LA GENÉTICA Y LA DIFERENCIA DE LOS HUMANOS

Por Theodore Dalrymple

Law & Liberty
27 de mayo del 2020


Yo leí Human Diversity de Charles Murray en Francia, un país cuyo lema es “Libertad, Igualdad, Fraternidad.” Todos estos términos son contenciosos, tanto en su significado como en su aplicación práctica, pero ninguno tanto como Igualdad.

Debe ser inmediatamente obvio para cualquiera que camine por una calle, que los humanos no son iguales en el sentido de que son físicamente indistinguibles, y tomaría un poco más de investigación para darse cuenta de que tampoco lo son psicológica y caracterológicamente. Pero, ¿cómo surgen las diferencias entre ellos, qué importancia debemos brindarles y qué, si acaso, debe hacerse acerca de ellas?

LA DIVERSIDAD BIOLÓGICA

En sus reconocimientos, el Sr. Murray se abstiene modestamente de agradecer por su nombre a mucha gente que le ayudó a escribir este libro, pues “yo soy una figura controversial” y “La última cosa que necesita un genetista o un neurocientífico que trabaja en una ciudad universitaria, es ser públicamente agradecido por mi persona.” (Eso es todo con el compromiso de la academia moderna con la libertad intelectual). Esta intensa controversia alrededor del Sr. Murray proviene del hecho de que, por mucho tiempo, él ha sido un proponente de la importancia de los factores genéticos en el destino humano. Se le ha considera que, por ella, él da a entender que, contra el genoma humano, la política gubernamental es una lucha vana, aunque él no es tan pesimista como eso podría sugerir. Si es que vamos a sobreponernos a muchos de nuestros impases políticos y sociales, eso será mediante algo parecido a un renacimiento religioso (o, más apropiadamente, una revolución filosófica) entre las clases intelectuales elevadas, que asuman un pleno conocimiento de las diferencias genéticas que se encuentran en la raza humana. Ese reconocimiento de diferencias atemperaría el deseo de ofrecer remedios falsos y utópicos que, cuando fallan, como inevitablemente lo hacen, sólo pueden aumentar la amargura y el resentimiento.

Según la ortodoxia moderna, todas las diferencias entre grupos en lo referente a riqueza y poder (las dos mediciones ampliamente creídas que son el summum bonum de la existencia humana) surgen necesariamente del ejercicio del privilegio y la influencia ilícita y, por tanto, que son inherentemente injustas. En una distribución global plenamente justa, habría pigmeos campeones mundiales de boxeo de peso pesado y, sin duda, ganadores mentalmente deficientes del Premio Nobel de física.

Es contra esta ortodoxia (la que, desde mi punto de vista, es tanto absurda como perniciosa) a la que se dirige el libro del Sr. Murray. Él ordena una inmensa cantidad de evidencia para persuadir al lector de que, por mucho, nuestra herencia genética es el determinante más importante, al menos en sociedades meritocráticas, de nuestro éxito académico y económico. Gran parte de la evidencia, siendo altamente técnica, no será fácil entenderla por el lector común y corriente, aunque el autor no incurre en la oscuridad pues le interesa así hacerlo, tal como muchos científicos solían hacerlo. Su insistencia en que existen diferencias biológicamente determinadas (si bien unas que se traslapan) en la psicología de los hombres y las mujeres, sin duda que no le va a permitir obtener aplausos en ciertos círculos, pero, prefiero dudar que haya mucha gente quienes, en sus corazones, está en desacuerdo con él.

Por supuesto, cualesquiera conclusiones prácticas deberán definirse con sumo cuidado. Sin embargo, supongamos, para efectos del argumento, que las características deseables o, al menos que son necesarias, de los gerentes de grandes empresas, se encuentran más frecuentemente en hombres que en mujeres, por razones biológicas, o, de hecho, por cualesquiera otras razones. Eso ciertamente no significaría que una mujer no sea o deba ser gerenta. Sin embargo, significaría que una orden superior que exige que la mitad de los gerentes debe ser mujer, sería tanto perjudicial para la economía como un todo, como injusta para los individuos. Por ejemplo, puede ser que menos mujeres que hombres estaban interesadas en ser gerentes y, por tanto, aquellos que estaba interesados serían puestos en una ventaja injusta bajo la orden. También, nunca debemos olvidar que no podemos tener una discriminación positiva sin una variedad negativa.

La única forma no conflictiva de balancear nuestra igualdad con nuestras diferencias (al menos en las circunstancias actuales), es permitir que la sociedad encuentre su propia solución, sin un tamizado constante de estadísticas bajo el supuesto de que una diferencia de resultados entre grupos es ipso facto evidencia de juego sucio. Para citar a Shakespeare, en ello subyace la demencia ̶ o, tal vez, yo debería decir que, en ello, subyace un conflicto de grado bajo y rumor sordo de conflicto social que nunca será resuelto a satisfacción de todos.

Otra fuente posible de críticas es la creencia del autor de que la genética de la población refuta el argumento ortodoxo de que la raza es simplemente un constructo social, sin una realidad ontológica subyacente. De hecho, que la raza se considere por gente de sentido común como una construcción social o una realidad ontológica, en mucho depende del contexto. Para ver sólo un ejemplo, las revistas médicas no dudan en derivar la atención hacia índices de salud distintivos de negros en Estados Unidos o a la dificultad relativa de tratar la hipertensión. Algunas veces la raza es un constructo social y, algunas veces, la raza, como un constructo social, es en sí misma un constructo social.

GENÉTICA Y CIRCUNSTANCIA

No obstante, siento que existe una dimensión extremamente importante que falta en el libro; a saber, aquella de la historia. Tal vez puedo dar unos pocos ejemplos de mi propio país y de mi propia experiencia de lo que quiero dar a entender.

En los años de los cincuenta, había entre 50 y 100 adictos conocidos que se inyectaban heroína, en toda la Gran Bretaña. En esos días, los médicos prescribieron rutinariamente la heroína gratuita a los adictos, de forma que el verdadero número probablemente no era mucho mayor que el número conocido. En efecto, una investigación del gobierno encontró que, en lo absoluto, no había nada de por qué preocuparse en lo que se refiere a la adicción a la heroína en Gran Bretaña.

Aproximadamente cuarenta años más tarde, había 150.000 de adictos a la inyección de heroína en Gran Bretaña. Si bien estoy perfectamente preparado para creer que aquellos que se hicieron adictos tenían alguna ligera propensión genética a la adicción, comparados con los no adictos, encuentro difícil creer que la propensión genética tuvo algo que ver con el aumento a 300.000 en el número de adictos. La historia y las circunstancias cambiantes posiblemente son más responsables.

Como otro ejemplo, estoy perfectamente preparado para creer que hay una distribución normal en la propensión al crimen dentro de la población británica (como que poca gente nunca cometerá un crimen bajo cualquier circunstancia, que unos pocos cometerán crímenes en cualesquiera circunstancias y que la mayoría de la gente cae dentro de esos dos extremos) y que la dotación genética tiene una influencia considerable en donde es que una persona cae en esa distribución. Pero, eso no puede explicar el cambio como tal de la distribución en dirección hacia más crimen, de forma que, en un par de generaciones, el país ha pasado de ser uno de los menos a uno de los países más asolados por el crimen en el mundo occidental.

Es verdad que el genotipo del país, por así decirlo, ha cambiado por una inmigración masiva, pero, una proporción considerable de los inmigrantes viene de grupos con mejores, en vez de mayores, propensiones al crimen que la población nativa y, en todo caso, el alza en el crimen empezó antes de la inmigración masiva. Así que, si bien la genética puede explicar por qué una persona a en vez de una persona b comete un crimen en una sociedad dada, usualmente no puede explicar por qué la sociedad y es más asolada por el crimen que la sociedad z. Esto limita la relevancia de todo el enfoque del Sr. Murray.

El Sr. Murray confía en que nueva investigación genética y neurocientífica (en especial la primera) permitirá finalmente a la humanidad entenderse y, por tanto, regularse, mejor que antes. Me temo que previamente hemos visto estos prospectos ̶ por ejemplo, aquellos de los marxistas, los freudianos y los conductistas (el Sr. Murray hace burla, justificadamente, del último de estos). Si bien es concebible que, en esta ocasión, aquello sea cierto, que por fin estamos en el camino real al auto entendimiento, más bien lo dudo. Nuestras vidas son tanto un enredo complejo, como siempre las han sido, aunque con un nivel de confort más elevado.

La habilidad estadística de la investigación genética para predecir el futuro individual de la persona es interesante, pero, también, está abierta al abuso potencial, si es que la experiencia histórica sirve de algo. Incluso el más entusiasta de los genetistas no alegaría que la dotación genética determina más que una proporción del comportamiento individual en cualquier circunstancia dada (que están sujetas a cambio imprevisto e imprevisible). Existe el peligro de que las autoridades, impacientes ante su incapacidad de moldear a la sociedad como a ellas les gustaría o cómo se esperaría que ellas lo hicieran, tomen las probabilidades como certezas y participen en un poco de prisión profiláctica, psicocirugía, medicación y un sinnúmero de otras políticas distópicas.

Al Sr. Murray se le considera como un ogro intelectual, lo que es absurdo. Pienso que él algunas veces se equivoca, pero, quien está libre del error, que lance el primer insulto. Una pena adecuada para los muchachos malcriados de Middlebury College, quienes le trataron tan mal, sería que leyeran, aprendieran y digirieran en su interior el último par de páginas de este libro.

En esas páginas, el Sr. Murray señala el esnobismo profundo y nocivo de las élites metropolitanas y cognoscitivas acerca de las cuales él ha escrito, que, en general, se imaginan que ser algo distinto a ellos, es un destino terrible. Acerca de esto, daré un ejemplo impactante ( striking example ) del periódico británico de la izquierda liberal, el Guardian: un columnista en una ocasión escribió que las muchachas de las clases marginales de Gran Bretaña quedaban embarazadas tan jóvenes, pues la única alternativa para ellas, ante una maternidad temprana, era la de trabajar llenando los anaqueles del supermercado. De ahí, este columnista de la élite bien educada implicó que, estar llenando anaqueles del supermercado, era el summum malum de la existencia humana, claramente pasando por alto el hecho de que, estar llenando anaqueles en el supermercado, es una cosa por hacer perfectamente honorable y socialmente útil, como tampoco que no es desagradable en sí, que puede no ser el último trabajo que tendrá la persona que lo lleva a cabo y que probablemente es adecuada para muchas personas con habilidades limitadas.

Es el desprecio lo que duele, y eso es lo que la clase alta moderna tan exitosamente comunica a aquellos bajo ellos en la escala social. “Es hora,” dice el Sr. Murray, “que las élites de los Estados Unidos tratan de vivir con desigualdad de los talentos,” y que dejen de pretender que están atormentados por la culpa de su propia buena fortuna, la que, al mismo tiempo, ellos hacen todo lo posible por preservar.

Theodore Dalrymple es un médico y psiquiatra de presiones pensionado, contribuye como editor del City Journal y es Compañero Dietrich Weissman del Manhattan Institute. Su libro más reciente es Embargo and other stories (Mirabeau Press, 2020).