Con gusto comparto este ensayo de hace pocos años de un pensador del derecho liberal cásico destacado de los últimos años, Richard A. Epstein, quien nos induce a pensar lo violatorio de nuestros derechos, ante el abuso en proceso en ciertas naciones de imponer, bajo el disfraz de la acción positiva y ley antidiscriminación, una flagrante discriminación para los demás ciudadanos. Tome su tiempo y léalo con cuidado. Útil para abogados constitucionalistas, economistas, filósofos, políticos, y en general para personas estudiosas como usted.

LIBERTAD DE ASOCIACIÓN Y LEY ANTIDISCRIMINACIÓN: UNA RECONCILIACIÓN IMPERFECTA

Por Richard A. Epstein
Law & Liberty
2 de enero del 2016

El tema de este ensayo [1] es identificar el papel apropiado de las leyes antidiscriminación en relación con el principio general de libertad de asociación, que, en sí, es un subconjunto del principio básico de libertad de contratación. Históricamente, el entendimiento usual era que el principio de libertad de asociación disfrutaba de un lugar de privilegio en la jerarquía social, de forma que el principio de antidiscriminación se empleó sólo en contextos seleccionados, primordialmente como contrapeso al poder monopólico en una clase amplia de situaciones de entidades dedicadas al transporte, así como a la provisión de bienes y servicios para el público en general. La posición básica tuvo fuertes fundamentos en las provisiones constitucionales que protegen igualmente los derechos de propiedad, libertades económicas, y libertad de expresión. Una visión unificada protegió a todas las formas de comportamiento humano productivo.

Hoy en día, el clima intelectual ha cambiado, así que la norma antidiscriminación tiene mucho mayor atractivo, al menos en varias direcciones.

Primera, el panorama constitucional ha cambiado, de forma que los derechos de propiedad y libertades económicas reciben sólo el nivel mínimo de protección bajo el test de una base racional. La libertad de asociación, basada en la Primera Enmienda, aún recibe mayores niveles de protección, de ahí que crea un enorme vacío en el estatus constitucional en los muchos casos en que se traslapan la libertad de expresión y económica. Como consecuencia del nuevo orden constitucional, ahora no hay objeción real para la aplicación de esa norma para restringir el comportamiento de empleadores y propietarios, pero nunca a empleados e inquilinos, acerca de cómo conducen sus asuntos. Así, el principio ha llegado a ser específico en su papel, en vez de perfectamente general, y, por tanto, abriendo las puertas para el favoritismo, la facción y la intriga.

Segunda, la lista de tipos impermisibles de discriminación se ha expandido desde la articulación básica del principio en uno de los acontecimientos decisivos del siglo XX, la aprobación de la Ley de Derechos Civiles de 1964 ̶ que Clay Risen ha descrito correctamente como “la Ley del Siglo” en un libro con ese nombre. [2]

En la actualidad, la lista básica de formas prohibidas de discriminación ahora incluye no sólo las estrellas viejas de la raza, religión, discapacidad y orientación sexual (el término usado en la Ley de 1964), sino también edad, discapacidad, y orientación sexual. Al multiplicarse las categorías de bases impermisibles, así también la ley ha intensificado los mecanismos de aplicación a fin de poner en práctica las órdenes sustantivas de la ley. En este momento autoriza la acción administrativa de diversas agencias gubernamentales, más notoriamente al Departamento de Justicia, la Oficina de Derechos Civiles en el Departamento de Educación, y la Comisión de Oportunidades Iguales en el Empleo. Pero, existen divisiones de derechos civiles en virtualmente toda agencia gubernamental, más significativamente en las agencias que regulan la vivienda, educación y empleo.

La aplicación pública de la ley en estas áreas ha estado marcada por un aumento agresivo en el conjunto de remedios judiciales y administrativos que, como a menudo es cierto en el estado administrativo, ejercen gran presión sobre diversas firmas y asociaciones para que sigan a pie juntillas la línea del gobierno. Hoy siempre existe la amenaza en ciernes de un rango amplio de sanciones legales, incluyendo amenazas de acción individuales de aplicación de la ley o las guías administrativas más generales, siendo ambas difíciles de desafiar en la corte si no ha habido una “acción final de la agencia,” que, bajo la lectura común de la Ley de Procedimientos Administrativos, debe completarse antes que la acción o regulación del gobierno puedan ser desafiadas en la corte.

Substantivamente, la aplicación de las normas antidiscriminación no está atada por algún requerimiento de que el gobierno o un demandante privado muestren que hubo algún intento consciente de discriminar. Es fácil para las agencias administrativas y cortes imponer sanciones sobre prácticas que parecen ser lo suficientemente inocentes en sí, pero que se dice tienen un impacto diferente en alguno de diversos grupos ̶ a menudo medido sólo por inferencia estadística, sin evidencia directa alguna. Una vez reconocidas esas formas amplias de responsabilidad, hoy se ha convertido en rutina para las agencias de gobierno demandar que diversos negocios e instituciones educativas incorporen funcionarios de cumplimiento -a menudo antiguos empleados gubernamentales que han trabajado en asuntos de discriminación- a sus filas, e investirlos con amplios poderes de supervisión dentro de las organizaciones.

A menudo, las agencias gubernamentales tienen el poder para imponer multas elevadas a objetivos que no cumplen con la ley, que también están sujetos a juicios individuales y demandas colectivas por violaciones de las amplias normas sustantivas en cuestión. La actitud detrás de este movimiento es que los errores de una excesiva aplicación de la ley palidecen hasta la insignificancia, comparados con aquellos de una insuficiente aplicación de la ley, tan grande es el interés social supuesto de prevenir diversas formas de discriminación. Una vez en su sitio, el coloso institucional se hace más difícil de desalojar.

Y todo esto constituye un enorme error social. La visión más antigua que ata la norma antidiscriminación con áreas de poder monopólico permanece siendo la posición intelectualmente preferida. Para formular el caso, primero esquematizo la teoría clásica en este aspecto, y, después, muestro cómo los esfuerzos modernos por imponer una ley antidiscriminación integral en todos los ámbitos, genera una menor producción económica, costos administrativos mayores, y un nivel mayor de descuerdo y disturbio social ̶ todo lo cual se ha incrementado durante la administración Obama, más recientemente en las confrontaciones y demostraciones en Princeton, Yale, la Universidad de Missouri y otras universidades.

El resultado no debería ser una sorpresa para nadie que haya sido educado en la tradición liberal clásica, que ve al ejercicio del poder gubernamental como un error hasta que se muestre que sea un bien. Ningún gobierno conoce lo suficiente como para imponer desde el centro una ley antidiscriminación que flota libremente, y los esfuerzos para hacerlo invitan así al tipo de política partidaria que siempre es una amenaza para la estabilidad del orden social básico.

Claramente las defensas que haré de la doctrina tradicional sigue líneas de investigación que he trazado en otras partes. Es un esfuerzo por fusionar los entendimientos del florecimiento humano de la ley natural tradicional con las descripciones utilitarias más explícitas del bienestar social general, haciendo valoraciones acerca del bienestar colectivo como función del bienestar de los ciudadanos. La posición empieza con la descripción básica de la libertad de asociación. Luego, se dirige al caso especial del monopolio. Una vez que se han desarrollado los temas teóricos, ilustraré los peligros de la inconsistencia y extralimitaciones que inyectan la aplicación moderna de las leyes antidiscriminación.

EL ENFOQUE LIBERAL CLÁSICO DE LA LIBERTAD DE ASOCIACIÓN

Comúnmente se insiste en que la libertad de asociación es una de las libertades fundamentales que pertenecen a todos los individuos en sociedad. Ese principio se refleja en la regla de que la mayoría de las organizaciones pueden decidir a quién quiere invitar como miembro y a quién quiere excluir. Ese principio es aplicable no sólo a organizaciones como sociedades y corporaciones que se organizan con propósitos de obtener ganancia, sino, también, organizaciones sin fines de lucro que tienen como su objetivo actividades religiosas, educativas o caritativas.
Por tanto, debería ser obvio que el principio no debería considerarse como un festejo de intereses económicos o financieros estrechos sobre otros derechos humanos. Es, en cambio, mejor entendido como una forma de facilitar la cooperación descentralizada de individuos afines.

¿Para qué la cooperación? La explicación emana de la simple proposición de que la cooperación voluntaria nunca es un juego de suma cero, sino que, siempre, opera bajo la expectativa de un juego de suma positiva para sus participantes. Las palabras “bajo la expectativa” enfatizan el punto sencillo de que los planes colectivos que parecen ser sensatos al principio, podrían salir mal al final de cuentas, de forma que la empresa fracasa y a sus miembros les queda la tarea desagradable de dividir las pérdidas. Pero, la gente forma estas organizaciones porque, en promedio, tiene confianza en que, si elige los socios apropiados para algunos negocios o empresas sociales, logrará, por medio de sus esfuerzos combinados, beneficios mayores de los que podría lograr por sí sola.

Así, los fracasos inevitables en algunos casos son más que compensados por las ganancias mucho mayores que provienen de las empresas en cooperación que tienen éxito. Los dos conjuntos de prospectos significan que cualquier sistema que valora la libertad de asociación, necesita tener medios fáciles por los que los individuos pueden juntarse, a la vez que simultáneamente suplir los medios para liquidar o reorganizar empresas que fracasan, para así permitir la reasignación de las partes y recursos atados en una empresa hacia otra.

Una de las grandes ventajas de la libertad de asociación es que la aplicación constante del principio básico genera acuerdos voluntarios cada vez más complejos. Así, si dos individuos deciden forman una simple sociedad, a partir de eso, ellos pueden admitir a un tercero. Si dos sociedades deciden fusionarse, ellas pueden redactar un acuerdo que exprese sus derechos y obligaciones correspondientes.

Las mismas condiciones rigen con respecto a transacciones comerciales. Los bienes que se venden de un manufacturero a un distribuidor, o de un distribuidor a un minorista, pueden dividirse en unidades más pequeñas y revenderse a otros clientes y negocios. La ley puede exigir esos acuerdos sin tener que investigar el merecimiento de su contenido, pues las propias partes determinan que ellos son ganadores con la transacción en cuestión. La aplicación de la ley así se simplifica en el conocimiento de que, con cada nivel adicional de complejidad transaccional, rige la misma relación económica básica: transacciones completadas, ya sea por intercambio o asociación, son en su expectativa una suma positiva para las partes que participan de ellas.

A esta visión soleada de transacciones voluntarias, se le debe agregar dos calificaciones. La primera tiene que ver con acciones individuales que pueden subvertir la ganancia mutua entre las partes que hacen la transacción ̶ principalmente fraude, falsedad, ocultación, y no revelación. La segunda involucra los efectos de sus transacciones sobre terceras partes.

La primera clase de acciones es importante, en especial dentro de un marco liberal clásico, pues ellas pueden minar la hipótesis de ganancia mutua sobre la que descansan la cooperación e intercambio. Por tanto, es crítico enfatizar que, en cualquier sistema de mercados de laissez faire, esos comportamientos deben ser sujetos de sanciones. Los remedios exactos -daños, multas, rescisiones, cárcel- para estas formas de comportamiento indebido están fuera del ámbito de este ensayo, pero, en su mayor parte, los actores inteligentes en todos los ámbitos de la vida toman muchos cuidados al escoger los socios comerciales correctos y al entrar en las relaciones de largo plazo correctas, para minimizar el riesgo de ruptura de las relaciones sociales. El control del fraude es consistente con los principios liberales clásicos, pues aumenta las oportunidades para terceras partes sin obligar al estado a meterse en el negocio incómodo de decidir qué tipos de transacciones favorecer y cuales penalizar.

La segunda tiene que ver con qué se debería hacer bajo este régimen acerca de extraños a él. El sesgo implícito en esta pregunta es que las externalidades que se crean serán negativas para gente a la que no se les pide participar en la nueva empresa. Pero, la situación general, de hecho, es mucho más compleja, pues la formación de cualquier organización voluntaria o relación comercial específica genera tanto externalidades positivas como negativas.

Las externalidades positivas a menudo son ignoradas pues, en general, no se convierten en el punto focal de sanciones legales, Pero, su influencia no puede ser dejada de lado en ninguna evaluación social general del sistema tradicional. La conclusión exitosa de cualquier transacción voluntaria de las partes entre dos o más personas, rutinariamente aumenta las oportunidades de asociación y comercio asequibles para cualquier otro. Una mayor libertad y mayor riqueza van de la mano, y estas externalidades positivas ayudan a explicar por qué el cumplimiento y protección de estas libertades asociativas y de intercambio, es un rol apropiado para el estado.

Las externalidades negativas plantean desafíos diferentes. En este contexto, primero deben distinguirse dos tipos de externalidades ̶ una que justifica intervención legal y otra que no. La invocación apropiada del poder estatal es para prevenir el uso de agresión y fraude contra otros individuos. No es para compensar pérdidas por ofensa o competencia, no sea que las excepciones sigan la ley. Tomemos los puntos ordenadamente.

En lo que tiene que ver con agresión o fuerza, no hay necesidad de definir estas nociones en algún sentido artificial o estrecho. Tanto los sistemas de derecho romano como los consuetudinarios arriban a la misma línea básica. La protección contra la fuerza no sólo cubre a casos de golpear o quemar. También cubre crear una trampa en la que alguien puede caer, o esconder veneno en la comida o bebida de otra persona. La fuerza (en su sentido más amplio, la coerción) también incluye amenazas de fuerza, incluyendo aquellas que le piden a la gente que elija entre su dinero o sus vidas, cuando se tiene derecho a ambos.

La simple explicación aquí es que esas transacciones son, en nuestra mejor adivinanza empírica, todas de suma negativa. Para una parte, las pérdidas son enormes, y para la otra las ganancias son pequeñas. Los efectos sobre una tercera parte son, en el mejor de los casos un quedar iguales, pues, aun si el agresor mejora su posición con terceros, la familia, amigos, y asociados de la víctima sin duda han sufrido pérdidas mucho mayores.

No es creíble pensar que estos efectos externos, tomados a plenitud, puedan revertir la polaridad negativa asociada con las contrapartes originales, razón por la que la persecución de la agresión en casos específicos nunca requiere de un conocimiento individualizado de efectos sobre terceros. Estos están tan altamente correlacionados con la pérdida neta que la coerción crea para las partes de la transacción, que no vale la pena gastar una fortuna localizando los efectos supuestos sobre miles de millones de personas. De hecho, ni siquiera vale la pena rastrear sus efectos sobre familiares y amigos cercanos de las partes, para decidir si la conducta debería sujetarse a alguna forma legal de sanción.

La situación es muy diferente con respecto a la ofensa que una persona sufre por la acción de otros, a partir del simple conocimiento de que tales acciones se llevan a cabo. La ofensa es ubicua, así que, si eso cuenta como una forma de daño procesable, cualquiera puede abrirse camino en el mundo estando cada vez más enojado por las acciones de otros individuos. Entre más atiza usted los fuegos, más fuerte es su reclamo, lo que es una forma de riesgo moral a la cual ningún conjunto de instituciones sociales puede sobrevivir por mucho tiempo. Así, es claro que cualquier compromiso en favor de la expresión no permite a que la excepción de la ofensa la calle, razón por la que los casos de quemas de la bandera, entre otros, no pueden decidirse en formas que legitimen las quejas de estos o algunos otros manifestantes.

El mismo punto se aplica a personas que se sienten agraviadas cuando (sujetas a una excepción para entidades dedicadas al transporte, así como la provisión de bienes y servicios para el público) ellas son excluidas de las actividades de otros la libertad de otros. Una vez universalizados, sus reclamos reducen a un cascarón vacío: aquellas actividades que son amplia o universalmente aprobadas pueden ser libremente realizadas. Otros tipos de acción serán drásticamente limitadas.

Es justamente esta visión de dos caras del mundo lo que ha alimentado el malestar estudiantil en lugares como Yale, Princeton y Missouri. Estudiantes del ala izquierda atacan con el lenguaje más vicioso a aquellos cuyas palabras les ocasionan una ofensa profunda. Este estándar de dos caras mata la libre expresión e investigación, pues deja claro que la disposición de controlar la expresión ofensiva no puede funcionar en una manera neutral, sino que necesariamente favorece a un grupo, al tiempo que aplasta los sentimientos de otros. Los estándares de decoro nunca pueden estar basados en el contenido.

El daño por un competidor de mercado en ese sitio presenta una variación del mismo tema, esto es, que sería socialmente muy destructivo adoptar una visión irresponsable del principio del daño. Algunos ven un acertijo genuino cuando se permite a un mercader recuperar $100 en daños de alguien que rompió su herramienta de la maquinaria, pero se le niega la recuperación de incluso un centavo de alguien que tomó toda su base de clientes, costándole millones, al ofrecer cosechas mejores a precios menores.

Estas quejas se escuchan frecuentemente en el contexto del comercio internacional, en donde la disposición de enviar negocios al exterior a menudo se dice que convierte a firmas en traidoras hacia su nación de origen. Pero, la crítica es totalmente errada tanto en el contexto doméstico como externo, pues el comercio es un juego de suma positiva entre partes que mejoran las oportunidades de otras personas. Dejar que pérdidas competitivas cuenten es, de hecho, permitir derechos privados de accionar que se oponen a un bienestar social general.

El punto tiene un impacto histórico real. Es una de las grandes tragedias del período del Nuevo Trato, que alegatos de competencia “ruinosa” cayeran en oídos sumamente receptivos. En una sucesión rápida, la legislación del Nuevo Trato -la Ley Nacional de Relaciones Laborales, la Ley de Estándares de Trabajo Justo, la Ley de Vehículos a Motor, la Ley Robinson Patman, la Ley de Aeronáutica, y las Leyes Agrícolas, para mencionar sólo los esquemas a nivel federal- institucionalizó los carteles legales que producían pérdidas sociales sistemáticas, en el tanto en que las ganancias a los miembros del cartel fueran menores que las pérdidas sociales que los diferentes grupos de consumidores sufrieron por esas intervenciones estatutarias.

Tanto el derecho romano como el consuetudinario sintieron el peligro de este enfoque. En el sistema legal tradicional, la frase damnum absque iniuria -daño sin perjuicio legal- cubría aquellos casos en que la pérdida privada era reconocida, pero cualquier protección legal era del todo sistemáticamente denegada. Otros abogados se refirieron a estos daños incognoscibles o no accionables, al mismo efecto. Al mismo tiempo, los economistas hablaron de “externalidades pecuniarias,” un término totalmente impenetrable, dirigido a brindar el sentido de que las pérdidas privadas del demandante no se deberían reconocer, pues esas pérdidas están negativamente correlacionadas con el bienestar social precisamente porque siempre se compensan con ganancias positivas. Pero, a menos que esa línea se mantenga, la competencia y la coerción colapsan el uno sobre el otro, resultando en una extensión devastadora del poder estatal.

No obstante, algunas veces se asume que el rechazo al otorgamiento de protección a todos los individuos y firmas contra el daño competitivo, necesariamente significa que el estado también está inutilizado para lidiar con el tema general del monopolio: el control por un vendedor único de algún bien en particular. Esa conclusión se deriva de un marco libertario estrecho en donde sólo la fuerza y el fraude pueden ser objeto de impugnación, debido a que la formación voluntaria del cartel por comerciantes rivales no involucra nada de aquellos. Sin embargo, desde época muy temprana, la ley consuetudinaria -este tema no surgió en el contexto romano- puso su mirada en contra de contratos que “restringen el comercio,” esto, es, aquellos contratos que buscan limitar la entrada a mercados determinados. Según la descripción convencional, un monopolio reduce la producción, eleva los precios, y resulta en perdidas sociales sistemáticas cuando se toman en cuenta efectos a terceros. Estas pérdidas sociales no son tan grandes como aquellas por la amenaza o uso de la fuerza, pero son suficientemente grandes como para importar, razón por la que el ejercicio del poder monopólico es comúnmente, si bien inexactamente, llamado una forma de coerción.

La cuestión clave es qué remedio es permitido, y es en este punto cuando el lugar de las leyes antidiscriminación empieza a enfocarse, si ellas funcionan como un remedio que en algunos casos se usa para combatir el riesgo, más concretamente, en casos en que no es factible frenar la formación de un monopolio o romperlo en unidades competitivas. Un monopolio legal es conferido por el estado. Un “monopolio natural,” todavía un concepto algo truculento, surge cuando ninguna firma tiene un incentivo económico para entrar en el mercado, una vez que la firma inicial haya hecho inversiones para afianzar su posición de mercado. La primera firma tiene grandes costos hundidos, pero costos variables bajos (esto es, aquellos necesarios para servir a clientes adicionales). Los nuevos entrantes no pueden satisfacer esos costos bajos si tienen que reproducir los costos altos para poder entrar.

Históricamente, esta situación surgió comúnmente en todos los tipos de empresas de servicios públicos, como ferrocarriles, electricidad, gas, etcétera, Así que la respuesta legal era despojar a la firma incumbente del derecho de rehusar algún cliente dentro de su área de servicio. Ese derecho a rehusarse a hacer negocios es absolutamente crítico para mantener un mercado competitivo. Tanto compradores como vendedores tienen que responder a señales externas para que los mercados se despejen. Si el estado pudiera dictar los términos del precio, del todo la competencia no tendría lugar. Pero, una vez que se permite el precio privado, es efectivamente cercado por la habilidad de los clientes de ir a cualquier otra parte con sus negocios, si el precio demandado se eleva demasiado alto. En el límite, los precios de los bienes estandarizados en mercados competitivos convergen hacia un único punto en que el precio iguala al costo marginal, La firma que eleva sus precios pierde sus clientes ante los rivales. La firma que reduce el precio no puede cubrir sus costos.

En estas situaciones, la dinámica del mercado significa que una firma que rehúsa negociar se enfrenta con la decisión del cliente de irse a cualquier otro lado. Ninguna firma es perfectamente competitiva en este sentido restringido, pero, en la mayoría de las industrias, sustitutos cercanos hacen poco sabia la imposición de restricción alguna en cómo las partes hacen sus transacciones.

Esa posición no es aplicable cuando una firma única tiene un monopolio legal o natural. Ahora los clientes no tienen un sustituto al cual acudir. Las partes tendrán que pasársela sin comunicación, calefacción, o energía. Así que tiene que haber alguna forma para negociar. Pero la empresa no pude proponer cualquier precio que escoja para superar el desafío. Cobrar $ 1.000 por un viaje corto en tren es equivalente a rehusar un acuerdo. Cobrarle a un cliente $100 y a otro $500 por el mismo servicio, al mismo tiempo, es jugar con favoritos, lo que podría sacar del mercado a una firma del mercado a la vez que otra progresa.

Así se desarrolló la regla de que las tarifas tenían que ser razonables y no discriminatorias. El primer requisito se intentó para bloquear una estructura general de precios que incorporaba tarifas monopólicas. El segundo fue un esfuerzo por bloquear el favoritismo con respecto a clientes de la misma clase. Sin embargo, para asegurarse que la empresa no naufragaba, el conjunto general de tarifas tenía que ser suficiente para cubrir los costos del capital, mantenimiento, y operaciones. Así emergió el sistema de regulación de tarifas después de la Guerra Civil con el surgimiento de la gran firma industrial Una norma antidiscriminación fue parte esencial de la práctica.

Ahora debería ser fácil ver cómo se aplica este marco a diversas formas de discriminación. En el lado privado, una línea posible de discriminación era la raza. A clientes negros, incluso después del fin de la esclavitud, se les podría cargar tarifas más altas y ofrecerles servicios inferiores debido a intención dolosa o favoritismo hacia clientes blancos. El deber de servir supera esa visión, y es justamente ese enfoque el que explica históricamente por qué la decisión en Plessy v. Ferguson (1896) de mantener la segregación racial en trenes poseídos privadamente, desafiaba abiertamente el principio antidiscriminación de otra forma aplicable.

Es importante entender qué tan mínima es la restricción en el transporte público. Totalmente aparte de la raza, los transportes públicos no tienen que imponer algunos requerimientos demandantes al escoger sus clientes, cuya tarea principal es sentarse quietamente el uno a la par del otro. Es por esta razón que los asientos son asignados por instrumentos anónimos, ninguno de los cuales preguntará acerca de la compatibilidad entre compañeros pasajeros. Así que sentarse es por tiquete, según momento de la llegada, por el sitio en la fila, etcétera. En esencia, el juicio básico es que las ventajas del acceso superan las desventajas ocasionales de sentarse en el pasillo, al lado de alguien que usted no le gusta en el asiento del medio. La norma básica es aplicada y, en casos raros, se puede hacer alguna reubicación para evitar tensiones. Pero, la razón por la que este sistema funciona tan bien es porque las ganancias de detener la exclusión y discriminación son elevadas, y la ofensa a la autonomía individual es pequeña.

Entonces, la pregunta es cuánto más se debería aplicar el principio de antidiscriminación. En las actividades ordinarias de negocios tradicionalmente es poco inteligente obligar a alguien a que haga negocios con una persona que no le gusta. Estos acuerdos dependen de la confianza y cooperación y es poco posible que funcione bien cuando una persona es capaz de imponerse sobre otra.

El mismo principio se aplica con fuerza mayor en aquellas asociaciones formadas para producir un propósito en común, como empresas o clubes. En esos casos, la norma ideal ya no es más que la persona se sienta a la par de otra en paz y quietud. Es la de que ellos cooperen entre sí, lo que es muy posible que no lo hagan si no existe una buena disposición del uno hacia el otro o no comparten fines en común y habilidades complementarias. Así, contratar un empleado nuevo, o invitar a un miembro nuevo a una empresa o asociación social, requiere mucho más cuidado y atención que dejar que alguien se siente al lado de un extraño en el tren, que justamente es cómo se comportan todos los mercados laborales.

La ley consuetudinaria respondió a esas situaciones. Podría decirse que la exclusión de una organización voluntaria es un daño a la parte excluida. Y sí lo es, pero sólo en términos de ofensa. Pero, la admisión de una persona a una empresa o grupo contra la voluntad de sus miembros es un daño a cualquier miembro que ahora piense que la calidad de su asociación va en declive. Típicamente, las situaciones de membresía son un ambiente con costos bajos de transacción, así que, si dejar que ingrese el extraño hace que los miembros estén mejor, podemos confiar en que las partes encuentren una solución, al decidir con base en su propio criterio acerca de la membresía en el grupo. Este principio es muy universal, y una de sus principales funciones es proteger a grupos pequeños, marginales, de ser abrumados por grupos mayoritarios con una perspectiva diferente, que es lo que sucede una vez que las leyes antidiscriminación entran en funcionamiento fuera del contexto de las entidades dedicadas al transporte, así como la provisión de bienes y servicios para el público.

LAS MODERNAS LEYES ANTIDISCRIMINACIÓN

Las modernas leyes antidiscriminación empezaron con la aprobación de la Ley de Derechos Civiles de 1964 (LDC). En el tanto en que la LDC, tal como aparece en el Título I, atacó esfuerzos sistemáticos de excluir con base en raza gente para que vote, su adopción fue totalmente para bien.

En el tanto en que fue dirigida contra discriminación en alojamientos públicos, la LDC tiene ventajas y desventajas. En 1964, el racismo institucional incrustado en la segregación estranguló la operación de los mercados competitivos en muchas partes del país, con una combinación de instrumentos públicos y privados que intentaban restringir la entrada. En el lado público, es muy posible que la habilidad de gobiernos locales dominados por blancos para controlar las conexiones del transporte público, hizo que, en efecto, fuera difícil para empresas privadas integrar pueblos segregados. Al mismo tiempo, la amenaza constante de fuerza privada -ignorada e incluso instigada por la policía local- terminó el trabajo. Claramente, la corrección de una situación terrible requería medidas más fuertes de las que se requerirían si, en primer lugar, nunca hubieran existido formas incrustadas de racismo institucionalizado.

No obstante, cuando el tema se volteó hacia relaciones de empleo bajo el Título VII, el análisis se hace más perturbador. El primer error de la LDC, en este sentido, fue prohibir en una moda daltónica toda discriminación contra “cualquier individuo… debido a raza, color, religión, sexo, u origen nacional.” Ese principio descansó en una fusión de lo público y lo privado.

En el reino de lo público, administrar la ley penal y civil requiere una aplicación ciega al color. No servirá tener un conjunto de reglas penales para blancos y otro para negros, etcétera. El poder monopólico de la aplicación de la ley por parte del estado presiona fuertemente para una actitud ciega ante el color, no sea que el favoritismo domine diversas formas del discurso público.

Pero, la misma lógica no se aplica para empresas o individuos privados en un mercado privado competitivo, en que diferentes individuos y grupos pueden adoptar diferentes enfoques a las controvertidas cuestiones de igualdad racial y sexual. Para estar seguros, quienes redactaron la LDC pensaron que la única forma de discriminación que sería practicada, si se permitiera alguna, sería contra miembros de una minoría o grupos no privilegiados. Pero, eso fue antes de las manifestaciones raciales que empezaron en 1964, momento en que las actitudes empezaron a cambiar radicalmente.

Antes de 1964, la sabiduría convencional -expresada, por ejemplo, por Michael Sovern, profesor de derecho y después decano de la Escuela de Derecho de Columbia y presidente de la Universidad de Columbia [3]- era que el principio de la ceguera ante el color funcionaba bien para los derechos civiles, pues, con el tiempo y la mejora en el sistema educativo, los asuntos se arreglarían por sí solos en el sitio de trabajo.

Sin embargo, antes que se secara la tinta en la página, la agitación racial que consumió mucho de los sesentas dejó perfectamente claro que la estrategia de espera no podía y no podría funcionar. En este punto, la LDC ciega ante el color actuó como un impedimento para las acciones privadas, incluyendo programas de divulgación especial o de internados, que podían haber ayudado a revertir la situación en general, cuando empresas privadas estaban reacias a enfrentarse a legislación que apuntaba en dirección opuesta.

En la decisión de 1979, en el caso United Steelworkers of America v. Weber, el juez Brennan fue capaz de retorcer las palabras de la LDC para permitir programas de acción afirmativa, con base en que el uso en el corto plazo de herramientas conscientes de la raza abría camino para la realización a largo plazo de una sociedad ciega ante el color. Pero Weber hizo que ello pareciera como si el derecho de ejecutar un programa de acción afirmativa fuera un privilegio especial conferido a un grupo, en vez de una decisión ordinaria de negocios que cualquier firma o asociación podía tomar por sí sola.

Esa percepción sólo se hace más fuerte cuando el asunto se contrasta con el surgimiento de la responsabilidad por impactos dispares bajo la LDC, empezando por la decisión de Griggs v. Duke Power Co. (1971), la que, de nuevo, usó métodos de construcción estatutaria de arte de magia para imponer una prueba de impacto dispar rígido, que sólo podría ser superada por la prueba de necesidad de una empresa, bajo un estándar tan estricto que difícilmente podría satisfacerse. La razón ostensible para esta expansión fue que el impulso de discriminar era tan fuerte, que la ley tenía que tomar pasos extra para suprimirlo, en un momento en que la presión para programas de acción afirmativa continuaba creciendo. Esta expansión masiva de las leyes de derechos civiles dictó métodos ilegales en los estándares de las pruebas siempre que rindieran un impacto dispar, lo cual era comúnmente el caso.

En una decisión de 1982 particularmente desafortunada, Connecticut v. Teal, la Corte Suprema mantuvo que la prueba de impacto dispar bloqueaba el uso de pruebas por empleadores incluso en estados y empresas que operaban bona fide programas de acción afirmativa. Bajo la ley vigente, sólo se pasa la prueba si es sólo para tareas tan específicas que no brinda información a un empleador en cuanto al potencial a largo plazo de cualquier empleado en particular (que era suplido por la muy establecida Wonderlic Personnel Test, usada para medir la inteligencia en general, y el Bennett Mechanical Comprehension Test). Virtualmente, todos los otros exámenes corrieron la misma suerte, sin identificación alguna de sus presuntas fallas. El resultado es que los empleadores tienen que descansar en mayor grado en información inferior, que incluye impresiones sociales casuales, acerca de todos los empleados, incluso cuando no hay trazas de discriminación en el aire.

Una vez lanzado, el impacto dispar introdujo una intrusión masiva del gobierno en el mercado privado. Y, lo que era aplicable a las pruebas, podría trasladarse a todo aspecto de los negocios, pues hay muchas prácticas que tendrán un impacto dispar aún si tienen buen sentido en los negocios. El efecto neto ha sido que el esfuerzo por salvar de una discriminación injusta a los mercados del empleo, disminuyó las oportunidades de negocios en todos los ámbitos.

Irónicamente, también indujo que algunos empleadores se involucraran en discriminación. Dado que las leyes antidiscriminación hicieron que fuera más difícil despedir trabajadores de la clase protegida, los empleadores tenían una razón para no contratarlos, lo que, de hecho, estaba correlacionado con la raza. Es una pregunta abierta si una campaña de “anulen el encasillamiento,” que prohíbe a empleadores potenciales preguntar acerca de registros criminales, sino hasta tarde en el proceso de contratación, aumentará la posibilidad de que empleadores, ansiosos de evitar perder tiempo y tener gastos, acudirán a usar la raza y edad como una aproximación remota de conducta criminal. Pero, las corrientes que aquí se entrecruzan son difíciles de descifrar, pues varían de caso en caso.

Algunas veces las firmas se involucran en programas agresivos de acción afirmativa. En otras, se alejarán de trabajadores de las clases protegidas, especialmente ahora de trabajadores que tienen discapacidades. Este resultado surge inexorablemente, una vez que se entiende que las leyes antidiscriminación, en especial en casos de discapacidad, crean grandes subsidios cruzados, de forma que la producción de trabajadores sanos tiene que ser lo suficientemente grande como para compensar el menor nivel de producción de trabajadoras discapacitados. El efecto neto es, por supuesto, que la disposición para contratar trabajadores discapacitados haya declinado desde la aprobación en 1990 de la Ley de Trabajadores Estadounidenses con Discapacidades.

La respuesta correcta es repeler el estatuto, en cuyo caso la tasa de empleo de trabajadores discapacitados se elevará, en el tanto en que los diferenciales de salarios pueden compensar los costos extras de apoyar sus servicios necesitados, que se multiplican por la mayor dificultad de despedir o disciplinar a trabajadores discapacitados por un desempeño inferior. Estos costos extra no deberían considerarse como una característica fija de la naturaleza, pues las firmas harán lo que puedan por aumentar la productividad de sus trabajadores. En muchos casos, el resultado se logra mejor invirtiendo en instalaciones comunes, por ejemplo, rampas que ayudan a trabajadores discapacitados, pero no necesariamente a otros. En ciertos casos, el uso de sistemas de tecnología avanzada podría permitir a trabajadores discapacitados laborar a su propio ritmo, sin ralentizar los esfuerzos laborales de otros.

La ley vigente se propone requerir que las empresas tengan instalaciones adecuadas a menos que eso cause dificultades indebidas. Eso es exactamente lo que las empresas hacen cuando pueden decidir cómo administrar sus negocios propios. Es exactamente lo que los funcionarios de gobierno no harán, cuando se les da la supervisión de un sistema sin que ellos tengan que soportar las consecuencias de las dislocaciones que eso ocasiona.

Por supuesto que las dificultades asociadas con las leyes antidiscriminación no están confinadas a la relación de empleo. Ellas presionan fuerte en vivienda y mercados educacionales, en donde, de nuevo, los funcionarios de gobierno son rápidos en encontrar discriminación, ya que sea que exista o no. De hecho, uno de los desarrollos más peligrosos de años recientes ha sido la insistencia imparable de que, por ejemplo, la prohibición de discriminación en universidades requiere adoptar una elaborada burocracia que arranque fuentes potenciales de discriminación, incluyendo acoso racial, antes de que eso ocurra.

El acuerdo de conciliación que la Oficina de Derechos Civiles del Departamento de Educación impuso sobre la Escuela de Derecho de Harvard, representa los extremos intolerables a los que pueden llegar burócratas demasiado fervorosos en imponer fuertes sanciones a estudiantes y facultad, en situaciones en donde a ellos se les niegan las protecciones más básicas del debido proceso. El acuerdo requiere que Harvard expanda la definición de acoso sexual más allá de reconocimiento, y ser de alguna manera responsable de acciones de estudiantes adultos cuando no se encuentran en la ciudad universitaria de Harvard.

La universidad debe usar procedimientos acortados para establecer la culpabilidad por una simple preponderancia de la evidencia; consolidar en una sola oficina todas las actividades relacionadas con la investigación, persecución, búsqueda de los hechos, y revisión por apelación; acortar derechos para montar la defensa al limitar la habilidad de descubrir hechos relevantes previos al juicio, o confrontar testigos adversos; y denegar el derecho a defenderse a sí mismas a las personas acusadas de serios errores. Todos estos excesos suceden precisamente por el interés en prevenir diversas formas de discriminación, incluyendo acoso sexual, son definiciones que son mucho más amplias que la amenaza o el uso de fuerza, es valoradas tan alto que no se permite que algo se atraviese en el camino.

Con suma frecuencia se encuentra la misma actitud al lidiar con la interacción entre las leyes antidiscriminación basadas en la orientación sexual y la protección de la libertad religiosa. A menudo se dice que la discriminación basada en la orientación sexual es tan odiosa como la discriminación basada en la raza. Pero, la analogía va en la dirección equivocada. A la gente, en una sociedad libre, a la cual no le gusta la discriminación racial, no es libre de asociarse con individuos o firmas que la practican. En efecto, es totalmente posible que eso sea exactamente lo que sucedería si alguna empresa grande anuncia una política de no contratar negros, musulmanes, o mujeres ̶ que es aún mayor razón para darles a esas entidades privadas la libertad para que establezcan sus propias cualificaciones del empleado. El punto clave aquí es que ellas nunca son libres para imponer su voluntad sobre otros.

Los defensores más ardientes de la norma antidiscriminación son típicamente fuertes defensores de programas de acción afirmativa, con base en que su forma de discriminación se justifica, mientras que no lo son las formas tradicionales de discriminación. Por supuesto, ellos son libres de formular el argumento privadamente en cualquier organización que escojan, en que pueden hacerlo con gran efecto en muchos contextos de la actualidad. Pero, el consenso de que los programas de acción afirmativa son apropiados no debería servir como excusa para imponerlos sobre instituciones que piensan de otra forma, que deberían ser libres de seguir una política ciega ante el color si eso escogen, o darles preferencias a miembros de su propia religión o grupo étnico, y soportar las consecuencias económicas y sociales resultado de sus elecciones.

Los asuntos recientes con las así llamadas leyes de derechos humanos revelan el impulso totalitario profundo que impulsa a quienes las apoyan. El desafío marcado planteado en estos casos es la insistencia en que todos los negocios tienen que servir a clientes gais y lesbianas o enfrentar fuertes multas, aún si el matrimonio del mismo sexo va contra sus creencias religiosas profundamente mantenidas. Los argumentos invocados para mantener esa posición no tienen apoyo en cualquier situación en donde los servicios necesitados -queques de bodas, fotografías de bodas- son suplidos competitivamente en cualquier mercado.

La alegación de angustia y ofensa personal al no ser servidos no tiene mayor peso en este contexto que como lo tiene en cualquier otro contexto: supérelo, dígales a sus amigos que no sean clientes de ese negocio, o escriba una carta furibunda a los periódicos locales. Pero, estas dos últimas contra estrategias tienen riesgos. Algunos de sus amigos podrían no estar de acuerdo, y los propietarios podrían escribir una carta haciendo ver que sus objeciones no son no servir a gais y lesbianas como tales, sino sólo en áreas que contradicen sus creencias religiosas. Y ellos pueden fácilmente agregar que el ultimátum, ya sea de realizar los servicios contra su consciencia o quebrar, causa angustia en aquellos cuyas opciones en el mundo de los negocios son notablemente limitadas por una mayoría intolerante, que trata la erradicación de la discriminación como si fuera la erradicación de la plaga.

Este tipo de intolerancia por desgracia ha sido la información de la mayoría de la fiera oposición a la decisión del 2014 de la Corte Suprema en Burwell v. Hobby Lobby Stores, Inc., en que una mayoría estrecha de la Corte Suprema ratificó el rechazo de negocios basados en la fe que suplan contraceptivos o servicios abortivos en contra de sus propias creencias religiosas. A menudo, los críticos de Hobby Lobby alegan que el estado tiene un interés imperioso de prevenir la discriminación, cuando, en efecto, no tiene un interés para combatirlo colectivamente en industrias competitivas.

Igual de equivocado es el estribillo constante de que “el jefe” no puede “imponer” sus creencias religiosas sobre otros. Este sería el caso si el jefe insistiera, cuando ninguno lo ha hecho, en donde no se permita que los trabajadores gasten su propio dinero en comprar aparatos contraceptivos. Pero, hay un fuerte reclamo de coerción estatal contra empleadores si la ley puede ponerlos ante la siguiente elección: ya sea que gaste su propio dinero para fines de suplir servicios que van contra su consciencia, o del todo se les prohíba suplir seguro de salud a cualquier empleado.

En estos escenarios, la incapacidad profunda de entender quién está coaccionando a quién revela el gran peligro de un tipo de ley que obliga a los no dispuestos a ceder a sus órdenes, cuando todo lo que ellos quieren es ser libres de practicar su propia fe. La respuesta de que la única protección que suministra la Cláusula de Libre Ejercicio es en el culto religioso, le da una lectura indefensiblemente estrecha al término “libre ejercicio de la religión,” pues ese término se extiende a todas las áreas de la vida, no sólo a aquellas aprobadas por un funcionario público hostil. Las limitaciones estándar de la teoría liberal clásica se aplican en este caso. El libre ejercicio de la religión, como todas las otras libertades, no autoriza el uso de la fuerza o el fraude contra otros individuos. El deber de servir permanece en casos en que el estado suple servicios monopolizados, de forma que, a la empleada municipal Kim Davis del Condado de Rowan, Kentucky, debería permitírsele ausentarse por sí misma de firmar licencias de matrimonio de parejas gais o lesbianas, excepto sólo en el tanto en que nadie más en la oficina descarga ese trabajo ministerial.

LO INDISPENSABLE DE “VIVIR Y DEJAR VIVIR”

En resumen, existen profundas divisiones en la cultura estadounidense acerca de la manera apropiada de organizar las relaciones humanas en todas las líneas cubiertas por leyes antidiscriminación. Es altamente dudoso que, gente de lados opuestos en este conjunto contencioso de temas, será capaz de persuadir a sus oponentes de la corrección de sus propios puntos de vista. Pero, es precisamente por esa razón que las leyes antidiscriminación son un error tan grande aparte de los monopolios.

El punto es aplicable no sólo en casos en que el público está dividido en partes iguales, sino, aún más, cuando existe algún consenso social amplio a favor de una visión política. Gente que se asienta en una posición ventajosa no tiene razón para imponer su voluntad sobre la minoría que está en desacuerdo con ella. Esa minoría aislada no está preparada para usar la fuerza contra la mayoría o, alternativamente, bloquear sus actividades. Pero, la mayoría dominante puede con suma facilidad coaccionar a la minoría en todas la cosas grandes y pequeñas, para que se doblegue a su voluntad, aumentando la alienación en el camino. En general, siempre es buena idea estimular la cooperación voluntaria entre y a través de grupos diferentes. Otra cosa es obligarlo.

La tolerancia no es una virtud llamada a jugar un papel con gente que fundamentalmente está de acuerdo entre sí. Pero, es una norma social indispensable en casos de desacuerdo en gran escala, así que todo mundo tiene que aprender a tolerar comportamientos de otros con quienes están en descuerdo. Vive y deja vivir no es alguna máxima social ociosa. Es la clave para el éxito social cuando los sentimientos públicos están fuertemente divididos. Al operar la tolerancia, puede seguir la cooperación. Cuando se rechaza la tolerancia, la lucha civil aumentará.

[1] Mi agradecimiento a Rachel Cohn y Krista Perry, Escuela de Derecho, Clase del 2016, Universidad de Chicago y a Julia Haines, Escuela de Derecho, Clase del 2017, Universidad de Chicago, por su excelente asistencia e investigación.
[2] Clay Risen, The Bill of the Century: The Epic Battle for the Civil Rights Act (Bloomsbury Press, 2014).
[3] Michael I. Sovern, Legal Restraints on Racial Education in Employment (Twentieth Century Fund, 1966).

Richard A. Epstein es el Profesor de Derecho Inaugural Laurence A. Tisch, y director del Instituto Liberal Clásico en la Escuela de Derecho de la Universidad de Nueva York, compañero sénior Peter and Kirsten Bedford de la Institución Hoover, y profesor de Derecho por Servicios Distinguidos James Parker Hall, y conferencista sénior en la Escuela de Derecho de la Universidad de Chicago.

Traducido por Jorge Corrales Quesada.