Muy esclarecedor: gobiernos que quieren se les vean que están haciendo algo ante la pandemia, toman medidas que tal vez no son las más apropiada y que, más bien, han dado lugar a costos elevadísimos.

PESADILLAS PANDÉMICAS

Por Theodore Dalrymple
Law & Liberty
21 de enero del 2021

Las teorías de la conspiración acerca de la pandemia del Covid-19 son legión y usualmente dicen algo así como esto (he escuchado tales teorías más de una vez): los gobiernos de todas partes, ávidos como son siempre por su propia naturaleza los gobiernos, para aumentar su poder y control sobre sus poblaciones, han aprovechado la oportunidad presentada por la epidemia para imponer restricciones drásticas a la libertad, en el proceso, destruyendo las economías, para que deban ser rescatadas mediante endeudamiento. Esto, a su vez, inevitablemente conducirá tanto a mayores impuestos, como a una participación creciente del gobierno en, y mediante, la regulación de la vida económica. Y, por supuesto, una vez que los poderes son tomados por el gobierno, rara vez, y sólo lenta o a regañadientes, renuncia a ellos.

Los teóricos de las conspiraciones más salvajes creen que todo ello fue planeado desde el inicio, incluso que los gobiernos crearon expresamente el virus ofensivo para sus propósitos nefarios; los teóricos más moderados de las conspiraciones creen que los gobiernos simplemente han sido oportunistas. Pero, el resultado final es el mismo: un deslizamiento inexorable hacia el totalitarismo, todo en nombre de la salud pública.

Esto, en opinión de los teóricos de las conspiraciones, explica la desproporcionada reacción grosera hacia la epidemia, la que, después de todo, ha matado considerablemente menos (en proporción a la población del mundo) de lo que hicieron las gripes Asiática y de Hong Kong de hace cincuenta y sesenta años atrás. No es nada como la Peste Negra, que mató un tercio de la población de Europa, e incluso la epidemia de plaga en Marsella y Provenza en 1720, que, de igual forma, mató a un tercio de la población (desde ese entonces, sólo se han conocido casos esporádicos en Europa). Es más, las muertes debido al Covid han sido predominantemente las de los mayores: y la edad continúa siendo el factor de riesgo más importante para morir por una infección por Covid.

Admito que, una vez que quedó claro, como se vio rápidamente, que eran los mayores (entre los que me siento obligado a contarme) quienes en mucho tenían un riesgo mayor, mi respuesta favorita a la situación fue la de confinar en sus hogares a los viejos -digamos a aquellos de más de 65- y, también, otros grupos vulnerables, y dejar que el resto de la población continúe con sus actividades normales. Por supuesto, había excepciones a la generalización de que eran los viejos los que estaban en peligro: una pequeña proporción de jóvenes cayó víctima de la enfermedad, Pero, cerrar toda una sociedad para evitar unas pocas muertes, era como prohibir todo el tráfico en las carreteras, porque, algunas veces, gente joven muere en accidentes.

Hubo respetables epidemiólogos quienes sugirieron ese esquema. Y, ciertamente, pensé, estaba dentro de la capacidad de nuestro gigantesco aparato de bienestar y servicios sociales, sin dejar de mencionar supermercados, asegurar que los viejos eran suplidos con alimento y que, de otra forma, no estarían desatendidos.

No se puede saber si ahora el esquema, o algo parecido, habría funcionado, así como si tendría que haber sido impuesto, en vez de adoptado voluntariamente. Al ver París a mi alrededor, el día antes de tener vigencia la hora de irse a la casa a las 6 en punto, veo que mucha gente está desacatando abiertamente las precauciones, tal vez porque (entendiblemente) sienten ser un riesgo personal bajo; pero, entre quienes desacatan las precauciones, casi no hay ancianos. Ellos parecen haber tomado muy en serio a la epidemiología.

Una objeción que se planteó cuando se propuso públicamente el esquema, era que se trataba de una especie de apartheid, excepto que era un apartheid por edad, en vez de por raza. Esta objeción fue el triunfo del eslogan sobre el pensamiento, pues los grupos de mayor edad debían ser tratados diferentemente debido a diferencias importantes y relevantes en sus situaciones. Uno, igualmente, podría decir que las salas pediátricas o de recién nacidos en los hospitales, imponen una especie de apartheid, pues separan a los seres humanos según edades.

Una objeción más seria al esquema fue que, aun cuando el número de personas de menor edad afectadas seriamente que requiere ser admitido al hospital, puede ser pequeño como proporción de sus números totales, aún así puede ser un número muy grande en absoluto, tan grande que, en efecto, sobrepasaría los recursos médicos disponibles para tratarlo. Así, pueden morir muchos que nunca habrían contraído la enfermedad si, voluntaria o compulsivamente, hubieran seguido las precauciones apropiadas y hubieran sido encerrados en cuarentena.

Entendiblemente, no muchos gobiernos han estado preparados para asumir el riesgo de proseguir dicha política: pues, si, en efecto, resultaba en muertes, o parecía serlo, ningún gobierno se atrevería a encarar a su electorado y decirle, “Bueno, pensamos que era un precio que valía la pena pagar, por el bien de preservar alguna apariencia de vida normal.”

Esto, a su vez, nos lleva al valor que le damos a la vida humana. Vivimos en una época en la que, después de todo, esperamos llevar a cabo una guerra sin perder un sólo soldado. En cierto sentido, esto debe representar un avance moral sobre la época en que generales podían mandar a su muerte a miles, incluso decenas de miles, de jóvenes, por el bien de un avance militar de no más de diez yardas en un suelo embarrialado. Y, el hecho de que las vidas salvadas por medidas sanitarias estrictas, que son destructoras de la vida cotidiana, será principalmente la de aquellos de más de ochenta, no será permitido que ingrese al debate público, pues permitirlo sería devaluar las vidas de los ancianos: aún si, en nuestros corazones y nuestra vida diaria, en realidad, no los valoramos.

Así, los gobiernos deben ser vistos tratando de salvar la vida humana, ya sea que tengan éxito o no, independientemente del daño colateral, por así decirlo, causado a la economía y la vida social del país. Debido al sentimentalismo de sus electores, es políticamente imposible que los gobiernos les digan a estos que la salud pública es otra cosa distinta de un bien absoluto, y que la vida humana deba ser preservada a cualquier costo. El público no quiere considerar la cuestión de qué precio estamos, o deberíamos estar, dispuestos a pagar por salvar una vida, cien vidas, mil vidas, diez mil vidas. Puesto que el valor de la vida humana es incalculable -incluso que se permita pensar en términos de valor es salvajismo- no podemos dejar de considerar la cuestión: la que, sin embargo, tiene todo el tiempo para ser resuelta.

Si una de las consecuencias de cerrar la economía para salvar vida humana es la quiebra de pequeños negocios y una concentración adicional de la riqueza en manos de las clases que ya la poseen, eso tendrá que ser asumido o resuelto más tarde con, por ejemplo, la imposición de un gravamen a la riqueza sobre el 1 por ciento más rico de la población. El hecho de que los verdaderamente rico siempre logran evitar tales impuestos, sólo servirá para concentrar la riqueza aún más.

“¡Precisamente!” exclama el teórico de la conspiración. Pero, por supuesto, él olvida que todo lo que pasa, incluso como resultado de la voluntad humana, no es a lo que se apunta.

Theodore Dalrymple es un médico y psiquiatra de presiones pensionado, contribuye como editor del City Journal y es Compañero Dietrich Weissman del Manhattan Institute. Su libro más reciente es Embargo and other stories (Mirabeau Press, 2020).

Traducido por Jorge Corrales Quesada.