En Francia, como en muchos de nuestros países, múltiples sistemas de pensiones exhiben privilegios a todas luces injustos y gravosos para la ciudadanía como un todo. Más tarde o más temprano se tendrán que arreglar debidamente y, ojalá que, en contraste con el hobby francés de manifestaciones de los fines de semana en defensa de esos privilegios, la solución en nuestras naciones sea civilizada y en paz.

LA DESIGUALDAD Y LOS FRANCESES HUELGUISTAS SOBRE LAS PENSIONES

Por Theodore Dalrymple

Law & Liberty
17 de enero del 2020


En la esfera económica, un acto, un hábito, una institución, una ley no engendran solamente un efecto sino una serie de efectos. De estos efectos, solo el primero es inmediato, se manifiesta simultáneamente con su causa, se ve. Los otros no se desarrollan más que sucesivamente, son lo que no se ven... Frédéric Bastiat

En Francia, el gobierno está tratando de reformar al sistema de pensiones, e incluso quienes creen que la reforma es necesaria, piensan que ha actuado torpemente. Según ellos, el gobierno debería haber introducido las reformas más antes, pero más gradualmente. Una cucharada de azúcar, después de todo, ayuda a que la medicina baje.

No estoy seguro de ello. Implica que aquellos opuestos a la reforma no habrían visto, y no habrían reaccionado en contra de, la punta delgada de la cuña que lentamente estaba siendo clavada al sistema actual, tan envidiablemente generoso con algunos, que no sorprende que quieran que continúe. La gente puede estar ciega ante los intereses de largo plazo del país, pero, rara vez, son ciegos ante sus propios intereses de corto plazo.

Por tanto, es fácilmente entendible que, aquellos que se benefician del sistema bizantino actual de los acuerdos de pensiones especiales, habrían de estar ansiosos que, para ellos, continúe sin cambiar. Por ejemplo, los trabajadores de los ferrocarriles se retiran a principios de sus años cincuenta, y un maquinista, que se retira tan pronto las leyes se lo permiten, lo hará, posiblemente recibiendo una pensión durante el doble de los años que trabajó.

Teóricamente, su pensión es pagada por las contribuciones de los trabajadores de la actualidad, pero, dado que el número de trabajadores actuales es la mitad del número de trabajadores previos que reciben una pensión, no sorprende que las contribuciones hayan tenido que ser complementadas por el gobierno, con fondos de los impuestos generales. En otras palabras, los cuarenta y dos esquemas de pensión privilegiadas con un retiro temprano y generoso para trabajadores especialmente designados -por supuesto, una minoría pequeña de la población- son subsidiados por el resto de la población, que tiene que trabajar mucho más tiempo para poder recibir pensiones menos generosas.

Para alguien externo, estos arreglos parecen ser burdos e incluso grotescamente injustos. Y, como lo reconoce el gobierno, la situación sólo puede empeorar al envejecer la población y declinar aún más la proporción de trabajadores a pensionados. Ya el gobierno acude a pedir prestado para cumplir con sus obligaciones y se estima que, si el sistema no se reforma, el faltante de contribuciones de los trabajadores a sus acuerdos de pensiones especiales, en veinte años equivaldrá a un 0.7 por ciento del PIB.

En vista de estos hechos básicos, el grado de apoyo público a la actual ola de huelgas es sorprendente, incluso porque las huelgas han causado grandes inconvenientes a millones de trabajadores, algunos de quienes enfrentan tiempos de conmutación de más de dos horas, tanto de ida a los empleos como de vuelta. Las encuestas muestran que, alrededor de la mitad de la población, piensa que están justificadas las huelgas en defensa de los regímenes de pensiones especiales, y apoyan a los huelguistas. Las encuestas, por supuesto, pueden ser inexactas, como lo demostrara muy claramente la última elección general en Gran Bretaña, pero, como mínimo, ellas muestran niveles substanciales de apoyo público para las huelgas.

¿Cómo podemos explicar eso? Los beneficiarios de los acuerdos de pensiones especiales no provienen de ocupaciones excepcionalmente arduas o desagradables, que pudieran justificar un retiro temprano y generoso (aunque, sin duda, hay buena razón para que los soldados se pensionen temprano, pues un exceso de soldados envejecidos no es lo que necesitan cualesquiera fuerzas armadas). Y, los acuerdos especiales, por lo general, se hicieron cuando la demografía era muy diferente de lo que es ahora.

Normalmente, usted podría haber esperado que un país que se siente orgulloso de sí mismo acerca de su igualdad, al menos comparado con otros países de un nivel económico igual, le diera la bienvenida a las reformas que tratan de poner a la gente en una posición más igual en lo que se refiere a sus personas. Pero, este no es el caso, o, al menos, no es el caso para una gran parte de la población.

Una explicación es que muchas personas encuentran difícil involucrarse incluso en pensamientos básicos. Ellos no ven que, con lo que están simpatizando para su conservación, es un sistema de privilegios, si bien que los beneficiarios no están viviendo estilos de vida suntuosos, como los del Rey Sol. Tampoco ven que son ellos mismos quienes están pagando por esos privilegios. Un extenso artículo de apoyo a las huelgas en Libération, el periódico inclinado hacia la izquierda, por un profesor universitario de filosofía, logró evitar del todo los temas de demografía y privilegio, y habló sólo de una economía política, en la donde el balance trabajo-vida debería corregirse en favor de la vida, como si una vida fácil y placentera después de un retiro temprano, no tuviera que ser pagado por otros, como si todos los pudieran disfrutar igualmente. ¡Retirémonos todos a los cincuenta y hagamos las cosas que siempre hemos soñado hacer! Esa fue la economía política del profesor universitario de filosofía: pues, como lo dijo Harold Skimpole en Bleak House [Casa Desolada], “Sólo pido ser libre. Las mariposas son libres. Ciertamente, ¡la humanidad no le negará a Harold Skimpole lo que les concede a las mariposas!” Si esto es lo que se enseña en las universidades francesas, no ha de sorprender que la gente apoye a los huelguistas.

Concedo, por supuesto, que, si la productividad fuera a elevarse enormemente, el sistema actual podría preservarse. Pero, sería insensato apostar a ello por dos razones: primera, que no es muy posible que suceda, y, segunda, si sucediera, daría lugar a niveles nuevos, supuestamente necesarios, de consumo, que impedirían usar sus frutos para subsidiar un retiro temprano.

Sin embargo, no pienso que una proporción tan grande del público francés apoya a los huelguistas por no haberse dado cuenta de las realidades subyacentes a la situación. Pienso que apoyan a los huelguistas debido a una insatisfacción general con la vida, cuando es bienvenida cualquier cosa que incomode a la autoridad, aún si es más inconveniente para ellos. Mucha gente, después de todo, trata de resolver sus problemas, o hace que ellos se sientan mejor, golpeando su cabeza contra la pared.

Theodore Dalrymple es un médico y psiquiatra de presiones pensionado, contribuye como editor del City Journal y es Compañero Dietrich Weissman del Manhattan Institute.