LOS IMPUESTOS QUE SE ESTÁN PROPONIENDO PARA HACER EL AJUSTE FISCAL- SEGUNDA PARTE

Por Jorge Corrales Quesada


Una idea muy similar es la propuesta hecha, y que se sigue haciendo, pues no desaparece de las mentes de sus proponentes, es poner un impuesto a las zonas francas. Siempre esa sugerencia regresa de ultratumba…

Hay cosas esenciales de todos los sistemas especiales de zonas francas, y el país no es excepción. El capital empresarial extranjero es primordialmente atraído sujeto al principio de que pueda competir de tú a tú con otras empresas en los mercados internacionales, en donde las exportaciones de firmas de esos países usualmente están exentas de impuestos, tales como a las utilidades o renta, entre otros.

Un beneficio de las zonas francas es precisamente que, en un país de abundancia relativa de mano de obra vis a vis el capital (maquinaria, instalaciones y similares), la llegada de esa inversión extranjera eleva la productividad de la mano de obra local, lo que permite que haya mejores salarios en ellas que en la economía no de zona franca del país. Por eso muchos países subdesarrollados buscan que les llegue capital extranjero (no se sorprenda, Cuba ha desarrollado sistemas de zonas francas para atraer capital extranjero escaso, pues significa, entre otras cosas, que habrá salarios más altos, además de divisas muy escasas).

Por lo general, se firma un contrato, usualmente de diez años -al menos aquí- entre el gobierno y la empresa de zona franca, por el cual, entre otras cosas, se le garantiza que el gobierno no le cobrará a la empresa el impuesto sobre la renta, aunque sí habrá impuestos por ingresos como salarios, entre otros, pero, además, que no habrá impuestos a las importaciones de bienes y servicios que se incorporan en producir el bien exportable. Poner un impuesto a las empresas de zona franca significaría una ruptura del contrato, lo que da espacio a litigios costosos, pero, tal vez más importante, a que no vengan nuevas firmas de capital extranjero a invertir en el país, pues existen muchas zonas francas en muchos países del mundo, incluso con características iguales o mejores a las de Costa Rica, adonde podrían irse a producir. El impacto que ese impuesto tiene sobre la demanda de mano de obra es lo peor que podría promoverse hoy dado nuestro desempleo actual. Tengan presente que un impuesto a la renta de la firma o a las importaciones de materias primas que se incorporan a sus exportaciones, no sólo tendrá un efecto para que se vayan del país las ya instaladas, sino que no habría nuevas empresas para zonas francas que estén dispuestas a venir en esas nuevas condiciones tributarias. Recuerden que esos impuestos hacen que pierdan su competitividad en sus mercados naturales internacionales.

Una propuesta adicional de impuestos que me ha llamado la atención, y que tuvo una pronta reacción lógica en su contra por parte de las autoridades municipales, fue aumentar los impuestos a las propiedades indiscriminadamente. El gobierno parece no entender que, con costos, los ciudadanos están intentando poder pagar los impuestos municipales por sus propias casas, así como aquellos quienes han ahorrado para tener una casa que les genere ingresos al momento de pensión, que ahora tienen problemas grandes pues las casas siguen desocupadas (y los negocios) y sin poder alquilarse y menos venderse por la economía contraída. Me imagino que el gobierno piensa que sólo hay condominios lujosos que pueden pagar tan altos impuestos, sin pensar que son muchos los pequeños dueños que viven de ese tipo de ahorro.

Pero, como indiqué, esa idea de inmediato hizo que los alcaldes de los municipios -muchos de ellos- se pusieran en su contra, pues ya estaban experimentando fuertes caídas en sus ingresos por esos impuestos y su aumento provocaría que menos gente pudiera pagarlos. Este malestar ha de haber sido tan real, que esa propuesta no se ha vuelto a oír. Más bien los ciudadanos están en espera de que no vengan revaluaciones a los valores de las propiedades, sino más bien disminuciones en las bases imponibles.

Un nuevo y jugoso impuesto que el gobierno ha impulsado, pero que también parece (digo parece, porque en los actos de taumaturgia de los políticos, lo que desaparece, vuelve a aparecer), haber sido altamente rechazado, de forma que el gobierno ya no lo ha impulsado tanto, es un gravamen a las transacciones monetarias realizadas por medio de los bancos comerciales.

Este impuesto se nos intentó vender eufemísticamente como la tasa Tobin, que, me imagino, al sonar en inglés, creyeron que sería más fácil aprobarlo. Pero el impuesto que propuso el economista Tobin tenía como objetivo limitar los movimientos de capitales financieros entre países, que pudieran afectar sus regímenes cambiarios. Ese impuesto no llegó muy lejos pues requería una colaboración muy estrecha entre todas las jurisdicciones tributarias, además de que impone un nuevo costo al capital necesario. Pero aquí la ambición llegó más allá: la propuesta era, o es aplicable, a todas las transacciones monetarias que pasaran por los bancos, ah, y exceptuando transacciones de instituciones y entre instituciones de gobierno. Al gobierno no le importa gravar a las transacciones privadas con ese impuesto, pero se exime a sí mismo de él por cualquier transacción que realice.

En todo caso, la única alternativa que le quedaba a los ciudadanos -¿se entiende por qué hay evasión tributaria?- es dejar de usar dinero para hacer pagos en donde medie un banco comercial. Esto es, todo en efectivo. Obviamente, hacerlo así es sumamente incómodo e ineficiente, pero el incentivo es claro y sabemos que, en muchas economías, los pagos en efectivo para evitar el pago de impuestos son moneda corriente.

Bajo este impuesto los ciudadanos no sólo tendremos un costo adicional que reduce nuestros ingresos, pues se cobran al pasar por los bancos cuando nos son pagados, al igual que cuando retiramos los fondos, sino que, también tiene, una característica perversa que se utilizó como justificación para que el país tuviera un IVA en vez de un impuesto a las ventas (a las transacciones en general), cual es evitar la piramidación del gravamen. En sencillo, significa que usted termina pagando impuesto sobre el impuesto: es una acumulación del impuesto, pues, al ser en cualquiera de las diversas etapas de la producción y transacción de ese bien, se paga por cada etapa de intercambio del producto, una y otra vez. Un ejemplo simple: cuando un agricultor de mangos saca plata para producirlos, paga el impuesto y se lo vende con ese impuesto al mayorista, al que se lo vende. Sobre ese mango más caro que vende el mayorista y que ya incluye lo pagado en la etapa agrícola, al mayorista se le cobra el dinero que saca del banco para pagarle al agricultor. El mayorista le vende al industrial esos mangos con impuestos incorporados en las etapas previas a los minoristas, quien, para pagarlos, tiene que sacar plata del banco y sobre ella pagar el impuesto de marras. Algo similar ocurre en las etapas siguientes hasta llegar al consumidor final. Cada cual, al usar los bancos para disponer del dinero necesario para hacer sus pagos, trae incorporados en los costos de todos y cada uno de los impuestos anteriormente pagados por ese mismo producto.

Esa piramidación es indeseable y económicamente distorsionadora e ineficiente, de forma que pocos países acuden a poner impuestos en cascada. El caso más claro ha sido la sustitución por un IVA de los impuestos tradicionales a las transacciones o diversas etapas por las que pasa un producto.

Este aumento acumulativo en los costos es general y equivale a un fenómeno inflacionario en cuanto a que reduce los ingresos y salarios reales de la población, pues todos los bienes finales aumentarán de precio por la existencia de este impuesto en cascada. Claro, quienes más se verán relativamente afectados son los que menos ingresos tienen, pues relativamente consumen más de sus ingresos.

Y no podía faltar las propuestas de gravar los “vicios.” Y aquí hay mucha tela que cortar… Entre tanto, comentaré una formulada inicialmente por el gobierno, que, en una de sus versiones, era ampliar la aplicación del IVA a su tasa máxima del 13% sobre una serie de productos exentos, como la canasta básica, la salud y educación privada y seguros. La reacción popular, reflejada en la así llamada mesa de diálogo, hizo que el gobierno retirara la propuesta, pero, vale la pena comentarla, pues, no lo duden, si no lo hacen ahora, buscarán hacerlo después.

Desde el punto de vista técnico, puede considerarse deseable que no haya tasas de impuestos diferenciales entre productos o servicios, pues da lugar a una serie de distorsiones económicas indeseables, en particular cuando se toma en cuenta toda la cadena de producción. Así, no es de extrañar que haya economistas que consideren deseable que el IVA sea general y uniforme, pero, conscientes de los efectos sobre los presupuestos familiares, afirman que, si bien la medida de gravar uniformemente a los exentos es correcta, a cambio de ello, proponen que la tasa uniforme del IVA sea sólo del 12 o 13 por ciento (¿por qué no del 10%?).

La idea es valiosa e interesante, pero hay algo que, de pronto, salta a mi mente en cuanto a su bondad concreta en los casos de servicios de salud y educación, en particular, al estarse viviendo una serie de consecuencias imprevistas indeseables producto de medidas no farmacéuticas para lidiar con la pandemia y que han tenido un impacto importante en la conducta humana.

Veamos la salud pública: ante el temor de contagio en los hospitales, muchas personas han dejado de lado de ir a esos centros como parte, ya sea de una rutina de control, o bien ante previsiones de enfermedades recientes que incluso deben ser valoradas. Entre esas enfermedades hay algunas de naturaleza grave. Pero, también, porque, en cierto momento de la pandemia, se alegó que los hospitales serían desbordados ante la necesidad de atender enfermos del virus, lo que se reflejó en que muchos recursos y citas y medicinas y servicios no se brindaran debido a la crisis hospitalaria. Esas razones han hecho que mucha gente “dirija” a obtener el cuido médico necesario en la medicina privada del país.

Poner, en tal circunstancia, un impuesto a la medicina privada, alentaría un regreso de la gente a la medicina pública, pues la primera ahora se haría relativamente más cara. Por tanto, es mejor no poner ese nuevo impuesto a la medicina pública, para que no haya tanta demanda de recursos de la medicina estatal en este tiempo de pandemia.

Pero, el argumento contra ese impuesto a la medicina privada va más allá. ¿No hay en realidad una doble imposición con este impuesto a la medicina privada, si ya la gente está obligada a cotizar, úsela o, para la medicina pública? Pagan un impuesto por los servicios de la Caja, pero, ahora, quieren que se paguen esos nuevos impuestos adicionales aun cuando no se utilizan esos servicios y se usan los privados.

Claro, no faltará quien diga que paguen ante su propia elección de ir a la medicina privada, en vez de la pública; pero, entonces, ¿por qué no se deja a la gente en libertad de no pagar obligadamente por la medicina estatal? Y surge la palabra de moda, “solidaridad,” pero eso aquí es extraño, pues, al ir a la medicina privada, se están dejando de demandar recursos que se podrían usar en la medicina estatal para los enfermos que han pagado por ella como cotizantes. O sea, “solidaridad” significa que paguen quienes no usan la medicina pública, para la que otros, quienes sí la usamos, pues ya hemos cotizado (pagado) por ella.

Puede alegarse que quienes hoy pagan la medicina estatal no cubren el verdadero costo total, con lo que habría una transferencia de recursos de quienes no la usan, pero pagarían el nuevo impuesto, subsidiando así a quienes demandan la salud gubernamental y para la cual no cotizaron lo suficiente. No creo que sea este el propósito de la idea de gravar la medicina privada, sino que, simplemente, el que el estado logre más recursos.

Algo parecido está sucediendo con la educación privada y la idea de gravarla con el IVA. Uno de los efectos, y creo que incluso se comentó en el informe reciente del Estado de la Nación, si no me equivoco, es que, al disminuir los ingresos de los hogares por el Covid y las medidas puestas para contenerlo, han dejado de pagar la educación privada de los niños -aunque las escuelas y colegios llevan, al menos en la pública, clausurado casi todo el período escolar, sin contar las huelgas magisteriales previas, y el cierre se ha hecho obligado también para los centros educativos privados- haciendo que se trasladen, sin recibir clases físicas, sino virtuales, a la educación pública, pues ya no les alcanza para pagar la privada.

Un impuesto a la educación privada la encarecerá comparada con la estatal, incluso cuando la gente no la esté demandando, pues los hijos van a la pública, pero sí tienen que pagar los impuestos generales, como todos los ciudadanos, que es de donde salen los recursos para financiar la educación estatal.

Tal como con la medicina privada libera demanda de la medicina pública, la educación privada se traduce en una demanda menor de recursos, que así se liberan para la educación pública. El impuesto a la educación privada hará que aumente la demanda de servicios de la educación pública. Esto requería de más fondos aportados por los ciudadanos para satisfacer la nueva demanda incrementada de educación estatal.

Por tanto, en mi criterio, dado que hoy la gente paga impuestos para la educación pública y cuotas a la Caja para la medicina pública, ponerles impuestos, tanto al suministro privado de los servicios de educación, como los de salud, es simplemente doble imposición sobre un grupo de personas y que se deje de percibir el alivio que ellos brindan en la demanda de recursos gubernamentales para la educación y salud pública. Ese alivio podría verse como algo positivo para la sociedad, excepto que el gobierno quiera mantener el monopolio en la salud y en la educación.

Publicado en mis sitios de Facebook, Jorge Corrales Quesada y Jcorralesq Libertad, el 24 de noviembre del 2020.