ÉL INTENTÓ ADVERTIRNOS

Por Greg Weiner
Law & Liberty
2 de febrero del 2017

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Donald Trump y Hillary Clinton entraron en la campaña del 2016 como los nominados menos populares de uno de los partidos principales en la historia de las encuestas. Clinton fue ampliamente considerada como una combinación de corrupción e insinceridad. Muchos de los más serios seguidores de Trump todavía tienden a defenderlo con una postura más de apología que de entusiasmo. La campaña se desenvolvió como si hubiera sido diseñada para refutar la profecía de Polibio acerca de la selección de un jefe ejecutivo: esto es, que “ofrezca una certeza moral, de que el cargo de presidente rara vez caerá en algún hombre que no esté dotado en un grado de eminencia con las calificaciones requeridas.”

Obviamente, la predicción de Polibio suponía una presidencia modesta y un régimen limitado. Él nunca conoció ya fuera al estado Progresista o la presidencia moderna que lo comanda. F.A. Hayek lo hizo, y, al advertir acerca de la propensión de los regímenes estatistas de elevar los peores a la cabeza, sus escritos predijeron mucho del dilema político contemporáneo.

La exactitud de Hayek -tan grande para él como pensador, tan desafortunada para nosotros- yace en la percepción de la tendencia inherente a los sistemas estatistas, de promover lo que no puede proporcionar y buscar vanamente poder desmesurado para intentarlo. Incluso, más que la mayoría, ese sistema atrae a líderes hambrientos de poder y dispuestos a mentir acerca de lo que pueden lograr. La política presidencial está atrayendo mediocridades y charlatanes, a la vez que inducen al relajamiento de la ciudanía pues, tan malsanamente, tanto poder cambia de manos en las elecciones. La gente juega salvajemente al azar al ser atraídos por grandes pilas de fichas, en especial cuando la desesperación les impulsa desde atrás.

Uno puede escoger examinar qué candidato del 2016, o ambos, bajo la diagnosis Hayekiana. Tal vez una enfermedad sistemática caracteriza la situación. En todo caso, el virus andaba suelto. Las buenas nuevas es que el Dr. Hayek también ofrece el remedio: un retorno a una política de lo limitado y lo general.

Para estar claros, al lamentar las opciones en la papeleta de este otoño, debemos resistirnos a los llamados de sirena del cinismo barato. Uno sería la suposición de que, sólo porque los sistemas estatistas exageran su capacidad de controlar todas las variables en la sociedad, eso significa, a la vez, que es posible o deseable la restauración de sus antecedentes con sus limitaciones ortodoxas. Operando bajo este supuesto, el conservadurismo fácilmente se degenera en un simple lamento.

Una segunda tentación es esperar la pureza de la nieve en actores políticos. Una tradición estadounidense de cada cuatro años, y aburrida, es arruinar la supuesta cualidad miserable de los candidatos presidenciales. El gobernante dispuesto a entrar a la arena es inevitablemente ensuciado en ella, mientras que el filósofo reticente, sacado a la fuerza de su percha de contemplación incorrupta y ante súplicas de un público que ruega para que dirija, es posible que sea o bien insincera o, peor, que va en serio.

Aun así, parece difícil decir que la elección ha elevado al mejor gobernante disponible. Sí, el presidente es un artista de Nueva York; no, eso no significa que sus distorsiones, vulgaridades y retórica inflamatoria no cuenten.

Reuniendo una diversidad de hilos del pensamiento de Hayek, podemos ver por qué esa figura buscó, y logró, lo más alto. Hay un exceso de oferta de poder que, como polillas hacia la luz, atrae a esos con lo más por ganar y lo más por perder. Esperamos que los presidentes hagan mucho, los recompensamos por clamar que sí lo pueden, y derramamos lágrimas de los traicionados, cuando fracasan, abrumados por demandas que ni ellos ni nosotros seriamente creímos que las pudieran soportar.

La aplicación de Hayek del análisis económico al fenómeno político está, sin embargo, incompleta. Algunas veces rayó en lo apolítico, y tal vez en lo antipolítico. Pero esto debe decirse: En relación con los espectáculos como los que se acaban de desarrollar en las primarias y la elección general del 2016, él trató de advertirnos.

EL SURGIMIENTO DE LOS INESCRUPULOSOS Y LOS DESINHIBIDOS

“Por qué los peores se colocan a la cabeza” es el título del Capítulo 10 de Camino de Servidumbre (1944), y despliega el problema. Al describir el dilema del colectivista de que no puede poner en práctica sus planes sin inflar su autoridad, la preocupación de Hayek no es tanto la planificación como el poder. Él advierte que la moralidad supuestamente amable y compasiva que induce al colectivismo, no se corresponde con la moralidad de aquellos que lo manejan:

“De la misma manera que el gobernante democrático que se dispone a planificar la vida económica tendrá pronto que enfrentarse con la alternativa de asumir poderes dictatoriales o abandonar sus planes, así el dictador totalitario pronto tendrá que elegir entre prescindir de la moral ordinaria o fracasar. Esta es la razón de que los faltos de escrúpulos y los aventureros tengan más probabilidades de éxito en una sociedad que tiende hacia el totalitarismo.” [1]

Lo contrario también es cierto. El gobernante prudente y mesurado, en especial si se atreve a hablar con la verdad acerca de lo que razonablemente puede lograrse, tiene pocas posibilidades contra las expectativas que crea ese régimen.

La diferencia entre objetivos colectivistas e imposiciones colectivistas se acentúa por la “demanda generalizada de acción gubernamental rápida y determinada.” Ciudadanos están “insatisfechos con el curso lento y engorroso del proceso democrático,” y esto “convierte en un objetivo a la acción por la acción misma.” Tal demanda eleva “al hombre o al partido que parezca ser lo suficientemente fuerte y resuelto ‘para lograr que las cosas se hagan.’” Tal líder debe operar con un apoyo popular amplio.

¿Quién, pregunta Hayek, es posible que lo haga? La respuesta es que “semejante grupo, numeroso y fuerte, con opiniones bastante homogéneas, probablemente no lo forman los mejores, sino los peores elementos de cualquier sociedad.” Él da tres razones de porqué.

Primera, al expandirse el conocimiento, los puntos de vista se hacen más diferenciados, así que un grupo homogéneo es posible que haya permanecido así pues sus miembros son menos educados.

Segunda, un demagogo obtendrá el apoyo de “todos los dóciles y crédulos,” quienes aceptarán “un sistema de valores confeccionado si se machaca en sus orejas con suficiente fuerza y frecuencia.”

Finalmente, “parece haber casi una ley de la naturaleza humana que le es más fácil a la gente ponerse de acuerdo sobre un programa negativo -sobre el odio a un enemigo, sobre la envidia a los que viven mejor- que sobre una tarea positiva.”

Como se indicó, las predicciones de Hayek son aplicables al colectivismo, que él creyó se deslizaría ineluctablemente hacia el totalitarismo. Pero, uno no necesita aceptar la plenitud de esa relación causal, para darse cuenta que ellas también son aplicables a regímenes estatistas, que, contra las precauciones que él incorpora en otras partes -The Constitution of Liberty [Los fundamentos de la libertad] (1960) y Law, Legislation, and Liberty [Derecho, Legislación y Libertad] (1973), entre otros trabajos- intentan dictar los términos de la vida social, económica y política.

Esta es sustancialmente la situación contemporánea, y difícil adscribirla exclusivamente a un partido. Representa los precedentes acumulados de ocho décadas de prácticas del Nuevo Trato, contra las cuales ningún partido, en vez alguna, ha lanzado un ataque frontal serio.
Hayek, debería saberse, no se opuso a que el gobierno estableciera un nivel de bienestar básico. En el capítulo previo de Camino de Servidumbre, él distinguió entre dos tipos de seguridad: protección “contra una privación material grave, la certidumbre de un determinado sustento mínimo para todos,” versus una garantía de “aquel ingreso específico que se supone merece una persona,” en especial si relacionalmente se establece; esto es, se basa en una comparación con lo que otros tienen. Él escribió: “No hay motivo para que una sociedad que ha alcanzado un nivel general de riqueza como el de la nuestra, no pueda garantizar a todos esa primera clase de seguridad sin poner en peligro la libertad general.”

El nivel al que se debería establecer el mínimo da lugar a preguntas prudentes difíciles, pero, la clave es que sea provisto de acuerdo con reglas generales, y no como un intento de rehacer distribuciones económicas, según fórmulas arbitrarias o, peor, en casos particulares, Lo último es lo que requiere la concentración de la autoridad, lo que atrae hacia la política a los locos por el poder.

LA TARJETA DE PRESENTACIÓN DE LA COERCIÓN

Para Hayek, el problema del poder es, en esencia, el problema del conocimiento. Como lo detalló en su canónico “The Use of Knowledge in Society” [El uso del conocimiento en sociedad] (1945), la aspiración económica del planificador -el arreglo de las instituciones de forma que den lugar a preferencias basadas en un comando completo del conocimiento- no es sólo fantasía, sino que, en primer lugar, también fracasa en alinearse con el propósito de las instituciones económicas.

En Los Fundamentos de la libertad y, luego, en el primer volumen de Derecho, legislación y libertad, Hayek aplica la misma idea a la política.
El Capítulo Cuatro de Los Fundamentos de la libertad, “Libertad, razón y tradición,” distingue entre la escuela británica, que ve a las instituciones económicas, políticas, y sociales -incluyendo la moral- como filtraciones evolutivas que surgen durante el curso de muchos años, y la ilustración francesa, que las ve como creaciones de la razón inmediata. En Gran Bretaña, la tradición francesa se deslizó en la escuela Benthamita, cuya batalla contra el punto de vista Liberal -esto es, la batalla entre razón y tradición- contenía las semillas de la lucha contemporánea entre “democracia liberal y democracia ‘social’ o totalitaria.”

El argumento de los teóricos de la democracia liberal, dice Hayek,

“…se dirige en toda línea contra la concepción cartesiana de una razón humana independiente y anteriormente existente que ha inventado esas instituciones y contra la idea de que la sociedad civil ha sido formada por algún primitivo y sabio legislador o un primitivo ‘contrato social’” [2]

La clave característica de social en oposición a democracia liberal yace así en su ambición de mandar resultados particulares, en vez de poner en su sitio reglas generales de vida social. Es decir, el poder no le preocupa a Hayek si es el poder para lograr objetivos propios por medio de la asociación voluntaria.

Así que, ponga una atención cuidadosa al trabajo desempeñado por la palabra “particular” este pasaje:

“Ni los poderes de Henry Ford, ni los de la Comisión de Energía Atómica, ni los del general del Ejército de Salvación, ni -al menos hasta hace muy poco- los del presidente de los Estados Unidos son poderes para usar coacción contra los individuos obligándoles a servir los objetivos de gente específica que los ejercen.” [3]

La intención de dictar resultados particulares, en vez de reglas generales, es la tarjeta de presentación de la coerción. El limite a la velocidad no coerce a los choferes ̶ es una regla general que se aplica a todos por igual. Darle autoridad a oficiales de la policía para que apliquen límites específicos a choferes concretos de su elección, sería coercitivo. En consecuencia:

“La libertad de contratación, como la libertad en los restantes campos, significa que la permisibilidad de un acto particular depende únicamente de normas generales y no de aprobación específica por una autoridad. La libertad de contratar significa que la voluntad y obligatoriedad de un pacto ha de depender únicamente de esas normas conocidas, generales, iguales, por los que todos los restantes derechos que la ley ampara se hallan determinados, y no de la aprobación del particular contenido del convenio establecido por una agencia del gobierno.” [4]

Hay, con seguridad, peligros en este punto de vista. Exhibe lo que me he referido como el lado apolítico de Hayek; es más, arriesga convertirse en antipolítico si no permite a la comunidad actuar concertadamente para cultivar y defender una forma de vida [5] Pero, Hayek ciertamente está en lo correcto en que tales caminos emergen en vez de ser impuestos.

Uno no necesita seguirlo en todo el camino hacia el estado colectivista o totalitario en donde termina su diligencia, para ver que eso caracteriza al moderno Progresismo. La ambición única del Progresismo es reordenar la sociedad a lo largo de líneas consideradas racionales o morales por aquellos al centro, cuya experticia se supone excede la de innumerables actores individuales, quienes en sociedad toman decisiones dispersas e irracionales o, al menos arracionales.

La ambición del Progresismo difiere de aquellos objetivos del liberalismo político de mejora económica. Una visión Hayekiana permitiría la mejora incluso en el tanto en que el liberalismo político discutiría acerca de su generosidad, El Progresismo -que es más emblemático en el reemplazo de lo que en una ocasión fue una preocupación por la pobreza objetiva y la privación, por una obsesión acerca del “uno por ciento,” categoría totalmente caprichosa enraizada en la envida y la comparación- busca la redistribución según estándares morales que Hayek calificaría como inherentemente arbitrarios.

Tampoco este es sólo un tema de economía. Fuimos testigos en los años de Obama de un esfuerzo al por mayor por rehacer las actitudes a través de cartas de orientación y otras formas de fíat presidencial, provenientes de agencias como el departamento de Educación. Fue un ejemplo de libro de texto de la planificación política centralizada producto de una insatisfacción con la más lenta y menos discretamente racional maquinaria de la tradición.

Es tentador adscribir esta tendencia centralizadora sólo a la Izquierda política, pero, hay buena razón para estar vigilante de la Derecha en este sentido. Esto es cierto en parte, pues demostrablemente hay poco apetito en cualquiera de los partidos por reclamar la autoridad de formulación de política de la rama ejecutiva para el Congreso, o proveer agencias regulatorias con suficiente orientación para que su autoridad no sea tanto privativa como arbitraria.

Puesto más ampliamente, el nacionalismo económico del presidente Trump y, en especial su capitalismo de los amigotes, se sustenta en el supuesto de que aquellos que mueven las palancas del poder, y él en especial, son más capaces que la dispersión infinita del mercado para determinar la mejor asignación de empleos, el precio óptimo de los bienes (a través de aranceles), y tomar decisiones similares. Esto sólo es presionar al sector privado para que sirva al estado, obligándole a que dé beneficios de bienestar social en una moda que distorsiona al mercado, en un paralelo estrecho con las objeciones que los Republicanos tenían acerca del Obamacare.

De hecho, esto es de muchas formas endémico del propio Trumpismo: “Yo soy su voz;” “Yo sólo lo puedo arreglar;” “Yo haré que Estados Unidos sea grande otra vez.” Un presidente escasamente familiarizado con los tiempos presentes en plural de la primera persona, sorprendente como puede serlo, muestra un caso raro en que la voz pasiva le podría dar un buen servicio. Los Estados Unidos pueden ser hechos grandes de nuevo. Pero, ningún operador o política específica lo va a lograr.

Que algún operador o política alguna vez lo logre, posee problemas de información (“la racionalidad total de la acción en un sentido Cartesiano exige un conocimiento completo de todos los hechos relevantes,” escribió Hayek en Ley, Legislación, y Libertad), pero también de coerción. [6] En Fundamentos de la Libertad pregunta:

“¿Por qué ha existido una presión tan persistente para desembarazarse de las limitaciones impuestas a los poderes públicos precisamente con vistas a la protección de la libertad individual? Si en el Estado de Derecho hay tantas posibilidades de mejoría, ¿por qué los reformadores se han esforzado constantemente en debilitarlo y minarlo? La respuesta es que durante las últimas generaciones han surgido algunos nuevos objetivos políticos que ciertamente no pueden lograrse dentro de los límites del imperio de la ley. Un Estado al que está vedado acudir a la compulsión -salvo cuando se trata de exigir el acatamiento de las normas generales- carece de poder para lograr objetivos que requieren medios distintos de los otorgados de un modo expreso, y concretamente no le es dable señalar la posición material a disfrutar por determinados individuos, ni obligar al cumplimiento de la justicia distributiva o ‘social.’” [7]

¿Quién quiere tanto poder y lo quiere tanto como para mentir acerca de él? Los peores, y, a la vez, los más vulnerables.

El público Progresista, para ser claros, presenta un lado diferente al de los “ilusos” que salen apoyando al totalitario acerca del que Hayek advierte. El totalitario necesita una coalición homogénea y, así, una que no piense. En contraste, la coalición para el populista puede ser motivada variadamente, como lo fueron los votantes del presidente Trump: algunos para dar una señal de la necesidad de un sacudión, otros por una fe genuina, otros -muchos, en apariencia- rebelándose en una reacción predeciblemente furiosa hacia expectativas fallidas que se vivaron repetidamente. Lo oprobioso es que fue una rebelión a favor de alguien quien infló aún más las expectativas.

LAS AMBICIONES DE UN RÉGIMEN BASADO EN LA REGLA DE LA LEY

El análisis de Hayek sugiere que cualquier régimen que intente dirigir los detalles de una vida cívica, amasará poder e inflará expectativas de formas que harán que el poder sea tan atractivo, que hará que sea difícil digerir al gobernante mesurado, en tanto que atrae a charlatanes. Si es así, la solución es alterar el carácter del gobierno, que opte por lo general sobre lo particular, y, relacionado con eso, por lo simple encima de lo complejo.

“En otras palabras,” explica Hayek en Fundamentos de la Libertad, “más bien que la dimensión de la acción estatal, lo que importa es la dirección que se le imprima.” Esta distinción es decisiva. Personas de diferentes orientaciones políticas pueden argüir acerca de la dimensión apropiada de la regulación gubernamental, pero, el punto fundamental es que su carácter debería ser transparente y general. “El imperio de la ley nos facilita el módulo para distinguir qué medidas son conformes y cuáles disconformes con un sistema libre.” [8]

Gobiernos complejos y particularizados hacen un valor supremo de la negociación y construcción de coaliciones, en vez de la regla de la ley.
El resultado, escribe Hayek, es “un gobierno que no puede, aún si lo deseara, obedecer principio alguno, sino que debe mantenerse otorgando favores especiales a grupos particulares. Debe comprar su autoridad mediante la discriminación.” [9]

Un régimen que dictara reglas amplias, ya sea agresiva u ocasionalmente, comandaría aún una influencia sustancial. Un retorno a ese régimen es lo que se necesita. Todavía estaría preocupado por los bienes esenciales de la política, no sólo de regulaciones monótonas del flujo del tráfico. Estaría aún involucrado en el gran trabajo del arte de gobernar. Lo que podría ser capaz de evitar es la coerción, en el sentido de que no le daría respiro a las ambiciones de aquellos que desean decidir si acosar a empresarios particulares en “una base cotidiana.” Ese es el punto. Las ambiciones a que daría lugar un régimen de regla de la ley no estarían basadas en el poder. Estarían basadas en la política. Hay una diferencia.

[1] F.A. Hayek, The Road to Serfdom: Text and Documents: The Definitive Edition (University of Chicago Press, 2007), p. 158.
[2] F.A. Hayek, Los fundamentos de la libertad (Unión Editorial S.A., 1975), p. 72.
[3] Los fundamentos de la libertad, p. 149.
[4] Los fundamentos de la libertad, p. 258.
[5] Willmoore Kendall poderosamente muestra cómo el radicalismo individual puede inhibir por sí sólo los medios de supervivencia de una comunidad política.
[6] F.A. Hayek, Law, Legislation and Liberty: Volume 1 (University of Chicago Press, 1973), p. 12.
[7] Los fundamentos de la libertad, p. 259.
[8] Los fundamentos de la libertad, p. 251.
[9] F.A. Hayek, Law, Legislation and Liberty: Volume 3 (University of Chicago Press, 1981), p. 102.

Greg Weiner es editor contribuyente de Law & Liberty. Es Rector y Vicepresidente de Asuntos Académicos en la Assumption University, en donde es también profesor asociado de ciencia política. Es académico visitante del American Enterprise Institute. Weiner es autor de Old Whigs: Burke, Lincoln, y de Politics of Prudence and The Political Constitution: The Case Against Judicial Supremacy.

Traducido por Jorge Corrales Quesada.