Sugiero la lectura de este razonamiento para un mejor enfoque hacia el coronavirus. Es de un profesional muy respetable y reúne el parecer de un grupo amplio de especialistas del área, así como de un público bien informado. Esto nos ayuda a formar opinión en estos tiempos de tanta intemperancia.

UNA ESTRATEGIA RAZONABLE Y MISERICORDIOSA CONTRA EL COVID

Por Jayanta Bhattacharya

American Institute for Economic Research
4 de noviembre del 2020


Lo que sigue es una adaptación de una presentación ante un panel el 9 de octubre del 2020, en Omaha, Nebraska, en un Foro de Libre Mercado del Hillsdale College.

Hoy mi objetivo es, primero, presentar los hechos acerca de qué tan mortal es, en realidad, el COVID-19; segundo, presentar los hechos acerca de quién está en riesgo por el COVID; tercero, presentar algunos hechos acerca de qué tan mortales han sido las cuarentenas extendidas; y, cuarto, recomendar un cambio en la política pública.

1. LA TASA DE MORTALIDAD DEL COVID-19

Al discutir la mortalidad del COVID, necesitamos distinguir entre casos de COVID de infecciones por el COVID. Mucho temor y confusión han resultado del fracaso en comprender la diferencia.

Hemos escuchado mucho este año acerca de la “tasa de fatalidad de casos” del COVID. A principios de marzo, la tasa de fatalidad de casos en Estados Unidos era aproximadamente de un tres por ciento ̶ casi tres de cada cien personas que eran identificadas como “casos” de COVID a principio de marzo, moría por él. Compare eso hoy, cuando la tasa de fatalidad del COVID se sabe que es menor a un medio del uno por ciento.

En otras palabras, cuando allá a principios de marzo la Organización Mundial de la Salud dijo que tres por ciento de las personas que se contagiaban con el COVID moría por él, estaba equivocada en, al menos, un orden de magnitud. La tasa de fatalidad por el COVID es mucho más cercana al 0.2 o 0.3 por ciento. La razón de esta estimación temprana altamente inexacta es sencilla: a principios de marzo, no estábamos identificando a la mayoría de la gente que había sido infectada por el COVID.

La “tasa de fatalidad de los casos” se computa dividiendo el número de muertes entre el número total de casos confirmados. Pero, para obtener una tasa de mortalidad exacta por el COVID, el número en el denominador debería ser el número de gente que ha sido infectada -el número de personas que, en realidad, tenía la enfermedad- en vez del número de casos confirmados.

En marzo, sólo la pequeña fracción de gente infectada que se enfermó y fue a los hospitales, se identificó como casos. Pero, la mayoría de gente que estaba infectada por el COVID tenía, ya fuera síntomas muy leves, o bien del todo nada de síntomas. Esta gente no era identificada en los primeros días, lo que resultaba en una tasa de fatalidad altamente equivocada. Y, eso fue lo que impulsó la política pública. Peor aún, continúa sembrando temor y pánico, pues la percepción de demasiadas personas acerca del COVID se congeló con base en los datos equivocados de marzo.

Así que, ¿cómo logramos una tasa de mortalidad correcta? Para usar un término técnico, examinamos la seroprevalencia ̶ en otras palabras, examinamos para averiguar cuánta gente tiene evidencia en su torrente sanguíneo de haber tenido COVID.

Esto es fácil con algunos virus. Por ejemplo, a cualquier persona que le haya dado varicela, aún tiene ese virus viviendo en ella ̶ se queda para siempre en el cuerpo. El COVID, por otra parte, como otros coronavirus, no se queda en el cuerpo. Alguien que está infectado con COVID y luego lo limpia, será inmune a él, pero ya no estará viviendo en esa persona.

Entonces, lo que necesitamos examinar son los anticuerpos u otra evidencia de que alguien haya tenido COVID. E incluso los anticuerpos se desvanecen con el paso del tiempo, así que examinar en su búsqueda todavía resulta en una subestimación de la totalidad de infecciones.

Es en seroprevalencia en lo que trabajé en los primeros días de la pandemia. En abril, corrí una serie de estudios, usando pruebas de anticuerpos, para ver cuánta gente del Condado de Santa Clara en California, en donde vivo, había sido infectada. En ese momento, había alrededor de 1.000 casos que se habían identificado en el condado, pero, nuestras pruebas de anticuerpos encontraron que 50.000 personas había sido infectadas ̶ esto es, había 50 veces más de infecciones que casos identificados. Esto era enormemente importante, pues significaba que la tasa de fatalidad no era de tres por ciento, sino más cercana al 0.2 por ciento; no tres en 100, sino dos en 1.000.

Cuando se presentó, el estudio de Santa Clara fue controversial. Pero, la ciencia es así, y la forma en que la ciencia examina los estudios controversiales es viendo si ellos se pueden reproducir. Y, de hecho, ahora hay 82 estudios similares de seroprevalencia provenientes de todo el mundo, y la mediana del resultado de esos 82 estudios es una fatalidad de alrededor del 0.2 por ciento ̶ exactamente la que encontramos en el Condado de Santa Clara.

En algunos lugares, por supuesto, la tasa de fatalidad fue más alta: en la Ciudad de Nueva York fue más como de un 0.5 por ciento. En otros lugares fue menor: la tasa en Idaho fue de 0.13 por ciento. Lo que esta variación muestra es que la tasa de fatalidad no es simplemente una función de qué tan mortal es un virus. Es también una función de a quién le da la infección y la calidad del sistema de cuido de la salud. En los primeros días del virus, nuestros sistemas de salud manejaron pobremente al COVID. Parte de esto se debió a la ignorancia: proseguimos tratamientos muy agresivos, por ejemplo, el uso de ventiladores, que, en retrospectiva, pueden haber sido contraproducentes. Y, parte de ello, se debió a negligencia: en algunos lugares, sin necesidad, admitimos que se infectara mucha gente que estaba en asilos de ancianos.

Pero, el resumen es que la tasa de fatalidad del COVID está en la vecindad del 0.2 por ciento

2. ¿QUIEN ESTÁ EN RIESGO?

El único hecho más importante acerca de la pandemia del COVID -en términos de decidir cómo responder a él, tanto sobre una base individual, como una gubernamental- es que no es igualmente peligroso para todo mundo. Esto se hizo muy claro desde el puro principio, pero, por alguna razón, la mensajería de salud pública falló en que este hecho llegara al público.

Todavía parece ser una percepción común que el COVID es igualmente peligroso para todo mundo, pero, esto no podría ser más alejado de la verdad. Hay una diferencia de mil veces entre la tasa de mortalidad en gente de mayor edad, 70 y más, y la tasa de mortalidad en niños. En cierto sentido, esta es una gran bendición. Si hubiera sido una enfermedad que primordialmente matara niños, yo, por lo menos, reaccionaría de manera muy diferente. Pero, el hecho es que, para los niños jóvenes, esta enfermedad es menos dañina que la gripe estacional. Este año, en Estados Unidos, más niños han muerto por la gripe estacional que por COVID en un factor de dos o tres veces.

En tanto que el COVID no es mortal para niños, para gente de más edad es mucho más mortal que la gripe estacional. Si usted mira los estudios en todo el mundo, la tasa de fatalidad para gente de 70 y más es de alrededor de cuatro por ciento ̶ cuatro entre 100 en aquellos de 70 años y más, en oposición a dos en 1.000 en la población en general.

De nuevo, esta enorme diferencia entre el peligro de COVID para los jóvenes y el peligro de COVID para los ancianos, es el hecho más importante acerca del virus. No obstante, no ha sido enfatizado lo suficiente en la mensajería de salud pública o tomado en cuenta por la mayoría de quienes hacen las políticas.

3. LA MORTALIDAD DE LAS CUARENTENAS

Las cuarentenas generalizadas, que han sido adoptadas en respuesta al COVID, no tienen precedentes ̶ las cuarentenas nunca han sido tratadas como método para el control de la enfermedad. Tampoco estas cuarentenas eran parte del plan original. La racionalización inicial en favor de cuarentenas era que, si se disminuía la diseminación de la enfermedad, permitiría que los hospitales no fueran desbordados. Era claro desde mucho antes que esa no era una preocupación: en Estados Unidos y la mayor parte del mundo, los hospitales nunca estuvieron en riesgo de ser abrumados. Aun así, las cuarentenas se impusieron y esto está resultando en que haya efectos mortales.

Quienes se atreven a hablar acerca de los tremendos daños económicos que han surgido a partir de las cuarentenas, son acusados de no tener un corazón. Se les ha dicho que las consideraciones económicas no son nada comparadas con salvar vidas. Así que, no voy a hablar acerca de los efectos económicos ̶ yo voy a hablar acerca de los efectos mortales sobre la salud, empezando por el hecho de que las Naciones Unidas ha estimado que 130 millones de personas adicionales pasarán hambre este año, como resultado del daño económico derivado de las cuarentenas.

En los últimos 20 años hemos sacado de la pobreza a mil millones de personas en el mundo. Este año estamos revirtiendo ese progreso, al grado que -merece que se repita- se estima que 130 millones más de personas pasarán hambre.

Otro resultado de las cuarentenas es que la gente dejó de llevar a sus niños para que se inmunizaran contra enfermedades como difteria, pertussis (tosferina), y polio, pues ella ha sido guiada a temer más el COVID que lo que temía esas enfermedades más mortales. Esto no es sólo cierto en Estados Unidos. Ochenta millones de niños en todo el mundo ahora está en riesgo ante esas enfermedades. Habíamos hecho un progreso sustancial en disminuirlas, pero, ahora, van a regresar.

Un número grande de estadounidenses, aun cuando tuviera cáncer y necesitara de quimioterapia, no fue al tratamiento pues tenía más temor al COVID que al cáncer. Otros han omitido exámenes de cáncer recomendados. En consecuencia, vamos a ver un aumento en cáncer y las tasas de mortalidad por cáncer. De hecho, ya estamos empezando a verlo en los datos. También, vamos a ver un número más alto de muertes por diabetes, debido a gente que ha perdido su monitoreo diabético.

En cierta forma, los problemas mentales son los más impactantes. En junio de este año, una encuesta de la CDC encontró que, uno en cada cuatro jóvenes adultos, con edades entre 18 y 24, había seriamente considerado el suicidio. Después de todo, los seres humanos no están diseñados sólo para vivir. Estamos destinados a estar en compañía los unos con los otros. No sorprende que las cuarentenas hayan tenido esos efectos psicológicos que han sucedido, en especial entre adultos jóvenes y niños, a quienes se les ha negado la muy necesitada socialización.

En efecto, lo que hemos estado haciendo es requiriendo que los jóvenes lleven el peso de controlar una enfermedad de la cual tienen poco y ningún riesgo. Esto es totalmente un retroceso del enfoque correcto.

4. ADÓNDE IR A PARTIR DE AQUÍ

La semana pasada me reuní con otros dos epidemiólogos -la doctora Sunetra Gupta de la Universidad de Oxford y el doctor Martin Kulldorff de la Universidad de Harvard- en Great Barrington, Massachusetts. Los tres venimos de trasfondos disciplinarios muy diferentes y de muy diferentes partes del espectro político. No obstante, habíamos arribado al mismo punto de vista ̶ la idea de que la política de una cuarentena generalizada había sido un error devastador de la salud pública. En respuesta, escribimos y publicamos la Declaración de Great Barrington, la que puede verse -junto con videos explicativos, respuestas a preguntas, una lista de quienes también la firmaron, en la conexión al sitio en línea de jayanta bhattacharya, american institute for economic research November 4, 2020.

La Declaración dice:

“Como epidemiólogos de enfermedades infecciosas y científicos de salud pública, nos preocupan los impactos en la salud física y mental de las políticas que predominan en relación a la COVID-19 y recomendamos un abordaje que llamamos Protección Focalizada.

Provenientes tanto de izquierda como de derecha, y de distintas partes del mundo, hemos dedicado nuestra profesión a proteger a los demás. Las actuales políticas de confinamiento [lockdown] están produciendo efectos devastadores en la salud pública a corto y largo plazo. Los efectos (para mencionar sólo algunos) incluyen tasas de vacunación más bajas, empeoramiento en los resultados de enfermedades cardiovasculares, menores detecciones de cáncer y deterioro de la salud mental—lo que conducirá a un mayor exceso de mortalidad en los próximos años, siendo la clase trabajadora y los miembros más jóvenes de la sociedad aquellos sobre los que recaerá el peso más grande de estas medidas. Dejar a los niños sin escuelas es una grave injusticia.

Mantener estas medidas en pie hasta que haya una vacuna disponible causará un daño irreparable en los menos privilegiados, quienes terminarán siendo afectados de manera desproporcionada.

Afortunadamente, nuestro conocimiento sobre el virus está creciendo. Sabemos que la vulnerabilidad a la muerte por COVID-19 es más de mil veces mayor en los ancianos y débiles que en los jóvenes. En efecto, para los niños, la COVID-19 es menos perjudicial que muchos otros peligros, incluyendo la influenza.

A medida que se desarrolla inmunidad, el riesgo que todos tienen de infectarse -incluyendo los vulnerables- desciende. Sabemos que, eventualmente, todas las poblaciones alcanzarán la inmunidad de rebaño -es decir, el punto en el que la tasa de infecciones nuevas se mantiene estable- y que esto puede beneficiarse de (pero no depende de) una vacuna. Nuestro objetivo, por tanto, debería ser minimizar la mortalidad y el daño social hasta que adquirimos la inmunidad de rebaño.

La manera más humana de abordarlo, midiendo los riesgos y los beneficios de alcanzar la inmunidad de rebaño, es la de permitirle a aquellos que están bajo un mínimo riesgo de muerte, vivir sus vidas con normalidad para alcanzar la inmunidad al virus a través de la infección natural, mientras se protege mejor a aquellos que se encuentran en mayor riesgo. Esto lo llamamos Protección Enfocada.

Adoptar las medidas para proteger a los vulnerables debería ser el objetivo central de las acciones de salud pública dirigidas contra la COVID-19. Por ejemplo, los asilos de ancianos deberían emplear personal con inmunidad adquirida y realizar test PCR al personal y los visitantes con frecuencia. La rotación del personal debería limitarse. Las personas jubiladas que viven en casa deberían contar con provisiones y otros elementos esenciales enviados a sus casas. En cuanto fuera posible, deberían reunirse con sus familiares en exteriores en lugar de interiores. Una lista exhaustiva y detallada de las medidas, incluyendo un abordaje particular para hogares multigeneracionales, puede ser desarrollada, lo que se encuentra perfectamente dentro del ámbito y las capacidades de los profesionales de la salud pública.

Aquellos que no son vulnerables, deberían reanudar inmediatamente su vida con normalidad. Medidas sencillas de higiene, como lavarse las manos y quedarse en casa cuando se esté enfermo, deberían ponerse en práctica por todos para reducir el umbral de inmunidad de rebaño. Las escuelas y universidades deberían abrir para una enseñanza presencial. Las actividades extracurriculares, como los deportes, deberían reanudarse. Los adultos jóvenes de bajo riesgo deberían trabajar con normalidad, en lugar de hacerlo desde casa. Los restaurantes y otros negocios deberían abrir. Las artes, la música, los deportes y otras actividades culturales deberían reanudarse. La gente que se encuentra en mayor riesgo podría participar, si así lo desea, mientras la sociedad en conjunto disfruta de la protección otorgada a los vulnerables por aquellos que han desarrollado inmunidad de rebaño.”

***

Yo debería decir algo en conclusión acerca de la idea de inmunidad de rebaño, que alguna gente caracteriza erradamente como una estrategia de dejar que la gente muera. En primer lugar, la inmunidad de rebaño no es una estrategia ̶ es un hecho biológico que se aplica a la mayoría de las enfermedades infecciosas. Aún cuando logremos una vacuna, estaremos descansando en la inmunidad de rebaño, para tener un punto final para esta epidemia. La vacuna ayudará, pero es la inmunidad de rebaño la que llevará a un final. Y, en segundo lugar, nuestra estrategia no es dejar que la gente muera, sino proteger al vulnerable. Sabemos cuál gente es vulnerable y sabemos cuál gente no es vulnerable. No tiene sentido continuar actuando como si no supiéramos estas cosas.

Mi punto final es acerca de la ciencia. Cuando los científicos han hablado contra la política de cuarentena, ha habido una enorme resistencia: “usted está poniendo a vidas en peligro.” La ciencia no pude operar en un ambiente como ese. Yo no conozco todas las respuestas al COVID; nadie las sabe. La ciencia debería ser capaz de aclarar las respuestas. Pero, la ciencia no puede hacer su trabajo en un ambiente en donde cualquiera que desafíe al estatus quo, es acallado o cancelado.

A la fecha, la Declaración de Great Barrington ha sido firmada por más de 43.000 científicos de la medicina y la salud pública y practicantes de la medicina. La declaración no representa un punto de vista de la periferia dentro de la comunidad científica. Este es parte central del debate científico y allí debe situarse el debate. Los miembros del público en general también pueden firmar la Declaración.

Juntos pienso que podemos llegar al otro lado de esta pandemia. Pero, tenemos que defendernos. Estamos en un momento en que nuestra civilización está en riesgo, en donde los lazos que nos unen están en riesgo de ser desgarrados. No deberíamos tener temor. Debemos responder racionalmente ante el virus del COVID: proteger al vulnerable, tratar humanamente a la gente infectada, desarrollar una vacuna. Y, mientras hacemos todas esas cosas, debemos tener de regreso la civilización que teníamos, de forma tal que la cura no termine siendo peor que la enfermedad.

El doctor Jayanta Bhattacharya es profesor de medicina en la Universidad de Stanford. Es investigador asociado del National Bureau of Economic Research, compañero sénior del Stanford Institute for Economic Policy Research, y del Stanford Freeman Spogli Institute.

Traducido por Jorge Corrales Quesada.