Cabe preguntarse en cuánto varía el lado optimista en este artículo para el liberalismo clásico con la enorme concentración de poder en el partido más iliberal de Estados Unidos, los demócratas, al lograr el control del Senado de ese país. Y nosotros pensar en el impacto que ese poder tan grande puede tener sobre nuestras economías.

2020: UN POCO DE TODO PARA EL LIBERALISMO CLÁSICO

John O. McGinnis

Law & Liberty
31 de diciembre del 2020


NOTA DEL TRADUCTOR: Para utilizar los ligámenes de las fuentes del artículo, entre paréntesis y en azul, si es de su interés, puede buscarlo en su buscador (Google) como john o. mcginnis law & liberty classical December 31, 2020 y si quiere acceder a las fuentes, dele clic en los paréntesis azules.

Si bien el 2020 ha sido un año espantoso debido al Covid-19, sus resultados para el liberalismo clásico han sido más variados. El nombramiento de Amy Coney Barrett a la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos ha hecho que la Corte sea más originalista y, por tanto, más clásicamente liberal que como lo ha sido durante un siglo. Los resultados de la elección del 2020 fueron mixtos. Ganó el candidato decididamente hostil al liberalismo clásico, pero, a su partido le fue peor de lo esperado, cuando la recesión y la pandemia pueden haber predicho una explosión a su favor. Sin embargo, la cultura ha llegado a ser menos hospitalaria con el liberalismo clásico con el despertar al justicialismo social [wokeness en inglés] que ha infectado no sólo nuestras universidades, sino también a nuestras corporaciones. Debido a que, en última instancia, nuestra política electoral y el sistema judicial son transformados por la cultura, estos cambios culturales crean una hoja de balance negativo para el liberalismo clásico, al empezar la nueva década.

LA CORTE

Por décadas, los nombramientos a la Corte Suprema han prometido cambiarla desde un dinamo de progresismo hacia una corte que se adhiere a la Constitución, tal como fue escrita. Y por décadas esas promesas no se han cumplido. La Corte Burger [en referencia al juez Warren E. Burger quien la presidió] fue, famosamente, la revolución que no se dio. La mayoría de los nombramientos hecho por el presidente Nixon de la nada votó para crear el derecho al aborto. La presidenta de la Corte Sandra Day O’Connor probó ser más política que jurista. El presidente de la Corte Anthony Kennedy vertió aforismos que valen poco, en vez de ubicar su razonamiento en el sentido original de nuestra ley fundamental. El presidente actual de la Corte John Roberts parece estar muy enfocado en mantener el capital institucional de la Corte, incluso a expensas de un razonamiento sólido. Una razón esencial de todos estos fracasos es que muchos de los nombrados por republicanos se han desviado hacia la izquierda durante su mandato, mientras que ninguno de los recientemente nombrados por un demócrata se ha movido hacia la derecha.

Pero, el largo período de fracaso en cambiar fundamentalmente a la Corte, ha terminado con la confirmación de Barrett. El presidente de la Corte, el juez Roberts, ya no es más el juez oscilante. Los originalistas son pluralidad en la Corte, si bien no mayoría, y, tal como los propios jueces se dan cuenta, el originalismo estará en el marco durante la toma de decisiones constitucionales.

El originalismo promueve al liberalismo clásico pues básicamente la Constitución es producto del liberalismo clásico aplicado y práctico. Sus derechos son libertades negativas contra el estado, no afirmaciones positivas de asistencia estatal. Crea una estructura de tricameralismo, que requiere la aprobación de la ley por dos cámaras, cuyos miembros son electos para términos diferentes y principalmente en momentos distintos, y la firma del Presidente o una super mayoría de dos terceras partes para superar su veto. Así, la acción del gobierno federal es intencionalmente difícil de lograr. Para estar claros, la doctrina de la delegación permisiva de la Corte ha permitido a las agencias administrativas gobernar por decreto sin comprometerse con reglas específicas, pero, es posible que esa doctrina la modifique la nueva Corte.
La dificultad para forjar la ley federal, a su vez, hace que los estados sean más cruciales en la política y crea el principio de subsidiaridad.
También, esa estructura es clásicamente liberal en su naturaleza, cuando los estados (y las ciudades dentro de ellos) deben competir en un mercado de gobernanza.

La Constitución directamente no insta un conjunto de políticas liberales clásicas, como la economía de libre mercado, pero crea una estructura de gobierno limitado en que esas políticas tienen mejor oportunidad de que se mantengan. Así, el 2020 marca el regreso a una posibilidad real de una Constitución amistosa con el liberalismo clásico ̶ un gran logro, debido en parte no pequeña a Donald Trump.

ELECCIONES

El candidato más clásicamente liberal perdió la elección para Presidente. Los nombramientos de Trump tanto para la Corte Suprema como para cortes inferiores, habrían continuado promoviendo el originalismo y un marco de gobernanza clásicamente liberal. Biden hará lo opuesto. Biden quiere que el estado crezca enormemente. Trump, si bien no es un administrador sano en asuntos fiscales, no es tan derrochador. Trump es, en esencia, un desregulador; Biden un regulador. En particular, Biden aumentará el involucramiento del gobierno en el cuido de la salud para detrimento de la innovación y una operación eficiente de los precios y pavimentará el camino hacia un único pagador. Aún sin el Congreso, él promete interferir en el mercado laboral. Los liberales clásicos estaban correctamente preocupados por algunas de las políticas comerciales de Trump. Pero, Biden ya ha anunciado una moratoria en pactos que crearían un comercio más libre.

Para estar claros, hubo razones para que un liberal clásico votara contra el Presidente, pero ellas principalmente giraron alrededor de su fracaso en satisfacer apropiadamente el cargo de jefe de estado, degradando, por tanto, la función esencial simbólica y unificadora de la presidencia.

Aunque desde la perspectiva liberal clásica, Trump era claramente el mejor, si bien lejos de ser el candidato perfecto en cuanto a políticas, sus defectos como cabeza del estado a menudo llevaron a que esas políticas se desacreditaran. Así, su pérdida no es tanto un golpe al liberalismo clásico, como de otra manera podría serlo. Y el resto de la elección estuvo muy lejos de ser un desastre. El partido más clásicamente liberal ganó una cantidad substancial de asientos en el Congreso y puede que retenga el Senado ̶ a pesar de una pandemia y una recesión que típicamente favorecen un partido de gobierno grande.

Aún más, los resultados del referendo más importante -la expresión más directa de la voluntad popular- se orientó en dirección hacia el liberalismo clásico. Más importante, los votantes de California -un estado que regularmente elige izquierdistas a cargos- votaron decisivamente por mantener su prohibición de preferencias raciales o de género para empleos gubernamentales y admisiones en universidades públicas. En mi propio estado de Illinois, el electorado rechazó un impuesto al ingreso progresivo, pues estaba disgustado con su gobierno hinchado y corrupto ̶ un problema que comparte con muchas otras jurisdicciones manejadas bajo principios opuestos al liberalismo clásico.

CULTURA

A pesar de la gran mejora en la rama judicial del gobierno y resultados tolerables en la elección, el liberalismo clásico continúa en peligro debido a una revolución cultural en proceso. El liberalismo clásico fue impulsado por la cultura de la Ilustración ̶ su valorización del individuo, celebración del mérito, y adhesión a una visión empírica del mundo. Todos estos principios básicos del pensamiento de la Ilustración hoy están siendo amenazados, y el liberalismo clásico no puede sobrevivir como una filosofía de gobernanza, a menos que permanezca siendo dominante.

En primer lugar, la política de identidad está intensificando sus garras sobre los Estados Unidos. Las universidades, incluso la mía propia, se declaran instituciones “antirracistas,” a la vez que hacen de la raza y el género el prisma preferido de todo pensamiento que esté alejado de las ciencias duras. Ahora, algo de nuestra cultura corporativa imita a las universidades de élite. Esto no sorprende, pues estas universidades son la tubería que conduce hacia los rangos altos de las corporaciones. Y, por desgracia, algunos aspectos del Trumpismo han asumido aspectos de la política de identidad, al ver, erradamente, a los Estados Unidos más como un sistema político étnico, como Francia o Alemania, que uno dedicado a los ideales consonantes con el liberalismo clásico.

El individualismo está estrechamente relacionado con la creación de una meritocracia que incorpora la idea de la Ilustración, de que el individuo surge según sean sus talentos. Una sociedad abierta determina qué talentos son los más necesitados. Hoy, sin embargo, la meritocracia está sujeta a una crítica constante. El ataque al mérito es, en última instancia, un ataque a la libertad, pues sólo una jerarquía instaurada por ley puede impedir que se desarrolle una meritocracia en una sociedad moderna. Estamos viendo las primeras propuestas que reflejan este asalto, desde esfuerzos por asignar espacios en escuelas públicas seleccionadas según la raza hasta una carrera para eliminar las escuelas privadas.

Finalmente, un espíritu profundamente anti empírico acecha al país. En parte, este desarrollo se relaciona con la política de identidad, pues esa política supone, contra toda evidencia, que todos los resultados desiguales que resultan entre diferentes grupos son los resultados de un tratamiento desigual (aún cuando analistas sofisticados, como Thomas Sowell, han mostrado que las causas son, de hecho, muy complejas).
Pero, este giro anti empírico trasciende la política de identidad y tiene sus raíces en la necesidad de muchos por vivir según algún mito secular que explique a la totalidad del mundo. También, la inhabilidad continua de algunos partidarios de Donald Trump para aceptar la realidad de su derrota, puede reflejar la necesidad de vivir en un mundo de fantasía. Los mitos sociales calzan con dificultad ante hechos complicados, que, por tanto, han de ser suprimidos.

El futuro de la cultura es impredecible. Por ejemplo, el relativismo moral iba aumentando hasta que el 11 de setiembre [ataque a las Torres Gemelas de Nueva York] lo hizo indefendible. Pero, las características claves que han estado minando la cultura de la Ilustración, sobre las que descansa el liberalismo clásico, han ido ganando fuerza por mucho tiempo. La corrección política sobre la que se construyen las políticas de identidad más virulentas de nuestro tiempo, empezó en la década de 1980. La declinación de la religión de la corriente principal ha estado vigente por un siglo. Son estas tendencias subyacentes las que me preocupan más para el futuro del liberalismo clásico, aun cuando ahora haya obtenido un reducto en nuestro sistema judicial y retenido un pedestal en nuestra política.

John O. McGinnis es el profesor George C. Dix en Derecho Constitucional en la Universidad Northwestern. Su libro Accelerating Democracy fue publicado por Princeton University Press en el 2012. McGinnis es también coautor con Mike Rappaport de Originalism and the Good Constitution, publicado por Harvard University Press en el 2013. Es graduado de Harvard College, Balliol College, Oxford, y en la Escuela de Leyes de Harvard. Ha publicado en revistas importantes de derecho, incluyendo Harvard, Chicago, y Stanford Law Reviews y el Yale Law Journal, y en revistas de opinión, incluyendo National Affairs y National Review.

Traducido por Jorge Corrales Quesada.