Estos comentarios bien pueden ser aplicables en nuestro país, cuando las últimas administraciones del Banco Central han enfatizado como una tasa aceptable de inflación anual una que han oscilado entre un 2 y un 4 por ciento, como medida de referencia de la tasa de inflación anual que se supone no tiene efectos adversos sobre la economía, según aquellas autoridades bancarias.

POR LOS MÁS NECESITADOS-EN CONTRA DE LA ECONOMÍA INFLACIONARIA

Por Alexander William Salter & Dylan Pahman
American Institute for Economic Research
8 de mayo del 2022

Nota del traductor: la fuente original en inglés de este artículo es alexander william salter & dylan pahman american institute for economic research, inflation, May 8, 2022. En él podrá leer enlaces relevantes originalmente en letra azul en el texto.

Hace apenas veinte años, economistas y burócratas proclamaron triunfalmente la apoteosis de la política de estabilización macroeconómica. El discurso del 2004 del entonces gobernador de la FED, “La Gran Moderación,” vio un largo episodio de pleno empleo, crecimiento del ingreso, y baja y estable inflación. ¡Como anhelamos hoy esos viejos tiempos!

Si bien los mercados laborales parecen ser saludables, esto rápidamente podría cambiar. En el ínterin, la inflación ha surgido: Comparados con hace un año, los precios a los consumidores han crecido en más del 8 por ciento, y los precios al productor en más de un 11 por ciento. No hemos visto una inflación así de mala como esta en más de una generación. También, los salarios están creciendo, pero no lo suficiente como para mantenerse al ritmo de la inflación.
Los hogares estadounidenses están siendo estrujados. La inquietud política está aumentando. Y el continuo conflicto global sólo hará que empeore la inquietud en los mercados.

Es muy tentador volver a la política de consenso del pasado. Pero, eso sería un error. Si bien el desempeño económico de la economía de Estados Unidos durante fines del siglo XX fue admirable, descansó en un pacto con el diablo:
aceptamos la idea dañina de que las economías necesitaban alguna inflación -sólo un poquito- para aceitar las ruedas.
Como resultado, otorgamos mucho poder a manos de banqueros centrales irresponsables. Sujetar la política monetaria a los caprichos burocráticos es una razón por la que experimentamos, en escasamente el transcurso de una década, un pánico financiero paralizador y una inflación que rompe récords.

Es hora de dejar las cosas en claro. No necesitamos inflación para lograr pleno empleo y crecimiento económico. La economía de la depreciación del dólar [el colón en nuestro país] simplemente no es correcta. Aún más, hay fuertes argumentos morales contra tolerar la inflación. La economía descriptiva y la economía política concurren: Cuando se trata de política monetaria, necesitamos cambiar esencialmente las reglas del juego.

Los conciliadores ante la inflación alegan que la depreciación del dólar [colón] tiene consecuencias beneficiosas. La inflación aumenta la inversión al elevar los rendimientos de las acciones comparadas con formas de riqueza altamente líquidas, como dinero en efectivo o cuentas corrientes. Todavía más, debido a que la inflación reduce los salarios reales (ajustados por el poder adquisitivo), facilita contratar mano de obra. Si los banqueros centrales mantienen la inflación en el rango del 2 por ciento, se supone que pueden darle a la economía una inyección permanente de energía.

No tan rápido. Los mercados no funcionan así. Estas ideas descansan en una forma permanentemente explotable de “ilusión monetaria,” en que el público nunca se da cuenta de trucos de los que hacen las políticas. Pero, hasta una conversación de paso con ciudadanos estadounidenses, revela que ellos se dan buena cuenta de cuándo se presenta una inflación y qué hace a sus ganancias. Tampoco son tontos cuando se trata de sus elecciones de inversión. Si escarbamos un poco más hondo, vemos que los conciliadores con la inflación cometen dos grandes errores.

DOS ERRORES ECONÓMICOS DE LA POLÍTICA INFLACIONARIA

Primero, los conciliadores ante la inflación fallan en reconocer que los rendimientos de la inversión responden al poder adquisitivo de los dólares. Las tasas de interés de valores como los bonos tienen dos componentes: la tasa deseada de rendimiento y una compensación por la inflación por la duración del activo. Cuando los mercados esperan mayor inflación, los oferentes de capital demandan rendimientos más altos. Los demandantes de capital están felices de hacerlo: pagar más en dólares depreciados no sacrifica poder adquisitivo real. Esto amortigua los efectos de la inflación sobre la inversión.

Es cierto que la inflación desincentiva mantener dinero y otras formas líquidas de riqueza. Pero, si hay algo, ¡ese es un costo, no un beneficio! Al ser un impuesto a la liquidez, la inflación ocasiona que la gente reduzca las tenencias de riqueza líquida, pues esas tenencias rara vez se ajustan ante la inflación de la forma en que lo hacen otros valores. El efectivo, por supuesto, no tiene un rendimiento, así que, al aumentar la inflación, los tenedores de efectivo sufren la erosión plena del dólar [el colón]. En el grado en que la gente trata de evitar ese impuesto invisible, la sociedad se empobrece. Tener efectivo y substitutos de efectivo a mano es útil para llenar demandas de transacciones ordinarias.
Evitar el impuesto inflacionario implica que la gente usa otros recursos, incluso el tiempo, para economizar liquidez. Todos estos recursos podrían haberse dedicado a algunos propósitos beneficiosos en ausencia de inflación.

El segundo error es un caso especial del primero. Simplemente pasa en los mercados de trabajo en vez de los mercados de capital. Así como los inversionistas son sensibles a sus rendimientos ajustados por el poder adquisitivo, los trabajadores son sensibles a sus salarios ajustados por el poder adquisitivo. La gente no es tonta. Ella ve precios crecientes en la venta de carros, el alquiler de la oficina, la bomba de gasolina, y la tienda de comestibles. Debido a que negociamos los salarios con menor frecuencia que otros precios, la inflación reduce los valores de los salarios por poco tiempo. Pero, una vez que la gente se pone atenta y es libre de renegociar, demanda salarios monetarios más altos para compensar su pérdida de poder adquisitivo. Dado que los patronos disfrutan de ingresos monetarios más altos, no les preocupa pagar salarios monetarios mayores. Pero, el dólar es más barato de lo que era antes. El resultado neto: ni patronos ni empleados pueden pagar más que antes por los bienes y servicios.

La persistencia de la economía de la depreciación del dólar se explica mejor por los perjuicios de la clase política, que por la fuerza de sus argumentos. Muchos hacedores de políticas, incluso banqueros centrales, creen que la economía se hundiría sin su supervisión e intervención constante. Exageran los problems con los mercados y -de mayor importancia- la eficacia de las soluciones tecnocráticas. Sin embargo, aquí pasa algo más insidioso que la infectividad de la política.
Si el único problema con la inflación fuera que no funciona, en el mayor de los casos sería sólo una irritación. Esto deja de lado aspectos morales de la inflación, que, en efecto, son graves.

Si la economía es una ciencia, la economía política es un arte. Cuando participamos en el discurso público, no tenemos una conversación económica reducida. Estamos sosteniendo una conversación económica-política amplia. La economía libre de valores termina al empezar las propuestas de política cargadas de valores. Y, cuando vemos los valores implícitos en los esquemas de política inflacionaria, vemos mucho que debería ofendernos. Para parafrasear al gran economista político de Chicago, Frank Knight, debemos tomar al toro por el rabo y mirar la situación directamente en la cara.

LA POLÍTICA INFLACIONARIA FALLA LAS PRUEBAS NORMATIVAS CONVENCIONALES

Si, como hemos discutido, no se sostiene el análisis económico positivo de la inflación baja como una inyección de energía para la economía, ¿qué implica eso para juicios y recetas normativos?

Hay algunos que no tienen capacidad para evitar la inflación. Como hicimos ver, el efectivo no tiene un rendimiento.
Quienes descansan fuertemente en el efectivo, como los que no están en el sistema bancario, son los más afectados por una moneda que se deprecia. ¿Quiénes son esas personas? Según un reporte del 2019 de la Corporación Federal de Seguros de Depósitos de Estados Unidos, “Las familias más jóvenes, familias menos educadas, y familias de negros, hispanos e indios americanos o nativos de Alaska, era más posible que usaran servicios de transacciones [financieras no bancarias], al igual que familias y hogares de ingresos menores y volátiles.”

Puesto en sencillo: los pobres con bajo crédito, y, en especial, minorías entre ellos. No solo sufren sus tenencias de efectivo bajo un régimen inflacionario, sino que su ausencia relativa de educación formal -en sí posiblemente reflejo de injusticias sociales más amplias- significa que tienen menos apalancamiento con el cual negociar mejores salarios, que compensen los ingresos reales erosionados.

Prácticamente no hay un marco normativo que justifique un régimen de política que agobia a pobres y marginados. Puesto que no hay una clara ventaja de la inflación, sus efectos regresivos son prima facie injustificables. Considere dos de los paradigmas filosófico-políticos más prevalecientes:

La justicia como equidad de Rawls diría que, desde la “posición original” detrás del “velo de ignorancia,” ninguna persona razonable favorecería un arreglo institucional que afectara desproporcionadamente a aquellos en el fondo de nuestra economía, como lo hace una política monetaria inflacionaria. Si uno fuera a ingresar a esa economía sin saber en qué posición socioeconómica uno empezaría, nadie favorecería un sistema en que, aquellos en los márgenes de nuestra sociedad, están en desventaja en la movilidad hacia arriba debido a la política monetaria. No obstante, precisamente esta es la barrera que la política actual pone en su camino.

Por igual, si el supuesto beneficio para la inversión es ilusorio, como se detalló arriba, también la optimalidad de Pareto favorecería la estabilidad monetaria. Dado que la negociación de mercado elimina los efectos presuntamente beneficiosos de la inflación sobre la inversión y el empleo, los pobres ganarían y nadie más perdería si pudiéremos hacer la transición hacia un régimen no inflacionario. Nuestro actual marco monetario no es Pareto óptimo: al rechazar la política monetaria inflacionaria, podríamos beneficiar a uno o más grupos de gente, en este caso, los pobres- sin dañar a otros.

HACIA UNA POLÍTICA MONETARIA MÁS HUMANA

A pesar de lo anterior, ambos ejemplos, si bien normativos, no son del todo morales. Ellos son argumentos instrumentales, en vez de argumentos intrínsecos, y, así, descuidan una dimensión importante de la normatividad. La moral tiene que ver con qué es lo mejor pues es bueno por su propio bien. Tiene que ver con lo que es y contribuye a la “buena vida” para los seres humanos qua personas. Varias perspectivas morales interrelacionada agregan peso adicional a nuestra crítica.

La tradición personalista, adoptando la segunda formulación del imperativo categórico de Immanuel Kant, insiste en que las personas, como seres racionales, nunca deben ser tratadas como medio para un fin, sino siempre como un fin en sí mismas, con una dignidad y valor inherentes. Imponer el costo de la inflación sobre los ahorros e ingresos de los pobres en aras de un efímero -o, peor, imaginario- estímulo económico, en efecto utiliza un grupo de personas para fines de otro grupo. Las tenencias de dinero en efectivo de los pobres puede que nos sean muchas, pero, esos ahorros deberían ser suyos para usarlos como ellos escojan, sin ser gravados ocultamente por una política inflacionaria equivocada, sin ninguna justificación en el bien común.

Hablando acerca del bien común, la tradición católica de pensamiento social lo define como “la suma de esas condiciones de la vida social que permiten a grupos sociales y sus miembros individuales, un acceso relativamente completo y fácil a su propia realización.” En verdad, el capital e ingreso necesitados para que uno se gane la vida caen dentro de estas categorías. Aún más, no debemos simplemente buscar nuestros intereses propios, sino a través el principio de solidaridad, “todo grupo social debe tomar en cuenta las necesidades y aspiraciones legítimas de otros grupos, e incluso el bienestar general de toda la familia humana.” Así, hablando moralmente, la dignidad inherente de cada persona humana no sólo sirve como la base de los derechos individuales, sino de nuestra responsabilidad de unos a otros. La política inflacionaria daña, en vez de servir, el bien común, y, por el principio de solidaridad, las personas no pueden pasar por alto el daño causado a otros, aunque no les afecte directamente.

Aquí hay una relación con Kant, cuyo principio, de paso, tiene antecedentes cristianos antiguos y ha sido integrado en un pensamiento social personalista más amplio por figuras, entre otras, como el filósofo cristiano ortodoxo del siglo XIX Vladimir Soloviev o el Papa Juan Pablo II. Como lo puso Soloviev, “La piedad que sentimos hacia nuestros congéneres adquiere otro significado cuando vemos en ese ser la imagen y semejanza de Dios. Entonces, reconocemos el valor incondicional de esa persona; reconocemos que él es un fin en sí mismo para Dios, y todavía debe serlo más para nosotros.”

Así que, también, sobre esta base moral personalista debemos considerar la política inflacionaria no sólo como errada, sino, en cierto sentido, como inhumana. En efecto, esta ética personalista formó la base antropológica de la obra del economista alemán Wilhelm Röpke, Humane Economy: “Veo en el hombre la semejanza de Dios: estoy profundamente convencido de que es un pecado atroz reducir al hombre a un medio.” Y, también, Röpke criticó la política inflacionaria en las mismas líneas de arriba, al escribir que “no se necesita mucha perspicacia para reconocer la estrecha relación entre ausencia de respeto por la propiedad e indiferencia ante el valor del dinero.” En el tanto en que, a menudo, el pobre debe descansar en el dinero efectivo como almacén de valor, los dos coinciden. La política inflacionaria carece de un respeto básico por la propiedad del pobre.

Por supuesto, la política pública siempre es imperfecta ̶ la moral no es reducible a la ley. Pero, tampoco la ley puede violar la moral. Por el contrario, como arguyó Tomás de Aquino, la ley civil también debe basarse, a la vez que lucha por aproximarse, en la ley moral natural en las circunstancias particulares de nuestra vida política conjunta. De igual forma, nuestra política monetaria debería contribuir al bien común, en vez de menoscabarla, como lo hace ahora.

Un régimen monetario más responsable no es acerca de lograr puntos partidarios, tampoco es reducible a solidez económica. El buen dinero requiere de buena economía, pero eso no es suficiente. Por el contrario, la estabilidad monetaria es un asunto de hacer un gran esfuerzo por tener una economía más humana, en especial para los pobres.
Como todas las instituciones económicas, las instituciones monetarias deberían permitir progresar a todas las personas.
Cuando la inflación avasalla la economía estadounidense, es claro que nuestra política monetaria -y la irresponsable clase burocrática-tecnocrática que la pone en práctica- fallan en esta prueba básica.

Reimpreso de Public Discourse.

Alexander William Salter es Profesor Asociado de Economía en el Colegio Rawls de Negocios y Compañero de Investigación en Economía Comparada del Instituto del Libre Mercado, ambos en la Universidad Texas Tech. Ha publicado artículos en revistas especializadas importantes tales como the Journal of Money, Credit and Banking, the Journal of Economic Dynamics and Control, the Journal of Macroeconomics, and the American Political Science Review. Sus artículos de opinión han aparecido en The Hill, The American Conservative, US News and World Report, Quillette, y numerosos otros sitios. Salter obtuvo su M.A. y PhD. en Economía en la Universidad George Mason y su licenciatura en Economía en Occidental College. Participó en el 2011 en el Programa de Becarios de Verano del AIER.

Dylan Pahman es compañero de investigación en el Instituto Acton para el Estudio de la Religión y la Libertad, en donde sirve como editor ejecutivo de Journal of Markets & Morality. Es autor del libro Foundations of a Free & Virtuous Society (2017).

Traducido por Jorge Corrales Quesada.