QUÉ NOS PUEDEN ENSEÑAR LOS ÁRBITROS DE FUTBOL ACERCA DE LA POLÍTICA Y EL GOBIERNO

Por Emmanuel Rincón
Fundación para la Educación Económica
Sábado 23 de octubre del 2021

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Un árbitro con superpoderes y sin limitaciones nunca otorgará justicia.

Pienso que, si hay algo en lo que podríamos todos estar de acuerdo, es en que no nos gusta cuando un árbitro quiere ser protagonista en un partido de futbol; obviamente, en el momento del juego, cada uno tiene su equipo, pero no esperamos que el árbitro pite 5 penales a favor nuestro y que para ganar omita las faltas de nuestro equipo. A lo que todos aspiramos es a un juego justo, que nuestro equipo juegue mejor y que el árbitro simplemente señale las faltas para evitar injusticias.

Independientemente del contexto, el árbitro nunca debería ser un jugador que influye en el resultado, mucho menos un Dios todopoderoso que, antes del partido, puede determinar quién pasa a la siguiente ronda o es coronado campeón; de otra forma, el juego perdería toda su esencia y el deporte se desmembraría. Algo similar sucede en la vida real y la política, y extrañamente, a diferencia del futbol soccer, mucha gente termina votando a favor de que se cometan injusticias.

EL ÁRBITRO COMO UN JUGADOR

Supongamos que un partido final de la Copa Mundial va 1 a 1, que el árbitro ya le ha concedido un penal de regalo al equipo “A”, y que ha omitido veinte faltas contra el equipo “B” y, cansado de que su equipo no ha logrado el resultado esperado, intercepta la bola y hace un disparo para anotar un gol contra el equipo “B”, siendo luego el suyo coronado campeón. ¿Estaría alguien de acuerdo con esa acción? Lo dudo, pero, entonces, ¿por qué tolerarnos eso diariamente en nuestra sociedad?

El árbitro, como el Estado, no debería ser sólo otro jugador en sociedad, pues el árbitro, por su naturaleza, tiene poderes extraordinarios con la habilidad de mover el balance de un lado a otro de una forma injusta y desproporcionada. Si, a la vez, el árbitro asume el papel de jugador en la economía, el principio de justicia y competencia se distorsiona completamente, el resto de los jugadores -la sociedad- se desmotiva, pues, para ganar, no es suficiente con tener más talento, practicar y trabajar más duro, sino tener el favor del árbitro. Esto, de inmediato, empieza a destruir la capacidad competitiva, el esfuerzo y la eficiencia, y, cuando estos valores se distorsionan, el juego se corrompe, y así su nivel baja a los suelos. En el futbol soccer eso sólo lograría la decadencia del deporte, pero, en la vida real, eso tiene consecuencias peores: represión, hambruna, totalitarismo, y muerte.

EL ÁRBITRO COMO DIOS

El árbitro como un jugador es lo suficientemente malo, pero, si encima de eso, él pretende convertirse en un ser supremo, como sucede en estados en que políticos, además de intervenir en el juego, quieren dictar todas las directrices para la sociedad, el asunto empeora.

Si usted fuera a poner al Barcelona de Pep Guardiola con Messi en su mejor condición, contra la cuarta división de Venezuela, no importa qué tanto el árbitro trate de “jugar” e interferir en el juego, el Barcelona siempre ganaría. Para evitar eso, se necesitarían acciones más serias para alterar el resultado.

Suponga que el árbitro empieza a ponerles impuestos a los jugadores del Barcelona por cada gol que anotan - tendrían que pagar un 50% de su salario por cada gol que metan- y, encima de eso, antes de disparar a gol, tienen que detenerse y hacer 30 lagartijas, pues sólo así el marcador aumentaría. ¿Le parece eso justo a usted?

Bueno, en la vida real pasa todo el tiempo, los gobiernos, en vez de estimular y recompensar a los mejores jugadores -empresarios y empresas que crean empleo y recursos para la nación- los penalizan y, encima de ello, los demonizan. En gran cantidad de países escuchamos a políticos hablar mal de los ricos y sus fortunas, tratándolos como parias, como criminales, por el simple hecho de ser exitosos.
Luego, les imponen cantidad de impuestos y cargas burocráticas para que puedan seguir compitiendo, a la vez que se despeja el camino para grupos que facilitan a aquellos permanecer en el poder y, lo que es peor, a eso lo llaman “justicia social.”

Imagínese si Messi tuviera que pagar un 50% de su salario y hacer 30 lagartijas antes de disparar, ¿tendría él la misma eficiencia de goles? ¿Sería motivado a continuar siendo el mejor jugador en el mundo? O, ¿prefería simplemente retirarse del deporte con su riqueza y dejar de ser productivo para la sociedad?

Ahora, echémosle una mirada a la otra parte. Supongamos que el árbitro, lejos de estar satisfecho con los obstáculos que pone en el camino del Barcelona, se pone de acuerdo con el equipo de la cuarta división de Venezuela para que juegue en un campo con inclinación, de forma que pueda correr con mayor facilidad, para ampliar el tamaño de la cancha del contrario diez veces y, también, eliminar la figura del portero en el equipo catalán. Ahora el partido podría ser definitivamente más disputado, pero, ¿será más justo? Y ¿conducirá ello en realidad a un mejor espectáculo? ¿Creará ello mejores condiciones para el desarrollo del deporte? ¿Sería esta una sociedad más justa?

EL ÁRBITRO COMO UN ÁRBITRO

Es evidente que los árbitros de futbol soccer, y también los árbitros de la sociedad, ya tienen poderes lo suficientemente amplios como para influir en el resultado del deporte y la vida, y es precisamente por esa razón que sus poderes deben ser limitados, pues, de otra forma, podrían destruir la esencia del deporte y la sociedad en sí.

La razón por la que un árbitro no puede tomar partido es que eso automáticamente distorsiona toda la situación y, automáticamente, crea injusticias difíciles de superar.

Obviamente, cuando en el futbol un árbitro toma partido, se ve la consecuencia en el resultado del juego. Pero, cuando esto sucede en la vida real es aún peor: empresas cierran, gente pierde su empleo, economías colapsan, desaparece la comida, gente muere de hambre y enfermedad, y la mayoría de la sociedad sufre, en tanto que los únicos que sonríen son los árbitros y sus amigos más cercanos.

El papel del Estado debería limitarse a actuar como árbitro en las disputas que puedan existir en la sociedad civil como resultado de la competencia libre y saludable. Debería tomar decisiones que no alteren la naturaleza de las interacciones humanos y de negocios, y nunca ejercer el poder como si fuera tan sólo otro jugador, mucho menos un Dios todopoderoso, pues es allí cuando la injusticia se convertiría en ley.

El poder de los árbitros debería limitarse a una regulación que previene faltas, corrupción, y crímenes que pueden ser cometidas por uno sobre el otro, pero nunca expandirse, pues darle más poder al poder siempre terminará en alguna forma de totalitarismo.

Si usted disfruta del buen futbol, o de cualquier otro deporte, se emociona cuando ve emerger nuevos talentos, admira la competencia libre y honesta, y disfruta la capacidad competitiva, debería apoyar lo mismo para la sociedad para usted y sus hijos. Apoyar lo opuesto es simplemente votar por darle a otro hombre la habilidad de destruir las vidas de algunos, para congraciarse consigo mismo con otros según le complace a él.

Un árbitro con super poderes y sin limitaciones nunca otorgará justicia, pues todo lo que él podrá brindar son decisiones basadas en sus caprichos, que siempre resultan en totalitarismo, y les digo que eso lo viví yo en Venezuela durante 20 años. El totalitarismo nunca es sano, justo, o placentero.

Este artículo de El American fue reimpreso con permiso.

Emmanuel Rincón es abogado, escritor, novelista y ensayista. Ha ganado varios premios literarios internacionales. Es editor de El American.

Traducido por Jorge Corrales Quesada.