Domingo y en cuarentena obligada. Así que, aunque este artículo sea algo largo, sugiero su lectura, pues le permitirá entender mejor el camino que se está pavimentando enfrente de nosotros: hacia la ruina de la dependencia de seres libres ante el poder de políticos dentro del estado.

EL PELIGRO DEL PATERNALISMO BENEVOLENTE: LA SOCIALIZACIÓN Y EL PAPEL DEL GOBIERNO

Por Gina Miller Johnson

Library of Economics and Liberty
6 de julio del 2020


Desde los primeros días de la pandemia del COVID-19, ha habido llamados del público estadounidense para que los gobiernos federal y estatal combatan la diseminación del virus. Estos llamados pueden parecer bastante inocuos y no sorprendentes, pero representan una tendencia peligrosa en la cultura estadounidense. En específico, estos llamados a la acción gubernamental destacan una creencia preocupante en una porción amplia del público estadounidense, cual es que, cuando nos enfrentamos a un problema económico, social o político, debamos primero ver que el gobierno “haga algo” y que la respuesta del gobierno vaya en nuestro mejor interés. Estos llamados a la acción demuestran no sólo la aceptación de los estadounidenses de prácticas gubernamentales paternalistas, sino también nuestra demanda de más.

Como profesora de ciencias políticas, veo esta actitud manifestarse con regularidad entre estudiantes. Por ejemplo, cuando estudian un conflicto interestatal, un desastre natural o un colapso económico, infaltablemente los estudiantes preguntan, “¿Por qué el gobierno de Estados Unidos no intervino antes?” o “¿Qué debería hacer el gobierno para prevenir que esto pase de nuevo?”, como si la única opción para resolver los problemas es, ya bien el monolítico gobierno estadounidense, o un “estado” antropomórfico. También, inherente en estas preguntas está la creencia de que los gobiernos seleccionarán la respuesta moral o apropiada.

Para quedar claros, incluso ciudadanos de mentalidad libertaria quieren que el gobierno actúe en algunas circunstancias. Generalmente estos casos se limitan a papeles que, para el liberal clásico, reflejan the raison d’etre del gobierno: proveer el orden y seguridad interna, establecer instituciones que posibiliten la regla de la ley, proteger la libertad y la propiedad y, en un sentido limitado, suplir bienes públicos en donde no hay incentivos de mercado, como en el caso de defensa nacional o sistemas de carreteras interestatales. A menudo, la salud publica se considera que es un bien público básico que está dentro del ámbito estatal, mediante la cual el gobierno invierte recursos para proteger y mejorar la salud de la gente y las comunidades.

Si suponemos que la salud pública es un bien público deseable, entonces, la pregunta llega a ser, ¿cuál es el ámbito apropiado del gobierno para la provisión de este bien? El liberal clásico puede argüir que, a nivel local, los gobiernos deberían tomar pasos para suplir o, al menos, coordinar, la sanidad apropiada, la disposición de desechos y el agua limpia ̶ suministros que o bien serían no rentables o difíciles de manejar si se le deja al mercado competitivo. Otros pueden considerar que la salud pública cae dentro del ámbito de los gobiernos federal o estatal y que comprende responsabilidades como iniciativas de investigación y promoción de la salud, como campañas contra el fumado.

Cualquiera que sea la visión propia acerca del papel adecuado del gobierno en lo que se refiere a salud pública, se debe hacer otra pregunta: ¿cuándo, si es que alguna vez, la provisión de la salud pública suplanta como un papel fundamental del estado a la protección de las libertades civiles? El inicio temprano de la pandemia vio un apoyo inquietante al sacrificio de las libertades civiles en aras de la salud pública.

Tal vez este tipo de extralimitación es entendible pues, al inicio del virus, no sabíamos acerca de su letalidad, a quiénes infectaba o cómo se expandía. Teniendo en mente el principio del daño de John Stuart Mill’s, si mi visita al supermercado sin mascarilla pone en peligro de muerte a otros, entonces, el gobierno puede apropiadamente exigirme usar una mascarilla (tal como un chofer borracho debe ser obligado a entregar sus llaves). Pero, ¿qué si mi visita al supermercado sin mascarilla pone a alguien más en riesgo de contraer el virus no fatalmente, pero, después, esa persona entra en contacto con una persona comprometida en su inmunidad? ¿Tiene el gobierno la autoridad en este caso de ordenar que yo use mascarilla o, con mayor consecuencia, ordenar que el supermercado permanezca cerrado para prevenir la posibilidad de este tipo de transmisión? Inquietante, pero, algo que no sorprende, el público en general parece haber respondido afirmativamente a la última pregunta.

No soy indiferente ante los temores y ansiedades de aquellos con seres amados de mayor riesgo. Tengo un tío que tiene un cáncer en cuarta etapa, y entiendo el temor que viene de no saber que su hijo, por ejemplo, puede contraer el virus en la escuela y luego transmitírselo a él en el hogar. De hecho, apoyo acciones que permitan que su hijo tome clases remotamente y opciones para que mi tío pueda hacer compras en el supermercado, en momentos en que se requiera el uso de mascarillas y desinfectantes para manos. Pero, esas precauciones podrían igual de fácil originarse propiamente desde la sociedad civil y el mercado, en vez del gobierno. Las asociaciones de padres y maestros y los distritos escolares pueden tomar decisiones que funcionan mejor para sus estudiantes y familias, y los negocios locales pueden combinar reglas y regulaciones que se adaptan a las necesidades de su clientela. Estas decisiones no necesitan ser impuestas desde arriba, pero, por desgracia, esto parece ser exactamente lo que los estadounidenses no sólo aceptan, sino que exigen. Y los políticos están respondiendo, no sólo a partir de una deliberación cuidadosa acerca de las políticas y sus consecuencias potenciales, sino también de un temor de que serán criticados por no “hacer algo” pronto.

La extensa demanda de que los gobiernos reaccionen rápida y extremamente ante el virus es una manifestación de un largo proceso de socialización por el cual generaciones sucesivas de estadounidenses han llegado a ser asimiladas a la idea de que el gobierno, en especial el gobierno federal, es el solucionador primordial de problemas que involucren cualquier asunto social, económico o político. Ya sea que se trate de las políticas extremas del Nuevo Trato durante la Gran Depresión, la implementación de los programas de la Gran Sociedad en los años sesenta, o la creación de nuevas agencias federales después del 9/11, el público estadounidense se ha llegado a acostumbrar a un poder creciente del gobierno, a menudo bajo los auspicios de que resolverá un problema como el desempleo, la pobreza o el terrorismo. Como sin duda bien lo sabe cualquiera que lea este artículo, una vez que se obtiene ese poder, no se renuncia fácilmente a él. Pero, hay otra consecuencia más sutil de esos incrementos de poder: cada nueva generación llega a vislumbrar el ejercicio de ese poder como algo normal; en otras palabras, tanto una base de referencia empírica como normativa de una acción ulterior (es decir, “esto es lo que el gobierno hace y debería hacer”). El paternalismo se convierte en la norma. Al llegar los ciudadanos a esperar políticas paternalistas, se van inclinando a ver como inefectivos a políticos que actúan de otra forma.

La socialización es sutil y gradual, pero altamente significativa. También, es difícil de revertir. Pero, las consecuencias perversas de las políticas gubernamentales relacionadas con el COVID-19, brindan una oportunidad para deshacer el proceso de socialización del siglo pasado. Si bien la pandemia ha mostrado que los estados de los Estados Unidos aún tienen agencia en la toma de decisiones (el gobierno federal ha permitido en mucho que los estados determinen sus propias respuestas), las políticas estatales y sus consecuencias destacan las importancia de deshacer tres creencias específicas, que los estadounidenses han sido socializados para mantenerlas: (1) que el gobierno debería ser quien “responda en primer lugar” en épocas de crisis; (2) que el gobierno posee toda la información relevante necesaria para tomar buenas decisiones; y (3) que los actores gubernamentales son benévolos y que en tiempos de crisis actúan para proteger nuestros mejores intereses.

Para contrarrestar la primera creencia -que el gobierno debería ser quien responda en primer lugar en tiempos de crisis- uno tan sólo necesita echar una mirada a los resultados asociados con políticas de nivel estatal para enfrentar el virus. La era del COVID-19 ha brindado un excelente ejemplo de la ley de las consecuencias no previstas de las políticas. Lo que empezó con acciones aparentemente benévolas de parte de los gobiernos estatales para proteger a los ciudadanos ante el COVID-19, ha servido para quebrar a ciudadanos comunes y corrientes, aumentar el desempleo a niveles más altos de 80 años e incrementar los problemas de salud mental, incluyendo un aumento potencial en suicidios. Otras consecuencias no previstas van apareciendo. Con escuelas y sitios de trabajo cerrados, reporteros obligados o por voluntad tienen menor exposición a víctimas de violencia doméstica y, en consecuencia, en tanto que la violencia doméstica está aumentando, el reporteo va en declinación. En adición, al verse los individuos desalentados a visitar oficinas de médicos y hospitales para evitar la diseminación del COVID-19, muchas preocupaciones médicas no relacionadas van a ser desatendidas con consecuencias fatales.

Tan sólo hemos empezado a ver el impacto pleno de las políticas gubernamentales dirigidas a prevenir la diseminación del COVID-19. Una respuesta mesurada al virus posiblemente habría predicho algunos de estos resultados. Sin embargo, con llamadas locales para que los gobiernos “hagan algo,” y con políticos entendiblemente cansados de ser criticados por su lenta respuesta, el riesgo de ese daño colateral fue, en el mejor de los casos, pasado por alto y, en el peor, ignorado.

Pero, ¿qué pasa con las vidas salvadas por estas medidas? ¿No valen ellas la pena de tener este daño colateral? Supongamos que el número de vidas salvadas por estas políticas excede al número de vidas perdidas debido al suicidio, ausencia de cuido médico de complicaciones no relacionadas, condiciones médicas provocadas por el estrés financiero y familiar, y por violencia doméstica. Aún si se sostiene este supuesto y el número de vidas salvadas excede a aquellas perdidas, como resultado de las medidas restrictivas del gobierno para controlar el virus, aquellos quienes están en mayor riesgo por el coronavirus son aún susceptibles de otras influencias que pueden causar la muerte, incluyendo virus de la influenza u otros coronavirus humanos, como la gripe común, la que puede conducir a casos fatales de neumonía. Esas medidas restrictivas del gobierno de ninguna manera han resuelto los problemas enfrentados por aquellos con condiciones médicas subyacentes; las medidas sólo han pospuesto los riesgos enfrentados por aquellos con condiciones como diabetes, hipertensión y obesidad. Por desgracia, también muchos estadounidenses están mirando hacia el gobierno para que actúe legislando decisiones personales que a menudo contribuyen a esas condiciones, como restringir el acceso a bebidas azucaradas u ordenar información de las calorías en los menús.

Esto no significa decir que no se deberían tomar medidas destinadas a proteger y cuidar a los individuos en riesgo durante la pandemia; pero, debemos preguntar, ¿en una pandemia cuál parece ser el propósito original del gobierno, y si es el gobierno el mejor sitio para encontrar una solución?
Estas preguntas conducen hacia la segunda creencia que necesita ser disipada: que el gobierno dispone de toda la información requerida para tomar buenas decisiones. El público parece dar por un hecho que los actores gubernamentales conocen mejor. La verdad es que los actores gubernamentales a menudo están removidos de las realidades de la vida cotidiana; ellos pueden alegar que saben lo que es mejor para las “comunidades de bajos ingresos” o “familias de un solo padre,” pero una consideración razonable de las consecuencias sugiere lo opuesto. Por ejemplo, lo que sería mejor para comunidades de bajo ingreso probablemente no sea cerrar las puertas de salas de belleza, peluquerías, restaurantes y otras fuentes claves de ingreso. Y, sin duda, no lo es usando dinero de los contribuyentes para monitorear y arrestar personas por reabrir cuidadosamente para poder pagar el alquiler o la hipoteca. Lo que sería mejor para familias de bajos ingresos o de un solo padre es, probablemente, no acordonar espacios para juegos, que pueden ser los únicos espacios en que algunos niños puedan jugar con seguridad, o cerrar escuelas y guarderías que pueden ser fuentes importantes de estabilidad, comida o seguridad. Algunas veces puede ser difícil predecir las consecuencias de las políticas, tal como el impacto destructivo sobre el bienestar de familias afroamericanas; pero con una deliberación bien pensada, debería haber sido más fácil predecir los resultados negativos asociados con cierres en gran escala, tales como aquellos que han sido impuestos durante esta pandemia.

No obstante, es impactante cómo una gran porción del público ha apoyado el nivel de las medidas restrictivas tomadas nacionalmente por los cuerpos gubernamentales. Este apoyo ciego pude basarse menos en evidencia de que estas políticas sean efectivas y basarse más en la tercera creencia que es necesario descartar: a saber, que los gobiernos dentro de los Estados Unidos son inherentemente benévolos y que trabajan teniendo en mente los mejores intereses de los ciudadanos. Como lo demuestra el enfoque sueco, se puede confiar en que los individuos actúen según su mejor interés con un distanciamiento social voluntario o permitiendo que los empleados trabajen desde sus hogares. Lo mismo no debería decirse del gobierno; de hecho, nuestra estructura gubernamental fue organizada específicamente debido a que los fundadores sabían que el “gobierno,” como una entidad, se desviaría de los intereses de la gente a expensas de las libertades de las personas (de ahí la oposición de los anti Federalistas a la Constitución y su posterior apoyo ardiente a la Declaración de Derechos). En vez de ser diseñado como una institución para resolver problemas, se estableció para permitir que los individuos, trabajando por medio de la sociedad civil o del mercado, resolvieran los problemas por sí mismos. Si estas decisiones violan la libertad o la propiedad de otros, para ello se establecieron cuerpos gubernamentales, como las cortes, para resolver estos conflictos.

Esta época única en nuestra historia presenta una oportunidad madura para lentamente deshacer la socialización de décadas pasadas y reformular el papel del gobierno, desde uno de guardián benévolo hacia uno como institución de última instancia. Con suerte, con el paso del tiempo -y con fallos gubernamentales futuros- generaciones más jóvenes más bien serán socializados por la filosofía que inspiró a las nueve palabras más peligrosas de Ronald Reagan: “Yo soy del gobierno y estoy aquí para ayudar.”

Gina Miller Johnson es profesora asistente de Ciencias Políticas en la Universidad George Fox.