Un comentario interesante de un nuevo libro que expone la importancia de la teoría económica clásica en explicar la economía actual.

LOS ECONOMISTAS CLÁSICOS ERAN MÁS INTELIGENTES DE LO QUE USTED PIENSA

Por David Weinberger
Fundación para la Educación Económica
Lunes 27 de diciembre del 2021

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En su libro “Classical Economic Theory and the Modern Economy, el economista Steven Kates muestra cómo la economía moderna abandonó la luz de la claridad a cambio de la caverna de confusión.

Olvide todo lo que usted sabe acerca de economía. En Classical Economic Theory and the Modern Economy, el economista Steven Kates explica por qué la economía ha fallado durante más de 100 años.

Como lo cuenta el Dr. Kates, durante la mayor parte del siglo XIX, los economistas estuvieron de acuerdo en que el propósito de la economía era generar riqueza y mejorar los estándares de vida, lo que significó aumentar el número y calidad de bienes y servicios en el mercado. Por tanto, las políticas económicas apropiadas se orientaron hacia la expansión de la producción (el “lado de la oferta”). El gasto (el “lado de la demanda) merecía poca atención, pues se entendía que se derivaba de la producción.

Para entender por qué, imagínese a los sobrevivientes de un naufragio desde su inicio en una isla. Para construir una economía próspera, necesitarían intercambiar entre sí; para hacer eso, primero tendrían que producir cosas para comerciar. Por ejemplo, si la persona A quería la lanza de la persona B, A tendría que hacer algo -digamos, sandalias- e intercambiar sus sandalias por la lanza. De hecho, su producción de sandalias constituye su demanda de la lanza. Ergo, la producción crea su propia demanda. En economía, esto se conoce como la Ley de Say.

Un corolario de esto fue el entendimiento de que una “sobreproducción general” -una situación en que una economía produce más de lo que consume (o “deficiencia de la demanda total”)- era una imposibilidad. Los disturbios económicos, recesiones, y depresiones eran vistas como causadas por alteraciones en la estructura de la producción, pero nunca como resultado de muy poca demanda. Como lo puso David Ricardo, quien expresó la creencia prevaleciente en la profesión en esa época, “los hombres yerran en sus producciones; no existe deficiencia de demanda.”

Esto explica por qué los economistas clásicos consideraron a los empresarios como vitalmente importantes. No sólo ellos innovaron los cambios tecnológicos y mejoraron los métodos de producción, sino que, también, tuvieron que manejar responsablemente los recursos, incluyendo la estructuración del proceso productivo para anticipar correctamente la demanda del consumidor. Esa no era una tarea fácil. El fracaso en producir lo que los consumidores deseaban, resultaba en una descoordinación entre la oferta y la demanda en la economía, lo que frecuentemente terminaba en una recesión.

Aún más, a diferencia de las caricaturas populares modernas, Kates enfatiza que los economistas clásicos nunca fueron tan ingenuos como para ignorar el papel obvio que desempeñaba el dinero. Por el contrario, dieron por sentado el simple hecho que analizar las variables económicas “reales” -esto es, los bienes y servicios, las formas de capital físico e intelectual y la mano de obra- era crítico para entender apropiadamente cómo funciona la economía. Sólo después que la economía real era cuidadosamente entendida, se introducía el dinero, no sea que uno confunda lo primero con lo último y confundiera el pensamiento económico sólido.

No obstante, a seguidas de la “Revolución Marginal” de los economistas “austriacos” en la década de 1870, hubo un giro en el análisis económico. En vez de enfocarse en la economía como un todo, y en la producción de la riqueza, en particular, para explicar el valor los austriacos cambiaron sus investigaciones hacia el individuo y sus preferencias subjetivas.

Economistas clásicos tempranos, como Adam Smith y David Ricardo, había promovido una “teoría del valor trabajo,” que postulaba que la mano de obra por sí sola determinaba el valor de un bien o servicio, ignorando factores como la deseabilidad del producto y el costo total de la producción (no sólo el costo de la mano de obra). Peor, luego Karl Marx adoptó la teoría del valor trabajo en su condenatoria del capitalismo. Así, parcialmente para detener los ataques de Marx, los austriacos arguyeron que el valor no era determinado por el trabajo, sino por la “utilidad marginal,” o cuánta satisfacción deriva un consumidor de una unidad adicional del producto.

A pesar de lo anterior, al refutar correctamente a Marx y la teoría del valor trabajo, los austriacos incautamente ametrallaron la escuela clásica, al dejar pasar el hecho de que los principales clásicos para esa época habían abandonado la teoría del valor trabajo. Kates cita un ejemplo de John Stuart Mill, quien desarrolló una teoría del valor del “costo de producción,” que anticipó muchas de las ideas austriacas.
Lamentablemente, sin embargo, la economía de Mill fue ignorada, y así emergió “un cambio de orientación desde el lado de la oferta de la economía hacia el lado de la demanda, con el análisis marginal enfocado en la utilidad en vez de los costos de producción,” escribe Kates.

En resumen, aunque el marco de análisis clásico sobrevivió la Revolución Marginal, el enfoque holístico del lado de la oferta se ubicó en la parte trasera, mientras que el individuo y la utilidad se colocaron al frente. Así, cuando en 1936 John Maynard Keynes publicó su Teoría General, pocos economistas estaban lo suficientemente entrenados en los postulados clásicos para soportar el impacto sísmico del keynesianismo y reunir un contraataque.

El punto de Arquímedes para Keynes fue la demanda (en el corto plazo). Los economistas clásicos previos a Keynes sabían que la demanda era el producto resultante de la producción, y poner al primero por encima de la segunda para explicar el ciclo de los negocios, constituyó un retroceso, no un progreso, en la comprensión de la economía. Pero, al formular su teoría orientada hacia la demanda, Keynes si acaso se preocupó por leer el pensamiento clásico. En vez de ello, simplemente él lo atribuyó a ideas caricaturescas de los clásicos de la economía que él se propuso incendiar.

Por ejemplo, él alegó que el modelo de ellos asumía una economía en prosperidad perpetua pues, en su imaginación desordenada, no ofrecía una explicación de recesiones. También, les atribuyó la creencia fatua de que “la oferta creaba su propia demanda,” como si ellos asumieron ingenuamente que producir un producto, sin importar que tan indeseable fuera para los consumidores, garantizaba su venta.

Ambos alegatos son demostrablemente falsos. Los economistas clásicos tenían explicaciones bien desarrolladas para las recesiones (ellos sólo rechazaron la deficiencia de demanda como una de ellas), y ninguno de ellos era tan cándido como para asumir que sólo producir algo asegura que alguien lo comprará. Sin embargo, las caricaturas de Keynes recibieron poca respuesta, lo que explicaría parcialmente por qué el desalojó con éxito a la producción e incrustó la demanda en el centro del análisis económico de corto plazo.

Una de las características más perdurables de su victoria, menciona Kates, fue la transformación de observar la economía en términos “reales” para analizarla en términos “nominales.” En otras palabras, en vez de observar la economía en términos de recursos, los economistas hoy tienden a verla en términos de dinero. Este cambio ha alterado profundamente cómo vemos la política económica. Los lentes “reales,” al reconocer la realidad de la escasez de los recursos, prioriza la obtención de un mayor producto con menos insumo -esto es, elevando la productividad- para maximizar la riqueza. En contraste, el lente “nominal,” al analizar los flujos de dinero, tiende a ocultar las restricciones de recursos y pone un premio en el objetivo de política de maximizar el empleo, lo que, a menudo, termina en recursos desperdiciados y riqueza disminuida.

Por ejemplo, un número creciente de economistas afirma que necesitamos grandes trabajos y otros programas, y que no necesitamos preocuparnos por el costo pues podemos “pagar” por ellos. Pero, la pregunta central no es “capacidad para pagarlo,” sino lo que las empresas privadas pueden hacer con esos recursos -esto es, los bienes de capital y el trabajo- cuando no son requisados para propósitos gubernamentales. Considere que, debido a que las empresas privadas deben emplear recursos que cubran los costos de producción más una ganancia para poder sobrevivir, sus proyectos tienden a agregar valor y aumentar la riqueza. Sin embargo, las iniciativas gubernamentales, no enfrentan restricciones similares y, por tanto, generalmente, desinflan la riqueza.

Esta idea clásica se ilustra mejor por una observación de Milton Friedman. Mientras viajaba por otro país, Friedman vio a trabajadores usando palas para construir un puente. Al preguntar por qué los trabajadores usaban palas en vez de maquinaria, su anfitrión respondió, “porque usar maquinaria resultaría en menos empleos.”

“Oh,” respondió el doctor Friedman, “yo pensé que ustedes estaban interesados en construir un puente. Si ustedes quieren crear más empleos, ¿por qué no darles cucharas a los trabajadores en vez de palas?”

Puesto en sencillo, políticas de “empleos” ignoran el hecho de que, al emplear medios más productivos para lograr tareas -al construir el puente con maquinaria en vez de palas- se ahorra mano de obra humana, liberando a trabajadores para que se empleen en otras cosas en la economía o disfruten de ocio. En otras palabras, las políticas de “empleos” usualmente reducen la riqueza.

Pero, como lo esclarece Classical Economic Theory and the Modern Economy, hace mucho tiempo que los economistas abandonaron la luz de la claridad económica a cambio de la caverna de confusión no regenerada. El resultado es que, desde ese entonces, los hacedores de políticas han sido complacientes golpeando sombras.

Las buenas nuevas son que, al reintroducir los principios clásicos, Kates dibuja una salida de esas cavernas. Las malas noticias son que, después de mucho tiempo de vivir en esas cavernas, muchos pueden haber sido cegados por la luz.

David Weinberger trabajó anteriormente en una institución de política pública. Actualmente es un escritor independiente.

Traducido por Jorge Corrales Quesada.