Para cierta gente, en apariencia, la única indignación moral posible es ante lo que juzgan como lo ofensivo a sus sentimientos.

LA BELLEZA TRASCIENDE LA INDIGNACIÓN

Por Theodore Dalrymple
American Institute for Economic Research
3 de marzo del 2022

Nota del traductor: la fuente original en inglés de este artículo es theodore dalrymple american institute for economic research beauty, March 3, 2022. En él podrá leer enlaces relevantes originalmente en letra azul en el texto.

Recientemente, The Art Newspaper publicó un artículo bajo el título “¿Qué deberíamos hacer acerca de pinturas con títulos racistas?” Como ejemplo señaló el Retrato de una Negra de Marie-Guillermine Benoist, pintada en 1800 y propiedad del Louvre.

Es una espléndida pintura por una mujer artista, de una mujer negra elegantemente sentada con un turbante blanco como la nieve y una toga, semidesnuda desde la cintura hacia arriba. Es obvio, al menos para mí, que se supone admiremos su belleza, y, en efecto, lo hacemos. Tampoco hay duda acerca de la inteligencia de su mirada: difícilmente el artista pudo haberla expresado tan naturalmente.

A mi no me parece que haya algo que sea intrínsecamente degradante en el título. El término negra no fue, por sí sólo, uno insultante o degradante en ese momento. Las galerías de arte están totalmente llenas de pinturas que no ponen un nombre a sus personas, sino que sólo se refieren a una u otra característica, como juventud, edad, país de origen, ocupación, etcétera. Eso no degrada o deshumaniza al objeto, y ninguna persona sensata consideraría que ese título significa que la característica elegida para él -campesino, sirviente, soldado o lo que sea- se supone que lo define completamente. El retrato no es caricatura, y la anonimidad de una niñera no implica falta de respeto, mucho menos desprecio u odio.

La furia acerca del título del retrato es prueba de que la fuerza de la emoción no puede, por sí sola, justificar la furia moral, Tenemos un deber de no ofender a otros sin una buena razón, pero, también, tenemos el deber de no ser ofendidos por otros sin una buena razón.

Debido a que su título fue criticado por racista, el cuadro en cuestión ha sido renombrado Retrato de Madeleine. La autora del artículo en The Art Newspaper -que en realidad es un extracto de un ensayo más extenso de ella- escribe:
“Al reclamar su nombre -no importa qué tan contenciosamente le fuera otorgado- la persona iba a recuperar algún grado de su humanidad.”

Esto es muy poco claro e impreciso, indicativo de hábitos poco rígidos de pensamiento, pero, también, de una determinación de encontrar algo que sea ofensivo. ¿Por qué fue contencioso el nombre dado a la niñera? ¿Fue porque el Louvre lo tomó de la nada, más o menos al azar? (Este no parece haber sido el caso). O ¿fue porque a Madeleine se le dio ese nombre por un dueño de esclavos en el Caribe? En todo caso, darle a ella únicamente su primer nombre puede ser considerado más degradante que del todo no darle un nombre. Ser conocido tan sólo por un primer nombre es, a menudo, una señal de subordinación social; aplicar un término descriptivo neutral a un retrato puede considerarse menos denigrante para la persona que llamarla simplemente por su primer nombre, en especial cuando ella no tenía una relación íntima con la artista.

El artículo me recordó una exhibición a la que asistí en el Museo y Galería de Arte de Birmingham en el 2006, llamada Black Victorians: Black People in British Art 1800–1900. Había esperado que fuera una actividad muy “de onda” [“woke”] (aun cuando el término todavía tenía que lograr reconocimiento), pero estaba equivocado ̶ de hecho, agradablemente. Era una exhibición bellamente curada de representaciones pintadas de personas negras por artistas británicos, sin ningún comentario arbitrariamente forzado del tipo que hemos llegado a esperar. El único contenido político obvio de las exhibiciones fue en las pinturas antiesclavistas, en las que la crueldad de la esclavitud fue gráficamente, si bien algunas veces sensibleramente, retratada.

Como usualmente lo hago en esas exhibiciones, luego leo el libro en que visitantes dejan sus comentarios. Recuerdo una página en particular, escrita por dos mujeres, ambas describiéndose como negras. La primera escribió que ella consideraba la exhibición como un ejercicio vergonzoso en estereotipos raciales que no se deberían haber permitido, mientras que la segunda escribió que estaba agradecida con Dios, por haberle permitido vivir lo suficiente para ver una exhibición que mostró a las personas negras en toda su belleza.

Por supuesto, estas dos mujeres habían visto exactamente los mismos retratos considerados como objetos puramente físicos, pero sus respuestas hacia ellos eran diametral y dramáticamente opuestas. Mis simpatías estaban mucho más del lado del segundo que del primer comentario: me parecía que todos los pintores exhibían en sus trabajos ya fuera simpatía o respeto por sus materias. Ellos estaban básicamente libres de cualquier sugerencia de que los objetos fueran seres humanos inferiores a los propios artistas, con la posible exhibición de ciertas pinturas en que los esclavos fueron dibujados como víctimas indefensas si bien sufriendo terriblemente. De hecho, muchos de los retratos mostraban claramente admiración por sus sujetos.

No siendo un historiador del arte, mucho menos especialista en al arte británico del siglo XIX, no podía decir con certeza si los retratos elegidos para la exhibición eran representativos de todas las descripciones de personas negras en el arte de su época: de si, por ejemplo, los curadores habían excluido rigurosamente algunos cuadros que ellos pensaron eran derogatorios de personas negras, si es que, en efecto, existieron tales cuadros que fueron más que meras caricaturas. Pero, eso era irrelevante para el contraste en las dos respuestas registradas en el libro de comentarios.

Mi conjetura es que las dos mujeres eran de dos generaciones profundamente separadas por sus sensibilidades. Mi deducción fue que la mujer que le agradeció a Dios que Él le hubiera permitido vivir lo suficiente para ver tal exhibición era, al menos, de una generación más vieja, posiblemente dos, que la mujer que pensó que la exhibición era profundamente racista. La misma forma de su expresión era anticuada: una gratitud de esa índole no es una respuesta común a cualquier cosa en estos días, y a la mayoría de gente más joven le parecería políticamente retrógrada, siendo que estar furiosa ante la injusticia era la única actitud moralmente respetable en el mundo. Ambas respuestas a la exhibición sin duda que eran refractadas a través de lentes filosóficos, pero una me parecía ser mucho más distorsionadora que la otra, así como que era más conducente a la miseria personal y el conflicto social.

Cuando la corrección de la injustica se vislumbra como el mayor, posiblemente el único, deber moral, es natural que la gente la vea acechando por todas partes, incluso en el título de una pintura bella y respetuosa.

Reimpreso de Law & Liberty

Theodore Dalrymple es un psiquiatra y médico de prisiones retirado, editor contribuyente de City Journal, y Compañero Dietrich Weissman del Manhattan Institute. Si libro más reciente es Embargo and other stories (Mirabeau Press, 2020).

Traducido por Jorge Corrales Quesada.