ANTES DE LA CAÍDA

Por Theodore Dalrymple
Law & Liberty
27 de enero del 2021

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Hace no mucho, fui a una exhibición amplia en Francia de retratos de Elisabeth Vigée Le Brun. Me encantaron los primeros que vi, pero, al final de la exhibición, experimenté una sensación no diferente de la de haber comido rápidamente muchas trufas de chocolate. Todo lo que ella pintó parecía ser lo mismo en carácter e, incluso, en algún grado, en apariencia. Todo carecía de solidez, ya fuera preciosa o coqueta, aunque siempre elegante. No soy un igualitario, pero, al final, sentí que entendí un poco mejor el resentimiento o furia dirigida hacia la clase cuyo retrato ella pintó. Incluso cuando se trató de que fueran serios, ellos parecían frívolos. Si la frivolidad puede ser profunda, eran profundamente frívolos.

Aunque Elisabeth Vigée Le Brun aparece muy a menudo en el largo libro de Benedetta Craveri acerca de la vida de siete prominentes aristócratas franceses y su círculo antes, durante y después de la Revolución (si la sobrevivieron), la autora no comparte mi valoración de los retratos de Vigée Le Brun. Por otra parte, su descripción de las vidas de sus sujetos hace poco por disipar la impresión con la que me quedé.

No mucho antes de que asistiera a la exhibición de Vigée Le Brun, había ido a otra, una de retratos de Goya. Por supuesto, este último era un artista muy superior a Le Brun, pero, para mí, había algo más que eso: la gente que él pintó no tenía la frivolidad decidida de las niñeras de ella, sino una profundidad evidente de carácter (no necesariamente bueno) que Goya tuvo éxito en transmitirnos. En términos culinarios, uno puede llamarlo un contraste entre un soufflé y unas papas gratinadas.

Por supuesto, la frivolidad de un hombre es la luminosidad en el corazón de otro. Los aristócratas que la autora retrata, sin explicar plenamente por qué ella escogió esos en vez de otros, eran cultivados, inteligentes, y exhibían una “cortesía exquisita, modales elegantes, genialidad incesante y una fidelidad hacia su civilización aristocrática,” sin haber sabido aquello que Talleyrand famosamente remarcó que era no haber conocido la plena dulzura de la vida.

Ninguno de los siete -el Duque de Lauzun, el Vizconde Joseph-Alexandre de Ségur, el Duque de Brissac, el Conde de Narbona, el Caballero de Boufflers, el Conde Louis-Philippe de Ségur y el Conde de Vaudreuil- tenía idea alguna de que estaban bailando al borde de un volcán. Aunque eran hombres de la Ilustración, y muchos de ellos exponían ideas democráticas de libertad humana (en su mayor parte eran entusiastas de la Revolución de los Estados Unidos), estaban tan seguros en sus condiciones de vida, de la certeza de sus privilegios, que difícilmente podían concebir que esta forma de vida y estos privilegios no podían continuar por siempre, y se sentían seguros de que podían soportar cualquier cantidad de crítica. En cierto sentido, querían mantener el queque y, al mismo tiempo, comérselo: es decir, ser contados como progresistas, a la vez que retenían sus privilegios personales y de clase Su clase representaba el cuatro por ciento, como máximo, de la población, probablemente menos; pero, al menos en la descripción de la autora, escasamente se les ocurrió preocuparse profundamente por las condiciones bajo las que vivían sus compatriotas. Ciertamente eran patriotas, pero, puede decirse que deseaban mayor bien para su país, que lo que deseaban para sus habitantes, quienes, para ellos, eran principalmente un trasfondo para sus vidas, en vez de aquellos de cuyo trabajo dependían para el lujo extravagante en que vivían, aun cuando estuvieran profundamente endeudados o nominalmente quebrados.

Ellos se casaron dentro de su clase principalmente por razones dinásticas o financieras, y no era una sorpresa que matrimonios sin amor terminaran en infidelidades. No había vergüenza en esto, sino lo contrario: un hombre que no tuviera una amante habría sido considerado como deficiente o peculiar en alguna manera. Muchos de ellos lograban amar a más de una mujer al mismo tiempo, y las mujeres amar a más de un hombre. Esto no significó que ellos nunca experimentaron pasión o amor romántico, como la concebiríamos, pero, su amor tendía a ser caleidoscópico. Traicionar a otros en asuntos de amor era la norma.

Físicamente eran valientes, con la valentía de la casta. En la guerra eran caballerosos de una forma que hoy nos parecería como altamente quijotesca, más acostumbrados como lo estamos a la idea e incluso lo apropiado de una guerra total. Cuando fueron sentenciados a muerte por guillotina, se comportaron con dignidad impresionante, como si morir no fuera gran cosa. Despreciarían temerle a cualquiera, en especial a sus inferiores.

Muchos de ellos escribieron; el hecho que, en su mayoría, sus libros no sean leídos no es para su descrédito, pues la vasta mayoría de los libros está destinada a que prontamente no sean leídos. Sin embargo, como clase, subestimaron el poder de la palabra escrita y del teatro, el que ellos mucho apreciaban. La obra más subversiva del Siglo XVIII, El Matrimonio de Fígaro, de Beaumarchais, que denunciaba fuertemente al privilegio aristocrático, fue presentada por primera vez a instancias de los aristócratas y para su gran aplauso, sólo pocos años antes que muchos de ellos perdieran sus cabezas en el patíbulo.

El libro de Craveri no es una historia narrativa de la Revolución Francesa, sino una especie de retrato-montaje de las vidas aristocráticas poco antes, durante y después de la revolución. No se recomienda para quienes no tienen mucho conocimiento acerca de la Revolución Francesa o de la historia europea de la segunda mitad del siglo XVIII, pues va hacia adelante y hacia atrás en el tiempo e introduce personas y acontecimientos sin explicación, y que serán familiares tan sólo para aquellos que ya tienen un conocimiento bastante íntimo del tema.
Algunas veces parece como si el autor estuviera escribiendo para una camarilla, en vez de una audiencia general. También, hay infortunios de estilo -por ejemplo, torrentes de preguntas sin respuesta- y algunas veces errores que incluso un no historiador puede reconocer, como, por ejemplo, que la Revolución Francesa tuvo su lugar dos, no tres, siglos después de la Armada Española. No puedo decir que la lectura del libro sea un placer puro.

Es probablemente el caso que la mayoría de los lectores en general, quien lee la historia, lo hace para en, de alguna forma, iluminar al presente. Aparte de la fascinación pura del pasado en sí, buscan analogías históricas, que, por definición, no pueden ser exactas, o bien serían repeticiones en vez de analogías: Pues la historia se repite tan sólo en esquemas, no en detalles. Por tanto, ¿Qué luz, después de leer 440 páginas de páginas sumamente densas, escritas por una académica real y obviamente muy estudiosa, como obviamente lo es la autora, al haber dedicado toda una vida a leer, señalar, aprender y, en su interior, digerir textos que para la gran mayoría de la gente parecerían oscuros y recherché [resultado de investigaciones], y quien nunca tendrá el tiempo o inclinación para leerlos, derrama este libro sobre el mundo contemporáneo? ¿Qué lección moral, política o histórica derivamos de él para el presente?

La primera es que no podernos saber qué es lo que nos espera a la vuelta de la esquina. Pasaron sólo ocho años entre la primera presentación pública de El Barbero de Sevilla y la decapitación de Luis XVI, lo que habría sido impensable en el momento de aquella presentación.

La segunda es que la burla hacia, el desprecio de, o una actitud de desprendimiento altanero hacia el orden establecido, todo, puede muy fácilmente ser destruido, o fallar en impedir la destrucción de lo que aparenta ser sólido y resultar por muchos años en una miseria no descrita. Tomó millones de muertes y un cuarto de siglo para restaurar la estabilidad en Europa después de la Revolución Francesa, y eso pasó cuando las armas empuñadas por todas las partes se hicieron comparativamente ineficientes.

¿Estamos en algún peligro de repetición de 1789 y su subsecuente desarrollo? En verdad, tenemos el odio y autodesprecio de una aristocracia, si bien uno autoimpuesto (que, no obstante, carece del gusto estético de aristocracias previas, y cuyo único atractivo es su riqueza), que probablemente, al menos en la imaginación popular, constituye un porcentaje más pequeño de la población de lo que era la aristocracia francesa. De ninguna manera ha desparecido el impulso muy humano de tirar piedras contra el propio tejado, siempre y cuando hacerlo dañe a otros. Existe un sentimiento diseminado de que el mérito -usualmente el propio- es insuficientemente reconocido y que el pastel económico (para usar una metáfora peligrosa y equivocada, pero muy poderosa e influyente) está dividido según conexiones, privilegios, etcétera, y no como debería ser. Finalmente, la legitimidad del gobierno está, como nunca antes en el pasado, bajo escrutinio sospechoso, incluso por quienes tienen todas las de perder por un cambio radical. Aunque parece inconcebible que un estado democrático moderno, con todos los poderes de vigilancia y represión, pudiera ser derrocado como fue derrocado el ancien régime, tenemos que recordar que los beneficiarios del ancien régime, altamente educados, inteligentes y mundanos, no tenían la más mínima idea acerca de su destino, tan sólo pocos meses antes que les alcanzara.

En cierta forma, este es un mensaje profundamente optimista, pues significa que la historia humana no está bajo el control de nadie. Pero, el precio de la ausencia de ese control es la posibilidad permanente de sorpresas degradables.

Theodore Dalrymple es un médico y psiquiatra de presiones pensionado, contribuye como editor del City Journal y es Compañero Dietrich Weissman del Manhattan Institute. Su libro más reciente es Embargo and other stories (Mirabeau Press, 2020).

Traducido por Jorge Corrales Quesada.