“Si bien la incitación al odio es un crimen, cualquier crítica de algo podría contar como un crimen.” Y en nuestras sociedades actuales estamos llegando a criminalizar cualquier crítica. Debemos estar dispuestos a aceptar la crítica y aprender a recibirla adecuadamente. Es a través de la crítica como avanzan el conocimiento y el progreso.

EL TRIUNFO DE LA FRAGILIDAD

Por Theodore Dalrymple
Law & Liberty
9 de noviembre del 2021

Cuando era un muchacho (admito que fue hace mucho tiempo), si alguien se burlaba de mí, entonaría “Palos y piedras pueden romper mis huesos, pero las palabras nunca me dañarán.” De hecho, eso es lo que todos decimos en esas circunstancias; cómo aprendimos a hacerlo no lo puedo recordar, pero supongo que tal decir ha de haber emergido en la cultura general a nuestro alrededor, pues no la inventamos nosotros mismos. De lo que me acuerdo, el insulto no era ni muy frecuente, ni totalmente ausente, en nuestro intercambio social.

Al endurecerse los modales, por igual ha aumentado -en apariencia paradójicamente- la vulnerabilidad, o la reivindicación de ella. La mínima expresión que alguien encuentre poco complaciente es ahora tratada como si fuera un verdadero puñetazo a la quijada. Eres intimidado si creen que lo eres, eres discriminado si creen que lo eres, eres insultado si creen que lo eres: para probarlo no es necesaria una correlación objetiva. Ahora todos somos como cáscaras de huevo, y, en consecuencia, caminamos sobre cáscaras de huevo.

El concepto de crimen de odio se originó, se halaga y exacerba, en esta fragilidad psicológica. Da lugar al surgimiento de una victimización competitiva: mi sufrimiento es mayor que el tuyo. Aun los más privilegiados pueden sentirse victimizados, y, de hecho, sienten la necesidad de sentirse victimizados, pues sólo así él o ella es capaz de disfrazar su buena fortuna. Y uno no debería olvidar que, si uno finge algo por mucho tiempo -en este caso victimización- en su momento uno llega a creer en ella. El hábito se convierte en carácter.

El otro día tuve una discusión con alguien que pensó que Francia era inmune a estas tendencias Tal vez, ellas son menos prominentes allí, le dije, pero eso es porque Francia sigue a Anglo-Sajonia con un retraso de diez años, aunque, como tal, el retraso está declinando.

Una mala ley francesa del 2014 dice que,

“quienquiera que …incite a la discriminación, odio, o violencia contra una persona o grupo de person, en razón de su origen o membresía o no a una etnicidad, una nación, una raza o una religión, será penalizado con un año de prisión y una multa de 45.000 euros [aproximadamente $50.000], o uno de los citados.”

La incitación a una emoción, en vez de a un acto, es muy flexible y vaga, aún para un ámbito de la ley en donde las definiciones precisas son difíciles y en que necesariamente hay casos límites. El propio concepto de incitación es lo suficientemente difícil, excepto en los casos más obvios, como un demagogo gritándole a una masa excitada o enojada, que tal o cual tipo de negocios debería ser destruido, mientras que el demagogo y la masa son precisamente el extremo opuesto de esa empresa. Raramente la incitación al odio es tan absurda: y una ley contra ella puede usarse para disuadir o suprimir la enunciación de una verdad inconveniente.

Un historiador distinguido, a cargo de investigación y publicaciones en el Mémorial de la Shoah en París, y autor de un estudio cerca de las relaciones judeo-árabes en el Norte de África antes de la colonización francesa (la cual, contra la mitología, no fue toda dulzura y luz), Georges Bensoussan, propiamente de descendencia judío- marroquí, fue procesado en las cortes por tres años, por algo que dijo durante una agitada discusión en la televisión en el 2015. Él dijo, en relación con la inmigración desde el África del Norte, que:

“La integración se ha fracturado; de hecho, tenemos entre nosotros a un pueblo diferente que se está constituyendo a sí mismo en el medio de la nación francesa, que quiere que retrocedamos en cierta cantidad de valores democráticos que por mucho tiempo han sido nuestros.”

Luego, continuó diciendo que niños, en muchos hogares de descendientes del Norte de África, aprendieron o recibieron el antisemitismo de la leche de la madre.

Diversas organizaciones, tanto musulmanas como supuestas defensoras de los derechos humanos, se quejaron contra Bensoussan, y sus quejas fueron recogidos por el fiscal público. En el juicio, se alegaron diversas cosas contra él: que, por ejemplo, sus generalizaciones eran racistas y sin fundamento, y que él esta alegando que los norafricanos eran genéticamente antisemitas. Obviamente, las acusaciones eran ridículas: Bensoussan estaba únicamente parafraseando lo que un sociólogo de origen argelino, Smaïn Laacher, había dicho; esto es, que muchos niños de origen norafricano crecieron con el antisemitismo “como si estuviera en el aire que respiraban.” Él, también, dijo que todos -todo mundo creado en ese ambiente- lo sabían. En cuanto a la existencia de yihadistas separados por sí mismos de la corriente principal de la sociedad francesa, difícilmente podía ser negada.

La corte falló a favor de Bensoussan, pero ese no fue el fin del asunto. Hubo una apelación, que también fracasó. La corte suprema del país se rehusó a escuchar una apelación futura, así que el caso se cerró.

Pero, no es que no tuviera un efecto. En su libro posterior al caso, Bensoussan dice que incluso organizaciones judías (en contraste con individuos) se rehusaron a ayudarle; eran como ratas abandonando el barco. Por supuesto, sólo tengo ese lado de la historia, relatada en su libro; puede haber más acerca del tema que lo que él permite o revela, pero, lo cierto, es que la cobardía moral no está confinada a un solo grupo. Y, aunque, finalmente, Bensoussan ganó, su victoria sólo fue parcial, pues requirió tres años de su vida para ganarla. Para la mayoría de la gente la lección se perdería, que ella no debería derivar la atención hacia ciertas realidades incómodas si querían una vida tranquila. Tal vez, hay cierta cantidad de gente con un complejo de mártir dispuesta a renunciar a su tranquilidad, pero, a menudo, tiene peculiaridades propias. Bensoussan ganó la batalla, pero no la guerra: al perder, sus acusadores ganaron.

Claramente, sólo la persona de mentalidad más literal pensaría ya fuera que la leche de la madre o que el aire podían transmitir una creencia. ¿Puede enunciar una verdad ser promover el odio, o tal verdad debería evitarse en aras de una vida quieta ̶ una vida en calma por el momento?

Sin embargo, supongamos que Bensoussan hubiera sido más inflamatorio de lo que fue, sus afirmaciones menos basadas en la realidad, y que una o más de las alegaciones contra él fueron probadas. ¿Debería él ser sujeto a un año de prisión (de hecho, sentencias de prisión de menos de dos años rara vez se practican en Francia, debido a la carencia de espacio en prisiones), o multado con 45.000 euros? ¿Debería la incitación a una emoción, no importa lo poco deseable como tal que pueda ser la emoción, considerarse un crimen? En verdad, en un mundo de adultos, ¿debería la gente ser responsable de sus propias emociones?

Si bien la incitación al odio es un crimen, cualquier crítica de algo podría contar como un crimen. Aplicada por igual, una ley contra la incitación al odio podía volcarse contra el propio islam, pues, referencias en fuentes islámicas a los no creyentes, y, en particular, a politeístas, difícilmente constituyen alabanzas. El precio de ser capaz de expresar la mente es el control de nuestra furia al ser criticado y una disposición con ecuanimidad a sentirse insultado.

Theodore Dalrymple es un psiquiatra y médico de prisiones retirado, editor contribuyente de City Journal, y Compañero Dietrich Weissman del Manhattan Institute. Si libro más reciente es Embargo and other stories (Mirabeau Press, 2020).

Traducido por Jorge Corrales Quesada.