LOS VERDADEROS COLORES DEL ANTILIBERALISMO

Por M. Anthony Mills
Law & Liberty
28 de marzo del 2022

Nota del traductor: la fuente original en inglés de este artículo es m. anthony mills law & liberty, colors, March 28, 2022. En él podrá leer enlaces relevantes originalmente en letra azul en el texto.

Mil novecientos cincuenta y seis -cuando la Union Soviética invadió Hungría- fue, según el escritor marxista Eric Hobsbawm, el año en que “los comunistas británicos vivieron al borde del equivalente político de un ataque colectivo de nervios.” Si el 2016 no constituyó ese año para los conservadores en Occidente, entonces, tal vez, el 2022 -cuando la Rusia de Vladimir Putin invadió Ucrania- lo hará, al menos para quienes afirman el manto del populismo nacionalista.

La invasión soviética de Hungría dividió la Izquierda. Después de 1956, muchos marxistas en Occidente se dieron cuenta que ya no más podían apoyar, o siquiera permanecer ambivalentes, a la Unión Soviética, impulsándoles a repensar o abandonar sus compromisos políticos. Como la Izquierda marxista en 1956, la Derecha nacionalista populista de hoy está siendo fracturada por acciones imperialistas de una Rusia antiliberal. Una vez más, los desafíos del debate acerca del destino del orden liberal occidental se han puesto de relieve ante la realidad sangrienta de su alternativa. Cómo resultado, ¿emergerá la Nueva Derecha, como la Vieja Izquierda, escarmentada y transformada?

La crisis nerviosa de la Izquierda empezó en febrero de 1956, con el “discurso secreto” de Nikita Khrushchev ante el Veinteavo Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética. En el discurso, titulado “Acerca del Culto a la Personalidad y sus Consecuencias,” Khrushchev reveló al mundo muchos de los crímenes de Stalin. Pero, los crímenes de la Rusia soviética no terminarían con Stalin: Antes de fin de año, el propio Khrushchev ordenaría tanques hacia Hungría para suprimir el levantamiento de Budapest ̶ descrito por el Partido Comunista como una “contrarrevolución fascista.” De hecho, era una rebelión de trabajadores dirigida por un estudiante contra el gobierno soviético de Hungría.

En mucho como la invasión de Vladimir Putin a Ucrania en el 2022 -también basada en acusaciones falsas de “fascismo”- la invasión soviética de Hungría en 1956 se basó en un cálculo estratégico errado. Las fuerzas soviéticas “esperaban una acción policial,” como la llama Hobsbawm, pero, en vez de ella, “se encontraron enfrentados a una revolución, que rápidamente se extendió desde Budapest al resto del país.” En vez de rendirse ante un poder militar superior, “las valientes e ingeniosas guerrillas urbanas tuvieron éxito en luchar contra tropas soviéticas estancadas,” antes de ser suprimidas despiadadamente por otra embestida de tropas soviéticas a inicios de noviembre.

La invasión -que asesinó a miles de húngaros y obligó a cientos de miles más a huir del país- forzó a los apologistas occidentales de la Unión Soviética a luchar a brazo partido contra las ambiciones imperialistas de este régimen totalitario. Además de sus consecuencias geopolíticas, los acontecimientos de otoño de 1956 fracturaron y, en última instancia, transformaron, no sólo al partido comunista británico, sino más generalmente a las políticas de la Izquierda en Occidente.

Por supuesto, existía amplia evidencia previa a 1956 de que, en efecto, la Unión Soviética no era una antesala hacia una utopía socialista, sino, en vez de eso, un régimen brutalmente represivo y jerárquico con ambiciones expansionistas ̶ desde los Juicios de Moscú a los campos de trabajos forzados a la Gran Purga hasta el Pacto Nazi-Soviético. E, igualmente, había críticos del ala izquierda e incluso algunos comunistas hacia la Unión Soviética antes de la Revolución Húngara.

Tal vez, los más famosos fueron los trotskistas -seguidores del exiliado Leon Trotsky, quien criticó el “colectivismo burocrático” de Stalin, como una traición a la Revolución. También estaban los “marxistas occidentales,” desde los teóricos de la Escuela de Frankfort en Alemania a los radicales asociado al Socialisme ou barbarie en Francia, quienes rechazaron el leninismo, el estalinismo, y el determinismo económico del llamado “marxismo vulgar.” Y había una variedad de izquierdistas quienes no sólo rechazaban el comunismo al estilo soviético, sino, también, al marxismo y punto.

Sin embargo, antes de 1956, una cantidad de prominentes intelectuales del ala izquierda en Occidente, desde Jean-Paul Sartre a E.P. Thompson hasta el mismo Hobsbawm, aún daban muestras de una actitud ambivalente, si no es que positiva, hacia la Rusia soviética. Ellos, para usar una formulación vulgar, si no eran pro Unión Soviética, eran, entonces, al menos, anti anti Unión Soviética. Algunos, como el antiguo amigo y colaborador de Sartre, Maurice Merleau-Ponty, habían abandonado el barco muy temprano en la década, Otros, como el propio Hobsbawm, se adherirían a una creencia ilusoria de que, de alguna forma, la Rusia Soviética era portaestandarte de sus aspiraciones utópicas, hasta 1968, cuando la URSS condujo una invasión a Checoeslovaquia para aplastar otro levantamiento durante la Primavera de Praga.

A pesar de lo anterior, para muchos fueron los acontecimientos de otoño de 1956 los que representaron, por así decirlo, el momento de escoger. Enfrentados con la realidad sangrienta de la agresión soviética contra un levantamiento proletario, los pecados de Occidente ya no se podían usar más para racionalizar una aprobación pasiva del comunismo totalitario. Las críticas del ala izquierda del neo imperialismo del liberalismo occidental “sonaron vacías cuando el Ejército Rojo estaba segando a trabajadores húngaros.” Era peor que una equivalencia moral. Como luego lo admitiría Hobsbawm, “Hungría fue, en cierto sentido, la traición a todo aquello en que en realidad creíamos.”

Las filas de la Izquierda anti soviética y anticomunista se engrosaron en los meses y años siguientes, con algunos convirtiéndose en trotskistas, otros en “post marxistas,” y aún otros en socialdemócratas, con algunos desertando del todo hacia el liberalismo. Para quienes permanecieron en la izquierda radical -en vez de abrazar el reformismo de la democracia social o liberal- ya no era suficiente con resistir al capitalismo o rechazar al autoritarismo del ala derecha.
Asimismo, se hizo necesario que uno se definiera en oposición a, y estar en guardia contra, un totalitarismo desde la Izquierda.

Así, aunque, sin embargo, la Revolución húngara de ninguna forma fue la causa única o determinante, fue factor importante y simbólico en el realineamiento político que culminó en la creación de la Nueva Izquierda en los años sesenta y setenta. No es coincidencia que las “micro estrategias,” “las desconstrucciones locales,” y las “narrativas localizadas” se convirtieron en las consignas de los nuevos movimientos a favor del cambio social, contra un énfasis más anticuado en el conflicto de clases y la historia universal. Las últimas ideas se asociaban crecientemente con un determinismo económico insostenible y las herencias “totalizantes,” si no es que totalitarias, de las “grandiosas narrativas” fallidas de la Ilustración.

En donde una generación más vieja de izquierdistas miraba en la lucha contra el capitalismo a la planificación central, la experticia desinteresada, y la colectivización de las fuerzas económicas, una nueva generación vio en la burocracia y la tecnocracia expresiones igualmente opresoras de la misma lógica totalitaria. La “democracia participativa” era lo necesario en respuesta, no la dictadura del proletariado. Lo que sea que uno haga de esos desarrollos intelectuales y políticos, con claridad difieren del marxismo tradicional en general, y del comunismo soviético en particular.

Cuando la Izquierda hizo su giro postmoderno, lejos de conceptos marxistas clásicos como “ideología” y “consciencia de clase,” se interesó crecientemente en la cultura -volteándose, en vez de ello, hacia “estilos de vida alternativos, “liberación sexual,” y “autorrealización” como “estrategias de resistencia.” Esto, también, se puede entender como una continuidad y un desarrollo de la desilusión política exacerbada, si no es que precipitada, ante los acontecimientos de 1956. En ese grado, al menos, la Nueva Izquierda estuvo de acuerdo con los liberales de la Guerra Fría, quienes anunciaron el “fin de la ideología” ̶ con el agotamiento de la visión totalizante del mundo brindada por el comunismo soviético.

Daniel Bell, cuyo libro The End of Ideology [El final de la ideología] popularizó esa tesis, advirtió acerca de lo que podía venir luego. Él detectó el surgimiento de un nuevo conjunto de “ideologías de masas,” que, a diferencia de ideologías totalizadoras que le dieron forma al siglo XX, no sería impulsado por ideales abstractos, universales. En vez de eso, serían “parroquianas, instrumentales y creadas por lideres políticos” motivados por “el desarrollo económico y el poder nacional.” Y él temió que la “fusión de pasión e ideología, de sangre y raza, que primero vimos en el ‘modernismo reaccionario’ del régimen nacionalsocialista… reaparecería ahora en los nuevos espasmos de furia en todo el mundo.”

El surgimiento del nacionalismo a través de todo el globo desde el fin de la Guerra Fría parecería confirmar las predicciones de Bell. Y, la reciente invasión rusa de Ucrania, alentada por ambiciones neo imperialistas de un nacionalista autoritario, puede vindicar sus temores. Así, los neo populistas nacionalistas en Occidente, en un eco trágico de la historia, se encuentran a sí mismos en una posición actual impactantemente análoga a aquella de los comunistas occidentales en 1965, encarados con una alternativa real y sangrienta al liberalismo que ellos deploran.

Los conservadores en Occidente siempre han mantenido una relación ambivalente ante el liberalismo, buscando un equilibrio entre derechos y responsabilidades, individualismo y comunidad, tradición y progreso. Sin embargo, durante la Guerra Fría este balance precario fue estabilizado gracias a un enemigo en común, el comunismo soviético, en contraste con el cual el liberalismo político y económico apelaba incluso en aquellos tradicionalistas, quienes, de otra forma, podrían estar en guardia ante los principios subyacentes al liberalismo. No obstante, al acabarse las ideologías de la Guerra Fría, y la ruptura de la Unión Soviética, de nuevo se hicieron presentes las fisuras dentro de esta agenda “fusionista.”

Desde el 2016, muchos de los afiliados al “post liberalismo,” el “conservadurismo nacional,” y “la Nueva Derecha” han llegado a creer que la asociación de la Derecha con el liberalismo era un pacto con el diablo. El liberalismo, en ese cuento, es una fuerza totalizante que, en su expansión inexorable visible, erosiona la comunidad y la tradición, dejando un orden político vacío, de individuos atomizados, juntos nada más que por normas procedimentales que se enmascaran como moralmente neutrales. Los principios conservadores tradicionales, como prudencia, moderación, y autoridad delegada no son rivales contra este Leviatán, de forma que, fuerza, identidad nacional, e incluso la acción federal centralizada, llegan verse como bastión necesario contra el liberalismo, tanto desde la Izquierda como de la Derecha.

En este contexto, no es sorpresa que algunos políticos, comentaristas, a intelectuales afiliados con la Nueva Derecha, han llegado a ver como compañeros de viaje a hombres fuertes nacionalistas, como Viktor Orban e incluso Vladimir Putin. Ellos aplauden la voluntad de estos lideres para “plantarse” contra las perversidades morales del liberalismo -Orban promueve lo que él llama la “democracia antiliberal”- y sin vergüenza defiende los propios intereses nacionales de sus países contra el cosmopolitismo liberal que ellos ven incorporado en la Unión Europea y la OTAN. Así, en los días y horas conducentes a la invasión ucraniana, Steve Bannon alabó a Putin por ser “anti despertar” [anti-woke], a la vez que Tucker Carlson opinó que Putin no era una amenaza para los estadounidenses y caracterizó las tensiones entre Rusia y Ucrania como una “disputa fronteriza.”

No es que populistas nacionalistas han fallado en denunciar la invasión rusa de Ucrania. Políticos y comentaristas, desde Silvio Berlusconi y Matteo Salvini en Italia, Eric Zemmour y Marine Le Pen en Francia, hasta el mismo Tucker Carlson, han condenado la violencia contra Ucrania. Incluso Orban hizo su apuesta con la Unión Europea contra su antiguo aliado. Y, algunos, desde ese entornes, trataron, si bien algo torpemente, de modificar o reformular su posición “anti anti Putin.” Entre tanto, la invasión de Ucrania ha puesto las críticas nacionalistas populistas de la tiranía liberal (sin mencionar las apologías de Putin) bajo una luz muy diferente.

Puestas en sencillo, estas críticas -en mucho como las críticas comunistas del imperialismo liberal después de noviembre de 1956- suenan vacías, en momentos en que militares rusos están cegando a civiles ucranianos. Eso, por supuesto, no es decir que el liberalismo occidental es ahora (o lo fue en 1956) inmune a la crítica. Pero, acontecimientos recientes en Europa Oriental minan el sofisma que la decadencia de Occidente de alguna forma impide defender al liberalismo, en especial cuando se enfrenta con las atrocidades morales cometidas por regímenes antiliberales. Este fue un punto expresado poderosamente hace varias décadas atrás por el filósofo polaco Leszek Kolakowski ̶ otro marxista desilusionado, quien se convirtió en uno de los críticos más elocuentes del comunismo soviético.

En su conferencia Jefferson de 1986, ““The Idolatry of Politics” [La idolatría de la política”], Kolakowski descartó como ficción la creencia liberal de que las democracias liberales era “neutrales de valor.” El liberalismo no es, señaló él, “’neutral’ en asuntos que tienen que ver con valores básicos,” como libertad y tolerancia. Y criticó lo que él llamó “movimiento[s] auto denigrantes” y “suicidas de la Ilustración.” En particular, advirtió de los peligros del relativismo, del potencial de “los derechos personales” -y, en especial, los derechos de propiedad- para subvertir la justicia distributiva, y de una fe ingenua en el progreso de las civilizaciones. Hasta el momento, tan “post liberal.” A pesar de lo anterior, Kolakowski continuó señalando que,

“No importa qué tan desagradable pueda ser nuestra civilización en algunos de sus aspectos vulgares, no importa qué tan debilitada por su indiferencia hedonista, codicia, y declinación de virtudes cívicas, no importa qué tan desgarrada por luchas y colmada de males sociales, la razón más poderosa para su defensa incondicional (y estoy dispuesto a enfatizar este adjetivo) es brindada por su alternativa.”

En mucho como la Izquierda después de la Segunda Guerra Mundial, la Derecha ha pasado los últimos años -muy entendiblemente- preocupada por los males, excesos, límites, y patologías del orden liberal global. Algunos han ido tan lejos como hasta denunciar al liberalismo en sí, como irredimiblemente individualista, materialista, relativista, o tiránico. Entre tanto, la historia ha suministrado otra alternativa sangrienta a ese orden mundial desde el Este y con él, otra razón poderosa para defender al liberalismo del Oeste.

M. Anthony Mills es compañero sénior del American Enterprise Institute, y compañero sénior de la Escuela Pepperdine de Política Pública.

Traducido por Jorge Corrales Quesada.