LA ERA DEL MATONISMO MORAL

Por Theodore Dalrymple

Law & Liberty
11 de junio del 2020


NOTA DEL TRADUCTOR: Para utilizar los ligámenes de las fuentes del artículo, entre paréntesis y en azul, si es de su interés, puede verlo en https://lawliberty.org/the-era-of-moral-thuggery/

Lewis Hamilton, el chofer de la Fórmula Uno Británica seis veces campeón mundial, criticó recientemente a sus colegas en el deporte (recently criticised his colleagues in the sport) por no decir nada después de la muerte de George Floyd.

Si se requiriera alguna respuesta a esta acusación, una razonable podría haber sido que no es su lugar, como simples corredores de carros, comentar tales asuntos. Sin embargo, si hubieran deseado envolverse en una polémica, podría haber señalado que Hamilton había permanecido en silencio ante muchos acontecimientos terribles en el mundo, por ejemplo (para tomar uno sólo de ellos), la guerra alrededor de los Grandes Lagos en África Central, que hasta el momento ha cobrado no una sino varios millones de vidas. La vida de los negros importa para Hamilton, podían haberle dicho, pero, aparentemente, no las vidas de estos africanos.

Tal respuesta habría conducido sólo a una recriminación más amarga y altamente publicitada (y requeriría de un coraje considerable). Fue más fácil ceder al chantaje moral y sobreponerse, derramando unas pocas lágrimas de cocodrilo en público. La pregunta interesante e importante es por qué debería funcionar ese chantaje moral, casi sin que falle.

En Londres, ha habido grandes demostraciones a raíz de la muerte de George Floyd, la mayoría pacíficas, pero no en su totalidad. Supuestamente fueron para protestar contra el racismo, pero, en realidad, reforzaron y propagaron una interpretación obsesiva del mundo, a través de los lentes de la raza y la discriminación racial. Como una ilustración extraña de una de las tres leyes supuestas del materialismo dialéctico -la interpenetración de los opuestos- los racistas y los modernos antirracistas están unidos por la importancia que les adscriben a la raza, aunque están divididos en su explicación de por qué la raza debería ser tan importante. Los racistas creen que es debido a la biología y los antirracistas creen que se debe a un racismo socialmente sancionado.

Asimismo, se muestran unidos en sus tendencias totalitarias (o, al menos, en el matonismo), aunque en este sentido, los modernos antirracistas son ahora más peligrosos, no porque sean peores personas que los racistas, sino porque el racismo, como doctrina, está mayoritariamente, sino es que, en su totalidad, descalificada. El racismo es verdaderamente opuesto no por los antirracistas, sino por los no racistas; esto es, gente que no enjuicia o se comporta hacia otros, de acuerdo con su raza.

No obstante, portarse bien en este sentido no es suficiente, para los antirracistas que se manifestaron en Londres. Muchas pancartas con eslóganes como “El Silencio es Violencia,” reflejaron las demandas de que todo el mundo se uniera en un coro, siendo un crimen si se fallaba en hacerlo. Esto va mucho más allá del simple autoritarismo, bajo el cual el disentimiento es un crimen. Al igual que bajo los totalitarios, se requiere de un asentimiento positivo y público y un entusiasmo ante ciertas propuestas. En este sentido, fallar es síntoma o signo de ser un enemigo de la gente. Si usted no se une al coro, sino que guarda silencio, usted es un racista, cómplice del asesinato de George Floyd y de otros crímenes como ese.

Claramente, el tipo de expresión pública de furia que se requiere tiene que ser selectivo: no hay tal cosa como una furia con igualdad de oportunidades, pues ni siquiera la persona más santurrona puede enojarse por todas las injusticias del mundo, desde el derrame de petróleo en el Ártico ruso a la indemnización por despido de Adam Neumann. Y, si fallamos en expresar furia ante una injusticia, eso no significa que nosotros la aprobamos, mucho menos que seamos cómplice de ella: por el contrario, es un reconocimiento de nuestras propias limitaciones e insignificancia. Si Lewis Hamilton no expresa una opinión acerca de la guerra continua en África Central, eso no significa que él es, en realidad, anti africano y mucho menos que es un cómplice de crímenes de guerra.

Las demostraciones en Londres (y en todas partes) ilustran dos rasgos culturales contemporáneos. El primero es la importancia adscrita a la opinión como un componente exclusivo o, al menos, de importancia grande, de la virtuosidad; el segundo es la vehemencia de la expresión como marcador de sinceridad.

Mantener las opiniones correctas nunca ha sido, al menos en mi vida, tan importante como lo es ahora ̶ esto es, si es que usted quiere una reputación de ser una buena persona. Sin duda que siempre ha habido una tendencia para que la gente ajuste sus ideas a aquellas de su grupo, para que se le considere gente sana, decente o buena, pero ha aumentado, y sigue aumentando, la presión por ajustarse a la última ortodoxia ̶ y debería reducirse. Una verdadera buena conducta, que requiere de algún esfuerzo, moderación e inclusive autosacrificio, en consecuencia, ha llegado a ser menos importante para ganar una reputación de bondad. Es suficiente con levantar una pancarta, cantar un eslogan, expresar una opinión.

En estas circunstancias, difícilmente sorprende que la vehemencia se confunda con la fortaleza del sentimiento o la serenidad. En los países comunistas, era peligroso ser el primero en dejar de aplaudir el discurso del dictador y, más seguro, era exhibir el entusiasmo propio al máximo. Además, en una cultura como la nuestra, que valora el tipo de apertura emocional indistinguible de psicología barata, de nuevo, la vehemencia era de esperar.

En resumen, entre más siente usted, medido por la vehemencia con que usted lo expresa, mejor persona es y está más seguro de que no se le critique.

“No justicia, no paz,” fue otro eslogan muy siniestro, expuesto en pancartas durante las demostraciones. Eso, de hecho, le dio carta blanca a aquellos quienes creían en el eslogan, de complacerse con cualquier violencia que escogieran, todo en nombre de lograr justicia, tal como ellos mismos la definen. Y, dado que un estado de justicia perfecta nunca ha existido en el mundo, más de la que posee un mundo libre de pecado, la violencia interminable -siendo lo opuesto de la paz- estaba siendo justificada de antemano.

Entonces, parece ser que hemos entrado en una era que podría llamarse de matonismo moral. Como siempre, es importante no exagerar: no vivimos en lo peor de los tiempos, no tememos al golpe en la puerta a la media noche si expresamos una idea heterodoxa. Pero, hay un número sustancial de personas a quienes, en nombre de su propia furia moral y sentido de justicia, les gustaría imponer, o al menos no objetarían su imposición, un régimen en donde las personas temieran a aquel golpe a medianoche. No podemos suponer que todo mundo anhela dejar que los otros respiren con libertad.

Theodore Dalrymple es un médico y psiquiatra de presiones pensionado, contribuye como editor del City Journal y es Compañero Dietrich Weissman del Manhattan Institute. Su libro más reciente es Embargo and other stories (Mirabeau Press, 2020).