Me ha tomado mucho tiempo traducir esta extensa conferencia, pero lo he hecho con un enorme gusto por dos razones: porque, principalmente para el economista, es una excelente narración del uso del conocimiento de los economistas en el desarrollo de políticas públicas, y, para mis amigos no economistas que lo leen, porque les permite tener una idea clara de la evolución histórica de partes cruciales del pensamiento económico y que son importantes para entender la vida económica en una sociedad.

TEORÍA ECONÓMICA Y POLÍTICA PÚBLICA: ¿IMPORTAN HOY LOS ECONOMISTAS?

Robert L. Formaini
Independent Institute
19 de agosto del 2021

NOTA DEL TRADUCTOR: Para utilizar los ligámenes de las fuentes del artículo, entre paréntesis y en azul, si es de su interés, puede buscarlo en su buscador (Google) como Robert l. formaini independent institute economists August 19, 2021 y si quiere acceder a las fuentes, dele clic en los paréntesis azules.

Conferencia brindada el 15 de abril del 2003 en el Banco de la Reserva Federal de Dallas, a maestros de colegio y profesores universitarios de economía del área, y al equipo del departamento de investigación económica de la Fed de Dallas.

Me gustaría empezar con una cita famosa del libro The General Theory of Employment, Interest and Money [La teoría general del empleo, el interés y el dinero] de John Maynard Keynes:

“Las ideas de economistas y de filósofos políticos, ambas cuando están bien y cuando están mal, son más poderosas de lo comúnmente reconocido. Hombres pragmáticos, quiénes se creen exentos de cualquier influencia intelectual, son usualmente esclavos de algún difunto economista. Locos con autoridad, destilan su frenesí de algún escritorzuelo de algunos años atrás. Estoy seguro que el poder de los intereses establecidos es vastamente exagerado en comparación con la intrusión gradual que tienen las ideas.”

Mi propósito aquí hoy es examinar si la fe de Keynes en el poder de los economistas para dar forma a políticas tiene algún soporte empírico significativo. Pero, antes de entrar en especificidades de la historia en ese punto, pienso que puede ser rentable para nosotros dividir a los economistas en categorías, una tarea que, a menudo, es llevada a cabo usualmente por los propios economistas, pues -como lo pondría una variación de un chiste bien conocido- hay dos grupos de economistas: aquellos que dividen a los economistas en dos grupos y aquellos que no lo hacen. Para mis objetivos en este discurso -muy obviamente- estoy en el primer grupo.

Para empezar, quiero echarle una mirada a una tensión esencial en el ámbito, una especie de paradoja, y llamaré a mis antagonistas categóricos como los lados opuestos de esta paradoja a “los Friedman” y “los Stigler,” después de dos colegas ganadores de la “Escuela de Chicago” ganadores del premio Nobel, Milton Friedman y George J. Stigler, en donde, sin embargo, el último de ellos representó diferencias importantes filosóficas y posicionales sobre este tema, en especial en los últimos años de Stigler.

“Los Friedman” están de acuerdo, de todo corazón, con la posición de Keynes, al menos tal como fue enunciada en la cita que acabo de señalar. Ellos creen que el poder político descansa en élites intelectuales que persuaden a la gente para que asuma acciones particulares -aun cuando esas acciones necesitan ser explicadas e incluso “vendidas”- a esa misma gente por parte de esas mismas élites, e incluso cuando esas acciones, por lo general, empeoran a la gente.

“Los Stigler” niegan que la gente es engañada para que apoye políticas públicas que economistas encuentran son “ineficientes” o contraproducentes. “Los Stigler” quieren aplicar la supuesta racionalidad de las personas individuales a la esfera política, tal como ellos la aplican a la teoría económica. La política, para “Los Stigler,” es racional sin importar los hechos aparentes. Los votantes entienden exactamente qué es aquello por lo que están votando, y reciben los que ellos desean, independientemente de las críticas ofrecidas por los “Friedman” del mundo, quienes trabajan incesantemente por convencer a las personas para que cambien sus mentes. “Los Stigler” estarían de acuerdo con la observación de Oliver Wendell Holmes acerca del verdadero propósito de la Corte Suprema de Justicia… “mis compatriotas estadounidenses desean ir al infierno, y mi trabajo es ver aquellos lleguen allí lo más pronto posible.”

Esta, por supuesto, es una discusión vieja y aún vigente en nuestro campo, y en otros, y es poco posible que yo -o alguien más- pueda definir, de una vez por todas, el debate de tanto tiempo. Me pongo en un conflicto conmigo mismo, pues, si bien intelectualmente siento gran simpatía por los “Stigler,” no obstante, creo que los “Friedman” están básicamente en lo correcto.

Sólo una persona que está de acuerdo con la posición de los “Friedman” podría amar el viejo aforismo de H.L. Mencken, de que “si (X) es el nivel promedio de estupidez de una población, y (Y) el número de votantes, entonces, la democracia es la teoría de que (X) veces (Y) es menos que (X).” Divertido, ¿correcto?

Esto muy obviamente conduce a una creencia en que una educación apropiada de alguna forma cambia las cosas. Como creía el racionalista social Ludwig von Mises, una vez que a la gente les era mostrado por los economistas que sus políticas no producían los resultados que ella esperaba, cambiaría su mente y rechazaría regulaciones económicas inútiles y contraproducentes. Esta visión del mundo le permite a uno observar al mundo real, y, a la vez, permanecer optimista. Por supuesto, la definición de un optimista es “uno quien cree que este es el mejor de los mundos posibles.” No obstante, ¡deberíamos siempre recordar que los pesimistas estarían en total acuerdo!

Si la afirmación de los “Friedman” es verdadera, entonces, la tarea se convierte en explicar cómo ellos pueden estar en lo correcto dados sus propios supuestos acerca de la naturaleza humana y la racionalidad de los individuos que actúan. Y es aquí en donde la historia económica y política -en vez de la historia de la teoría económica- es de gran importancia, y puede ser una herramienta útil para nuestra investigación.

Lo que necesito mostrar, si es que llego a ser muy convincente acerca de la corrección de la posición de los “Friedman,” es que, en efecto, los economistas controlan -no importa qué tan indirectamente, y con cualesquiera retrasos en el tiempo, como lo hizo ver Keynes- el debate final de política pública, e ipso facto, las leyes y regulaciones que fluyen de esos debates.

Necesito mostrar que los economistas -y otras élites políticas- son la pequeña cola que mueve al perro político. Tengo que refutar el lamento a menudo escuchado de economistas de que “nadie escucha nuestras teorías y análisis brillantes.” Por el contrario, mi propio punto de vista es que nosotros, los economistas, tenemos una influencia desproporcionada del valor real de nuestras teorías y recomendaciones políticas. …que nuestra influencia, de hecho, excede nuestra sabiduría colectiva.

Esta, probablemente, no es buena forma de empezar un discurso al encarar una audiencia de profesores de economía, pero, sin embargo, eso es lo que pretendo tratar y demostrar durante esta presentación: que hemos tenido, y que aún tenemos, una influencia tremenda, y que -sólo tal vez- no deberíamos tener tanta. Habiendo dicho esto, les ruego su perdón, ¡sabiendo plenamente bien que recibiré muy poco de cosas preciosas de mis colegas economistas!

Es imposible establecer cuándo se pensó la primera teoría económica, o se habló de ella; podemos trazar inquietudes acerca del uso eficiente de recursos tan atrás como los antiguos griegos, en específico, a los escritos de Jenofonte en su principal trabajo -Oeconomicus- después del cual se le llamó así a nuestra disciplina.

Y, en verdad, las ideas de Aristóteles relacionadas con la propia configuración de los hogares, así como su relación con la riqueza y su obtención, califican como una temprana -e influyente- teorización económica, aun cuando la influencia mayor vendría siglos más tarde, cuando los griegos fueron redescubiertos por escritores escolásticos del Medioevo, como Albertus Magnus, Gerald Odonis, Jean Buridan, y Tomás de Aquino. Las disputas intelectuales acerca de exactamente qué estaban recomendando esos escritores para la sociedad, se ha discutido por algún tiempo, y aún hoy no están definidas. Algunos historiadores del pensamiento, como Marc Blaug, Robert Ekelund y Robert Hébert ̶ tienen poco respecto por sus esfuerzos. El viejo dicho de que los Escolásticos se pasaron sus días discutiendo acerca de “cuántos ángeles podían posarse sobre la punta de un alfiler” es una manera simple, despectiva, de lidiar con sus ideas, la mayoría de las cuales eran griegas en su origen. No ayudó en algo que ellos llamaran el “precio justo” a su concepción de costos de la producción de largo plazo, así perdidamente infundiendo consideraciones éticas -al menos según sus críticos- en los análisis económicos.

Otros historiadores del pensamiento, por ejemplo, Joseph Schumpeter, y el siempre iconoclasta Murray N. Rothbard, conceden que los Escolásticos plantearon argumentos sensatos, como mínimo no menos sensatos que los de Adam Smith, cuando se trata del afán a largo plazo, aunque Smith era lo suficientemente inteligente como para no llamar a su concepto un precio “justo.” Schumpeter es especialmente generoso en su tratamiento de los Escolásticos, y es un tema frecuente a través de su obra maestra History of Economic Analysis [Historia del Análisis Económico].

Cualquier persona alguna vez haya señalado haber sido “estafada,” ha aceptado – aún tan sólo implícitamente- la idea de un precio justo, y los economistas no han sido inmunes a sugerir que los precios reales del mercado son algo, a menudo, ilegítimo. De hecho, sin tal noción, las leyes antimonopólicas no tienen sentido alguno, mucho menos las reglas de precios de costo marginal y costo medio para los servicios públicos. (Estoy suponiendo, obviamente, que ellas tienen sentido si aceptamos la noción en sí, lo que es aún una propuesta altamente debatible.)

Por ejemplo, la edición más reciente del texto de microeconomía que estoy usando en la Universidad de Texas en Dallas este semestre, trata a los precios resultantes en mercados monopolísticamente competitivos como de alguna manera “equivocados” y “dispendiosos,” aseveración que se les ha ensañado a generaciones de estudiantes. Es claro que los economistas modernos son más que capaces del mismo tipo de razonamiento de “precio justo,” que lo practicado por los Escolásticos, aunque, por supuesto, alegan una base científica -en vez de una ética- para sus propias creencias.

Lo que no es discutible es que los Escolásticos tuvieron un gran impacto en la política. La primera escuela organizada de pensamiento económico -la fisiocracia- era, de hecho, nada más que un refrito de sus doctrinas, y, sin embargo, los escritos de François Quesnay y otros en la escuela francesa ciertamente influyeron la economía política británica, por medio de escritores como Adam Smith, quien falla, en su libro La Riqueza de las Naciones, en citar a alguien como siendo su predecesor teórico distinto de los fisiócratas. Esto es cierto en cuanto a que Richard Cantillon era, como Smith, y mucho antes que él, un Newtoniano completo acerca de la economía; y los Fisiócratas -como los Escolásticos que los influenciaron- eran enormes admiradores e impulsores de la idea de la ley natural, una posición que igualmente adoptó Smith. La ley natural es, por supuesto, nada más que la idea de que el universo es construido racionalmente y se comporta de acuerdo con relaciones que son invariables, tanto en el reino natural ̶ como en el reino social. En otras palabras, las cosas no ocurren por accidente, sino que tienen un “diseño” que incluye tanto la naturaleza humana ̶ como la física. Como hizo ver Francis Bacon, “la naturaleza, para ser dominada, debe primero ser obedecida.” Esta idea es poderosa e incluso la abrazan los así llamados postmodernistas, a sabiendas o no. Por ejemplo, el moderno ambientalismo se basa en este fundamento intelectual, a pesar del hecho de que muchos de sus adherentes no parecen entender este hecho sencillo.

Smith, quien apoyaba la doctrina de la ley natural, fue altamente influyente en su propia época, como lo sigue siendo en la nuestra. La era dorada de la economía política británica era acerca de las políticas del mundo real, en un grado tal que la profesión probablemente no lo había tenido nunca antes. Esta actitud de valoración de la política del mundo real de los practicantes de la economía, fue bien resumida por el escritor económico y maestro influyente Edwin Cannan, al escribir: “…cuando la gente nos pregunta si tal o cual cambio será bueno o malo, ella nos encontrará aburridos si pretendemos que no sabemos nada acerca de buenos y malos fines en asuntos de economía y que sólo podemos hablar acerca de la baratura o lo caro de diferentes formas de lograr un fin determinado. Ella dirá: ‘usted sabe perfectamente bien que lo que queremos de usted es que nos diga si este cambio propuesto hará que nosotros y nuestros hijos estén mejor…,’ los benefactores dotan sillas en economía, audiencias escuchan conferencias de economía, compradores adquieren libros de economía, pues piensan que entender la economía hará que la gente esté mejor. ¿Es realmente necesario que nosotros destruyamos esta demanda de enseñanza económica al alegar que nos sabemos lo que significa la frase ‘estar mejor’?” (énfasis agregado).

Dada esta actitud en la economía británica, no sorprende que los economistas hayan tenido una influencia larga y profunda sobre la política pública inglesa, algunas veces para bien y, otras veces, por desgracia, para mal. Era, después de todo, la idea de la Escuela Clásica de que el mundo era un sitio ordenado, puesto en movimiento por la mano de Dios, y que la razón humana podía ser aplicada a los problemas sociales de la misma forma en que podía ser rentablemente empleada en las ciencias naturales -como una herramienta para resolver problemas, llamado “instrumentalismo” en la epistemología filosófica moderna- usando: herramientas empíricas sin supuestos realistas subyacentes. Este enfoque ha sido usado a menudo y aún lo es ̶ tanto para bien del público, como, tristemente, para mal del público. Debido a un artículo muy famoso que Friedman escribió titulado “The Methodology of Positive Economics" en Essays in Positive Economics, Friedman ha sido llamado un instrumentalista, aunque él lo niega.

Lo que no se puede negar, al leer las respuestas contemporáneas al artículo de Friedman, es que la profesión se encontró fuera de guardia en este tópico, y sus respuestas generalmente débiles mostraron una ausencia grande de pensamiento crítico acerca del tema. Así que Friedman consiguió la victoria y permanece en mucho sin ser refutado.

El debate acerca de si las ideas mueven a la política o si la política conduce a racionalizaciones de él -tan prevaleciente en el trabajo de nuestros amigos Friedman y Stigler- no tiene ejemplo más fino que la política británica en el siglo XIX- la así llamada era “Victoriana,”- terminando con la muerte, no de la Reina Victoria en 1901, sino con el fin del reinado del Rey Eduardo en 1910, y la tormenta que se avecinaba de la Primera Guerra Mundial.

¿Crearon las ideas de Adam Smith, refinadas por sucesores como David Ricardo y John Stuart Mill, la doctrina del laissez-faire británico, o simplemente Smith grabó al mundo tal como lo vio y, en la idea de Stigler ̶ simplemente le dijo a la gente lo que él pensó ella quería escuchar? ¿Derrotó Smith a la doctrina mercantilista, o ya iba bien de salida cuando escribió acerca de ello? “Los Friedman” argüirían que fue lo primero, mientras que los “Stigler” por supuesto, acreditarían -en una manera peculiarmente marxista- a acontecimientos, tecnologías, etcétera, impulsados por fuerzas básicamente fuera de control humano- que ellos crearon un capullo laissez-feriano de políticas públicas acomodaticias. No puedo resolver esta mañana en definitiva esta cuestión, pero, trataré y ofrezco algunos ejemplos que parecerían reforzar el caso de Friedman.

Aunque cuando los argumentos de Smith a favor del libre comercio habían sido planteados muchas décadas antes ̶ y los de John Locke y David Hume mucho antes de Smith- no fue sino hasta 1846 que las “leyes del Maíz” fueron repelidas en Inglaterra. Y ese rechazo tuvo más que ver con los esfuerzos políticos de la “Liga contra la Ley del Maíz” de Richard Cobden y Thomas Bright que, con Smith, en especial a la luz de la exención que Smith otorgó al suministro de alimentos en relación con cualquier prédica que hiciera acerca de poner en práctica el laissez-faire.

Hoy, la gente ve en retrospectiva a la “Liga contra la Ley del Maíz” como modelo táctico organizativo sobre el cual basar las iniciativas actuales anti proteccionistas. Pero, en efecto, sólo un economista político clásico prominente de esa era temprana -David Ricardo- hizo del rechazo un aspecto central de sus escritos. El llamado general para la abolición tuvo tanto que ver con el resentimiento hacia la clase terrateniente, como lo hizo la teoría, aunque sería un error subestimar los esfuerzos de Ricardo por lograr que esas leyes fueran repelidas, y que Gran Bretaña estuviera en rumbo a una política casi perfecta de libre comercio. Él hizo la diferencia – era influyente- y sin duda que sus esfuerzos condujeron a un cambio de política que, de todos modos, bien podría no haber ocurrido.

El rechazo a las Leyes del Maíz no fue sino una manifestación del poder de la economía política para dar forma a la política en la Inglaterra Victoriana. El “utilitarismo” de Jeremy Bentham era la moda total y los servidores públicos encontraron numerosas formas de tratar y de implementar políticas consistentes con sus principios.

Los economistas más influyentes en Inglaterra durante la segunda mitad del siglo XIX fueron Nassau Senior, John Stuart Mill, y el último secretario de Bentham ̶ Sir Edwin Chadwick. En especial, Mill y Chadwick aplicaron ideas Benthamitas a la política británica, y, también, Mill era miembro del Parlamento. Senior fue consultor por mucho tiempo del gobierno, ocupando por muchos años un asiento prestigioso en economía política en la Universidad de Oxford. Contra el trasfondo histórico que representa la adhesión más estrecha de Inglaterra al laissez-faire, los economistas políticos parecieron guiar las decisiones de política.

Qué hizo que su éxito fuera posible, fueron las restricciones fiscales impuestas sobre el gobierno inglés por el patrón oro, y por el secretario del Tesoro, William Gladstone, ambos teniendo el efecto -sino es que la intención específica- de negarle al gobierno recursos suficientes con los cuales inmiscuirse -en alguna forma sistemática- en la economía inglesa. Debido a estas limitaciones, el oro fue denunciado en aquel entonces tan ruidosamente como lo es hoy. Keynes -quien lo sabía mejor- lo denunció como una “reliquia bárbara.” Hoy tantos economistas se oponen al patrón oro, ¡que es probable que sea el momento correcto de reinstalarlo!

Por supuesto, recursos o no, todos los gobiernos van a regular y, durante esta era, Inglaterra aprobó una serie de leyes de largo alcance que abrogaron el laissez-faire, entre ellas las Leyes Fabriles, las previamente mencionadas Leyes del Maíz, las Leyes de Pobres y diversas políticas de bienestar, incluyendo hasta una pequeña cantidad de redistribución del ingreso.

El análisis de Nassau Senior de las Leyes Fabriles fue un importante precursor de lo que hoy llamamos teoría de la “elección pública.” Él mostró claramente, y con una “carencia de compasión” y un “corazón frío,” que nosotros los economistas hoy sólo podemos envidiarlos desde lejos ̶ que las Leyes Fabriles eran primordialmente acerca de protección para la mano de obra de mayor edad, masculina, y más pagada, a expensas de trabajadores infantiles y mujeres. Tan exitosas fueron las regulaciones iniciales que esa mano de obra relativamente más barata se redujo en más de un 50% en sólo tres años entre 1835 y 1838. Tan exitosos fueron los varones de más edad en restringir el suministro de esa mano de obra, que ellos exitosamente cabildearon para -y lo lograron- tener un ley reformada y fortalecida en 1844, que ponía incluso más restricciones sobre competidores femeninos potenciales.

En retrospectiva, podemos ver claramente -gracias principalmente al reporte de Nassau Senior acerca de esas acciones- que detrás de toda así llamada “reforma,” yacen intereses económicos poderosos, y de cada pieza de política pública ̶ con independencia de las intenciones propuestas de sus impulsores (ver el examen y análisis brillante, a la luz de los ensayos esenciales de F.A. Hayek en los años treinta y cuarenta acerca de información y conocimiento, de Thomas Sowell en su Knowledge and Decisions) y él muestra que toda política tanto daña como ayuda a los beneficiarios del dinero de los impuestos, a expensas de otros. Ese es siempre el caso.

Eso fue igualmente cierto para las Leyes de Pobres. En especial, Mill denunció la tendencia del asistencialismo a desalentar el trabajo entre los pobres, citando la necesidad de diseñar asistencia de forma que no penalizara a trabajadores de bajos salarios, ni que hiciera atractivo para ellos dejar de trabajar para así recibir asistencia. ¿Suena familiar? Esta preocupación se manifestó a sí misma -en la realidad- en forma de casas de trabajo (Nota del traductor: lugar en donde pobres que no tenían con qué vivir podían vivir y trabajar), todas las cuales se manejaron bajo la ley, y, por supuesto, todas ellas fueron denunciadas por intelectuales con mentalidad reformista y miembros de mente similar en el público en general. Pero, Mill permaneció impasible, siendo impulsor en su propia época de lo que hoy llamamos “reforma asistencial.”

Tal era la reputación general acerca de Mill, que, más tarde en su vida, cuando modificó su idea acerca de si la doctrina del fondo salarial Clásica era correcta, cambiando de opinión, por algún tiempo sacudió la política inglesa, y, sin duda, sus ideas posteriores aceleraron la trasformación de Inglaterra, desde una economía de cuasi laissez-faire hacia una explícitamente cuasi socialista. (No fue coincidencia, asimismo, que Mill años más tarde en su vida se casó con Harriet Taylor, una socialista declarada).

Otro economista político influyente, y seguidor tanto de Bentham como de Mill, fue Sir Edwin Chadwick. Chadwick era un utilitario completo y sus ideas de política reflejaban esa orientación. Chadwick rechazó la idea de Adam Smith acerca de una armonía natural entre intereses públicos y privados y decidió que, lo que el gobierno necesitaba hacer, era crear una armonía artificial entre esos dos intereses. Evitando la trampa de tener que medir la utilidad interpersonal para poder lograr una solución utilitaria, cayó en un tipo diferente de trampa, y decidió que cualquier cosa que ampliaba la “eficiencia” económica iba, ipso facto, en el interés público. Esto debería sonar familiar a cualquiera que haya leído una buena cantidad de la producción de los economistas de la Universidad de Chicago y por una buena razón; como criterio de bienestar, no es diferente de lo que Chicago -en especial su ala de derecho y economía- ha promovido generalmente desde que Ronald Coase arribó allí desde la Universidad de Virginia en 1960, para asumir la edición del prestigioso Journal of Law and Economics.

Por ejemplo, enfrentado con una tasa elevada de mortalidad durante el transporte de prisioneros de Gran Bretaña a Australia, la solución de Chadwick fue de simple sentido común y ejemplo dramático del poder de los incentivos: pague per capita en el envío en vez del embarque, cambio sencillo que recortó la mortalidad de prisioneros en un 98%.

Siempre el dedicado investigador y recopilador empírico, Chadwick aprendió de las entrevistas con muchos prisioneros, que la alta probabilidad de captura más que compensaba cualquier retribución en las mentes de la mayoría de los criminales; en otras palabras, actuaban racionalmente con base en beneficios y costos esperados. La vigilancia se cambió para reflejar esta realidad. La policía fue mejor pagada para reducir su incentivo para corromperse, y, también, Chadwick puso en marcha reformas judiciales que aumentaban la posibilidad de ser encontrado culpable una vez acusado, un cálculo que casi todo profesional criminal de hoy conoce con notable exactitud.

Chadwick aplicó consideraciones de costo de oportunidad para el consumo de agua, y fue el primero en impulsar el suministro a las casas como forma de minimizar el costo total de adquisición. Esto tenía el beneficio colateral feliz de mejorar la sanidad y, por tanto, igualmente a la salud pública.

Anticipando argumentos de bienes públicos, explícitamente desarrolló una concepción, idea que hemos venido a llamar “monopolio natural.” Como un total centralista económico, él quería crear tantos monopolios públicos como fuera posible. Anticipó -e incluso desarrolló explícitamente- la idea de franquicias de servicios públicos, práctica seguida hoy en muchas ciudades estadounidenses, que se basa en un entendimiento sofisticado de los costos de búsqueda e información que Chadwick aprendió, al reunir datos de mercado acerca de -entre todas la cosas- ¡casas funerarias!

Es claro que el movimiento hacia los supuestos servicios públicos de ser un “monopolio natural” en Estados Unidos de fines del siglo XIX, fue uno que digirió muchos argumentos de Chadwick, hasta la nacionalización propuesta de las líneas de ferrocarril, lo que, de hecho, llegó a aprobarse durante la Primera Guerra Mundial. La Ley de Comercio Interestatal original (1887) explícitamente acepta la afirmación de Chadwick de que los ferrocarriles son, de hecho, monopolios naturales. Posteriormente, el gobierno Federal de Estados Unidos abandonó esa idea.

Un hombre, armado con una versión de doctrina económica clásica, lleno de tantas ideas -ideas que condujeron a políticas que tuvieron un impacto tan grande sobre esta nación- e, indirectamente, sobre nosotros mismos- y, a pesar de ello, ¿cuántos estadounidenses jamás han escuchado de él? Una adivinanza razonable sería de ¡uno de cada diez mil!

Por supuesto, Chadwick no fue el primero -ni el último- de los economistas ingleses que afectó dramáticamente la política. Ninguna discusión acerca de este tópico puede fallar en referirse a la así llamada revolución Keynesiana. Pero, de nuevo, regresa la pregunta incómoda:
¿Cambió Keynes la política, o simplemente Keynes racionalizó la política que ya estaba vigente y que era muy posible que continuara?

En 1936, a siete años dentro de la Gran Depresión, apareció La teoría general de la ocupación, el interés y el dinero. Es una lectura difícil, y esa es la razón por la que la mayoría de la gente -incluso la mayoría de los economistas- no se molesta en leerla. Sin embargo, se convirtió en un clásico instantáneo, mucho antes que, tanto su teoría, como sus implicaciones de política, podían haber sido posiblemente verificadas -o falseadas- por la experiencia. ¿Revolucionó Keynes la teoría económica? O, ¿fue su trabajo, como afirma un análisis brillante de Leland Yeager, una simple “distracción”? (“The Keynesian Diversion,” Economic Inquiry, Vol. XI, No. 2, junio de 1973). ¿Leyeron los gobiernos el libro y decidieron intervenir en sus economías, o ya estaban interviniendo y Keynes les brindó justificaciones intelectuales y, por tanto, una cobertura política? Nunca nadie se empobreció involucrándose en tales escritos aduladores del gobierno. De nuevo, este no es un argumento que es posible se resuelva definitivamente. Pero, lo que no puede negarse es que los formuladores de políticas después de la Segunda Guerra Mundial usaron lo que pensaron eran ideas, modelos y conceptos keynesianos cuando llevaron a cabo política macroeconómica.

El dominio general de la teoría Keynesiana -o lo que pasó por ella- sobre la política macro, desde el final de la Segunda Guerra Mundial a través de los años sesenta, es un hecho bastante claro. Así que, no sorprende que la revolución anti Keynesiana se estuviera asomando tras las pantallas de los radares de los Keynesianos, hasta que llegó su momento más apropiado para florecer ̶ los años setenta, cuando el Barco de Su Majestad Keynes chocó con un iceberg llamado “estanflación,” nunca volviendo a ser lo mismo, aún después de regresar cojeando a puerto. El día de gloria de las ideas macro alternativas había arribado y, pronto, el sálvese quien pueda para reemplazar a Keynes entró en pleno apogeo.

Primordial entre ellas estaba, por supuesto, el “monetarismo”, impulsado hacia la consciencia adormecida del público por el incontenible Milton Friedman ̶ y sus estudiantes y quienes le apoyaban. Ridiculizados como “excéntricos” por los Keynesianos durante los años cincuenta y sesenta, súbitamente hubo una explicación a qué afligía la economía a fines de los setentas, que claramente trazaba su linaje intelectual de regreso a Locke, y Hume, en vez de Cambridge, Reino Unido.

Cuando Paul Volcker y la Reserva Federal decidieron poner en práctica la focalización en la oferta de dinero a fines de 1979, estaban siguiendo el libreto monetarista, y los resultados fueron tales como lo predice la teoría económica en esas situaciones: depresión ̶ (lo siento, esa palabra es demasiado deprimente; intenté decir recesión. No, esa es aún demasiado deprimente. ¿Qué tal, “crisis”?) En todo caso, la desinflación de precios no es divertida y no se puede encontrar ningún otro ejemplo más claro del ligamen entre teoría y política como durante el período 1979-83. El temor mayor de la Fed no es inflación sino deflación, razón por la que, en el programa de la Fed de Dallas honrando el 25 aniversario del libro de Milton y Rose Friedman, Free to Choose [Libre para elegir], todos los participantes importantes de la Fed (incluyendo a Ben Bernanke y Alan Greenspan por televisión) alabaron el trabajo de Friedman, incluso aunque la Fed no le había escuchado por décadas, y todavía no lo hace.

La Fed de hoy usa un viejo modelo macro desarrollado por A.W. Phillips -un seguidor keynesiano total- y creador de la así llamada Curva de Phillips, que originalmente examinó un siglo de datos del Reino Unido, que sugerían que había una relación positiva entre el empleo total y los precios, o, para darle vuelta a las cosas un poquito, al tomar (1 – ET [Empleo Total]) como un eje, la relación cambió hacia una relación inversa entre precios y desempleo. Si es así, ¡uno podía, en teoría, “adquirir” Pleno Empleo permitiendo inflación! Ningún economista importante disintió y ninguno afirmó que, en vez de ello, deberíamos lograr la estabilidad de precios permitiendo más desempleo, aunque los datos sugerían que eso era cierto. (Lo que también es cierto es que los precios monetarios no votan, pero los trabajadores sí lo hacen).

Pero, como a menudo resulta ser cierto en la vida, en el momento de su aparentemente mayor triunfo, el monetarismo ya estaba disminuyendo como la teoría macro du jour. Y, para agregar insulto a la injuria, rápidamente la Fed regresó a su política basada en la Curva de Phillips (una predicción de la estructura futura de los intereses que postula una relación ingenua entre precios y empleo total), lo que debe complacer a los anti monetaristas, como Nicholas Kaldor, quien escribió en la cumbre del poder tatcherita en Inglaterra -y, sin duda, con suma frustración keynesiana- un libro gentilmente titulado “The Scourge of Monetarism” (La maldición del monetarismo).

Volviendo a los textos macroeconómicos de los ochenta, los dos modelos competitivos que realmente contaban eran el de Keynes y el de Friedman. Pero, hoy los textos tienen una variedad mucho más amplia de posibilidades potenciales no keynesianas, incluyendo la teoría del CRN (ciclo real de los negocios), la TER (Teoría de las Expectativas Racionales), diversas variedades de “post-keynesianismo,” la del lado de la oferta, la monetarista e incluso enfoques neo Austriacos. Por supuesto, decir que la macroeconomía está “en un flujo” es expresar lo obvio.
Pero, como toda política requiere de justificación, y algunas políticas con simplemente horrendas, sin duda que no habrá escasez de “nuevas” ideas macro en el futuro.

Pienso que los episodios Keynesiano y monetarista claramente demuestran que los “Friedman” están en algo cuando arguyen que los economistas individuales pueden cambiar, no sólo la política -sino al mundo como tal- por medio del poder de sus ideas. El siglo XX apoya poderosamente esta afirmación, al poder verse como una lucha monumental en las ideas y visiones de -con el perdón de los multiculturalistas que dominan la academia en estos días- dos economistas políticos, viejos, muertos, blancos y varones, Adam Smith y Karl Marx.

Por supuesto, puede que no haya parecido ser de esa forma, pero aun reformulando a los protagonistas como, digamos Keynes y Hayek -como se hizo en el libro de Daniel Yergin y Joseph Stanislaw, The Commanding Heights: The Battle for the World Economy- obscurece, pero no cambia, la naturaleza fundamental del conflicto de ideas personificado por Smith y Marx: ¿está usted a favor de la “mano invisible” del mercado,” o la autoridad central de Marx -y de Keynes- y, sí, incluso de Chadwick, también conocida como “el Estado?”

Porque, en realidad, no hay sino un solo tema importantísimo de política pública: ¿libertad del individuo o control del estado?

Tantos debates teóricos del momento suelen ser alrededor de este tema; tantos economistas se dedican a impulsar uno u otro enfoque, aun cuando ellos les dicen a otros -e incluso, algunas veces, a sí mismos- que son “científicos” totalmente desinteresados. Pero, por supuesto, sabemos que tal no es el caso en la mayoría del tiempo. Hay economistas liberales, y economistas conservadores, y economistas libertarios, y economistas socialistas. Y está muy lejos de ser una coincidencia que los hallazgos de sus investigaciones casi siempre confirman sus creencias políticas a priori. Por supuesto, no es una coincidencia del todo, sino de los humanos inevitables que escogen por sí mismos.

Cuando la política de los economistas permanece siendo la misma a lo largo de sus enteras vidas profesionales, y alegan que la realidad es mejor modelada en conformidad con sus políticas, entonces, ciertamente es la política la que está impulsando el eje central de sus creencias, y no alguna evidencia de investigación o un hallazgo empírico al azar. Recuerden que el Keynesianismo barrió la profesión mucho antes que estuvieron disponibles los resultados empíricos. Así que, ¿con qué base distinta de la política se convirtió uno en un Keynesiano allá en, digamos, 1938?

Hay tantos nombres que no tengo tiempo para discutir hoy en detalle, sino aquellos cuyos escritos influenciaron profundamente a sus propias épocas, y, a menudo, en la nuestra. Teóricos como Hume. Ricardo, Malthus, Walras, Wicksell, Clark, Veblen, Kuznets, Knight, Sraffa, Fisher, Coase… la lista verdaderamente extensa y variada, me parece que confirma la posición de los “Friedman” de que alguna teoría cambia la realidad, al menos tanto como la realidad impulsa la teoría. De hecho, la propia vida de Milton Friedman es testimonio de la verdad de la relación entre ideas y política.

Así que, tras toda esta exposición, supongo que debería -sin ambigüedad- brindar una respuesta a la pregunta que mi título plantea: ¿Importan en realidad los economistas?

Espero que no seré culpable de auto promover mi profesión elegida, si respondo con una fuerte voz afirmativa. Los economistas no sólo importan, sino que yo argüiría que algunas veces importan demasiado… que se les escucha tan cuidadosamente cuando están equivocados, como cuando están en lo correcto, y eso puede ser algo malo.

Para cada historia de éxito, hay también una mala política que fue puesta en vigencia con el respaldo entusiasta de, al menos, algunos economistas influyentes. Desde mi óptica personal, el economista más destructivo -al menos hasta la fecha- es Marx. El precio pagado por sus escritos ha sido tan vasto y terrible, que desafía una simple categorización y ¿de dónde Marx aprendió su economía? Sobre todo, de Smith y Ricardo, cuyos sistemas habían incorporado dentro de sí -por desgracia- una versión burda de la errada teoría del valor trabajo. El resto, como dicen ellos, es historia.

O, considere An Essay on the Principle of Population [ Un ensayo sobre el principio de la población] de Thomas Malthus, quien estaba equivocado cuando lo escribió y sigue equivocado aún hoy -a pesar del “Club de Roma”- pero que ha impulsado – y continúa impulsando- decisiones irracionales de política poblacional y ambiental.

O la fe cándida en el afinamiento o ajuste [“fine-tunning”] de la macro Keynesiana que impulsó la política por un solo camino de deslizamiento hacia la inflación crónica, seguida, inevitablemente, de la estanflación. Ciertamente, es legítimo discutir acerca de qué fue lo que Keynes “realmente proponía” ̶ y eso ha sido un trabajo casero desde la publicación de La Teoría General en 1936. Pero, lo que no puede negarse es la propia creencia de Keynes de que había descubierto la forma de mantener una prosperidad permanente con pleno empleo.
Fueron sus seguidores quienes inventaron cosas como política anticíclica; para Keynes, había llegado “la gran montaña de dulces” y ¡los ciclos de los negocios iban a ser cosa del pasado!

(Aquí no puedo resistir darles el siguiente consejo. Siempre que los economistas famosos empiezan diciendo -y lo repetirán en algún momento- que “el ciclo de los negocios ya está muerto” -entonces, mis amigos, vendan sus acciones- y ¡véndanlas rápidamente!)

Fácilmente se documentan los pronunciamientos de economistas crédulos, y, en retrospectiva, absolutamente tontos. El financiamiento creativo de John Law del gobierno francés, que condujo a la Burbuja del Mar del Sur; el intento desastroso de los británicos por devolver el patrón oro a la paridad equivocada después de la Primera Guerra Mundial; la predicción de Irving Fisher de un crecimiento sostenido dos semanas antes de la caída de 1929, el pronunciamiento a inicios de los cincuenta de John Kenneth Galbraith, de que remover los controles de precios en Alemania Occidental destruiría su economía ̶ exactamente antes que empezara a desarrollarse el Milagro Económico Alemán, precisamente porque tales controles habían sido abandonados; la notable opinión de Paul Samuelson de que la economía soviética estaba en un auge y lista para sobrepasar a la de Estados Unido, escrita solo unos pocos meses antes de la caída del Muro de Berlín y con eso, toda la villa Potemkin que era el sistema económico soviético. …Supongo, para ser totalmente justo, que también debería agregar un mea culpa de la Fed, por seguir una política en particular perversa a fines de los años veinte y principios de los treintas, una especie de “doctrina de los saldos monetarios reales,” por tanto, profundizando la severidad y duración de la Gran Depresión.

Podría continuar y no estoy mencionado esos ejemplos como si fueran los únicos de predicciones tontas, o promoción de políticas incorrectas.
Eso es algo que -para parafrasear a Will Rogers- todo economista hace, sólo que en materias diferentes. Los economistas, no menos que otros, a menudo caen en hoyos ̶ como lo hizo Adam Smith mientras admiraba las estrellas.

Así que -, los economistas importan- mucho, tanto cuando están en lo correcto, como cuando están equivocados -y tal como Keynes lo sugirió- pues ellos son tomados en serio, y el nivel de comprensión de sus teorías no es una barrera para ser tomados en serio. En realidad, no importa qué tan complejo sea el consejo, en tanto pueda venderse a votantes y políticos en alguna forma sencilla. Un ejemplo es la reformulación de Arthur Laffer de las implicaciones fiscales de las recaudaciones tributarias como función de los incentivos, en vez de las tasas de impuestos. No hay nada nuevo en ello, en realidad, y a primera vista es difícil de entender el alegato de Laffer, pero, no obstante, se convirtió en base de una campaña presidencial exitosa y generador de uno de los recortes impositivos más grandes en la historia estadounidense.

La razón probable es que, en tiempos económicos difíciles, cuando los números van mal -o, a la inversa, en grandes momentos cuando van muy bien- es más posible que los votantes abracen alternativas que cuando las cosas son más normales. Todo lo que se dice de privatización de la Seguridad Social parece haberse abatido dramáticamente en estos días, aun cuando un plan bien diseñado de privatización es probablemente una muy buena idea de largo plazo. Sin embargo, políticamente, este no es el momento de que ese cambio pueda lograrse.
En sí, recuerde, la Seguridad Social es un plan proveniente de las profundidades de la Gran Depresión. Nunca podía haber sido puesta en práctica en 1928. Pero, para 1935 era políticamente imparable.

Y eso me lleva a mi punto final: en épocas de dificultad económica, es más posible que los economistas y votantes apoyen lo que hemos llegado a llamar un “cambio de modelo.” Algunos historiadores económicos -notablemente Mark Blaug- niegan que la historia de la macroeconomía pueda modelarse correctamente por cambios de paradigma, pero, la historia de la macroeconomía parece -al menos para - que calza bastante bien con las ideas de Thomas Kuhn acerca del cambio paradigmático, como las expresara en The Structure of Scientific Revolutions [La estructura de las revoluciones científicas]. Períodos de “anomalía” -cuando las teorías prevalecientes ya no más parecen explicar o predecir bien- son los momentos en que logramos nuevas ideas, o la resurrección y “mejoría” de ideas viejas. O, como lo pone un escritor, Todd G. Buchholz, con un título simpático en su libro New Ideas from Dead Economists: The Introduction to Modern Economic Thought [Nuevas idea de economists de ayer].

Para ejemplos de anomalía y cambio, vea la Revolución Industrial y la forma en que cambió los mercados. De pronto, el libre comercio era la cosa “in”, y el mercantilismo era destruido intelectualmente. (Por supuesto, no le diga esto a los manifestantes anti comercio siempre ubicuos. Ellos aún piensan que estamos en 1650 ¡y que las guildas de trabajadores requieren fortalecimiento!)

Problemas obvios con la teoría del valor trabajo condujeron, a fines de la década de 1870, a las modificaciones de la economía clásica que ahora llamamos neoclasicismo, que se basaron en la teoría del valor subjetivo y la así llamada “Revolución Marginal.” La Gran Depresión hizo que las ideas clásicas fueran dejadas de lado -como la Ley de Say de Jean Baptiste Say- y abrió el camino para Keynes. La estanflación tuvo el mismo efecto sobre la revolución Keynesiana, y condujo al monetarismo, a la economía del lado de la oferta, a las teoría CRN [Ciclo real de los negocios] y TER [Teoría de las expectativas racionales] con la “crítica de Robert Lucas” a resultados de políticas macro que son consistentes con la gente sabiendo el futuro con alto grado de certeza, así sugiriendo que cualquier política fallará, pues los participantes en el mercado ajustarán su comportamiento y actuarán contra la política.

Cada era requiere, debido a cambios empíricos, diferentes explicaciones teóricas ̶ en donde, en ese sentido, la nuestra no es diferente. (La pregunta de si las cosas realmente cambian o no, la pasaré de lejos, pero, una lectura del estudio maravilloso de los años veinte de Frederick Lewis Allen -Only Yesterday [Apenas ayer]- sugiere que, como lo dijo hace mucho tiempo el filósofo griego Parménides- ellas no cambian).

Es la razón por la que, durante los años noventa, escuchamos tanto acerca de la “nueva economía,” con sus eslóganes como “la distancia no importa,” “las utilidades son irrelevantes,” “las proporciones de Precio a Utilidad son inútiles,” “deuda es sólo una palabra de cinco letras,” y muchos otros mantras que parecen, como siempre lo hacen en retrospectiva, que o bien han sido equivocadas o promovidas con mucha fuerza. Como es lo usual, el tiempo nos dará la respuesta final. Para ese entonces, por supuesto, diferentes economistas estarán impulsando un nuevo conjunto de ideas -o desempolvando o mejorado ideas viejas- y todo el ciclo se repetirá de nuevo.

Así que, ¿en dónde nos deja eso si queremos evaluar el consejo que a los "economistas nunca les da pena brindar? He aquí mis ideas personales al respecto:

1. TANSTAAFL (siglas de la expresión en inglés “There ain’t such a thing as a free lunch,” que en español sería “no existe tal cosa como un almuerzo gratis.”);

2. Si suena demasiado bien como para ser cierto, no es cierto, lo que conduce al corolario inevitable y triste ̶ “un tonto y su dinero pronto se separan”;

3. La predicción siempre es mejor cuando se hace en retrospección: siempre pregunte a quienes hacen predicciones si ellos apuestan dinero a la verdad de sus pronósticos. Por lo general, no lo hacen ̶ ¡y por muy buenas razones!;

4. Si una idea es llamada “revolucionaria,” probablemente fue sugerida primero por alguien como Platón;

5. Los mercados libres no son y nunca han sido una solución utópica para todos los problemas humanos -pero, entonces- ¿qué problema importante ha sido resuelto alguna vez por el gobierno, con o sin el insumo de los economistas?

Muchas gracias por su amable atención.

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Sugerencias de algunas lecturas interesantes:

Blaug, Marc. 1980. The Methodology of Economics: Or, How Economists Explain. Cambridge, U.K.: Cambridge University Press.
Boettke, Peter J. 2012. Living Economics: Yesterday, Today, and Tomorrow. Oakland: Independent Institute y Universidad Francisco Marroquín.
Formaini, Robert L. 1990. The Myth of Scientific Public Policy. New Brunswick, N.J.: Transaction Publishers.
Friedman, Milton. 1953. “The Methodology of Positive Economics", en Essays in Positive Economics, 3-16, 30-43. Chicago: University of Chicago Press.
Hutt, William H. 1936. Economists and the Public: A Study of Competition and Opinion. London: Jonathan Cape.
Kuhn, Thomas S. 1962. The Structure of Scientific Revolutions. Chicago: University of Chicago Press.
Schumpeter, Joseph A. 1956. History of Economic Analysis. Oxford, U.K.: Oxford University Press.
Sowell, Thomas. 1980. Knowledge and Decisions. New York: Basic Books.
Stigler, George J. 1985. Memoirs of an Unregulated Economist. Chicago: University of Chicago Press.

Robert L. Formaini es compañero investigador en la Independent Institute y anteriormente economista sénior en el Banco de la Reserva Federal de Dallas.

Traducido por Jorge Corrales Quesada.