En Costa Rica ya han aparecido algunos de estos amargados, quienes no han dudado en dañar monumentos de caracteres que uno no podría imaginar que representan un pasado “ominoso,” como si eso fuera lo único por lo que se les valora, sino que lo hacen tan sólo por el afán de imitar lo que es una extendida moda del extremismo de la izquierda en Estados Unidos.

CONTRA LA HISTORIA COMO PESADILLA

Por Theodore Dalrymple

Law & Liberty
11 de agosto del 2020


La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivientes
Karl Marx, El 18 Brumario de Luis Napoleón.

La idea del pasado como nada más que una pesadilla, específicamente una de injusticia, es probablemente el tropo prevaleciente de nuestra época. En verdad, nadie podría alegar razonablemente que se ha carecido de pesadillas en la historia humana. Y, con todo y ello, al mismo tiempo, es innegable que ha existido progreso: a pocos de nosotros nos gustaría disponer de nuestras oportunidades bajo el tipo de condiciones, ya sea políticas o materiales, que prevalecieron en, digamos, el siglo XVI.

No obstante, permanece el hecho de que, por más de una razón, la historia como pesadilla es, en la actualidad, un principio organizador de narrativa más poderoso que la historia como progreso.

En primer lugar, las pesadillas se presentan a sí mismas mucho más vívidamente ante la imaginación, que el lento acrecentamiento del progreso, al igual que el infierno es mucho más fácilmente ideado que el cielo ̶ y, también, imaginarlo se disfruta mucho más.

En segundo lugar, cuando ocurre el progreso, de inmediato se le considera como un hecho, como si simplemente fuera un proceso mental que nunca requirió del esfuerzo humano para darse. Por ejemplo, ¿ahora quién está agradecido con la eliminación del sufrimiento causado por la úlcera gástrica? Sencillamente, del todo no hay una recolección cultural de la ulceración péptica, aun si bien se escribió en libros de memoria viviente acerca de cómo vivir con, o a pesar de, su úlcera, qué dieta seguir para mitigar su úlcera, etcétera. Una vez que son curadas, simplemente se da por un hecho que la gente no tiene tales enfermedades ̶ mágicamente el progreso acabó con ellas.

En tercer lugar, y más importante, el hecho del progreso es menos útil para los empresarios de la política que lo es la narrativa de la historia nada más como una pesadilla que continúa en el tiempo presente y, como lo puso Marx, que pesa sobre el cerebro de los vivientes. Sólo si se mantiene la memoria de la pesadilla siempre presente en las mentes de sus ovejas, por tanto, avivando el resentimiento, pueden los pastores de la política reunir la manada, y luego esquilar al rebaño.

Una cuarta gran ventaja de la historia como pesadilla es que explica los fracasos y defectos de todo mundo que esté insatisfecho o decepcionado con su vida. Citando imprecisamente a Shakespeare: La culpa, querido Brutus, no está en nosotros mismos, sino en nuestras estrellas, a las que nosotros estamos subordinados. No le fallamos al mundo, el mundo nos falló a nosotros. ¡Qué pensamiento tan confortante!

Esto no es decir que en el abstracto el resentimiento nunca se justifica. Las personas han sido tratadas abominablemente, tanto en grupos como individuos, a través de la historia. Ellas pueden heredar los efectos del maltrato a sus ancestros, la inequidad causada a los padres siendo infligida a los hijos, y a los hijos de los hijos, hasta una tercera o cuarta generación.

Sin embargo, tales efectos heredados se atenúan con el paso del tiempo e incluso pueden desaparecer muy rápidamente, como pasó en el caso de mi propia familia. Es más, el resentimiento, en donde está justificado o, al menos, es entendible, nunca es una emoción constructiva: pues, en cualquier situación dada, sugiere a aquel, que del todo la siente, que él no puede mejorar su situación, en vez de que sí puede, inhibiendo así todo esfuerzo. Aun cuando, a pesar de su resentimiento, él lleva a cabo esfuerzos por mejorar, a menudo su resentimiento amarga su éxito. Muchos son los hombres y mujeres exitosos que se llevan sus resentimientos con ellos a sus tumbas.

Debido a que el resentimiento tiene ciertas satisfacciones amargas, es una de las pocas emociones que puede persistir incólume por años: de hecho, tiende a aumentar, pues existe en una cámara de resonancia mental. Una de tal amarga satisfacción es que permite que, uno que la siente, piense acerca de sí mismo como moralmente superior al mundo, tal como está constituido en la actualidad, aún si él no ha hecho nada por mejorarlo o hecho algo que lo empeora un poco. Y, cuando el resentimiento conduce a la acción, en vez de a la pasividad, casi siempre es una acción que es destructiva, en vez de constructiva. También, conduce a una cantidad considerable de farsa, en el tanto que impulsa a la gente a buscar nuevas justificaciones por sus insatisfacciones, y para alegar que ellos no pueden ser felices sino hasta que no más haya infelicidad causada por la injusticia en el mundo.

La historiografía que se le enseña a una persona y con la cual crece, tiene, desde mi óptica, un efecto subestimado en su psicología. El peligro de una historiografía demasiado optimista es que esa persona llegue a ser complaciente, autosatisfecha e indiferente a los sufrimientos remediables a su alrededor; pero, una historiografía demasiado pesimista le amargará y estimulará el resentimiento que nunca está muy lejos del corazón humano (¿hay alguien quien nunca ha tenido resentimiento?). De las dos deformaciones, prefiero la primera, la que, por lo menos, es posible que aliente un deseo de contribuir con algo constructivo, en vez de destructivo: pero, ¿necesitamos del todo tener una deformación?

Preferible a cualquiera de las deformaciones, es una historiografía capaz de reconocer defectos e incluso horrores en la tradición, pero, también, las fortalezas y glorias, tales que la tradición pueda sobrevivir sin permanecer obstinadamente atascada en sus peores ranuras. Esto requiere de cierta sofisticación; esto es, una habilidad para tener en mente más de un pensamiento al mismo tiempo. También, requiere del reconocimiento de que, siendo el hombre una criatura caída, la perfección no es de este mundo y que no puede ser demandada del pasado, sin importar qué tan gloriosos puedan ser aspectos de ella. Es suficiente con decir que el estímulo de esa sofisticación difícilmente parece estar a la orden del día en nuestras instituciones educativas.

Hay un equivalente cultural de la Segunda Ley de la Termodinámica. Una vez que la entropía haya profundizado, poco queda por salvar. Para cambiar ligeramente la analogía, el bebé se habrá ido por el desagüe, muy antes que el agua en que se bañó. Por supuesto, eso vendrá luego y una tina vacía es un lugar no agradable.

Theodore Dalrymple es un médico y psiquiatra de presiones pensionado, contribuye como editor del City Journal y es Compañero Dietrich Weissman del Manhattan Institute. Su libro más reciente es Embargo and other stories (Mirabeau Press, 2020).