La cultura de la cancelación es más que un cercenamiento del derecho a la libre expresión de las personas: es a manufactura de un ambiente para que llegue el totalitario a exigir que sólo lo que dice o acepta es verdadero. El sueño de 1984…

LA CULTURA DE LA CANCELACIÓN ES APENAS EL INICIO

Por Robert E. Wright
American Institute for Economic Research
1 de abril del 2021

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Imagínese las botas golpeando su puerta a medianoche y siendo enviado a un campo de reeducación debido a aquel tuit. (¿Cuál? ¿Acaso importa?). Usted piensa resistirse, pero, cuando se da cuenta que sus asaltantes no son empleados gubernamentales, sino matones contratados por la corporación MegaX, entonces, usted cede. El derecho de MegaX para reeducarlo por la fuerza probablemente estaba en el acuerdo con el usuario, de forma que tal vez todo esté bien. ¿Correcto?

¡Se equivoca! En especial si usted entiende lo que los miembros de la generación de Fundadores tenían en mente cuando usaron el término “falange.” La referencia en aquella época era tan familiar para ellos como lo es para nosotros “multitud instantánea,” aunque una falange, formación estrecha de la antigua infantería griega con escudos que se traslapaban, era mucho más disciplinada que cualquier multitud instantánea. Mientras que los hombres individuales de la infantería eran despachados con relativa facilidad, al acomodarse en falange se hacían formidables, incluso ante la caballería, y las falanges ganaron muchas batallas, incluyendo la de Maratón.

Los Fundadores de Estados Unidos usaron el término falange metafóricamente para significar una combinación poderosa de fuerzas aliadas para lograr algún objetivo (usualmente nefario). Individuos poderosos, en especial aquellos concentrados en corporaciones adineradas, podrían derrotar a un gobierno dividido, pero, por supuesto, un gobierno tiránico podría formar una falange contra el pueblo.

Por ejemplo, en la Convención Constituyente, algunos delegados temieron que los tres estados más grandes, en aquella época, Massachusetts, Pennsylvania, y Virginia, podían “llevar todo delante de ellos.” Si el poder se repartiera sólo con base en la población, como Virginia, en un borrador inicial de la Constitución, con “sus dieciséis votos sería una sólida columna, de hecho, una falange formidable.”

A inicios de 1791, el representante ante el Congreso Josiah Parker de Virginia, predijo que un impuesto específico al whiskey “dejaría suelto un hervidero de arpías, quienes, bajo el nombre de recaudadores de impuestos, tomarían al país, apropiándose de la casa y asuntos de cada hombre, y, como una falange macedónica, los aplastaría a todos ellos.

A fines de 1803, el presidente Thomas Jefferson temió que el Banco de los Estados Unidos, en ese entonces una corporación propiedad conjunta de accionistas totalmente privados, con sucursales a lo largo de todo el país, constituía una amenaza existencial para el gobierno federal. “Suponga que ocurra una serie de acontecimientos inesperados, suficiente para poner en duda la competencia de un gobierno republicano para enfrentar una crisis de gran peligro, o que desate la confianza de la gente en los funcionarios públicos,” le escribió él al ministro de Hacienda Albert Gallatin. “Una institución como esta, penetrando con sus sucursales a todas partes de la unión, actuando bajo órdenes y en falange, puede, en un momento crítico, alterar al gobierno.”

El Banco de los Estados Unidos nunca “alteró al gobierno” e historiadores financieros, como Richard Sylla, creen que al país le hubiera ido mejor en la Guerra de 1812, si su fuero hubiera sido removido en 1811. Pero, sin duda, los Estados Unidos están bajo la amenaza de arpías recaudadoras de impuestos y estados grandes. En vez de “alterar” al gobierno, los bancos grandes y otras corporaciones grandes se han unido en una falange fascista que priva de libertad a los estadounidenses.

Por mucho tiempo, los estadounidenses se han dividido en tribus de Izquierda y Derecha. La primera fulmina las grandes empresas, y la segunda al gran gobierno. Ocupadas en enfrentar a uno con el otro, han dejado de lado el problema mayor, esto es, la combinación de gobierno grande y empresas grandes que ha mostrado ser temible para la libertad, el derecho de todo ser humano de hacer lo que quiera dentro de los confines de las leyes constitucionales y justas, promulgadas debidamente.

Yo invoco al fascismo sabiendo a plenitud de los peligros de una reductio ad Hitlerum. Así que, permítanme ser explícito: Biden (Trump) no es Hitler, la crisis de la no crisis en la frontera Sur no es otro Holocausto, etcétera. Todos los nazis son fascistas, pero no todos los fascistas son nazis. Uno no necesita alegar superioridad racial y cultural para fusionar al gobierno grande y grandes empresas en una fuerza única, orientada al dominio autoritario de todos los aspectos importantes de la vida.

“Si el poder de poner impuestos involucra el poder de destruir,” como lo dijo el Juez Principal de la Corte Suprema de Estados Unidos, John Marshall, en McCulloch v. Maryland (1819), entonces el poder de poner impuestos y de regular es el poder para dominar. Las empresas grandes pueden lograr o hacer miles de millones con base en decisiones de políticas, algunas conspicuas, como rescates o grandes contratos gubernamentales, pero, la mayoría de las líneas inocuas se incorporan en leyes de miles de páginas o acuerdos negociados con agencias administrativas, como EPA, IRS o SEC.

Muchos economistas temen que las empresas puedan “capturar” a sus reguladores, pero a pocos les preocupa que reguladores capturen empresas, aunque sólo el gobierno puede ejercer el uso legítimo de la violencia para imponer sus derechos. En esencia, la gran empresa y el gran gobierno han llegado a ser codependientes, fundiéndose en un sentido informal, pero muy real, en una sola entidad, con un objetivo único de maximizar la utilidad (ingreso, poder, seguridad) de aquellos en ambos lados de la división nominal pública/privada. Ellos no se capturaron tanto entre sí, como que ellos capturaron la libertad.

Nada, sino una fusión del gobierno grande y negocios grandes es lo que puede explicar rápidamente algunas de las restricciones locas acerca del Covid, como aquellas de muchos estados de Estados Unidos y otras naciones fascistas, incluso Australia. Cuando usted mire este video divertido y este otro, observe cómo los intereses de las empresas han influido claramente en lo que el gobierno ha considerado “seguro,” ver acontecimientos deportivos comerciales, volar, y comer y beber, y lo que aquel considera un riesgo público de la salud, el entretenimiento no comercial.

Pero, las restricciones por el Covid son sólo el aspecto más destacado de la falange fascista que emerge. Si algunas partes del gobierno de Estados Unidos quieren censurar a alguien, no tienen que aprobar leyes como las leyes de 1798 acerca de Extranjeros y Sedición, sino que pueden filtrarlo al libro de los tuits, para que haga el trabajo sucio, como suprimir la historia de la computadora de Hunter Biden justo antes de la elección del 2020 o silenciar a científicos afamados al tiempo que alegaba que se siguiera a “la” ciencia.

Similarmente, si algún tonto inconveniente demuele los planes para una orden nacional de usar mascarillas, el gobierno puede inducir a que grandes corporaciones con poder de mercado impongan sus preferencias inmorales e inconstitucionales, usando la zanahoria de los incentivos tributarios y el garrote de las regulaciones, en donde ambos abundan. Mucha gente estará de acuerdo porque lo ordena una empresa privada, y una empresa no es el gobierno, excepto cuando, en esencia, lo es.

Todos los fascistas deben ser resistidos, como lo hizo el poco conocido pequeño movimiento de la Rosa Blanca, que se opuso a Hitler y al Holocausto. La pregunta es cómo. Gran parte de la respuesta en el caso actual, parece ser el federalismo, o los Derechos de los Estados, como posiblemente lo embadurnarán los críticos. El federalismo, o la división del poder entre los gobiernos federal y estatal, en su época fue la herramienta iliberal de los esclavizadores. Su “esclavocracia” controlaba los gobiernos locales y estatales en el Sur, pero, cuando su sección cada vez menos creciente perdió la representación en Washington D.C., ellos cada vez más celosos cuidaron el poder de los gobiernos estatales frente a usurpaciones federales.

No obstante, por algún tiempo, el federalismo era más un bastión de libertad que uno de esclavitud, como se muestra en libros como A Less Perfect Union: The Case for States’ Rights de Adam Freedman, nombre dickensiano si alguna vez hubo uno. Los estados presentaron 156 pleitos multi estatales contra la administración Trump, más o menos el doble del número formulado contra los dos términos de las administraciones de Obama y George W. Bush, lo que duplicó el número planteado contra Clinton, lo cual dobló el número interpuesto contra la administración Bush de un término, o sólo dos veces menos que las presentadas durante la administración de dos términos de Reagan (30). Recientemente, estados como Texas y Alaska han demandado al gobierno federal acerca de asuntos de control fronterizo y políticas energéticas federales, mientras que Florida ha sido un desafiante directo en torno a restricciones federales por el Covid y reglas de las Grandes Tecnológicas.

Es posible que la existencia crecientemente obvia de una falange fascista esté impulsando la formación de una falange de amantes de la libertad, consistente de gobiernos estatales “Rojos” como aquel de Dakota del Sur, de lo que queda del sector de sentido común centrista de pequeños negocios, de instituciones pro libertad sin fines de lucro, como AIER, el Center for American Liberty, la Foundation for Economic Education, el Independent Institute, Judicial Watch, y de activistas de derechos humanos, civiles, económicos, quienes se alejan de afiliaciones previas.

El resultado de cualquier batalla no violenta, que enfrenta al gobierno federal con un subconjunto de gobiernos estatales, puede muy bien depender de otro concepto bien entendido por los Fundadores, el poder del bolsillo. Actualmente, la mayor parte de los impuestos de los estadounidenses va a sus gobiernos locales y al gobierno federal, que luego la devuelve a los estados, a menudo con ataduras de dudosa constitucionalidad.

En efecto, el acuerdo actual desafía al credo revolucionario en que no debería existir imposición sin representación. La noción era que, en vez de gravar directamente a la gente, gobiernos grandes, distantes, como aquellos de Londres y más tarde de Washington, sólo deberían gravar indirectamente, como aranceles o tasas, para que las arpías temidas por Jefferson, Parker y los otros Fundadores, no se multipliquen y devoren el sustento de las personas.

Los gobiernos imperiales lejanos, creían los Fundadores, deberían recibir peticiones de gobiernos coloniales (una etapa posterior). Así, los impuestos eran localmente recaudados, según condiciones y tradiciones económicas locales. Además, el sistema de requisiciones les dio a gobiernos coloniales y estatales el poder del bolsillo, al permitirles retener impuestos de gobiernos imperiales corruptos o incompetentes, como muchos lo hicieron tanto de la Madre Patria como de un Congreso chapucero durante la Revolución.

¿Tal vez, deberíamos considerar regresar a un sistema en que gobiernos estatales operen sistemas de recaudación diseñados para pagar requisiciones al gobierno federal, para financiar el rol constitucional (básicamente cortes, defensa nacional y alguna infraestructura de comercio internacional y controles fronterizos), a la vez que deja la provisión de otros servicios gubernamentales a la sabiduría de los votantes de cada estado?

Una vez que los estados encaran fuertes restricciones presupuestarias -ellos no pueden imprimir dinero y, por tanto, pedir prestado tanto o tan barato como el gobierno federal y, por supuesto, ya no más serán subsidiados por otros estados, como lo son ahora- tendrán que pagar por sus propias debilidades. Presumiblemente, entonces, buscarán estados exitosos para obtener mejores ideas acerca de políticas.

Robert E. Wright es compañero sénior del American Institute for Economic Research. Es (co) autor o (co) editor de más de dos docenas de libros importantes, series de libros y colecciones editadas, incluyendo The Best of Thomas Paine (2021) y Financial Institutions publicados por el AIER. Robert ha enseñado cursos de negocios, economía y de política en la Universidad Augustana, la Escuela Stern de Negocios de la Universidad de Nueva York, la Universidad de Virginia y en otras partes desde que obtuvo su PhD. en historia de la Universidad del Estado de Nueva York en Buffalo, en 1997.

Traducido por Jorge Corrales Quesada.