Para actuar responsablemente en la sociedad debemos siempre tomar en cuenta los costos y beneficios de nuestras acciones. Dada nuestra naturaleza limitada en el conocimiento de una realidad compleja, los costos y beneficios que derivamos de nuestras acciones nos deben servir de guía.

ACERCA DE LA RESPONSABILIDAD HUMANA

Por Donald J. Boudreaux
American Institute for Economic Research
4 de marzo del 2022

Nota del traductor: la fuente original en inglés de este artículo es donald j. boudreaux american institute for economic research responsibility, March 4, 2022. En él podrá leer enlaces relevantes originalmente en letra azul en el texto.

Nosotros, criaturas de la modernidad, no sobreestimamos. Como individuos, no estamos cerca de ser lo inteligentes, razonables, o competentes como suponemos ser.

Nuestra sobrestimación de nuestras habilidades es entendible. Todos los días de nuestras vidas vemos automóviles pasar raudos, escuchamos aviones jet volar rápidamente por encima nuestro, y disfrutamos de la conveniencia y limpieza de plomería interna, electrificación, y luz artificial. Cuando hacemos una pausa para notarlo, nos maravillamos ante los antibióticos y otras bendiciones de la medicina moderna y nos alegramos de la abundancia disponible en supermercados y negocios en línea. Las tasas de alfabetismo son muy altas. Hasta el viaje espacial rutinario llegará a ser un hecho en la próxima década o dos.

¡Qué especie tan impresionante somos!

De hecho, hoy somos impresionantes como una de las especies (al menos, en comparación con todas las otras especies que conocemos). Pero, lo que impresiona no es tanto nuestra inteligencia y habilidades individuales. Lo que impresiona es nuestra habilidad para compartir el conocimiento a través del tiempo y espacio, en formas que apalancan los talentos modestos y diversos de cada uno de nosotros, hacia resultados magnificentes que ni siquiera el más inteligente de nosotros podía haber diseñado o que ahora pueda comprender a plenitud.

Desde el lápiz mundano hasta el Telescopio Espacial James Webb -desde comprar comida preparada en un restaurante local hasta comprar un automóvil manufacturado en Japón- los bienes servicios, y experiencias que nos distinguen de nuestros ancestros son producto de patrones de cooperación humana increíblemente complejos.

Esta cooperación “funciona” en parte pues no requiere que cualquier persona sepa más de lo que puede ser sabido por el ser humano típico. Cada uno de nosotros posee nuestros pedacitos de conocimiento únicos, que hace que seamos impulsados a combinarlos con la unicidad de los pedacitos de conocimiento de otros individuos. Si los incentivos son los “correctos,” esta cooperación edifica instituciones y procesos materiales que rinden la abundancia que nosotros, los modernos, damos por un hecho. Alguien que sabe cómo explorar una mina de hierro está de acuerdo en cooperar -como empleado, socio de la empresa, o de alguna otra manera contractual- con alguien que sabe cómo fundir el material. Después, alguien más se une al esfuerzo cooperativo al comprar el hierro y convertirlo en muebles para jardines. Luego, un minorista coopera tanto con el productor de muebles como con el consumidor, aumentando la conveniencia para que el productor venda, y el consumidor compre, los muebles.

Los detalles importantes de estas oportunidades son incognoscibles para cualquiera que no esté en el lugar.

En todo este camino hay muchos otros incontables cooperadores -chofes de camiones, agentes de seguros, intermediarios financieros, contadores, abogados, y una multitud de individuos, cuyos esfuerzos se requirieron para construir la infraestructura de transmisión de la electricidad. Etcétera, etcétera.

Cada individuo es conducido hacia cooperar productivamente, pues cada individuo recibe señales de forma fiable (aunque nunca perfectamente) de que tanto (1) revela lo que son los mejores usos del tiempo y recursos de esas personas, así como (2) incita a esa persona a apropiarse de las oportunidades específicas. Por mucho, las más importantes señales son los precios del mercado.

Dados sus talentos e intereses, usted vende su mano de obra al comprador que más le paga. Dada la cantidad de sus ahorros y sus preferencias ente el riesgo, invierte en esas oportunidades que cree tienen los prospectos más promisorios. Dado su ingreso, compra esos bienes y servicios que más amplían su bienestar y el de su familia. En casi todos y cada uno de los casos, quien toma las decisiones disfruta directa y personalmente las ganancias materiales hechas con prudencia, y quien toma las decisiones sufre personalmente las pérdidas ante decisiones hechas pobremente.

Esta retroalimentación disciplina a los tomadores de decisiones en la economía. Con todos evitando opciones que esperan les empeorarán, y aprovechando las opciones que esperan los mejorarán, casi todo mundo, con el paso del tiempo, crece materialmente mejor.

Así, una clave para la prosperidad económica de la modernidad es la sensatez individual que se ve estimulada por el hecho de que la toma de decisiones privadas se concentra tanto en los costos como beneficios para cada tomador de decisiones.

Pero, la historia, tanto antigua como reciente, brinda más que amplia evidencia de que nosotros, los humanos, estamos altamente propensos a pensar e incluso actuar de manera poco razonable cuando personalmente no experimentamos la mayoría de los costos y beneficios de nuestras decisiones como individuos.

Empiece con un ejemplo insignificante. Si me da placer creer que el fantasma de mi madre fallecida disfruta oyéndome cantar mientras manejo, no hay barrera real alguna para que sostenga y mantenga esa creencia mía. Aunque indisputablemente poco razonable, no sufro daño material al adherirme a esa superstición. Sin embargo, las cosas serían diferentes si, en vez de ella, mi creencia fuera que el fantasma de mi madre muerta disfruta verme manejar con los ojos cerrados. Debido a que el costo material experimentado personalmente por mí al actuar bajo tal creencia sería sumamente elevado, no adoptaré tal superstición. En el último caso, soy convertido en razonable a través de consecuencias personales fácilmente anticipadas.

Afirmo que nosotros, los humanos, somos naturalmente poco razonables y convertidos en razonables -y sólo cuando y en el tanto en qué- nosotros, como tomadores de decisiones, experimentamos en persona las consecuencias materiales de nuestras acciones. Y, entre más directa e indisputable es la conexión material entre nuestras acciones y las consecuencias personales experimentadas por cada tomador de decisiones, más “estricta” es la sensatez resultante.

Por tanto, colectivizar la toma de decisiones es remover a individuos de situaciones que, por sí solas, les impulsan a actuar razonablemente. La toma colectiva de decisiones protege a cada individuo tomador de decisiones de sufrir el peso, personal y directamente, de las malas consecuencias que surgen de sus decisiones pobres. De la misma forma, la toma colectiva de decisiones le niega a cada individuo tomador de decisiones la habilidad de personal y directamente cosechar el grueso de las buenas consecuencias que surgen de sus decisiones prudentes. El resultado es que todo individuo elige y actúa irrazonablemente. Y, como lo explicó brillantemente mi colega Bryan Caplan, en su libro del 2007, The Myth of the Rational Voter [El Mito del Votante Racional], los resultados colectivos de ese bacanal de tomas de decisiones irrazonables son consistentemente indeseables, incluso desde la perspectiva de los individuos cuya toma de decisiones (irrazonable) generó los resultados.

La colectivización de la toma de decisiones no es la única fuente que separa a cada tomador individual de decisiones de las consecuencias materiales de su decisión. Otra fuente de separación es el tiempo. Entre mayor sea el tiempo entre una acción y los resultados de esa acción, menos capaz es el tomador de decisiones de conectar confiadamente los resultados con la acción.

Considere la decisión de recibir un tratamiento médico específico. Cada paciente tiene incentivos personales fuertes para tomar aquellas decisiones que mejor promueven su salud (y aquella de sus hijos) a lo largo del tiempo. Pero, si los beneficios prometidos o los costes potenciales (o, en especial, ambos) de algún tratamiento se esparcen a lo largo de los años, la información disponible para decidir a favor o en contra del tratamiento es menor que si todos los beneficios y costes fueran inmediatos. Cuando los beneficios y los costos se revelan rápidamente, uno simplemente necesita observar a esas personas que ya han recibido el tratamiento. No es así cuando la revelación de información acerca de los beneficios y costos plenos toma un tiempo mayor.

En ausencia de esa información directa acerca de las consecuencias del tratamiento, cada paciente debe descansar básicamente en la integridad, competencia, y juicio del médico, junto con las seguridades que, tal vez, son ofrecidas por cuerpos regulatorios y el sistema legal.

En la mayoría de los casos, basarse en ello funciona lo suficientemente bien. Cuando mi oftalmóloga me aseguró en el 2018 que los lentes artificiales que me iba a poner en mis ojos, con posterioridad a una cirugía de catarata, mejorarían mi visión por muchos años sin presentar mucho riesgo a la baja, mi confianza en su juicio me impulsó a operarme. (Hasta ahora, ¡todo bien!)

Pero, suponga que emerge una novedosa enfermedad de la vista, una que los médicos no tienen experiencia en tratar. Independientemente de la habilidad de mi oftalmóloga, y sin importar que tan sobrio soy al escoger aceptar o rechazar un tratamiento propuesto, mi habilidad para razonar no hará que tenga tanta confianza en una decisión particular, como lo es cuando el asunto se refiere a enfermedades y tratamientos más familiares. El desafío de la toma de decisión crece si el progreso de la enfermedad novedosa y las consecuencias plenas del tratamiento propuesto, sólo se revelan luego de un largo período de tiempo. En tal circunstancia, el rango de actitudes de individuos razonables tiene límites inusualmente amplios, como lo es el rango de decisiones. Confundir este desacuerdo observado como evidencia de intransigencia intelectual o sesgos alimentados por ideología, sería, por supuesto, un error.

Entre los mayores desafíos que enfrentamos nosotros, los modernos, está reconocer los límites severos de nuestro conocimiento y razón. Somos, en efecto, inteligentes y razonables, pero, típicamente, sólo cuando cada uno de nosotros personalmente experimenta, de formas inequívocas, una porción significativa de los costos y beneficios materiales de cada una de nuestras elecciones.

Donald J. Boudreaux es compañero sénior del American Institute for Economic Research y del Programa F.A. Hayek para el Estudio Avanzado en Filosofía, Política y Economía del Mercatus Center; miembro de la Junta Directiva del Mercatus Center y es profesor de economía y anterior jefe del departamento de economía de la Universidad George Mason. Es autor de los libros The Essential Hayek, Globalization, Hypocrites and Half-Wits, y sus artículos aparecen en publicaciones tales como el Wall Street Journal, New York Times, US News & World Report, así como en numerosas revistas académicas. Él escribe un blog llamado Café Hayek y es columnista regular de economía en el Pittsburgh Tribune-Review. Boudreaux obtuvo su PhD en economía en la Universidad Auburn y un grado en derecho de la Universidad de Virginia.

Traducido por Jorge Corrales Quesada.