Este es un artículo no sólo interesante, sino importante para entender la significancia del episodio de pandemia que hemos vivido y las políticas asociadas a ella. Ojalá sea leído por profesionales de la salud pública y de la medicina en general, así como por políticos y periodistas y comentaristas, que han tenido que ver, de una u otra manera, con las políticas acerca el Covid. Y, por supuesto, por todos los ciudadanos que hemos sido influidos, que hemos participado y hasta sufrido con la pandemia y las medidas tomadas por autoridades gubernamentales ante ella. Tal vez nos ayude a estar mejor preparados para el próximo virus que algún día vendrá.

EL VIRUS EN LA PRÓXIMA VEZ

Por James R. Rogers
American Institute for Economic Research
5 de diciembre del 2021

Nota del traductor: la fuente original en inglés de este artículo es james r. rogers american institute for economic research workers, virus, December 5, 2021. En él podrá leer enlaces relevantes originalmente en letra azul en el texto.

Al tambalearnos hacia el final de la pandemia del Covid-19, varias lecciones de “gran panorama” llegan a la mente, pensando por adelantado en la siguiente pandemia. Primera, las respuestas más draconianas resultaron del fracaso del estado y gobiernos nacionales en prepararnos para la pandemia que había sido predicha por décadas antes del 2020. Segunda, el poder extraordinario delegado en las autoridades de salud pública durante las emergencias médicas, hace que los frenos y contrapesos provistos para funcionarios públicos no expertos, democráticamente electos, se hagan más críticos, no menos. Tercera, cuando hay “incertidumbre radical” -esto es, cuando las distribuciones de probabilidades subyacentes se desconocen- es alta la tentación de fanfarronear a corto plazo de funcionarios públicos y expertos de salud.
Sin embargo, la fanfarronería trae asociado el alto costo de pérdida de la confianza pública. Finalmente, la creación de políticas que “siguen la ciencia” necesita incluir seguir la ciencia de la percepción del riesgo, ciencia que nos dice que, riesgos de políticas impuestas involuntariamente, se ponderan con mucha más fuerza por el público, que riesgos asumidos voluntariamente, tal vez en el orden de 1,000 veces más fuertemente.

LA AUSENCIA DE PREPARACIÓN GUBERNAMENTAL CAUSÓ UNA COSTOSA SOBRERREACCIÓN DE POLÍTICA

Los análisis populares de respuestas de política a la pandemia típicamente empiezan con la llegada y diseminación del Covid-19 en la primavera del 2020. Luego, debatimos acerca de quién hizo poco o mucho en respuesta a la emergencia, mientras que el virus se diseminaba y evolucionaba. No obstante, el arribo del Covid-19 en la primavera del 2020 no es la base de origen apropiada. Si bien no conocimos acerca de la naturaleza de la amenaza específica antes del advenimiento de la pandemia actual, por décadas antes del arribo del Covid-19 autoridades de salud pública advirtieron a funcionarios gubernamentales, que el arribo de una pandemia era un asunto de “cuándo,” no de “si.”

Las respuestas draconianas de política de la primavera y verano del 2020 -órdenes de cerrar empresas, escuelas y organizaciones, y confinamiento requerido en hogares- probablemente parecían necesarias en el momento, tan sólo debido a un fracaso más temprano de funcionarios estadounidenses en construir una infraestructura de salud pública, que pudiera haber respondido de manera más ajustada a una pandemia. En particular, una infraestructura de trazado de contactos -una que pondría en cuarentena específicamente sólo a individuos identificados o expuestos, en vez de poblaciones enteras, independientemente del riesgo- toma una preparación y organización extensa. Sólo podría haber sido creada en los años previos al arribo de la pandemia.

Recuerde, después de todo, los numerosos artículos y reportes en décadas previas a la advertencia del Covid, de que el arribo de una pandemia era de un “cuándo” y no de un “si.” Los reportes incluían una advertencia por adelantado de las pandemias en general, así como de las enfermedades tipo Covid, en particular. Por ejemplo, la breve lista del Journal of the American Medical Association en el 2000, incluyó la necesidad de “prepararse para responder a enfermedades infecciosas emergentes.” La necesidad de una infraestructura de salud pública para responder a amenazas por el Covid-19 era bien sabida, mucho antes que el Covid-19 arribara a costas estadounidenses.

La adopción bajo pánico de políticas de cierres draconianos, pobremente diseñadas, resultaron directamente a partir de la negligencia temprana de funcionarios gubernamentales en años previos al advenimiento del Covid.

El costo de esta negligencia no se deriva, como lo sugieren algunas historias, simplemente de la pérdida de tiempo previo que podría haber permitido un desarrollo más temprano de inmunizaciones. Incluso con el surgimiento de tecnología de la vacuna mRNA [ARN mensajero], que acelera significativamente este proceso, esa parece ser una barrera muy alta. Permanece la necesidad de diseñar inmunizaciones para enfermedades específicas, y estas sólo son conocidas una vez que empieza la pandemia. Más bien, en la etapa temprana de una pandemia -antes que pueda desarrollarse una vacuna- el aislamiento y cuarentena de gente enferma es una respuesta necesaria, y tradicional, a la diseminación de la enfermedad.

Sin embargo, la diferencia entre la respuesta tradicional y lo ocurrido en el 2020, es si la infraestructura de salud pública de Estados Unidos identificó y respondió ante gente enferma o si, debido a la ausencia de una infraestructura de trazado de contactos, vastos segmentos de un público saludable quedarían sujetos a requisitos extraordinariamente costosos de cierre y aislamiento.

Los gobernadores estatales creyeron que órdenes de cierre y aislamiento de toda la población eran necesarias en respuesta al surgimiento de la pandemia, debido a la ausencia de disponibilidad de alternativas menos pesadas, pero igualmente efectivas. Infraestructuras efectivas de trazado de contactos no pueden innovarse rápidamente.

El argumento entre demócratas y republicanos acerca de la efectividad en el costo de órdenes generales de cuarentena, es muy parecido a debatir la mejor forma de encontrar un caballo, luego que escaparse del establo. Disputas continuas acerca de las respuestas necesarias de política apropaida en la primavera y verano del 2020, ignoran que, ya sea demócrata o republicano, el desarrollo de una infraestructura apropiada de trazado de contactos en años previos al Covid, habría logrado igual de bien los objetivos de órdenes de cierre y confinamiento en hogares, si no es que mejor que esas órdenes. Así, las políticas vigorosas de trazado de contactos se enfocarían más estrechamente sólo en gente enferma, y habrían sido mucho menos costosas social y económicamente.

Otra razón por la que gobiernos estatales fallaron en prepararse adecuadamente para la pandemia es esta: Mientras que la regulación de la salud pública siempre ha sido -y permanece siendo- primordialmente una obligación bajo la “compleja constitución” de Estados Unidos, que divide la soberanía entre dos niveles de gobierno, la apropiación de autoridad por el gobierno nacional creó incentivos de riesgo moral para los estados. Los funcionarios estatales pueden ser perdonados por pensar que el gobierno nacional intentaba ocupar el ámbito de la salud pública. Al menos, funcionarios estatales pueden aseverar eso como una racionalización de su propia inacción negligente.

Ciertamente el gobierno nacional tiene una responsabilidad primaria de regular el movimiento internacional hacia Estados Unidos. También, tiene autoridad relacionada con el movimiento interestatal ̶ aunque los estados tienen control absoluto de sus fronteras para propósitos de salud pública, en el tanto las políticas de control de la frontera no discriminen contra el comercio interestatal.

No obstante, dos generaciones de expansión de autoridad federal, y un fracaso de académicos que deberían saber mejor para entender las ventajas continuas de la responsabilidad a nivel estatal, incluso para epidemias, hicieron que muchos funcionarios estatales erradamente miraran hacia Washington por liderazgo. El liderazgo permanece apropiadamente en donde por tradición ha residido: en los estados.

Pero, hasta comentaristas que deberían conocer mejor, pasaron por alto el argumento. Por ejemplo, el profesor de Derecho de Yale, John Fabian Witt, vio con desdén el valor de toma de decisiones políticas en el nivel estatal en su reciente libro, American Contagions: Epidemics and Law from Smallpox to Covid-19:

“Algunos aplaudieron la descentralización, dado que diferentes tasas de infección parecían exigir respuestas diferentes, dependiendo de la región. Pero, por supuesto, nada en respuestas centralizadas habría requerido una política federal que sirva para todos los casos.
Rutinariamente, quienes toman decisiones centrales envían ayuda a regiones específicas del país.”

Para estar seguros, hay una lógica de información para hacer políticas en el nivel estatal. Tanto porque los funcionarios estatales están más cerca del problema, sino porque tienen incentivos electorales más fuertes para atender esa información. Pero, el caso a favor de la regulación a nivel estatal no reside sólo en una lógica de información, como erradamente lo sugiere Witt.

Más bien, gente en diferentes estados tiene diferentes preferencias políticas, incluso preferencias distintas acerca de los niveles de intervención gubernamental y en su preferencia por el riesgo. Incluso, aún dada una amenaza de salud pública idéntica, los votantes de Massachusetts pueden tener preferencias distintas acerca de cómo responde su gobierno a esa amenaza, que como lo hacen los votantes de Texas.

Si preguntamos qué tipo de estructura institucional toma mejor en cuenta tanto la información local como las preferencias políticas locales, hay una respuesta directa: instituciones que lucen exactamente como gobiernos estatales. Dejar las políticas pandémicas para los estados primordialmente en manos de gobiernos estatales, continúa siendo una fortaleza del sistema de salud pública de Estados Unidos, no una debilidad. Las expectativas formadas por dos generaciones de centralización incesante en Estados Unidos, sembraron la confusión acerca de las esferas apropiadas de liderazgo político en la salud pública, y subvirtió los incentivos para que funcionarios estatales asumieran el liderazgo apropiado para responder a tiempo a la pandemia.

LA VISIÓN DE TÚNEL DE EXPERTOS DE SALUD PÚBLICA REQUIERE EL FRENO Y CONTRAPESO DE POLÍTICOS ELECTOS

El segundo tema que ha sido destacado por la experiencia de Estados Unidos con el Covid-19, es la interacción disfuncional que resulta al delegar importante poder legislativo y ejecutivo en autoridades de salud pública, al combinarse con la bien conocida miopía de expertos de salud pública, quienes sólo ven el costo de la enfermedad y son ciegos ante los costos sociales y económicos de políticas correctivas.
Funcionarios electos democráticamente han sido presionados a que den espacio ciegamente a expertos en salud pública y han sido desalentados de reafirmar su juicio independiente acerca de opciones de política y de tomar en cuenta a todos los intereses al seleccionar entre opciones de política. Dado el ambiente institucional y de comportamiento en emergencias públicas, los frenos y contrapesos de autoridades políticas democráticamente electas son aún más necesarias durante pandemias, no menos.

Considere, primero, el ambiente institucional cambiado durante emergencias de salud pública, como pandemias. La velocidad con que se deben poner en práctica respuestas de política ante pandemias, combinada con la ausencia de información previa relacionada con la dirección de dónde vienen las amenazas, significa que los estados deben conferir mucho mayor poder discrecional a las autoridades de salud pública. Es necesaria una acción enérgica, así que, en tiempo de emergencias, el legislativo, el ejecutivo, e incluso la autoridad judicial, se delegan en autoridades de salud pública.

Por ejemplo, en el caso legal de 1922 de People ex rel Barmore versus Robertson, la Corte Suprema de Illinois articuló la razón clásica de vasta discrecionalidad legislativa y ejecutiva otorgada a autoridades de salud pública, para que respondieran a emergencias de salud pública:

“Bajo una ley general que le da al departamento de salud del Estado poder para restringir y suprimir enfermedades contagiosas e infecciosas, dicho departamento tiene autoridad para designar esas enfermedades como siendo contagiosas e infecciosas, y la ley no es inválida por esta razón basada en que delega poder legislativo. La necesidad de delegar en un cuerpo administrativo el poder para determinar lo qué es una enfermedad contagiosa e infecciosa y que le da autoridad al cuerpo para que tome los pasos necesarios para restringir y suprimir tal enfermedad, es obvia para todo mundo que haya seguido los acontecimientos recientes [la epidemia de la gripe de 1918]. Las legislaturas no pueden anticipar todas las enfermedades contagiosas e infecciosas que pueden irrumpir en una comunidad, y limitar las actividades de salud a aquellas enfermedades nombradas por la legislatura en la ley que creó el cuerpo administrativo que a menudo, pondría en peligro la salud y vidas de las personas. …En emergencias de este carácter es indispensable la preservación de la salud pública, de forma que algún cuerpo administrativo debería ser investido con autoridad para hacer las reglas adecuadas que tengan la fuerza de ley y poner esas reglas y regulaciones prontamente en efecto. Bajo estos poderes generales, el departamento de salud del Estado tiene autoridad para aislar a personas que están lanzando gérmenes de la enfermedad y, por tanto, poniendo en peligro la salud pública.”

Más allá de la delegación de amplia autoridad legislativa y ejecutiva en funcionarios de salud pública para que respondan a emergencias de salud pública, a menudo también se incluye el poder judicial. Por ejemplo, en el litigio State ex rel. McBride versus Superior Court for King County, después que un tal Francis Williams fuera arrestado por conducta desordenada, se le hizo un examen médico que indicó que tenía sífilis. Subsecuentemente, las autoridades de salud pública ordenaron el confinamiento de Williams en un hospital estatal durante la duración de la enfermedad. Esto fue en 1918, antes que hubiera un cura para la sífilis.

Williams desafió el resultado del examen, alegando que fue blanco de la policía, y pidió que a un médico de su propia elección se le permitiera administrar otro examen. Después que la Junta de Salud Pública rechazó el desafió de Williams a su decisión, él presentó un recurso de habeas corpus ante el tribunal, pidiendo que un juez revisara las bases y procedimientos bajo los que a él se le ordenó un confinamiento indefinido. La Corte Suprema de Washington rechazó el recurso, sosteniendo que la audiencia ante la Junta de Salud era todo el proceso debido bajo las circunstancias. A pesar del arresto de Williams por una ofensa criminal menor, su confinamiento subsecuente sería indeterminado y estaría sin acceso alguno a cortes para desafiar la base de su confinamiento. Todo esto porque su confinamiento resultó de una reafirmación de la autoridad de salud pública del estado, en vez de un asunto de ley criminal.

Durante emergencias de salud pública, como pandemias, tenemos un ambiente institucional en que los poderes legislativo, ejecutivo y, tal vez, hasta el judicial, se acumulan en manos de autoridades de salud pública. Esto es necesario. No obstante, que sea necesario no significa que deban dejarse de lado los frenos y contrapesos usuales. Recuerden la bien conocida advertencia de Madison en el Federalista 47, que “La acumulación de todos los poderes, legislativo, ejecutivo, y judicial, en las mismas manos, ya sean de uno, o de muchos… puede correctamente ser pronunciada como la propia definición de tiranía.” Entre mayor sea la necesidad de concentrar el poder, más fuerte es la necesidad de que alguna autoridad compruebe la vigencia de límites externos a ese poder.

Pero, es la combinación de la dinámica de comportamiento bien conocida en la comunidad de la salud pública, junto con concentraciones crecientes institucionales de poder durante emergencias de salud pública, lo que magnifica la necesidad crucial de frenos y contrapesos políticos. Hasta los mismos expertos en salud pública reconocen que expertos de la salud pública tienen una visión de túnel durante emergencias de salud, en que ellos se enfocan singularmente en la amenaza médica estrecha y priorizan mitigar la enfermedad, sin importar el costo. Lawrence Gostin y Lindsay Wiley hicieron la observación en su libro Public Health Law, de que, por una parte, “La comunidad de la salud pública a menudo aboga por administrar el riesgo según el principio precautorio, lo cual favorece intervenciones bajo condiciones de incertidumbre,” no obstante, por otra parte, es posible que “cargas regulatorias exageradamente precautorias frenen el progreso económico y la innovación científica y, así, en última instancia, dañen la salud.”

Si bien hoy la vieja dicotomía de “ciencia/valor” está fuera de moda, no obstante, apunta inescapablemente a un proceso de dos pasos cuando se convierte la ciencia en política. A saber, la ciencia puede decirnos lo que es, pero no puede decirnos cuáles políticas deberían escogerse con base en lo que es. Esto último inevitablemente requiere que se emita un juicio. El mantra, a menudo invocado de “seguir la ciencia,” obscurece esta división ̶ como si los propios hechos implicaran su propia respuesta de política, sin necesidad de discernimiento y evaluación humana.

Todos podemos respetar la pasión y defensa fervorosa de expertos y funcionarios de salud pública. Pero, los “frenos y contrapesos” existen clásicamente para reinar en medio de demasiada pasión. Dado el cargado ambiente institucional y un contexto de comportamiento y profesional que invita a expertos a ignorar costos y riesgos más amplios de un poder sin control -incluso cuando podemos estipular buenas intenciones- los políticos electos deberían ser estimulados, no desalentados, a que usen sus propios juicios mejor e independiente, al determinar las mejores políticas para sus estados. Deberían ser estimulados a basarse en toda información, información no sólo brindada por sus expertos de salud enfocados estrechamente en la enfermedad, sino, también, considerando todas las implicaciones sociales y económicas de diferentes opciones de política. La naturaleza de emergencia de epidemias hace que esta manifiestamente política tarea de funcionarios electos democráticamente sea más crucial, y no menos.

LA “INCERTIDUMBRE RADICAL” Y DIRIGIÉNDOSE HACIA EL PÚBLICO

La tercera cosa que hemos aprendido de la pandemia del Covid-19 se relaciona con la segunda, pero con dos diferencias. Primera, el cambio de enfoque desde la interacción entre expertos de salud pública y funcionarios públicos hacia la interacción entre expertos de salud pública y el público, en general. Segunda, en la discusión de arriba, supusimos que los expertos de salud pública tenían acceso a resultados científicos incluso al enfocarse estrechamente en la epidemiología. El mantra, “siga a la ciencia,” supone que hay una ciencia a la cual seguir. Sin embargo, las pandemias pueden surgir y progresar mucho más rápidamente que el análisis científico de esas pandemias. Expertos en salud pública -y funcionarios gubernamentales- todos, enfrentan incentivos de corto plazo para ocultar el hecho de que, a menudo, están haciendo recomendaciones y decisiones políticas por delante de la ciencia disponible.

Comentaristas hacen una distinción útil entre “incertidumbre” e “incertidumbre radical.” En la famosa frase de Donald Rumsfeld, hay una diferencia entre “desconocimientos conocidos” y “desconocimientos desconocidos.” La distinción se puede ilustrar como una escogencia entre dos tipos de loterías: una lotería toma lugar bajo una distribución probabilística de resultados dada (o conocida) -“desconocimientos conocidos”- la otra lotería tiene lugar sin un conocimiento de la distribución probabilística subyacente. Un “desconocimiento, desconocido.”

Por ejemplo, en su muy conocido libro Public Health Law, Gostin y Miley amansan el problema que enfrentan los expertos de salud pública, al fusionar los dos problemas tan diferentes, cuando relatan que los expertos de salud pública buscan responder la pregunta, “¿Cuál es el curso apropiado de acción a la luz de la incertidumbre científica?” En efecto, es casi un término inapropiado tratar la “incertidumbre radical” como una especie de “incertidumbre científica.” No hay nada de científico acerca de resultados posibles caracterizados por la incertidumbre radical excepto que los científicos no tienen una mayor idea de lo que va a pasar que el resto de nosotros. Entonces, esto se convierte en un problema especial al combinarse con la “visión de túnel” de funcionarios y expertos de salud púbica arriba discutida. Sin embargo, permanece la tentación de tomar ventaja de la “experticia” de uno y opinar de todas maneras. Pero, cuando eso pasa en una situación de incertidumbre radical, los expertos en realidad sólo están reportando sus preferencias personales de política -que no son más científicas que las de cualquier otro- a la vez que alegan la apariencia deferente de “asesoramiento de experto.”

La tentación de corto plazo de adelantarse a la ciencia es totalmente entendible. Las personas quieren saber qué se necesita hacer a la luz de la emergencia, tanto lo que el gobierno necesita hacer como lo que ellas pueden necesitar hacer. Incluso, puede existir una amenaza de pánico; recuerde las tiendas de alimentos que se quedaron sin ellos y otros artículos hogareños en los primeros días de la pandemia.

No obstante, caer en la tentación de corto plazo de opinar adelantándose a la ciencia puede venir con enormes costos en el mediano y largo plazo, en forma de pérdida de la confianza del público. Y la reputación -científica o cualquier otra- es más fácil de perder que de edificar. Opinar a la luz de incertidumbre radical es poco más que darle forma a una versión de adultos del “Muchacho que gritó ahí viene el lobo.” Es crítico que los expertos en salud pública, así como funcionarios gubernamentales, le digan al público lo que ellos no conocen, o que aún no conocen, al enfrentar emergencias de salud pública que cambian rápidamente.

CUANDO “SIGAN A LA CIENCIA” NO SIGUE A LA CIENCIA

Finalmente, la discusión pública acerca del riesgo de la vacuna, o el riesgo en la salud al usar una mascarilla, es casi universalmente estilizada como una elección entre ciencia versos quienes felizmente abrazan su ignorancia de la ciencia. “Las vacunas salvarán cientos de miles mientras que reacciones adversas dañarán a relativamente pocos.” Y yo acepto que las vacunas del COVID salvarán a cientos de miles más de personas que las que ellas dañan. No obstante, atacar a los anti vacunas como “anti ciencia” irónicamente ignora una línea importante de investigación científica acerca de la percepción de riesgos, que empezó con un artículo de Chauncey Starr publicado en la revista Science. El artículo provocó una amplia y continua literatura científica.

El meollo de lo que Starr identificó fue estimar algunos números del punto intuitivo de que, “como uno esperaría, estamos renuentes a dejar que otros hagan en nosotros lo que felizmente nosotros nos hacemos a nosotros mismos.” Esto es, la gente tiende a ser más opuesta al riesgo -en varios órdenes de magnitud- cuando es forzada por otros a hacer una elección, que cuando su elección no es obligada. La conclusión de Starr fue que “el público está dispuesto a aceptar riesgos ‘voluntarios’ aproximadamente 1.000 veces más que riesgos ‘involuntarios.’” Esto es, la gente pondera los riesgos involuntarios más fuertemente de lo que hacen cuando los asumen voluntariamente. Este hecho puede explicar posiciones de política que, a menudo, comentaristas descartan como “ignorantes” o “anti ciencia.”

Hay dos puntos importantes por notar de inmediato a partir del análisis de Starr. El primero es que la gente descarta riesgos relacionados con la enfermedad en el caso de riesgos voluntarios. Esto es, mucha gente considerará que el riesgo de contraer y morir por Covid es comparable con, digamos, el riesgo de morir en un accidente de tránsito al viajar hacia un comercio. La magnificación del riesgo que Starr identifica se aplica a la intervención humana -como vacunas obligadas- y no al riesgo del Covid, como tal.

Segundo, no deberíamos ser desviados al tomar la estimación de Starr de “1.000 veces” muy literalmente. El punto es que la gente pondera morir a instancias de otro ser humano, más fuertemente que lo que pondera morir debido a su propia elección o por un acto de Dios o la naturaleza.

Sin embargo, lo que esta línea de investigación brinda es una descripción de lo que son, de otra forma, actitudes desconcertantes de los anti vacunas (y las actitudes aún más desconcertantes de los anti mascarillas). Para estar claros, aún bajo un cociente de 1.000 a uno, el riesgo de la vacuna, comparado con el beneficio, aún se inclina claramente a favor de la vacuna (y de hacerla obligatoria). Sin embargo, multiplicando un nivel bajo de riesgo por la vacunación por 1.000 (o cerca de eso), al menos hace que el orden de magnitud sea más comparable. Así que, no es como si las actitudes escépticas hacia la vacuna puedan sólo derivarse de ser deliberadamente obtuso.

Por ejemplo, considere el juego en que, por el precio de $10, se le ofrece a una persona esta lotería: Ganar $50 con una probabilidad de 0.5 y ganar $0 (nada) con una probabilidad de 0.5. La respuesta “científica” -la respuesta del valor esperado de la lotería- es que la persona debería asumir el riesgo. (Después de todo, el valor esperado del juego es $25). No obstante, la persona que opta por mantener los $10 con certeza, en vez de arriesgar perderlo con una probabilidad de 0.5 no es “ignorante” o “anti ciencia.” La persona simplemente es opuesta al riesgo. Tal vez más opuesta que usted o yo, pero, no hay nada bueno o malo acerca de las preferencias de uno ante el riesgo. Sino simplemente son preferencias. Y recuerde que, después de todo, incluso buenas apuestas -aquellas apuestas con resultados esperados mayores que su costo- existen en que grandes porcentajes de gente, incluso grandes mayorías de personas ex post pierden su apuesta.

En el nivel social (ignorando de dónde vienen los $50), querríamos que la población entera jugara la lotería. Tal como un planificador social ve que mucha más gente se salvará exigiendo la vacunación que la que perderá sus vidas, Pero, en el nivel individual, los individuos opuestos al riesgo protestarán al ser obligados a jugar el juego, aun cuando sea un juego estadísticamente “ganador.” Y, si suficiente de esa gente vive dentro de un estado en particular, puede ser un bloque de votos lo suficientemente grande como para disuadir a funcionarios públicos de ordenar el juego. Igual, también, con las vacunas (y mascarillas), sin dejar de lado las órdenes de cierres de empresas y confinamiento en los hogares.

Reconocer la naturaleza de la percepción del riesgo, y el dilema que la intervención humana puede tener en el rumbo en que la gente percibe sus riesgos, nos permite entender de dónde es que viene algo del temor. No de temor a la enfermedad, sino temor a la intervención humana en respuesta a una enfermedad. Incluso cuando las estadísticas crudas de probabilidad de daño son altamente desproporcionadas. Esto permite un tipo diferente de involucramiento con escépticos -tal vez con un poquito de mayor paciencia y empatía- al considerar políticas sobre la pandemia distintas de simplemente atacar a esa gente como necesariamente ignorante y anti ciencia.

EL VIRUS Y EL LARGO PLAZO

Estas son unas pocas lecciones que pienso podemos aprender de nuestra experiencia con el Covid-19: Planificar por adelantado puede reducir el costo y lo intrusivo de las intervenciones si es qué y cuándo arriban las pandemias; los frenos y contrapesos son una cosa buena aún en tiempos de emergencias -o, en especial, en tiempos de emergencias- e incluso cuando las recomendaciones de expertos son controladas y balanceadas por políticos democráticamente responsables antes la ciudadanía; decirle al público la verdad de que expertos y funcionarios no siempre lo saben todo acerca de una amenaza, puede ser embarazoso en el corto plazo, pero preserva, si no es que edifica, la confianza pública a largo plazo. Y personas que pueden preferir el riesgo de enfermarse comparado con remedios involuntarios no son necesariamente ignorantes o locos. Simplemente pueden tener preferencias distintas de las suyas o la mías.

Esto no significa que el gobierno no deba ordenar cuando la evidencia sugiere que más vidas serán salvadas por una orden que perdidas. Pero, reconocer la naturaleza de la preferencia acerca del riesgo puede permitir un poco más de empatía y paciencia, y, posiblemente, permitir un compromiso más efectivo con esa parte del público en relación con sanarlos con desprecio y denuncia.

Reimpreso de Law & Liberty

James R. Rogers es profesor asociado de ciencia política en la Universidad Texas A&M. Tiene un grado de J.D., así como un Ph.D. y enseña y publica acerca de la intersección entre ley, política y teoría de juegos. Ha publicado artículos en el American Journal of Political Science, the Journal or Law, Economics and Organization, Public Choice, y en numerosas otras revistas. Él editó y contribuyó al libro Institutional Games and the Supreme Court y sirvió como editor del Journal of Theoretical Politics desde el 2006 al 2013.

Traducido por Jorge Corrales Quesada.