Aquí ponemos impuestos al pecado de traer bienes de contrabando, al pecado de tomar licor y cerveza, al pecado de fumar cigarrillos, al pecado de usar medicinas no autorizadas por burócratas de la salud, al pecado de conducir vehículos en momentos de prohibición de circular…

LA PARADOJA DEL IMPUESTO AL PECADO

Por Robert E. Wright
American Institute for Economic Research
1 de marzo del 2021

NOTA DEL TRADUCTOR: Para utilizar los ligámenes de las fuentes del artículo, entre paréntesis y en azul, si es de su interés, puede buscarlo en su buscador (Google) como Robert e. wright institute for economic research sin tax March 1, 2021 y si quiere acceder a las fuentes, dele clic en los paréntesis azules.

Todos los impuestos son “malos” en el sentido de que distorsionan la actividad económica. Esto sugiere que, para maximizar la felicidad humana, también conocida como prosperidad, los gobiernos deberían permanecer siendo tan pequeño como sea posible y que pongan impuestos de la forma menos distorsionaría posible. Al crecer los gobiernos (debidamente o no), la búsqueda del IMM o “Impuesto Menos Malo” (un subconjunto de la Teoría de la Imposición Óptima) se hace más importante. Un candidato putativo al IMM, los impuestos al “pecado,” creados para aliviar problemas sociales, como el consumo “excesivo” de X, prometen más de lo que han brindado.

Primero, mucha gente que consume X en realidad, verdaderamente, quieren X, así que encuentran formas creativas, pero económicamente costosas, para disminuir su carga impositiva, en vez de reducir su consumo de X. Esto ocasiona distorsiones como mercados subterráneos, sobornos a funcionarios tributarios, explotación de brechas impositivas, etcétera (tanto como con bienes o actividades prohibidas, como recientemente lo describió Peter C. Earle en AIER).

Segundo, los gobiernos se hacen adictos a sus propios impuestos al pecado. Por ejemplo, después de la Guerra de 1812, la ciudad de Nueva York, entonces con una población de alrededor de 120.000, se hizo adicta a la venta de licencias para vender licor. Recibió $10.000 al año con la venta de licencias “a personas con licoreras al menudeo, el cual no se debe consumir dentro de las premisas del minorista.” Al saturarse mercado saturado, pero con la insaciable necesidad política de dinero en efectivo, la ciudad empezó a vender licencias para vender licores al menudeo “que se podían consumir en las premisas del minorista.” De todas formas, el resultado, según la Sociedad para la Prevención del Pauperismo fue un aumento en el consumo de licor, pues los minoristas presionaron por más ventas para cubrir sus costos de la licencia.

Peor, más consumo de alcohol aumentó el crimen, y, por tanto, los gastos gubernamentales, “pues es un hecho que tres cuartos de los asaltos y golpizas cometidos en la ciudad y condado de Nueva York, y sometidos a juicios en las cortes, vinieron del uso degradante de espíritus ardientes.” El resultado de poner impuestos a los minoristas de licores, concluyó la Sociedad, no fue una disminución del consumo de licor, sino, más bien, “un sistema contradictorio y de choque de regulaciones municipales de la tendencia más imprudente, promoviendo la culpabilidad y abandono moral.” [Anónimo, The Second Annual Report of the Managers of the Society for the Prevention of Pauperism, in the City of New-York (New York: E. Conrad, 1820), 9].

Esa no fue la primera vez, ni la última, en que un gobierno pecó debido a su propio impuesto al pecado. Los impuestos disminuyen el consumo del bien o la actividad que se grava, mucho en proporción al nivel del impuesto y la efectividad de su puesta en práctica, pero, eso produce una paradoja. En vez de aumentar el impuesto hasta extirpar el comportamiento o producto no deseado, los gobiernos se encuentran, a menudo, dependiendo de la recaudación, al punto que tienen cuidado de no desalentar, e incluso empezar a estimular el pecado putativo. Esto ha sucedido con el alcohol, juego, tabaco y otros Xs, y pronto lo veremos con armas de fuego si la administración Biden se sale con la suya, de poner un impuesto de $200 sobre armas de “asalto,” lo que sea que signifique este término.

Un impuesto de $200 a la transferencia de armas plenamente automáticas, llamadas comúnmente “ametralladoras,” ha estado en vigencia desde la aprobación de la Ley Nacional de Armas de Fuego de 1934. Sin embargo, en abril del 2020, los estadounidenses eran dueños legales de casi 727.000 de esas armas. Doscientos dólares era una buena porción de menudo en 1934, pero, obviamente, el impuesto no disuadió toda propiedad legal (y, por supuesto, estimuló la tenencia ilegal, en especial de armas automáticas relativamente baratas y que se puedan ocultar, como las UZIs y las TEC-9). Después de la Gran Inflación de los años setenta, aunque $200 ya no más eran tanto, el gobierno se propuso prohibir la venta de nuevas ametralladoras en 1986 (inconstitucionalmente, desde mi punto de vista, pero eso queda para otro momento). De hecho, para ese entonces, una inflada burocracia estatal había reducido casi a la nada el ingreso neto producido por el impuesto de 1934.

Sin embargo, un impuesto de $200 a la transferencia de 400 millones de armas de fuego no automáticas actualmente en el país, en especial si se indexan a la inflación que pronto puede venir, haría que los contadores gubernamentales se pusieran felices. Las ventas de armas, según una estimación cuidadosa, superó los 20 millones en el 2020, que fue un año loco en muchas formas, así que, tomemos las ventas de 14 millones del 2019 como base en vez de la anterior, y recortemos 4 millones en ventas que no se harán o subterráneamente debido al impuesto. Diez veces $200 es $2 miles de millones, una gota en el erario público, como dicen ellos, pero suficientemente elevado como para financiar un montón de estudios de programas de género en Pakistán. Un impuesto de $200 al año sobre toda la existencia de armas de fuego que algunos temen que pueda venir, generaría unos intoxicantes $80 miles de millones al año, si es que resulta ser constitucional.

Los impuestos a la marihuana son otra área emergente de adicción en el nivel estatal. En un giro interesante, el gobierno federal se embolsa unos $5 miles de millones en impuestos extra al mantener ilegal a la hierba, pues eso hace que el negocio de la marihuana sea inelegible para varias exenciones tributarias.

Finalmente, su usted realmente cree que los seres terrestres necesitan reducir las emisiones de gas de invernadero, estimular un impuesto a las emisiones puede muy bien condenar al planeta. Note, por ejemplo, cómo un reporte de la Institución Brookings sugiere que impuestos al carbono pueden ser “parte de la solución fiscal.” Sin embargo, la única forma en que llamar un pecado a la emisión del carbón puede ayudar a reducir los déficits presupuestales, es si la gente continúa emitiendo carbono, como ha pasado en países como Dinámica, Finlandia, y Suecia, que pusieron impuestos al carbono durante las últimas décadas.

En resumen, es hora de desechar la noción de gravar el pecado y, de nuevo, pensar firmemente acerca del IMM promovido por Milton Friedman y Henry George, un impuesto sobre el valor de la tierra sin las mejoras. Es un impuesto, y, por tanto, malo, pero es menos distorsionador que gravar el ingreso o un pecado, y no tiene que ser alto si el gobierno se concentra sólo en sus funciones esenciales.

Robert E. Wright es compañero sénior del American Institute for Economic Research. Es (co) autor o (co) editor de más de dos docenas de libros importantes, series de libros y colecciones editadas, incluyendo The Best of Thomas Paine (2021) y Financial Institutions publicados por el AIER. Robert ha enseñado cursos de negocios, economía y de política en la Universidad Augustana, la Escuela Stern de Negocios de la Universidad de Nueva York, la Universidad de Virginia y en otras partes desde que obtuvo su PhD. Historia de la Universidad del Estado de Nueva York en Buffalo, en 1997.

Traducido por Jorge Corrales Quesada.