EL DERECHO A DECIR NO

Por Jorge Corrales Quesada


Uno es libre -tiene el derecho- a decir NO ante imposiciones del gobierno que se desvían de su razón esencial de ser, cual es garantizarles esos derechos a las personas y, más, bien ampliarlos, pero no disminuirlos o frenarlos.

Cuando uno dice NO, asume las responsabilidades de los resultados de ello. Asume las consecuencias de tal acción. No se trata, por tanto, de decir NO porque sí, sino como resultado de la valoración de las consecuencias de decirlo.

Sirva ello como introducción al tema de la propuesta gubernamental de imponer la obligación a los ciudadanos que, por diversas razones, no desean ser vacunados contra el Covid. Si uno dice NO a la vacunación, debe asumir las consecuencias de abstenerse en esa decisión, que pueden ser enfermarse y hasta morir.

Soy partidario del uso de las vacunas y, a lo largo de mi vida, he sido vacunado contra diversas enfermedades y en múltiples ocasiones, pero, debo decirlo, con vacunas que ya se ha sabido con suma certeza, por la experiencia examinada a lo largo del tiempo, que logran buenos resultados. Esto es importante porque, al ingerir una medicina, como lo es la vacuna, sabemos que puede haber riesgos. Esos riesgos deben ser ponderados por cada persona, según se considere que pueden ser los efectos sobre ella de no vacunarse. Así, informarse debidamente resulta ser crucial.

Por tales razones, en múltiples ocasiones me he permitido aconsejar, muy respetuosamente, que, si usted es una persona con altos riesgos, como edad avanzada o tiene comorbilidades relevantes ante el Covid, puede considerar que la vacunación es conveniente para resguardar su salud y bienestar de su familia. No niego la virtuosidad de las vacunas, tanto inyectadas como tomadas oralmente, para ayudar a sobreponerse ante enfermedades graves, pero no acepto que dicha medida sea obligatoria para personas que, por diferentes razones, optan por no tomarlas.

Sobre este tema, y de momento, hay cuatro situaciones que me llaman la atención ante la obligatoriedad pretendida del gobierno de inyectar a gente que no lo quiere. Una de ellas es muy frecuentemente mencionada por políticos, medios y médicos que suelen estar de acuerdo o asesoran la posición gubernamental, cual es que la gente se opone a vacunase por ignorancia. A esa gente la consideran creyente en que la tierra es plana o bien que se encuentra inmersa en teorías conspirativas.

No dudo que la ignorancia puede ser un elemento que impulsa a alguna gente a no querer vacunarse, pero eso no justifica, de ninguna manera, que el gobierno obligue a ese ignorante a vacunarse. Creo que el curso civilizado es argumentar, dar razones, instruir, educar, brindar ejemplos, demostrar dónde yace la verdad de las cosas, verdad científica que siempre es temporal por su naturaleza, pero debe hacerse sin rodeos, subterfugios o ambiciones demagógicas de control de la voluntad ajena, como motivantes de la acción gubernamental.

Cuando alguien elige permanecer sin vacunarse, sin duda que crea riesgos a terceros, pero eso es muy frecuente en muchas acciones humanas que tienen consecuencias similares, pero que, por sí solas, no garantizar la intervención del gobierno. Pienso, por ejemplo, en situaciones sencillas. Una cuando uso mi carro para ir a trabajar, lo que puede causar daños a otras personas al movilizarme. Otra puede ser que, cada vez que exhalo y disemino diversos gérmenes, potencialmente podría afectar a otros. O bien, cuando decido caminar por la Avenida Central casi atiborrada, al estorbar el paso a terceros. Lo cierto es que, con nuestras acciones, cada uno de nosotros, de una forma u otra, afectamos a otros, pero eso no justifica que el gobierno deba intervenir en muchas de esas acciones. Piense, nada más, cómo y con qué frecuencia cada uno de nosotros al actuar en sociedad afecta, para bien o mal, a terceros.

La vacunación obligatoria impone costos a las personas que no la desean. Entonces, la pregunta que uno debería formular es si esos costos son más que compensados con la reducción de las posibilidades de transmisión del Covid a terceros. Incluso, preguntarse cuánto mayor sería el costo para los no vacunados de protegerse por sí mismos, en comparación con el costo de ordenar que todo mundo sea vacunado. Y preguntar por qué obligar a la gente a vacunarse, corriendo tal vez así un riesgo con ella, aunque el riesgo de contraer o morir por la enfermedad es relativamente bajo (recuerde que hoy no existe una vacuna 100 por ciento libre de riesgos).

Otro caso en torno a la vacunación obligatoria que me llama la atención es el de mujeres que están en busca de quedar embarazadas, cuando, al momento, no está definido el impacto que la vacuna a la madre puede tener sobre el nonato. Esa puede ser una razón importante para mujeres que esperan quedar embarazadas para no vacunarse.

Más increíble en la pretensión de vacunación generalizada es obligar a personas que ya tienen defensas -anticuerpos- desarrollados contra el COVID, cuando ya lo tuvieron y sobrevivieron desarrollando exitosamente esa inmunidad natural. Esta así llamada inmunidad natural, que es parte, además de la inmunidad inducida por la vacunación, en el logro de la inmunidad de rebaño, incluso se ha mostrado en estudios que logra en las personas una inmunidad más elevada que la producida mediante diversos tipos de vacunas hoy existentes.

En estos días, el gobierno ha decidido, como porción de sus políticas ante el Covid, castigar con diversas medidas a personas que, por una u otra razón -excepto por razones médicas- no quiera vacunarse. Esa decisión es contraria a los derechos y libertades individuales, pues limitan la libertad de la persona para elegir lo que considera apropiado y en función de la asunción de riesgos y necesidades individuales que cada uno de nosotros hace ante tantas cosas de la vida.

Pero, lo digo con respecto, parece constituir un acto de sadismo privarle del empleo o trabajo necesario para mantener a una familia a una persona porque no considera apropiado vacunarse, según sus razones específicas. O, en referencia a restricciones menos violentas propuestas, pero que siempre coartan nuestros derechos y libertades, impedirle a la gente a disfrutar de actividades de recreación a las que normalmente podrían acceder el resto de mortales. Así, si no tiene el tal carnet de vacunación que exige el gobierno, no podrá ingresar a restaurantes, sodas, museos, teatros, gimnasios, balnearios, iglesias, turismo recreativo, y un largo etcétera de cosas deseables en la vida de las personas comunes y corrientes.

Me pregunto, de inmediato, si ¿tales exigencias de pasaportes internos no violan derechos esenciales, como el derecho al trabajo, o la libertad de asociación, de movimiento, de igual protección sin distinción ante la ley, de no injerencia arbitraria en la vida privada, de libertad de pensamiento, conciencia y religión, derecho al descanso y disfrute de su tiempo libre, a un nivel de vida adecuado que le asegure a la persona y su familia la salud, bienestar y, en especial, la alimentación, según se establece en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas y que es recogido e instituido en nuestra Constitución?

Es con castigos como los expuestos por los cuales se pretende obligar al ser humano a conformarse con las órdenes de vacunación de burócratas de la salud, quienes se consideran saben más que la totalidad de lo que en conjunto sabemos todos los seres humanos en sociedad. Que creen saber mejor qué es lo que le conviene a cada uno de nosotros. Y, si usted se opone a ese control gubernamental de sus acciones personales, es castigado para obligarlo a conformarse con los deseos de gobernantes.

Nos están convirtiendo en siervos, sumisos, obedientes de las decisiones que, de pronto y por cualquier razón que a los gobernantes de turno se les pueda ocurrir imponernos, arrogantemente al presumir ellos que SÍ interpretan correcta y exactamente cuál es el bien común, el bienestar de todos y de cada uno de los ciudadanos, así dejando de lado lo esencial que es el hecho que cada uno de nosotros individualmente sabe mejor qué es lo que más le conviene.

Frente a ello, inventan un llamado certificado de salud, que no es más que una aplicación encriptada en donde se indica si la persona se inyectó las dos dosis, si tal es el caso, de vacunas contra el Covid.

Pero, esa lista está en manos de una burocracia gubernamental que no tiene restricciones de ninguna índole acerca del uso que puede hacerse con dicha lista, ni las circunstancias en las que se puede aplicar tal certificado, que, pronto y fácilmente, puede hacerse requisito extensivo para casi cualquier cosa, mediante un simple decreto del Poder Ejecutivo, por orden de alguien, o de algunos, que ostenta el poder y desea imponerlo, por la razón que sea, sobre sus súbditos.

¿Sabe usted qué es lo que el gobierno podría hacer con esa lista? ¿Sabe usted si el que aparezca o no en ella va a determinar prebendas o privilegios para algunos o impuestos o gravámenes o imposiciones a otros, según sea la voluntad del gobernante o funcionario de turno?

El peso de la prueba de una externalidad significativa, que es usada como razón para la vacunación obligada, no puede ser una simple afirmación abstracta de que existe una externalidad que debe corregirse por la acción estatal (de paso, hay que tener presente que toda acción estatal siempre tiene un costo, que no es gratuita: alguien termina pagándolo). La prueba de los costos y beneficios de esas medidas sobre los ciudadanos debe ser presentada por quienes proponen esas ideas de control y certificados de vacunación. Eso no la ha hecho el gobierno y dudo que pueda hacerlo.

Esas imposiciones de marcas o cuños o distintivos o calificaciones o apariciones en listados a individuos -en este casi si se está vacunado o no- me recuerda el episodio de las Brujas de Salem, en la Nueva Inglaterra de fines del siglo XVII, cuando en procesos políticos se llevaba a juicios a mujeres consideradas brujas. Esos juicios no fueron sino una expresión del extremismo totalitario e intromisión del gobierno en las vidas de personas: la muerte de las brujas servía para proteger y aliviar el pánico de la masa, que quería imponer sus apreciaciones sobre quienes diferían o eran consideradas como brujas malvadas… o ahora no vacunados malvados.

También, me recuerda el libro de mediados del siglo XIX de Nathaniel Hawthorne, La Letra Escarlata, por la letra A que se obligó a una mujer acusada de adulterio usarla sobre su pecho: la letra A, de “adulterio,” como escarnio por su conducta. Ahora, aquí, el equivalente en contrario de la letra A en su pecho, estará en su celular -para quienes tienen uno- para poder presentarlo cuando la persona desea trabajar, sobrevivir, disfrutar de la vida con diversiones, hasta de salud física y placeres. Con la sanción, la gente expiaría el pecado de no estar vacunada.

Estamos en presencia de un episodio más, descarado, de un paternalismo que limita derechos y libertades individuales, mediante un simple ucase arbitrario y tajante, sin garantía para las personas involucradas en cuanto al uso de esa información contenida en listados obligados, que posiblemente sólo serviría para acentuar el control gubernamental sobre personas hoy libres, en su camino hacia la servidumbre.

Publicado en mis sitios en Facebook jorge corrales quesada y Jcorralesq Libertad, el 16 de octubre del 2021.