LOS BENEFICIOS DE UNA ESTRATEGIA DE SALUD PÚBLICA BALANCEADA

Por Peter C. Earle & Ryan M. Yonk
American Institute for Economic Research
10 de enero del 2022

Nota del traductor: la fuente original en inglés de este artículo es peter c. earle & ryan m. yonk american institute for economic research strategy, January 10, 2021. En él podrá leer enlaces relevantes originalmente en letra azul en el texto.

El 11 de marzo del 2020, la Organización Mundial de la Salud declaró al Covid-19 como pandemia, considerando que el virus era un tema crítico para la salud global. Para el 31 de diciembre del 2021, casi dos años después que se detectaron los primeros casos, ha habido un estimado de 290 millones de casos confirmados alrededor del mundo, con cerca de 5.5 millones de muertes.

Las respuestas tempranas de los formadores de políticas alrededor del mundo recomendaron las intervenciones higiénicas tradicionales: distanciamiento social, aumento del lavado de manos, y auto cuarentena, todas intervenciones comúnmente sugeridas a la luz de una enfermedad infecciosa. Sin embargo, el deseo de tener un plan concreto para derrotar rápidamente a la pandemia se convirtió en el mantra de prácticamente todo funcionario y hacedor de política electo. Estos planes mostraron órdenes universales y respuestas crecientemente estrictas, impulsadas por hacedores de política recientemente ascendidos quienes dominaron el proceso de planificación. Sus sugerencias y, en última instancia, los planes adoptados incluían cierres en gran escala, órdenes de quedarse en casa, restricciones a la capacidad, prohibiciones de viaje, y uso forzado de mascarillas. Dado que ya han arribado las intervenciones farmacéuticas, estos planes han incluido vacunas obligatorias, pasaportes de vacunación, y redefinición de vacunación completa según reciente evidencia de refuerzo.

Lo que impacta más de esos planes es tanto la rigurosidad de los enfoques de políticas como la aseveración de que, desviarse de ellas, e incluso sugerir que pueden ser necesarias otras consideraciones, está fuera de límites. Las respuestas de política a través de geografías, densidades poblacionales, patrones de vida, y circunstancias locales, son indistinguibles.

Para abril del 2020, cuando aproximadamente la mitad de la población de la Tierra -3.9 miles de millones de personas en no menos de 90 países o territorios- estaba bajo alguna forma de orden gubernamental de quedarse en casa, ilustra esto bien. Las demandas para continuar esas cuarentenas se han vuelto a repetir una y otra vez, a través de olas progresivas de reinfección y nuevas variantes, y tanto las medidas tradicionales como las más autoritarias se han establecido, levantado, y restituido.

Si es qué y en qué grado los planes adoptados y las políticas que ellos requirieron ayudaron a impedir o retrasar la diseminación y letalidad potencial del Covid-19, en especial en lo referente a ancianos e individuos con comorbilidades, desde su inicio fueron inciertos. La evidencia desde esos días tempranos muestra que cuarentenas y otros enfoques para “aplastar la cuerva,” en el mejor de los casos, han logrado beneficios marginales decrecientes. Sin embargo, el costo de esas medidas, que incluye aumentos en pobreza, depresión, alcoholismo, adicción a drogas, abuso infantil y al cónyuge, suicidio, cánceres no detectados, educación interrumpida, y otras consecuencias de las medidas de mano dura, sobrepasarán los beneficios de los planes a lo largo de los años venideros.

La realidad de resultados negativos como estos es especialmente clara al comparar los resultados en la salud rural y urbana. Investigación de mucho tiempo identifica, por ejemplo, diferencias entre las luchas contra brotes de enfermedad infecciosa en ambientes urbanos versus rurales, La densidad de la población, la proximidad al transporte masivo, la prevalencia de condiciones de salud crónicas y otros factores, hacen que el enfoque epidemiológico en ciudades sea considerablemente diferente del de áreas abiertas, más escasamente pobladas.

Áreas menos pobladas tienden a ser desproporcionadamente impactadas por caídas económicas importantes y experimentan aumentos más rápidos y severos en la pobreza y periodos de recuperación más extendidos. Estas condiciones económicas empezaron a surgir al ponerse en marcha planes más estrictos para combatir el Covid-19. La caída económica del 2007 al 2009 brinda evidencia fuerte de los impactos sobre la salud que estas recesiones pueden tener. En los años siguientes a la caída, las áreas rurales documentaron más problemas por el abuso de substancias, obesidad, diabetes y peso bajo al nacer que las comunidades más urbanas. La literatura de la salud rural está repleta de llamados a intervenciones a la medida que reconozcan las realidades en el sitio, al tratar con resultados en la salud de comunidades rurales.

Internacionalmente, los resultados en salud y bienestar están bien estudiados, y varían con base en la dieta, clima, y costumbres sociales, Por ejemplo, el proyecto “Zona Azul” del National Geographic identifica un puñado de lugares en la Tierra, en que individuos en números improbablemente frecuentes viven hasta 100 años de edad o más. Curiosamente, tales lugares difieren en muchas formas, e incluyen Ikaria, una isla en las afueras de la costa de Grecia, Okinawa, Japón, las tierras altas de Sardinia, la Península de Nicoya en Costa Rica, y, tal vez sorprende más, Loma Linda, California.

Prácticamente todos comparten un sello distintivo en cuanto a la dieta: básicamente (pero no en exclusivo) dietas basadas en plantas, grasas saludables, y evitan el tabaco y la mayoría el alcohol. Pero, las Zonas Azules también comparten intangibles que son imposibles de planear. Un componente de la salud extraordinaria que permea esas comunidades se encuentra en asociaciones en común fuertes y de por vida dentro de sus sociedades. Todavía más, en cada una de ellas el estado físico no tiende a derivarse de programas diseñados para lograr esos fines, sino de comportamientos humanos naturales: principalmente, caminar y practicar la jardinería.

Hacedores de política que intenten derivar principios directos, claros, y transferibles de las regiones de la Zona Azul, se encontrarían presionados fuertemente para venir con algo más allá de un puñado de directrices, mucho menos algo que se parezca a un plan que logre los mismos resultados. Y, si la operación de las economías locales y la cultura local son tomadas en cuenta, aún menos de lo que es conocido sería funcionalmente viable para dar directrices.

Nadie que se dé cuenta de la vasta y variada diversidad de climas, geografías, y culturas alrededor del mundo, puede razonablemente argüir a favor de políticas de un tipo que calza para todo. Entre las contribuciones más profundas del economista ganador del premio Nobel de 1974, Friedrich Hayek, está su marco del Problema del Conocimiento. Las economías colectivistas fracasan debido a la inhabilidad, de hecho, la imposibilidad, de que aquellos a cargo reúnan y posean toda pieza de información acerca de cada parte de su economía en algún momento dado en el tiempo. Aún si los planificadores centrales pudieran aproximarse en algún grado a esa cantidad de información, verían que las circunstancias que enfrentan, e incluso la importancia relativa de esas circunstancias, cambian de un momento al otro. Así, sus intentos por planificar son torpes, y sin éxito.

Por la misma razón por la que fracasa el planificador económico, lo es también para el planificador de salud pública al responder a una pandemia. Los planificadores de la salud pública tienen información que, en el mejor de los casos, es añeja, inevitablemente parcial, y, como hemos visto en esta pandemia, las realidades que ellos encaran cambian continuamente. Acudir a enfoques de política universales destruye el detalle que necesariamente distingue las realidades de la vida humana.

Una mejor respuesta pandémica debe reconocer dos realidades fundamentales. Primero, las políticas de salud deben ser integrales en el sentido que deben tomar en cuenta qué es lo que da forma a la salud humana general, y no solamente abordar la diseminación de una única enfermedad. Segundo, quienes hacen las políticas deben reconocer y administrar la realidad de las diferencias que definen la vida humana. La política de mitigar la enfermedad que fracase en incorporar las diversas sutilezas demográficas, culturales, e incluso históricas, que caracterizan a las localidades, verá la misma larga cola de consecuencias no previstas y el fracaso de la política.

Peter C. Earle es economista y escritor, quien se unió al American Institute for Economic Research (AIER) en el 2018 y previamente pasó más de 20 años como corredor y analista en mercados en Wall Street. Su investigación se centra en mercados financieros, temas monetarios e historia económica. Su nombre ha sido citado en el Wall Street Jornal, Reuters, NPR y en muy diversas publicaciones. Pete tiene una maestría en economía aplicada de la American University, una maestría (en finanzas) y una licenciatura en ingeniería de la Academia Militar de los Estados Unidos en West Point.

Ryan M. Yonk es sénior de la Facultad de Investigación del American Institute for Economic Research. Tiene un PHD de la Universidad del Estado de Georgia y una Maestría y una Licenciatura de la Universidad del Estado de Utah. Antes de unirse al AIER mantuvo posiciones académicas en la Universidad del Estado de Dakota del Norte, y la Universidad del Sur de Utah, y fue uno de los fundadores de Strata Policy. Es (co) autor o editor de numerosos libros, incluyendo Green V. Green, Nature Unbound: Bureaucracy vs. the Environment, The Reality of American Energy, y Politics and Quality of Life: The Role of Well-Being in Political Outcomes. También, ha sido (co) autor de numerosos artículos en revistas académicas, incluyendo Public Choice, The Independent Review, Applied Research in Quality of Life, y the Journal of Private Enterprise. Su investigación explora cómo la política puede ser mejor diseñada para lograr una mayor autonomía y prosperidad individual.

Traducido por Jorge Corrales Quesada