Un análisis muy interesante de resultados de las cuarentenas que deben ser tomados en cuenta por sus implicaciones para la convivencia humana en libertad e igualdad de derechos.

LAS CUARENTENAS VOLVIERON A CREAR UN SISTEMA DE CASTAS PREMODERNO

Por Jeffrey A. Tucker
American Institute for Economic Research
31 de octubre del 2020

NOTA DEL TRADUCTOR: Para utilizar los ligámenes de las fuentes del artículo, entre paréntesis y en azul, si es de su interés, puede buscarlo en su buscador (Google) como jeffrey a. tucker institute for economic research caste October 31, 2020 y si quiere acceder a las fuentes, dele clic en los paréntesis azules.

En Nueva Zelandia, si su examen da positivo o si del todo usted se rehúsa a ser examinado, prepárese para ser enviado a un campamento de cuarentena recién establecido por el gobierno. Impactante, sí, pero nosotros tenemos un sistema parecido en Estados Unidos. Si su examen da positivo (lo que no es lo mismo que estar, en realidad, enfermo), usted será removido de la escuela o se le prohibirá llegar a la oficina. Usted podría perder el empleo ̶ o rechazar la oportunidad de ganar dinero. En muchos lugares de este país y del mundo, adonde viaje hoy, usted está sujeto a cuarentena, a menos que presente una prueba limpia del Covid, independientemente de preguntas profundas que todavía rodean la exactitud de esa prueba.

Todas estas políticas que estigmatizan al enfermo, excluyéndolos de la sociedad, vienen directamente de un giro extraño en las políticas acerca del Covid. Empezamos suponiendo que, a muchos, e incluso a la mayoría de la gente, se les pegaría la enfermedad, a la vez que sólo se buscaba ralentizar la marcha a la que se diseminaba. Con el paso del tiempo, empezamos a intentar lo imposible; esto es, detener del todo la diseminación. En el curso de ello, establecimos sistemas que penalizan y excluyen al enfermo, o, al menos, los relegan a un estatus de segunda clase (como si fuera con una Letra Escarlata C sobre su pecho [Nota del traductor: como en la obra de Nathaniel Hawthorne, acerca de la persecución del adulterio en la Nueva Inglaterra puritana del siglo XVII en Estados Unidos]), mientras que el resto de nosotros espera que el virus se aleje, ya sea por una vacuna o algún proceso misterioso por el cual el bicho se retira.

En realidad, ¿qué está pasando aquí? Es una resurrección de lo que equivale a una ética premoderna de cómo la sociedad lidia con la presencia de una enfermedad infecciosa. No es claro si esto es por accidente o no. Que en realidad está sucediendo es indisputable. Nos estamos lanzando intermitentemente hacia un nuevo sistema de castas, creado en nombre de una mitigación de la enfermedad.

Toda sociedad premoderna le asignó a algún grupo la tarea de soportar la carga de los patógenos nuevos. Usualmente, la designación de los impuros se hizo basada en raza, idioma, religión o clase. No había movilidad para salir de esta casta. Sólo estaban los sucios, los enfermos, los intocables. Dependiendo del momento y del lugar, eran segregados geográficamente, y la designación transcurría de generación en generación. Algunas veces, el sistema era codificado en la religión o la ley; más frecuentemente, este sistema de castas era cocinado en una convención social.

En el mundo antiguo, la carga de la enfermedad era asignada a gente no nacida “libre;” esto es, como parte de la clase permitida para participar en asuntos públicos. El peso era soportado por los trabajadores, mercaderes y esclavos, quienes principalmente vivían lejos de la ciudad ̶ a menos que los ricos huyeran de las ciudades durante una pandemia. Entonces, los pobres sufrirían, mientras que los señores feudales se iban a sus casas de campo durante el período, forzando en otros el peso de terminar con el virus. Desde una perspectiva biológica, ellos sirvieron el objetivo de operar como sacos de arena que mantuvieran libres de la enfermedad a aquellos en la ciudad. Los patógenos eran algo que debería ser transportado y absorbido por ellos y no por nosotros. Las élites eran invitadas para mirar por encima de ellos, aún cuando esta era la gente -las castas más bajas- que estaba operando como los benefactores biológicos de todos los demás.

En la enseñanza religiosa, las clases designadas como enfermas y sucias eran también consideradas como no santas e impuras, y todo mundo era invitado a creer que su enfermedad se debía al pecado y, así, es correcto que debidamente se les excluyera de sedes y lugares santos. Leemos en Levítico 21:16 que Dios ordenó que “Ningún hombre de tu descendencia, por todas sus generaciones, que tenga algún defecto se acercará para ofrecer el alimento de su Dios. Porque ninguno que tenga defecto se acercará: ni ciego, ni cojo, ni uno que tenga el rostro desfigurado, o extremidad deformada, ni hombre que tenga pie quebrado o mano quebrada, ni jorobado, ni enano, ni uno que tenga defecto en un ojo, o sarna, o postillas, ni castrado.”

Cuando Jesús vino a sanar al enfermo y leprosos, en particular, no fue, en sí, sólo un milagro impresionante; también era algo de una revolución social y política. Sus poderes para sanar movieron libremente a gente de una casta hacia otra, tan sólo al remover el estigma de la enfermedad. Fue un acto de impartir movilidad social en una sociedad que estaba muy feliz sin ella. San Marcos 1:40 registra no sólo un acto médico, sino uno social: “Y Jesús, teniendo misericordia de él, extendió la mano y le tocó, y le dijo: Quiero, sé limpio. Y así que él hubo hablado, al instante la lepra se fue de aquél, y quedó limpio.” Y, al hacer eso, Jesús fue expulsado: él “no podía entrar abiertamente en la ciudad, sino que se quedaba fuera en lugares desiertos.”

(Esta es la razón por la que el trabajo de la Madre Teresa en los tugurios de Calcuta era políticamente tan controversial. Ella estaba buscando cuidar y sanar al sucio, pues son merecedores de salud como cualquier otra persona.)

No fue sino hasta principios del siglo XX cuando entendimos la intuición científicamente brutal detrás de estos sistemas crueles. Se reduce a la necesidad de que el sistema inmune humano se adapte a nuevos patógenos (ha habido y siempre habrá nuevos patógenos). Alguna gente, o la mayoría de ella, tiene que asumir el riesgo de enfermarse y adquirir inmunidad para mover el virus desde el estatus de epidemia o pandemia a que llegue a ser endémico; esto es, predeciblemente administrable. Para el momento en que el patógeno alcanza a la clase gobernante, se hace menos amenazador para sus vidas. Las clases más bajas en este sistema operan como las glándulas o los riñones en el cuerpo humano: encargándose de la enfermedad para proteger el resto del cuerpo y finalmente expulsarla.

La humanidad construyó estos sistemas de castas para la enfermedad durante toda la historia registrada, hasta muy recientemente. La esclavitud en Estados Unidos sirvió en parte para ese fin: dejar que aquellos que hacen el trabajo también soporten el peso de la enfermedad, de forma que la clase gobernante o los dueños de esclavos puedan permanecer limpios y bien. El doloroso libro de Marli F. Weiner, Sex, Sickness, and Slavery in the Antebellum South explica cómo los esclavos, debido a la carencia de cuidado médico y a condiciones de vida menos sanitarias, soportaron el peso de la enfermedad mucho más que los blancos, lo que, a su vez, invitó a los defensores de la esclavitud a postular diferencias biológicas insolubles, que hacían de la esclavitud un estado natural de la humanidad. La salud pertenecía a las élites: ¡obsérvelo con sus propios ojos! La enfermedad es para ellos y no para nosotros.

El gran giro desde las estructuras políticas y económicas antiguas hacia otras más modernas, no fue sólo acerca de derechos de propiedad, libertades comerciales y la participación de oleadas cada vez más grandes de gente en la vida pública. También, hubo un acuerdo epidemiológico implícito con el cual estuvimos de acuerdo, en lo que Sunetra Gupta describe como un contrato social endógeno. Estuvimos de acuerdo con que ya no más designaríamos a un grupo como el inmundo y obligarlo a soportar el peso de la inmunidad de rebaño, de forma que las élites no tuvieran que hacerlo. Las ideas de libertad, dignidad humana y derechos humanos iguales, también, vinieron con la promesa de una salud pública: ya no más consideraremos una gente como carne en una guerra biológica. Todos participaremos en la construcción de resistencia hacia la enfermedad.

Martin Kulldorff habla de la necesidad de un sistema de protección enfocado que se base en la edad. Cuando arriba un nuevo patógeno, protegemos al vulnerable con sistemas inmunes débiles, a la vez que le pedimos al resto de la sociedad (a los menos vulnerables) que construyan la inmunidad, hasta el punto en que el patógeno se hace endémico. Piense acerca de lo qué esa categorización por edad implica para el orden social. Toda la gente envejece, independientemente de edad, idioma, posición social o profesión. Así, a todo mundo se le permite entrar en la categoría de los protegidos. Usamos inteligencia, compasión e ideales elevados para dar amparo a quienes más lo necesitan y en el plazo más breve posible.

Para ahora, usted puede adivinar la tesis de esta reflexión. Las cuarentenas nos han revertido a tiempos atrás, desde un sistema de igualdad, libertad e inteligencia, y nos han hundido de regreso a un sistema feudal de castas. La clase gobernante designó a las clases trabajadoras y los pobres, como los grupos que necesitan salir allí afuera, trabajar en las fábricas, bodegas, campos y plantas empacadoras, y que envíen nuestros alimentos y suministros a nuestra puerta de enfrente. Nosotros llamamos a esa gente “esencial,” pero lo que realmente dimos a entender es: ellos construirán la inmunidad por nosotros, mientras esperamos en nuestros apartamentos y nos ocultamos de la enfermedad hasta que la tasa de infección caiga y es seguro para que nosotros salgamos.

Como un homenaje a los nuevos impuros, y en consideración a las cosas buenas que están haciendo por nosotros, pretenderemos participar en su difícil situación por medio de actuaciones superficiales de mitigación de la enfermedad. Vestiremos de forma más relajada. Evitaremos las parrandas. Y usaremos una mascarilla en público. Muy convenientes para la clase profesional, esos pequeños espectáculos son también consistentes con la motivación subyacente de estar lejos del bicho y dejar que otros lidien con el logro de inmunidad.

Los pobres y la clase trabajadora son los nuevos impuros, mientras que la clase profesional disfruta del lujo de esperar que pase la pandemia, interactuando sólo con computadoras portátiles libres de la enfermedad. La llamada por Zoom es el equivalente en el siglo XXI de la propiedad de la familia en lo alto de la colina, una forma de interactuar con otros, a la vez que evitamos el virus, al que necesariamente debe exponerse la gente que mantiene fluyendo los bienes y servicios. Estas actitudes y comportamientos son elitistas y, en última instancia egoístas, incluso perversas.

En lo que respecta a la protección basada en la edad, nuestros líderes lograron lo opuesto. Primero, obligaron a que en instalaciones de cuido a largo plazo se aceptaran pacientes del Covid-19, ocasionando que el patógeno se diseminara en donde era menos bienvenido y más peligroso, y, segundo, prolongaron el período de aislamiento para los sobrevivientes, al retrasar el inicio de la inmunidad de rebaño en el resto de la población, expandiendo soledad y desaliento entre los ancianos.

Las cuarentenas son el peor de los mundos desde la perspectiva de la salud pública. Más que eso, las cuarentenas representan un repudio al contrato social que hace mucho tiempo hicimos para lidiar con enfermedades infecciosas. Trabajamos por siglos para rechazar la idea de que algún grupo -alguna casta- debería tener asignado permanentemente el papel de enfermarse, para que el resto de nosotros pudiera persistir en un estado inmunológicamente virginal. Abolimos los sistemas que enquistaron esa brutalidad. Decidimos que esto es radicalmente inconsistente con todo valor cívico que construyó al mundo moderno.

Con el restablecimiento de formas antiguas de exclusión, la asignación o evitación de la enfermedad sustentada en una clase, y el estigma social del enfermo, los promotores de las cuarentenas han creado una asombrosa catástrofe premoderna.

Hay más en la Declaración de Great Barrington que una simple afirmación acerca de biología celular y salud pública. Es también un recordatorio de un acuerdo que la modernidad hizo con las enfermedades infecciosas: a pesar de su presencia, nosotros tendremos derechos, tendremos libertades, tendremos una movilidad social universal, incluiremos, no excluiremos, y todos participaremos en hacer del mundo un lugar seguro para los más vulnerables entre nosotros, independientemente de condiciones arbitrarias de raza, idioma, tribu o clase.

Jeffrey A. Tucker es director editorial del American Institute for Economic Research. Es autor de muchos miles de artículos en la prensa académica y popular y de nueve libros en 5 idiomas, siendo el más reciente Liberty or Lockdown. También es editor de The Best of Mises. Es conferenciante habitual en temas de economía, tecnología, filosofía social y cultura.

Traducido por Jorge Corrales Quesada.