica del Sr. Kwarteng, y, tal vez, hasta sobre la idea de reforma en sí.

Parece extraño que un hombre tan inteligente pudiera haber cometido tan obvio error. Pero, tal vez, mi razonamiento es simplista, tal vez estoy pasando algo importante. La interconexión de cosas hace que la certeza en estos asuntos sea difícil; hasta hubo algunos economistas que pensaron que el Sr. Kwarteng había sido audaz y radical en el mejor sentido. La prudencia es una virtud, pero no, después de todo, la única virtud. Tal vez, esta fue, después de todo, una oportunidad perdida.

De inmediato, comentaristas en Gran Bretaña se rebajaron con base en el hecho de que los presuntos recortes impositivos del Sr. Kwarteng beneficiarían principalmente a los ricos: lo que, para su crédito, el gobierno admitió libremente y no intentó ocultar.

Pero, a los ojos de la mayoría de personas, el hecho que los ricos se beneficiarían de los recortes de impuestos más que los pobres fue suficiente, como tal, para condenarlos, aparte de sus resultados para la economía como un todo; es decir, aún si ellos fueran a elevar la prosperidad general, seguirían siendo indeseables, pues habrían aumentado la desigualdad.

Enfatizo aquí que nunca creí que las medidas del Sr. Kwarteng tendrían en la práctica el efecto deseado. Pero, el partido político de la oposición de inmediato anunció que restauraría los impuestos, sin una advertencia de que eso no lo haría si probaban que era beneficioso. (Por supuesto, la promesa de restaurarlos habría minado cualquier efecto beneficioso posible que podrían haber tenido, al hacer posible que no durarían por más de dos años, desalentando así la gratificación financiera retrasada).

Una actitud del perro del hortelano [que no come ni deja comer] hacia los ricos es ahora moramente de rigueur, incluso entre aquellos que la mayoría de sus conciudadanos consideraría como ricos. Odiar al rico es, casi ex oficio, simpatizar con los pobres, y, por tanto, ser virtuoso: pero, odio y simpatía no son dos lados de la misma moneda. El odio no sólo llega más hondo que la simpatía, sino que es más fácil que surja y se actúe con base en él. Es muy independiente de la simpatía. El odio hacia el rico en nombre de la igualdad fue, tal vez, responsable de más muerte y destrucción en el siglo XX que cualquier otra pasión política. La categoría de rico tiende a expandirse según lo exijan las circunstancias: “Ricos bastardos,” llamó Lenin a los kulaks, campesinos rusos cuya riqueza sería ahora considerada pobreza implacable, y que consistía de la posesión de uno o dos animales, o una herramienta agrícola, más de lo que otros campesinos poseían. Lo que Freud llama narcisismo de las pequeñas diferencias (el equivalente psicológico de la utilidad marginal) significa que las bases, por insignificantes que sean, siempre se pueden encontrar para el odio y la envida.

Esto no quiere decir, espero que no lo necesito agregar, que riqueza es colindante con virtud, que los ricos siempre se comportan bien, o que ninguna riqueza es ilícita. Probablemente, todo nosotros hemos conocido en nuestras vidas algunos ricos bastardos, pero, es su conducta, no su riqueza, lo que deberíamos denigrar.

Una obsesión con la medición relativa en vez de absoluta de la situación de la gente, sólo puede promover el descontento y la envidia, si no es que el odio directo. ¿Qué me importa a mí si alguien es tres o mil veces más rico que yo, provisto que su conducta o actividad no me causa daño? Por supuesto, están quienes dirían que su riqueza es intrínsecamente dañina para mi persona, con independencia de sus acciones, pero, eso sólo puede ser si yo me permito en insistir en la diferencia entre nosotros y cocinarla en mi mente, por así decirlo. Estimular que gente haga eso (que admito no es difícil de hacer, dada la naturaleza humana) es elevar la suma de la miseria humana.

Conduzcamos un pequeño experimento mental acercad de un caso hipotético que no está muy alejado de lo posible. Suponga que la tasa de mortalidad infantil (número de niños que, por cada mil nacidos vivos, muere dentro de un año de su nacimiento) es 3 por cada mil en el decil más rico de la población y 6 por cada mil en el decil más pobre. También, supongamos que la tasa disminuye a 2 entre los más ricos y a 5 en el decil más pobre. Aunque la tasa ha mejorado para todos, la disminución podría presentarse por aquellos obsesionados con las situaciones relativas, como un deterioro, incluso un gran deterioro. La diferencia relativa entre los deciles ha aumentado de un 200 por ciento a un 250 por ciento. La mejora es el doble de grande (un 33.33 por ciento) para el decil más rico, que para el más pobre (16.66 por ciento). Por tanto (supuestamente), habría sido mejor dejar morir a los niños que salvarlos.

Ahora bien, no estoy diciendo que los recortes tributarios del Sr. Kwarteng habrían actuado como la reducción de la tasa de mortalidad infantil en el ejemplo de arriba: de hecho, pienso que eso es muy improbable. Sólo quiero señalar que esa no en sí no es una crítica a recortes de impuestos que beneficiarían más a los ricos que a los pobres, a menos que las posiciones relativas sean más importantes que las absolutas. Y eso, me parece, puede sólo ser así cuando el terreno ha sido preparado intelectualmente, por quienes confunden equidad, justicia, e igualdad.

Reimpreso de Law & Liberty

Theodore Dalrymple es un psiquiatra y médico de prisiones retirado, editor contribuyente de City Journal, y Compañero Dietrich Weissman del Manhattan Institute. Si libro más reciente es Embargo and other stories (Mirabeau Press, 2020).

Traducido por Jorge Corrales Quesada.