ALGUNAS DIFERENCIAS QUE SEPARAN LAS ELECCIONES EN ÁMBITOS PRIVADOS DE AQUELLAS EN ÁMBITOS POLÍTICOS

Por Donald J. Boudreaux
American Institute for Economic Research
19 de agosto del 2022

Nota del traductor: la fuente original en inglés de este artículo es donald j. boudreaux american institute for economic research, choices, August 19, 2022. En él podrá leer enlaces relevantes originalmente en letra azul en el texto.

Cualquiera sea el tamaño o alcance del gobierno, mejor que en última instancia, se escoja democráticamente, en vez serlo por las manos de gobernantes inmunes a la remoción mediante elecciones. No obstante, más allá de esta recomendación no controversial, hay una enorme dificultad para identificar los “mejores” detalles de una gobernabilidad democrática.

¿Cuáles, si es que alguna, limitaciones formales deberían restringir las acciones de tal gobierno? ¿Cuándo, si es que alguna vez, debería usarse la votación por plebiscito en vez de votar por representantes electos? ¿Qué tan amplio debería ser el derecho a votar [franquicia]? ¿Debería la franquicia ser poseída por residentes permanentes no ciudadanos de una jurisdicción? ¿Debería esa jurisdicción extender la franquicia a gente con doble nacionalidad que aún no reside en esa jurisdicción? ¿Con qué frecuencia se deberían hacer elecciones? ¿Son prudentes o no los límites de mandato a empleados públicos electos? ¿Qué rol debería desempeñar el poder judicial, y cómo deberían elegirse los jueces? ¿Debería la legislatura ser unicameral o bicameral ̶ o, tal vez, tricameral? ¿Quién ejecuta las leyes de la legislatura, y cómo ha de elegirse este ejecutivo? Y, ¿qué rol, si es que alguno, debería desempeñar el ejecutivo en el diseño y selección de leyes?

Cualquiera que piensa con mayor seriedad que un estudiante de segundo grado acerca de la gobernabilidad democrática, reconoce que muy pocas de esas preguntas tienen respuestas obviamente “correctas” ̶ esto es, respuestas que inspiran un consenso abrumador y duradero entre ciudadanos pensantes de las sociedades democráticas. Aún más, la lista de preguntas de arriba es sólo una pequeña fracción de la pertinente efectuar al ponderar la práctica de la gobernabilidad democrática.

Desde Montesquieu hasta Mill, de Tocqueville a Tullock, de James Madison a James Buchanan, de John Adams a Kenneth Arrow, y de Anthony Downs, Mancur Olson, Elinor Ostrom, Vincent Ostrom, William Riker, y F.A. Hayek, a académicos que viven aún como Richard Wagner George Will, Thomas Sowell, y Randy Barnett -pensadores brillantes y serios han ponderado el desafío de diseñar procedimientos para la toma de decisión colectiva, que son más posibles que, a lo largo del tiempo, promuevan el bienestar general en vez de subvertirlo.

El desafío, en la jerga popular, es locamente difícil.

A pesar de lo anterior, toda esta ponderación ha identificado al menos unas pocas verdades esenciales. Una es que no existe tal cosa como “voluntad del pueblo,” que sea análoga a la voluntad que usted tiene o la voluntad que yo tengo.
Un grupo de personas puede estar de acuerdo unánimemente, digamos, en que el helado de vainilla es más gustoso que el de chocolate y, por tanto, si se les da a elegir entre los dos sabores, todos escogerían vainilla. No obstante, ese acuerdo refleja sólo el hecho que cada individuo que resulta ser miembro de este grupo específico, sucede que también prefiere el helado de vainilla al de chocolate. En esencia, las únicas preferencias que existen son aquellas de individuos. No hay una preferencia o voluntad del grupo separada o distinta.

A partir de la verdad indisputable de que las preferencias son sólo mantenidas por individuos, es un corto paso para entender que los resultados de una elección nunca son apropiadamente identificados como “la voluntad del pueblo.” Los resultados de una elección no son más que resultados de una elección, que son determinados no sólo por las preferencias de cada uno de los votantes individuales, sino, también, por las reglas de la elección.

Debido a que algunas decisiones son cuerdamente consideradas como “colectivas” -esto es, que tienen consecuencias que inevitablemente afectan a dos o más personas- el carácter distintivo democrático nos aconseja permitir que, todos los individuos que razonablemente son posibles afectados por cualquiera de ese tipo de decisiones, tengan algo que decir al ser tomadas. Un ejemplo es el presupuesto anual de un pueblo para los bomberos. Dado que durante cualquier año fiscal en particular puede haber sólo uno en número, cada ciudadano del pueblo debe vivir con esa decisión presupuestaria (o alejarse del pueblo).

Un creyente en el derecho divino de los reyes asignaría el privilegio de selección de la cifra del presupuesto al ciudadano que exhiba la sangre más real. Alguien quien cree que la fuerza da razón, haría que los ciudadanos lucharan entre sí por el privilegio de determinar el presupuesto. Un proponente de la democracia, por supuesto, haría que los ciudadanos votaran acerca del presupuesto.

Comparada con todas las otras alternativas posibles, el método democrático tiene dos grandes ventajas. Primera, se aproxima más de como lo hacen otros métodos en otorgar igual respeto y dignidad a cada uno de los miembros del grupo. Todo mundo tiene un voto. Segunda, protege a los miembros del grupo de tener que vivir con resultados que son enormemente impopulares. Si bien un monarca idiosincrático puede escoger un presupuesto para los bomberos de $0 y obligar a todos los demás a vivir con esa elección, ninguna cifra del presupuesto tan extremamente reducida -o extremamente elevada- será elegida por un grupo de votantes.

No hay duda de que, para la toma de esas decisiones colectivas, la democracia es el menos imperfecto de todos los métodos disponibles. Pero, la estima apropiada que tenemos acerca de la utilidad en esas situaciones de elección colectiva, no debería inflarse hasta la concepción equivocada de que, por medio de la democracia, “el pueblo” debería ser libre para elegir de la misma forma en que un individuo debería ser libre para escoger.

Cuando un individuo elige, siempre lo hace bajo las restricciones y en medio de las enormes oportunidades creadas por las elecciones de incontable cantidad de otras personas. Por ejemplo, si elijo cenar fuera de la casa esta noche, mi elección depende de una miríada de elecciones de otras personas ̶ sus elecciones para operar y trabajar en restaurantes, para crecer y entregar comida, para asegurar que los servicios de electricidad, gas y seguros sean suministrados a los restaurantes; la lista de tales elecciones que otra gente debe tomar para que yo cene afuera, es prácticamente interminable. Yo logro satisfacer mi preferencia particular de cenar fuera de la casa esa noche sólo porque, y tan sólo en el tanto en que, muchas otras personas están eligiendo formas que hacen posible que yo satisfaga esa preferencia en particular, y hacerlo de manera que predecirlo me sea fácil.

Como un individuo, cada una de mis elecciones se toman dentro del ámbito de un número de elecciones asombrosamente grandes hechas por otras personas. Tan sólo tomo esas otras elecciones como dadas. Al tomar decisiones por mí y mi familia no me propongo un cambio en gran escala de la sociedad. La sana tolerancia liberal de las elecciones individuales es una tolerancia de elecciones individuales relativamente pequeñas, tomadas en ese ámbito.

Por tanto, es un error grave saltar desde el respeto y deferencia apropiada que tenemos por esas elecciones individuales, hasta llegar a la conclusión de que “la gente” como votante -usando la analogía de un individuo- debería ser libre de elegir según, como grupo, aquellos lo desean. A diferencia de mi elección de salir a cenar esta noche a un restaurante local, si una mayoría de los ciudadanos vota, digamos, por hacer que el gobierno supla el cuido de la salud, esta “elección” no tiene la ventaja de ser hecha en el contexto de mucha gente eligiendo formas que hacen muy posible la satisfacción de este deseo y en formas que yo fácilmente puedo imaginar al hacer mi elección.

Hasta el más intenso y sincero deseo de la mayoría, o incluso de todos, los votantes por un cuido de la salud suplido por el gobierno, no es suficiente para crear los detalles institucionales necesarios para hacer una realidad ese suministro del cuido de la salud. Así, la decisión colectiva de crear el cuido de la salud suplido por el gobierno, requiere gran cantidad de otras decisiones colectivas, relacionadas con detalles innumerables de exactamente cómo el gobierno lograría este objetivo. Sin embargo, no hay razón para suponer que el deseo de una mayoría de algún bien colectivo, como el cuido de la salud suplido por el gobierno, es, también, un deseo de todos los muchos cambios que deban hacerse en sociedad, para hacer una realidad este bien colectivo.

Y, así, en tanto que podemos y debemos respetar las elecciones pacíficas que hacen los individuos para sí (pues cada una de esas elecciones se hace confiando en que innumerables otras personas están eligiendo en formas que hacen muy posible el logro de aquella elección), es un error suponer que deberíamos otorgar un respeto similar a las elecciones colectivas hechas por votantes. Las consecuencias institucionales de individuos eligiendo dentro de los mercados y otras esferas privadas, difieren categóricamente de las consecuencias institucionales de individuos que votan por hacer cambios importantes en la economía o la sociedad.

Donald J. Boudreaux es compañero sénior del American Institute for Economic Research y del Programa F.A. Hayek para el Estudio Avanzado en Filosofía, Política y Economía del Mercatus Center; miembro de la Junta Directiva del Mercatus Center y es profesor de economía y anterior jefe del departamento de economía de la Universidad George Mason. Es autor de los libros The Essential Hayek, Globalization, Hypocrites and Half-Wits, y sus artículos aparecen en publicaciones tales como el Wall Street Journal, New York Times, US News & World Report, así como en numerosas revistas académicas. Él escribe un blog llamado Café Hayek y es columnista regular de economía en el Pittsburgh Tribune-Review. Boudreaux obtuvo su PhD en economía en la Universidad Auburn y un grado en derecho de la Universidad de Virginia.

Traducido por Jorge Corrales Quesada.