NO ES NUESTRA IGNORANCIA LO QUE NOS MATARÁ SINO NUESTRA ARROGANCIA


Por Peter Boettke

American Institute for Economic Research
4 de mayo del 2020


La ignorancia no es una bendición. La ignorancia es horrible. Cuando emergió el movimiento reformista social de fines del siglo XIX e inicios del XX, apuntó a cinco gigantes: la necesidad (la pobreza), la ignorancia (la educación), la enfermedad (la salud pública), la miseria (la vivienda) y la inactividad (el desempleo). Desde el punto de vista de una ciencia social, diablos, desde un punto de vista humanitario, ellos conducen a la miseria y su erradicación representa un objetivo valioso de lograr para cualquier “Buena Sociedad.” Como lo dijera Adam Smith en La Riqueza de las Naciones hace mucho tiempo, “Ninguna sociedad seguramente puede florecer ni ser feliz siendo la mayor parte de sus miembros pobres y miserables.” (Smith 1776, Libro 1, capítulo 8)

La economía nunca careció de corazón, y los economistas no permanecieron de lado ante el rostro del sufrimiento humano y, tal como Dickens tiene su Scrooge, declarar: “Si más bien ellos murieran,” “mejor que lo hagan y disminuya el exceso de población.” Como escribió Carl Menger en sus Principles of Economics [Principios de Economía Política], el hombre, con sus propósitos y planes y los medios a su disposición para proseguirlos, es el inicio y fin del análisis económico.

Ludwig von Mises, edificando sobre este programa mengeriano de ciencia económica, tituló su tratado simplemente con Human Action [La Acción Humana] y un capítulo clave temprano en el libro demuestra cómo la “sociedad humana” se basa en la cooperación social pacífica, lograda por medio de la especialización productiva y del intercambio mutuamente beneficioso. La economía, practicada en la tradición del economista político liberal clásico y de los modernos economistas políticos liberales, es humanista en su método y humanitaria en su preocupación.

Pero, esto no significa que las deliberaciones de política para enfrentar la necesidad, la ignorancia, la enfermedad, la miseria y la inactividad, son fáciles y sencillas. La cuestión siempre ha sido cuál es la forma más efectiva de enfrentar estos problemas sociales, de forma que reduce el sufrimiento humano, a la vez que estimula las posibilidades de florecimiento humano. Siempre hay concesiones mutuas duras y difíciles, y la economía, como disciplina, entrena a sus practicantes para que piensen en términos de concesiones mutuas y estar atento ante consecuencias no previstas.

La tragedia en los asuntos humanos se da cuando las políticas escogidas para reducir el sufrimiento humano, en especial entre los más vulnerables, fallan en lograrlo y si, en el proceso, también, reducen la oportunidad para el florecimiento humano. Los experimentos comunistas del siglo XX son los ejemplos más atroces de consecuencias trágicas, pero, uno razonablemente podría apuntar a experiencias históricas con la política y políticas de bienestar social democráticas, que igualmente han destruido vidas, familias y comunidades, todas en el noble esfuerzo de dar muerte a los cinco gigantes.

El fracaso y la frustración del moderno estado de bienestar para efectivamente enfrentar los problemas sociales al tiempo que amenazan con quebrar sus respectivas economías, es lo que guió al menos a una pizca de reconsideración por parte de las elites políticas durante los últimos 30-40 años por todo Europa y los Estados Unidos. Un examen profundo de las finanzas en las democracias sociales de occidente debería dar una pausa a cualquier petición ingenua, si es que el gasto es algún indicador, de que se hizo un esfuerzo consciente por abandonar nuestros esfuerzos colectivos por derribar a los gigantes.

La obra de Vito Tanzi, Government versus Markets (2011), le echa una mirada balanceada a la carga impositiva y al gasto público. Por décadas, Tanzi fue director de Asuntos Fiscales del Fondo Monetario Internacional, así que tuvo un asiento de primera fila en el cambio y expansión del papel del estado en los asuntos económicos de las democracias occidentales. Laurence Kotlikoff y Scott Burns, en su The Clash of Generations (2012), afirman, utilizando el análisis básico de contabilidad intergeneracional, que la economía estadounidense está quebrada, no dentro de 50 años, sino en este momento.

Ellos documentan cómo el sistema político ha producido durante más de seis décadas, un esquema de financiamiento insostenible, fuera de la hoja del balance, para pagar no sólo los asuntos ordinarios de la política, sino nuestras aventuras internacionales y nuestros deseos domésticos de enfrentar los problemas sociales. Y, cualquier análisis de este crecimiento del gobierno, tanto en escala como en ámbito, sería totalmente inadecuado si no tomara en cuenta a los grupos de intereses adquiridos que se forman alrededor de cada una de estas iniciativas.

De nuevo, señalar esto no es carecer de corazón; es ciencia social. Escogemos rutas de políticas y se compromete gasto público para proseguir esas rutas y no otras, y esas decisiones tienen consecuencias que podemos estudiar. Deliberar acerca de concesiones mutuas no lo compromete a uno con este u otro lado en cualquier tema; sólo significa, conceptualmente, que, si los costos son mayores que los beneficios de una política en particular, es mejor que haya un consenso moral abrumador entre la población para que pueda juzgarse como “la cosa correcta” que hay que hacer. De hecho, en la mayoría de los casos, el alegato fue siempre que la “cosa correcta” era la “cosa buena” por hacer ̶ traduciéndose a la parla económica, que los beneficios de la elección de la política compensarán a los costos de esa elección.

La economía política de la “buena sociedad” lucha por maximizar las oportunidades de mejoría humana y minimizar la experiencia del sufrimiento humano. El debate entre pensadores es uno acerca de medios, no de fines. Debemos involucrarnos en una conversación civil y, a la vez, disputada, acerca de la política económica y el bienestar humano.

En el libro de Deirdre McCloskey, Why Liberalism Works (2019), ella les pide a sus lectores que tan sólo escuchen, que escuchen de verdad, al otro lado, y ponderen la evidencia histórica e impulso moral del argumento a favor del liberalismo. Ella admite que el liberalismo ha sido imperfectamente procurado, pero, hasta un liberalismo imperfecto, ha generado beneficios no imaginados no sólo en términos de nuestro bienestar material.

Imagínese, nos pide ella, considerar que es lo que un liberalismo plenamente consistente puede brindarnos. Pero, para lograr eso, tenemos que ceder en nuestra arrogancia y nuestra voluntad de gobernar sobre otros. En vez de ello, somos los iguales dignos de otros. Y, somos llamados a interactuar entre sí según eso, con un respeto mutuo entre las partes. Una sociedad de gente que se gobierna a sí misma, no necesita de una niñera, menos un amo, para que nos guíe y dirija.

En La Riqueza de las Naciones (1776, Libro IV, capítulo 9) Smith habla acerca del “plan liberal de igualdad, libertad y justicia.” Y, como escribe posteriormente en ese capítulo:

“Todo sistema de preferencia extraordinaria o de restricción, se debe mirar como proscripto, para que de su propio movimiento se establezca el simple y obvio de la libertad labrantil, mercantil y manufacturera. Todo hombre, con tal que no viole las leyes de la justicia, debe quedar perfectamente libre para abrazar el medio que mejor le parezca a los fines de buscar su modo de vivir, y que puedan salir sus producciones a competir con las de cualquiera otro individuo de la naturaleza humana. El soberano vendrá a excusarse de una carga para cuya expedita sustentación se hallará combatido de mil invencibles obstáculos, pues para desempeñar aquella obligación estaría siempre expuesto a mil engaños, cuyo remedio no alcanza la más sublime sabiduría del hombre. Esta es la obligación de entender en la industria de cada uno en particular, y de dirigir la de sus pueblos hacia la parte más ventajosa de sus intereses.” (Ibid., énfasis agregado).

El buen amigo de Smith, David Hume, afirmó que, al crear las instituciones del gobierno, todos seríamos muy sabios si asumimos que todos los hombres son unos pícaros. Por esto, él dio a entender a buscadores oportunistas para adquirir poder para fama y fortuna propias. Ciertamente, Smith entendió este motivo oportunista en el hombre, pero, en el pasaje anterior, él se está dirigiendo a algo ligeramente diferente, y eso es el engaño y la arrogancia ideológica.

En el párrafo que sigue inmediatamente a su famoso párrafo de la mano invisible, en realidad Smith escribe que: “El magistrado que intentase dirigir a los particulares sobre la forma de emplear sus respectivos capitales, tomaría a su cargo una empresa imposible a su atención, impracticable por sus fuerzas naturales, y se arrogaría una autoridad que no puede fiarse prudentemente ni a una sola persona ni a un Senado, aunque sea el más sabio del mundo, de manera que en cualquiera que presumiese de bastarse por sí solo para tan inasequible empeño, sería muy peligrosa tan indiscreta autoridad.” (Smith 1776, Libro IV, capítulo 2, énfasis agregado).

En los pasajes de cierre de Governing the Commons (1990, 215) [Gobierno de los Bienes Comunes. La Evolución de las Instituciones de Acción Colectiva], Elinor Ostrom afirma que la “trampa intelectual” de mucha de la teoría económica moderna y la política pública es que los académicos “presumen ser observadores omnisapientes capaces de entender los elementos esenciales de cómo funcionan los sistemas complejos, dinámicos, al crear descripciones estilizadas de algunos aspectos de esos sistemas.” Esto es lo que sus modelos les permiten a ellos hacer, si es que se descansa totalmente en ellos. La implicación para el discurso público es dañina pues eso permite que el científico social asuma el manto de consejero de un gobierno que preside sobre la sociedad. “Con una falsa confianza de omnisapiencia presunta,” continua Ostrom “los académicos se sienten perfectamente cómodos en abordar propuestas para los gobiernos, que son concebidas en sus modelos como poderes omnicompetentes capaces de rectificar las imperfecciones que existen en todos los ámbitos del terreno.”

No es nuestra ignorancia lo que nos mata; lo es nuestra arrogancia. Esta es la “arrogancia fatal” de la que nos habla Hayek, y no se limita al potencial planificador socialista, sino que permea a la ciencia y política social modernas. En vez de concesiones mutuas, obtenemos soluciones únicas válidas para todos los casos. En vez de normas vinculantes, obtenemos una autoridad discrecional. En vez de escuchar y aprender el uno del otro, obtenemos una insistencia rígida en que un lado es el correcto y todos los otros puntos de vista son, ya bien totalmente ignorantes de la ciencia, o moralmente quebrados, o alguna combinación de ambos.

Así que, únanse a mi repitiendo colectivamente lo siguiente ̶ Yo noqué es lo mejor para que todo el mundo lo haga. Si internalizamos eso, empezamos a darnos cuentas de que es cierto para todos. Esto nos protege de ser presa de lo que Adam Smith se refirió como ilusiones interminables. No existe una panacea para nuestros males sociales. Hay males sociales, pero no hay una solución que calce para todo.

Déjenme ser claro. Hay expertos en ciencia, en arte y en cultura (incluyendo deportes). Yo prefiero pintar mi Mondrian a las acuarelas de uno de mis viejos profesores que solía pintar por entretenimiento, y prefiero ver a mis Yankees jugar, en vez de una batalla de equipos de softbol entre dos equipos de bares de la costa del Jersey de mi juventud Y, quiere escuchar a científicos y aprender de ellos. Pero, escuchar y aprender no significa seguirlos ciegamente. De nuevo, déjenme ser claro -YO NO LO SÉ- así que eso significa que debo tratar de aprender, y eso requiere de escuchar.

Lo que sí sé, y lo puedo decir con mayor confianza, es que la gente es gente, y que todos enfrentamos incentivos al tomar nuestras decisiones, y que descansamos en flujos de información para orientar esas decisiones. Cuando escucho hablar a un político, entiendo que cualquier cosa que ellos dicen va en contra la restricción de que ellos deben obtener votos y contribuciones de campaña para continuar siendo un político. Cuando escucho hablar a un periodista, entiendo que ellos lo hacen contra la restricción de que, ellos deben atraer mi atención, en un mundo lleno de actividades que podrían alejar mi atención hacia ellos.

Y, cuando escucho a un experto hablar, entiendo que ellos tienen una posición y una reputación que conservar en el espacio público, y que esa es la restricción constante contra la cual ellos ponderan cómo y qué dirán. Así que, cuando escucho una pregunta acerca de hechos contradictorios sobre el terreno siendo planteada a un experto, y el experto la responde retrocediendo a las predicciones de su modelo, libre de la carga de ese fuerte chequeo empírico implícito en la pregunta, mi antena crítica entra en alerta roja.

Y, cuando escucho a un líder político siendo cuestionado acerca de políticas puestas en su sitio bajo un conjunto de supuestos que han mostrado ser errados -algunas veces por un orden de magnitud- y ellos no sólo insisten en que hicieron lo correcto y que lo volverían a hacer de nuevo con toda la información que desde ese entonces se ha revelado en la experiencia histórica verdadera, esas antenas críticas de nuevo se elevan.

He aquí lo que puedo decir; cuestione la supuesta autoridad, valore la autoridad ganada, trate a otros con dignidad y respeto, tal como usted querría que ellos lo trataran a usted, y escuche y aprenda. Este es el camino, en vez de marchar al unísono con la masa, el que lo guiará a balancear sus concesiones mutuas y a escoger su preferencia apropiada ante el riesgo, y vivir su vida como un individuo falible, pero capaz gobernarse a sí mismo.

Peter J. Boettke es compañero sénior del American Institute for Economic Research. Es profesor universitario de Economía y Filosofía en la Universidad George Mason, así como director del Programa F. A. Hayek para el Estudio Avanzado en Filosofía, Política y Economía y profesor BB&T para el Estudio del Capitalismo en el Mercatus Center de la Universidad George Mason. Boettke anteriormente fue compañero Fulbright en la Universidad de Economía en Praga, compañero Nacional en la Universidad Stanford y compañero visitante Hayek en la Escuela de Economía de Londres.