EL MUNDO SIEMPRE NOS SORPRENDE

Por Theodore Dalrymple
Law & Liberty
20 de octubre del 2021

Hace muchos años, un amigo mío fue admitido para investigación en el Hospital para Enfermedades Tropicales en Londres. Sus exámenes parecían tomar mucho tiempo, y no fue sino sólo cuando él salió, que un médico le dijo a mi amigo que él había sido retenido en el hospital para ocupar una cama. En aquel entonces, el Hospital para Enfermedades Tropicales estaba tratando de demostrar la necesidad para sí (y, por tanto, preservar su financiamiento) de tasas elevadas de ocupación de camas. Las camas desocupadas y la capacidad disponible se estaban convirtiendo en anatema para los administradores del hospital, pues ellos mismos estaban siendo evaluados por las tasas de ocupación de camas. Una cama vacía era tomada como signo de ineficiencia o de algo peor.

Desde ese momento, todos los hospitales en Inglaterra han operado en una atmósfera de crisis perpetua, como si fuera inevitable el colapso total. La capacidad ha sido permanentemente llevada al punto límite. Por supuesto, había razones para la presión aparentemente interminable sobre camas de hospital, diferentes de la decisión de los administradores de reducir su número, en el momento en que ellos veían una cama vacía o ahorros supuestos en la eficiencia. La población de mayor edad (la mayoría del esfuerzo médico era dedicado a gente de edad avanzada en sus últimos años de vida), el tratamiento de condiciones previamente no tratables, y una insuficiencia de enfermeras y otros trabajadores esenciales, a pesar de reclutamientos masivos en el extranjero, todo contribuía a la situación. En una época consideradas como ayudas esenciales para la recuperación, la calma y la quietud se hicieron imposibles.

Incluso la administración del hospital llegó a creer que la crisis perpetua era señal de eficiencia, pues eso mantenía alerta a la gente y provocaba que trabajara al máximo de su habilidad. Bajo esa idea, la capacidad ociosa, incluso si fuera sólo una posibilidad, conduciría a la complacencia y el desperdicio. Así, la necesidad se convirtió en virtud.

El ajuste exacto del número de camas de hospital a la demanda supuesta, como si la demanda futura fuera precisamente predecible, era arrogante. El supuesto era que nada imprevisto pudiera emerger de forma que afectará los cálculos. Cuando vino el Covid, se encontró que, prácticamente, todas las camas de cuidado intensivo ya estaban ocupadas por pacientes con otras condiciones. La demanda súbitamente incrementada no fue satisfecha reduciendo todas las actividades normales, con consecuencias que aún tienen que ser plenamente evaluadas. Manejar hospitales como fábricas basadas en el justo a tiempo, resultó no ser muy adaptable.

Algo similar está sucediendo ahora -o, tal vez, yo debería decir puede suceder- con el suministro de energía en el país. Si se presenta un invierno severo, es posible que las luces se apaguen y las fábricas deban cerrar. Gran Bretaña se ha hecho más dependiente de generadores de energía como el viento y el sol, pero, si el viento no sopla y el sol no brilla, se tiene que encontrar alternativas. En menos de diez años, la generación de electricidad a partir del carbón, que era de alrededor del 25 por ciento del total, ha sido casi prohibida, y la generación nuclear reducida a la mitad ̶ todo para salvar el planeta.

Entre tanto, el país ha reducido su capacidad de almacenamiento de gas a casi cero, con base en que el gas puede siempre importarse de cualquier lado a través del Mar del Norte, desde países con instalaciones para el almacenamiento del gas. Pero, resulta que esos países pueden enfrentar escaseces propias si el invierno es severo, pues (con excepción de Noruega) todos dependen de suministros rusos, y el Sr Putin, quien ha sido sermoneado e intimidado por los europeos -ciertamente, no sin justificación- puede reír de último. Si se presentan escaseces es poco posible que los suplidores extranjeros de Gran Bretaña continúen sus exportaciones. Ellos actuarán, correctamente, en su interés nacional. Así como el honor era para Falstaff una simple expresión verbal, la solidaridad internacional lo será para países en medio de escaseces de energía.

En otras palabras, quienes han decidido la política energética del país han fallado en prever, o hasta imaginar, que las circunstancias pueden cambiar. Ellos procedieron como si el momento actual fuera eterno; en sus cálculos, han descontado todo tipo de consideraciones estratégicas.

El problema con las consideraciones estratégicas es que no son fácilmente calculables, aunque los costos de asumirlas lo pueden ser. Los costos de no tomarlas en cuenta son desconocidos, al menos por adelantado. Mantener capacidad ociosa es costoso, pero, si fue un costo que valió la pena incurrir, sólo la experiencia futura lo dirá. Por ejemplo, puede que no haya un invierno severo, en cuyo caso no habrá crisis de energía, y quienes negaron la necesidad de una reserva, o un Plan B, pueden considerarse vindicados, o, al menos, no ser objeto de reproche.

Qué tanto deberían afectar las consideraciones estratégicas a la política económica es un asunto de opinión, y la opinion, por definición, es falible. Si se les da mucho peso, pueden conducir a inflamientos de cuotas en las industrias que, entonces, no se encuentran bajo presión por mejorar o hacerse más eficientes. Pero, si no se les da el peso suficiente, pueden vengarse causando una crisis o incluso una catástrofe. Esto es especialmente cierto para países geográficamente vulnerables, como Gran Bretaña.

Nuestros sistemas políticos están establecidos de forma tal que las lecciones erradas se pueden aprender a partir de la experiencia. En el 2006, Francia estaba extremamente bien preparada para una pandemia viral del H1N1, que, para el caso, nunca se presentó. Ella procuró un enorme suministro de mascarillas efectivas que, sin embargo, nunca se necesitaron y tuvieron que ser destruidas cuando expiró su fecha de duración. El ministro responsable de su adquisición fue ridiculizado por haber desperdiciado tanto dinero, con el resultado de que, cuando una década más tarde tales mascarillas eran requeridas, el país no tenía ninguna y el gobierno acudió a declarar que no eran necesarias. No obstante, tan pronto como estuvieron disponibles, usarlas se hizo una obligación.

Se descubrió que, en ese lapso, el país había perdido su capacidad de hacer mascarillas, y era totalmente dependiente de importaciones desde China. Eran obvios los argumentos para externalizarlas: las mascarillas eran más baratas si se hacían en China, y este fue el inicio y final de la discusión.

Hemos tenido un duro despertar ante el hecho de que el mundo es más complejo que lo que permiten principios o cálculos sencillos, y que el ejercicio de la opinión -siempre falible, siempre posible que se muestre equivocada, nunca plenamente definible- es tan necesario como el cálculo. El mundo siempre nos sorprenderá.

Theodore Dalrymple es un psiquiatra y médico de prisiones retirado, editor contribuyente de City Journal, y Compañero Dietrich Weissman del Manhattan Institute. Si libro más reciente es Embargo and other stories (Mirabeau Press, 2020).

Traducido por Jorge Corrales Quesada.