El uso del término neoliberalismo ha sido objeto de deliberación y es de sumo interés en el pensamiento liberal clásico. Este ensayo del historiador económico Phillip Magness nos brinda una perspectiva muy útil y refrescante, sobre un asunto generalmente desagradable, por su uso peyorativo en ciertos círculos.

POR QUÉ YO NO SOY UN NEOLIBERAL

Por Phillip W. Magness
American Institute for Economic Research
6 de marzo del 2021

NOTA DEL TRADUCTOR: Para utilizar los ligámenes de las fuentes del artículo, entre paréntesis y en azul, si es de su interés, puede buscarlo en su buscador (Google) como phillip w. magness institute for economic research neoliberal March 6, 2021 y si quiere acceder a las fuentes, dele clic en los paréntesis azules.

En momentos en que se piensa que muchos movimientos son la principal corriente intelectual, de izquierda y derecha, abogan por injerencias adicionales sobre el intercambio económico libre y abierto, aquellos quienes aprecian la interacción humana voluntaria es posible que gasten sus energías navegando en una selva política.

Por tanto, es natural que busquemos espacios comunes con promotores declarados de un sistema de mercado libre y abierto, siempre que se manifiestan. Aunque podemos llamar a este precepto filosófico subyacente “liberalismo de mercado,” ciertas variedades de su iteración divergen de aquello que es llamado liberalismo en el sentido clásico. Hay peligro en la condición confusa que vislumbra al liberalismo de mercado sólo como un instrumento, por el cual se logra la supervisión científica de la vida socioeconómica, mediante el que se puede moldear y subsecuentemente afinar al comportamiento humano, para “corregirlo” ante productos no deseados del intercambio voluntario, lo cual atrae la subjetividad escudriñadora del tecnócrata.

Con esa inquietud en mente, dedico mi atención al nebuloso concepto de “neoliberalismo” ̶ etiqueta que, en más de una ocasión, ha sido involuntariamente asignada a mi propio trabajo, a pesar de un repudio explícito de este término en mi trabajo. El término peculiar funciona, tanto como una bête noire del progresismo académico, así como, en grado mucho menor, una filosofía articulada como tal dentro de una facción principalmente de centro-derecha, de pensadores de grupos de estudio orientados hacia el mercado y profesionales de la política.

Aunque ha llegado a ser una figura ubicua en la teorización política de décadas recientes, la definición precisa de neoliberalismo permanece siendo elusiva. Entonces, para evaluar al neoliberalismo, se requiere establecer una claridad mayor alrededor del significado del concepto.
Debemos empezar delineando las características de dos tendencias: un uso común y típicamente peyorativo y un intento más reciente de reapropiar el concepto hacia un fin positivo.

NEOLIBERALISMO PEYORATIVO

En su uso más común, al momento, el “neoliberalismo” opera funcionalmente como un apodo para lo que es alternativamente otra economía no apreciada. Se define primordialmente por su relación opuesta hacia la visión propia de un autor acerca de la izquierda económica extrema, asumiendo que esto último es, y también así planteado normativamente, el sistema ético superior. Ser llamado “neoliberal,” entonces, es estar en contra del izquierdismo normativo, y en llegar a ser reprochable por tal posición.

Fue en vano la mayoría de los intentos de inyectar una precisión mayor que esa en el término. En vez de ello, el uso común de neoliberalismo asume un sabor abrumadoramente peyorativo con un objetivo primario de desacreditar al supuesto neoliberal.

Como lo he hecho ver con anterioridad, el apodo neoliberal opera como un término posicional intencionalmente impreciso para la economía de mercado libre, para la ciencia económica en general, para el conservadurismo, para los libertarios y anarquistas, para el autoritarismo y el militarismo, para los promotores de la práctica de la cosificación, para el progresismo del centro izquierda u orientado hacia el mercado, para el globalismo y las socialdemocracias del estado de bienestar, para estar a favor o en contra de una inmigración aumentada, para favorecer al comercio y la globalización o para oponerse a ellos, o, en realidad, para cualquier conjunto de creencias políticas que sucede que no son apreciadas por la persona (o personas) que usan el término.

En tal clima, atributos puramente descriptivos de lo que constituye un neoliberal permanecen siendo escasos y mal definidos. En la medida en que se pueda encontrar un conjunto de características coherentes, debemos voltearnos hacia la historia de su desarrollo. Viendo más allá de un mito de origen popular, que incorrectamente adscribe al “neoliberalismo” como una etiqueta autodesignada de una reunión académica del libre mercado en 1938 en París, la historia más profunda acerca del término puede trazarse sin ambigüedad al lenguaje entreguerras alemán, en campos de pensamiento económico competidores. “Neoliberalismus” se convirtió en un apodo favorecido para describir una filosofía económica liberal de mercado, presentada en la época como contraste metodológico individualista de sistemas económicos que competían desde la izquierda y la derecha. Para los escritores de la década de 1920, la adición del prefijo “neo” buscó capturar la incorporación del análisis marginal, en particular, de la teoría del valor marginalista en la doctrina económica liberal, por tanto, distinguiéndolo de la tendencia liberal del pensamiento económico clásico de mediados del siglo XIX.

El giro curioso de este neologismo proviene de las fuentes de su acuñación. Aunque nunca fue verdaderamente adoptado por los propios marginalistas económicos orientados hacia el mercado, el calificativo entró en uso casi simultáneamente en el lenguaje alemán de la literatura económica de ambos, la extrema izquierda y la extrema derecha. Su despliegue más temprano, con una conexión discernible con los usos modernos del término, es trazable a una serie de tratados marxistas de entreguerras de Max Adler (1922) y Alfred Meusel (1924). Escribiendo desde una perspectiva abiertamente socialista, esos teóricos vieron lo que ellos llamaron “neoliberalismo” como un intento de rehabilitar al liberalismo económico individualista con posterioridad a la crítica general al capitalismo de Marx. En particular, una teoría marginalista del valor colisionaba con la herramienta marxista de la plusvalía, en sí derivada de un desempeño laboral para mejorar un producto y presentado como la base sobre la que los poseedores del capital explotaban a las clases trabajadoras. Quite la teoría del valor trabajo, y el sistema marxista efectivamente colapsa. Así, para sus expositores, un “neoliberalismo” infundido de marginalismo buscó resucitar el viejo liberalismo que los marxistas -aun aferrados a la teoría del valor trabajo- percibían como su propio golpe de nocaut contra una forma más temprana de pensamiento económico.

La extrema derecha de habla germana casi que simultáneamente adoptó el término por motivos paralelos, si bien en su propio caso por una tendencia a ver al “neoliberalismo” como un desafío individualista al bien colectivo de un pueblo, etnicidad y estado unificados. Así, el individualismo liberal inyectaba discordia en el bienestar colectivo del pueblo alemán, amenazando con descarrilar lo que la extrema derecha veía como una marcha inexorable hacia la ascendencia nacional, que ellos persiguieron con el mismo fervor políticos con que la extrema izquierda marxista persiguió su supuestamente inevitable socialismo. El académico proto fascista Othman Spann se convirtió, desde la derecha política, en el crítico más importante de lo que llamó neoliberalismo, con posterioridad a la incorporación del término en la edición de 1926 de la taxonomía de su libro de texto, acerca de diversas escuelas de pensamiento económico.

Por razones que no son difíciles de discernir, la literatura de la extrema derecha alemana acerca del “neoliberalismo” casi que desapareció de la discusión a inicios de la Segunda Guerra Mundial. La variante estrechamente similar de la extrema izquierda es aún trazable, si bien subconscientemente, a su uso actual, habiendo sufrido su uso un renacimiento dramático en la literatura académica de los años noventa y en la actualidad. Aunque tal vez menos casada con la teorización marxista doctrinaria que en sus usos previos, aun así, en su esencia, retiene una hostilidad hacia la valoración subjetiva y al individualismo metodológico.

Es así posible ver cómo, al menos entre quienes despliegan el neoliberalismo peyorativo, el término puede ser libremente aplicado a lo que parece ser un conjunto de creencias económicas inconexas y desarticuladas, que van desde el radical no intervencionismo del laissez-faire hasta un estado de bienestar socialdemócrata de centro izquierda amistoso con el mercado. Estas posiciones no necesitan exhibir coincidencia alguna en sus doctrinas prescriptivas, pues el propio acto de operar bajo un paradigma intelectual basado en el mercado -y, por tanto, fuera del colectivismo de la extrema izquierda- califica a cualquiera como un “neoliberal” y, más a menudo que no, en un objetivo de denigración entre quienes usan el término.

La característica peyorativa es, en sí, una peculiaridad del apodo, y emana principalmente de la convicción de que quien la usa, él o ella, está buscando la causa colectiva de la justicia social y económica, frustrada sólo por los intereses propios del adversario neoliberal. Desde este punto de vista, incluso la más mundana de las instituciones del mercado parece ser un esfuerzo consciente de entronizar la injusticia y preservar un estatus quo económico de distribución desigual. Las restricciones a la interferencia gubernamental en asuntos económicos llegan a convertirse en esquemas manipuladores para “encadenar la democracia,” en que el único resultado democrático tolerado parece ser, no la voluntad de una mayoría del pueblo, sino, más bien, algo sospechosamente similar a un conjunto preestablecido de preferencias de políticas, presentadas en nombre de la “justicia social.”

En sus manifestaciones extremas, los teóricos críticos del neoliberalismo peyorativo incluso abiertamente adoptan un sistema epistémico conspirativo. Aquí, se asume que las instituciones de mercado sirven los intereses nefarios de la obtención de ganancias y acumulación de riqueza, Y, en vez de operar al pie de la letra, sus teóricos se presentan como adherentes esotéricos de diseños autoritarios ̶ para ser élites antidemocráticas, o entusiastas secretos de Pinochet, e incluso criaturas fascistas clandestinas, que simplemente han disfrazado sus verdaderas intenciones con el lenguaje de la democracia liberal de mercado.

Aún más, tales cargos se convierten en imposibles de responder pues precisamente no son señalados por los supuestos “neoliberales” y, en vez de ello, sólo pueden adivinarse a través de un análisis textual de sus trabajos, al ser conducidos usando las herramientas y entrenamiento acrobático de la Teoría Critica. No se necesita acatar reglas de la evidencia cuando las intenciones maliciosas se pueden inferir a través de una especulación infalsificable.

En la práctica, este enfoque genera el tipo de sonido descodificador de la psicología popular, que se propone detectar al neoliberalismo incluso entre aquellos de nosotros quienes rechazamos explícitamente esa etiqueta. Su uso sigue este patrón pues el propósito primordial del apodo neoliberal se ha convertido en un medio para dejar de lado un conjunto amplio de ideas, argumentos, y evidencia, que de otra forma desafiaría los preceptos ideológicos de quienes desarrollan el término peyorativamente.

En resumen, el neoliberalismo peyorativo es una forma para quien la usa de descreditar a un interlocutor, sin involucrarse en las particularidades de un argumento. Puede rechazarse tal como puede serlo cualquier otro insulto peyorativo.

NEOLIBERALISMO NO IRÓNICO

Un sentimiento de banalidad ideológica sin rigor alguno, y, en ocasiones, hasta con un vacío intelectual, permea la mayoría de la literatura académica moderna acerca del “neoliberalismo,” sin importar lo voluminosa y creciente que pueda ser. No obstante, podemos preguntarnos si el neoliberalismo tiene una oferta más sofisticada de un sistema coherente de pensamiento, que sus usuarios peyorativos pasan por alto en su esfuerzo por demonizar y culpar.

Impulsado por la adopción académica creciente del apodo peyorativo, un pequeño grupo de escritores en los mundos de los centros de pensamiento de política estadunidenses y británicos, lanzó una iniciativa a mediados de la década de 2010 que, en esencia, reclama el calificativo neoliberal como una alternativa con visión de futuro no sólo para las creencias económicas de la izquierda extrema, sino, también, como un liberalismo lasseferiano más doctrinario. A diferencia de las más frecuentes caricaturas de uso peyorativo, esta reapropiación no irónica del apodo neoliberal busca presentar un sistema filosófico que mezcla una disposición hacia la economía de libre mercado, y herramientas de política que la acompañan, de mayor tolerancia hacia la intervención estatal en asuntos económicos, en particular, en lo concerniente a asuntos de equidad y justicia.

Este neoliberalismo no irónico tiene varios antecedentes, incluyendo una presencia en la conferencia de 1938 en París antes mencionada, en donde los participantes debatieron la propuesta de suavizar los preceptos del laissez-faire para contrarrestar una respuesta gubernamental más agresiva ante la Gran Depresión global. El Coloquio Walter Lippmann, como se le llamó a la reunión, terminó sin llegar a una conclusión acerca del tema y, de hecho, algunos de sus participantes, Ludwig von Mises, en particular ̶ rechazaron de plano la sugerencia. No obstante, la menos conocida facción “neoliberal” de esa reunión ha persistido, más o menos, en una u otra forma, hacia lo que podría llamarse una sombrilla filosófica pro mercado.

Los descendientes directos de la facción “neoliberal” en la conferencia de 1938 se volvieron a reunir después de la Segunda Guerra Mundial, para sentar las bases de lo que ahora conocemos como Ordoliberalismo ̶ una escuela de pensamiento de mediados de siglo basada en Alemania, que buscó mezclar políticas guiadas por el mercado, como libre comercio y prudencia fiscal, con una red de seguridad al estilo del estado de bienestar y con robustos bastiones institucionales para cada una de ellas. Sin embargo, los Ordoliberales aún existentes son más un primo que un ancestro de los esfuerzos posteriores al 2010 por reivindicar al neoliberalismo. Los neoliberales no irónicos presentan sus programas como si fueran un enfoque novedoso, e incluso como una tercera vía pendiente de tomar, intentando con sus propósitos políticos cerrar el bache entre los principios de libre mercado más doctrinarios de la centro-derecha y la preocupación de los tradicionalmente orientadas hacia la izquierda por quienes menos tienen.

Entonces, ¿en qué es lo que creen los neoliberales no irónicos? Su plataforma es menos amorfa que el uso del apodo peyorativo de la literatura académica, y rechaza la malevolencia subrepticia que el despliegue izquierdista del término asigna a sus diseños. Es fluido en otras formas, y lo suficientemente amplio como para incorporar lo que podría pensarse como la centro-derecha económica y la centro-izquierda social del espectro político convencional. También, recuerda usos más antiguos al emparejar ciertos programas social democráticos y una creencia profesada en políticas amistosas hacia el mercado, como libre comercio e inmigración abierta.

No existe una única declaración filosófica de esta marca no irónica de neoliberalismo. Pero, el emparejamiento arriba mencionado es motor de una declaración reciente de principios neoliberales publicada por el “Proyecto Neoliberal” ̶ sitio en la red del Instituto de Política Progresista de centro-izquierda. Una declaración de un grupo de pensadores inclinados hacia la derecha en el Reino Unido planteó posiciones similares en el 2016, profesando abrazar mercados libres, comercio, y derechos de propiedad, mientras que, también, adjuntó un programa político proactivo que adopta medidas más robustas para cuidar del pobre.

Ambas declaraciones profesan adhesión a un estilo sustentado en el empirismo y rigor científico. En términos de su propuesta de política, los neoliberales no irónicos expresan un entusiasmo por los preceptos arriba mencionados de comercio e inmigración, pero, también por programas de bienestar social, como el sistema de Ingreso Universal Básico (IUB) (ofrecido como sustituto del menos eficiente estado de bienestar), un conjunto agresivo de intervenciones para enfrentar el calentamiento global (usualmente ofrecido como un impuesto al carbono o un esquema de precios al carbono), y algún grado de redistribución del ingreso.

Un tema dominante es una creencia en que los mercados pueden ser complementados por un conjunto de políticas, que los mejoren en donde se dice que ellos fallan o se quedan cortos ante una prescripción normativa deseada de mayor equidad. Las externalidades negativas se convirtieron en preocupación central del neoliberal no irónico, y el estado existe primordialmente para corregir esos “fallos del mercado” por medio de la acción colectiva científicamente guiada, que busca ajustar las operaciones de mercado y mantener la maquinaria operando.
Similarmente, preocupaciones manifiestas de equidad y los pobres sirven el propósito de atraerlos al ámbito del mercado, mediante la redistribución de algo de la abundancia, en cuya generación sobresalen las instituciones robustas de los mercados.

En cuanto a dar contenido a estos detalles, rápidamente se evidencia que el neoliberal no irónico no es tanto un cambio novedoso, como un reempaque conglomerado de herramientas familiares ̶ la teoría samuelsoniana del fracaso del mercado de mediados del siglo XX, una repetición del centro-derecha de la administración macroeconómica keynesiana de los ciclos de los negocios y una administración que ahorra costos en gastos públicos en gran escala y un entusiasmo por una red social de beneficios mayor, pero mejor manejada, en apoyo de ingresos y necesidades como cuido de la salud.

Los problemas con este enfoque son tan familiares como los de sus variantes más antiguas, y se hacen más agudos cuando uno considera que las asignaciones políticas de recursos públicos y mandatos sociales que los acompañan por medio del sector público, son innatamente susceptibles de manipulación y corrupción por parte de grupos de interés. En el lenguaje económico, la acción colectiva pone sobre la mesa la búsqueda de rentas, y, una vez disponibles, esas rentas se buscan en formas que inevitablemente dan lugar a la creación de electorados políticos para su preservación y expansión. El proceso de búsqueda de rentas tiende hacia la esclerosis política, impidiendo así las afinaciones necesarias que requeriría un sistema de mercado basado en el ajuste. Una vez asignado por el sector público, un beneficio o gasto se convertirá en algo casi imposible de repeler hasta que su valor se disipe en alguna parte más abajo del nivel de cabildeo político requerido para mantenerlo. Y, en la mayoría de los casos, el impulso de cabildeo para la perpetuidad se mueve en dirección opuesta ̶ aun cuando el fin buscado con el programa carece de evidencia mínima en cuanto a su logro.

Considere las implicaciones del proyecto favorito del programa de los neoliberales no irónicos, el IBU (Ingreso Básico Universal). Su premisa conlleva una inmensa atracción tecnocrática. Al reconocer las ineficiencias burocráticas de los mecanismos de asignación y costos administrativos del asistencialismo estatal vigente, los proponentes del IBU promueven su programa como un reemplazo mejorado y que ahorra costos de los programas de bienestar. El nuevo programa, insisten ellos, les dará una parte mayor de los beneficios del programa a los destinatarios previstos, eliminando el papeleo y la administración política derrochadora. Y bien puede lograrse eso en un mundo idealizado de la política, sin embargo, previamente he señalado que el caso en favor del IBU descansa en un supuesto irreal de la puesta en práctica sin fisuras en un sistema idealizado de gobierno, libre de tendencias hacia la búsqueda de rentas que permea al sistema de gobierno que actualmente tenemos. La realidad política más posible de un “cambio” hacia el IBU del todo no es un cambio, si no, más bien, un estado de bienestar social más caro, que agrega el nuevo pago de beneficios del IBU al conjunto ya existente de programas de la red de seguridad, permaneciendo esta última en su lugar y bien financiada, precisamente porque sería imposible repelerla sin enojar a electores políticos profundamente enquistados, y conectados con los mismos programas existentes. El resultado posible: un sistema asistencial inflado y rígido que ahora es el doble de su predecesor e imposible de reformar en forma significativa.

Problemas similares impiden la “solución” del impuesto al carbono, que muchos neoliberales no irónicos exponen como forma de mejorar la eficiencia para enfrentar del cambio climático. Y, en efecto, lo mismo puede ser cierto de la mayoría de los intentos de acción colectiva para corregir externalidades a través del sistema político. El propio Ronald Coase, tal vez el teórico notable de la externalidad en el último siglo, hizo ver ese tanto en un comentario perspicaz acerca de la imposición pigouviana en la que los impuestos al carbono son un ejemplo:

“Es fácil mostrar que la simple existencia de ‘externalidades,’ en sí, no brinda razón alguna para la intervención gubernamental. En efecto, el hecho de que existan costos de transacción y que son altos, implica que muchos efectos de las acciones de la gente no estarán cubiertos por transacciones de mercado. En consecuencia, las ‘externalidades’ serán ubicuas, El hecho de que también la intervención gubernamental tiene sus costos, hace más posible que se deba permitir que la mayoría de las ‘externalidades’ continúen, si se va a maximizar el valor de la producción. Esta conclusión se ve fortalecida si suponemos que el gobierno no es como el ideal de Pigou, sino que es más bien como su autoridad pública normal ̶ ignorante, sujeto a presiones y corrupto.”

Y aquí encontramos el talón de Aquiles del neoliberalismo no irónico. Las correcciones a fallos del mercado que mejoran la eficiencia, a menudo, en el papel parecen ser una solución obvia y ordenada. Sin embargo, cuando se trata de sus puestas en marcha, se convierten en pesadillas de Elección Pública. Se convierten en oportunidades en gran escala para la extracción de rentas políticas a costas del público, con pocas o ninguna garantía de que impidan que la medida deseada se convierta en un abrevadero político gratis para todos y en dádivas típicas de casi cualquier medida de “estímulo” en gran escala o de una enorme ley presupuestaria general que contiene de todo.

Una atención ante este problema indujo a muchos de los Ordoliberales de mitad de siglo a volcarse hacia diseños institucionales robustos, postulados como una garantía contra los problemas de Elección Pública que ellos sabían que sus políticas invitarían. Que tuvieran éxito en otros países excede el alcance de este ensayo, aunque sugeriría que la trayectoria de gasto deficitario en Estados Unidos durante el último medio siglo, es testamento de la dificultad de siquiera ralentizar moderadamente el crecimiento del Leviatán a través del diseño institucional.

A pesar de todos los desafíos teóricos a los que puede invitar esta pregunta, básicamente están ausentes en nuestro actual movimiento neoliberal no irónico. En vez de impuestos al carbono, IBUs, y amistad hacia el mercado, los teóricos del fracaso del mercado exhiben un aire de ligereza que asume que sus políticas preferidas serán puestas en práctica con seguridad y ejecutadas sin fisuras, provisto sólo que es lo que la sociedad simplemente desea. Cuando la pretensión de una ejecución científica eficiente se enfrenta con los obstáculos políticos de la planificación social ingenua, esos modernos neoliberales no tienen una respuesta rápida más allá de apelar a sus alegadas propias habilidades tecnocráticas.

Como una ilustración reciente, no vea más lejos de los intentos desastrosos del año pasado de planificar centralmente nuestra salida del brote global del coronavirus. Décadas de conocimiento científico acerca de pandemias y un sentido común básico acerca de las dificultades de la asignación política mediante órdenes y restricciones gubernamentales, dieron espacio para un marco de políticas hiper tecnocráticas sustentadas en una epistocracia científica y modelos epidemiológicos teóricos no probados. Excepto que los científicos que escuchamos amasaron toda una cadena de un año de predicciones fallidas y errores torpes. El modelo que principalmente guio las respuestas de política falló de maneras catastróficas. La red política de cuarentenas inefectivas y de intervenciones no farmacéuticas (INFs) se esclerotizó, así como dos semanas para aplastar la curva se convirtieron en dos meses, luego en seis meses y, después, en casi un año ̶ todo ello a pesar de ningún efecto discernible en la mitigación de la pandemia, aparte de la aleatoriedad estadística.

Mientras tanto, varios de los mismos tecnócratas de libre mercado detrás del movimiento neoliberal no irónico permanecieron atados a estas políticas fallidas después de un año de fracaso absoluto, atacando verbalmente los intentos de suavizar las cuarentenas y bloqueando estrategias de la periferia, enmascaradas como “ciencia,” como la presión del movimiento ZeroCovid de “eliminar” el virus por medio de cuarentenas más estrictas. Hasta el compromiso en cierto momento apreciado hacia el libre movimiento y apertura de fronteras de los neoliberales no irónicos, descansa en el matadero de la tecnocracia del Covid, en cuanto a que, cierres más estrictos de las fronteras de los que ya tenemos, se han convertido en el siguiente ítem de una larga lista de ajustes por INFs. Es un patrón familiar. Para el neoliberal no irónico, las INFs no tenían posibilidad de fallar en la última ocasión en que se intentaron, debido a fracasos en sus premisas subyacentes y supuestos científicos no probados. La ciencia detrás de ellas es sólida, se nos dice, y cualquier aumento de casos, a pesar de estas medidas, debe, simplemente, ser resultado de fallas en encerrar con mayor fuerza, a fallas en cerrar las fronteras con la fuerza suficiente, o fracasar en impulsar el umbral del uso de mascarilla, desde su actual 85 o 90% del público, hacia un cumplimiento del 100%. Cualquier capacidad de hacer un análisis marginal en este tipo de pensamiento, parecería, haber salido volando por los aires desde hace tiempo.

Resulta que la crisis de la salud pública también brinda una oportunidad directa para observar en la práctica el estilo de gobernanza tecnocrática del liberalismo no irónico. La transmisión viral exhibe cierta característica de externalidad, lo que produce un impulso que la acompaña de “corregirlas” mediante acción colectiva. También, las respuestas a la pandemia invitan, e incluso requieren, de experticia científica especializada en virología y epidemiología ̶ si sólo “seguimos a la ciencia,” todo esto terminará. Los fracasos catastróficos de este enfoque de gobernanza deberían, por ahora, disipar todas las ilusiones de sus promesas, y, sin embargo, la respuesta de los neoliberales no irónicos es, por el momento, sólo redoblar la apuesta en torno a la tecnocracia. “Las cuarentenas no funcionaron en las últimas tres ocasiones, porque no escuchamos lo suficiente a los científicos y ¡no nos comprometimos lo suficiente para hacer que ellas funcionaran!

UNIENDO LAS VARIANTES NEOLIBERALES

Con no pequeña ironía, el Covid ha provisto una síntesis poco reconocida entre las dos variantes de neoliberalismo arriba mencionadas ̶ una peyorativa y casi siempre invocada despectivamente, y la otra planteada como un programa positivo que se reclama. Los teóricos de la versión peyorativa han escrito números tractos atribuyéndole a la pandemia del coronavirus en sí, y a los fracasos de la respuesta política, al objetivo amorfo de su burla, Y, sin embargo, estos neoliberales de la izquierda en mucho comparten una preferencia por las mismas respuestas de política ante la pandemia, que también han abrazado los tecnócratas neoliberales del centro-derecha, en nombre de una política guiada por la ciencia: ellos respaldan las cuarentenas y las INFs relacionadas, ellos prefieren darles las riendas del gobierno a expertos como Neil Ferguson y Anthony Fauci, ellos se resisten y denuncian los esfuerzos por reabrir llamándolos irresponsables y prediciendo escenarios del día del juicio final que nunca suceden, y ellos expresan un desprecio generalizado hacia la disensión científica, al atacar y mandar al ostracismo a cualquiera que cuestione ya sea la base científica o la eficacia de sus políticas preferidas. En el corazón de ambas variantes, encontramos que tienen más en común, de lo que a ellos les importa admitir.

Una crítica ofrecida por críticos del neoliberalismo peyorativo parece ser verdad para sus reivindicadores no irónicos. A pesar de la palabrería en favor de normas y valores liberales democráticos, este último grupo de neoliberales rápidamente sacrificará esos mismos principios ante la tecnocracia científica si, y cuando, ellos entran en conflicto.

El mundo de la toma de decisiones de política en emergencia bajo la guía directa de modelos epidemiológicos, es ilustrativo no sólo de sus fracasos científicos sino también de su hábito de colocar instituciones deliberativas democráticas, e incluso apreciados derechos constitucionales, en una posición supeditada a lo que ellos proclaman como “la ciencia.” No obstante, el giro final es que los críticos del neoliberalismo de la izquierda iliberal parecen estar dispuestos a sacrificar esas mismas normas y restricciones constitucionales, al igual que el autodescrito tecnócrata neoliberal, y por las mismas razones.

Lo que vemos surgir de ambos es un patrón de convergencia ̶ uno tecnocrático, y el otro motivado por un objetivo ideológico deseado, pero ambos arribando al mismo sitio: un gobierno paternalista e intervencionista operando bajo la confianza ilusoria en su propia habilidad de ejecutar hábilmente decisiones de políticas generalizadas que afectan a decenas de millones de vidas, y hacerlo con base sólo en la creencia arrogante de que lo está imponiendo con una experticia guiada por la ciencia pura por medio de la capacidad del estado. Que llamemos a esto neoliberalismo o algo más, y que aceptemos su autodescripción al pie de la letra o como la caricatura presentada por sus críticos, se tiene el mismo resultado iliberal e igual hacia los derechos básicos y procesos constitucionales democráticos fundamentales.

Si eso es neoliberalismo en acción, entonces no ̶ yo no soy un neoliberal. Tampoco tengo interés alguno en las recetas, ya sean de neoliberales de centro-derecha o las que están ofreciendo críticos de similar mentalidad en su apodo escogido por la izquierda.

Phillip Magness es investigador sénior en el American Institute for Economic Research. Es autor de numerosos trabajos acerca de historia económica, impuestos, desigualdad económica, la historia de la esclavitud y la política educativa en los Estados Unidos.

Traducido por Jorge Corrales Quesada.