Un artículo que nos puede enseñar mucho, aun cuando en algunas cosas tal vez no estemos de acuerdo, pero que, como un todo, es una excelente lección cómo surgieron esos dos males, el nacionalismo (entendido como lo hace el autor como “la devoción de uno hacia la comunidad política centrada en el estado”) y del socialismo (que, como lo señala el autor, “es una amenaza a la libertad, que era tan severa como la monarquía autocrática, si no es que más”).

CÓMO EL NACIONALISMO Y EL SOCIALISMO EMERGIERON DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA

Por Dan Sánchez

Fundación para la Educación Económica
Miércoles 12 de abril del 2017


NOTA DEL TRADUCTOR: Para utilizar los ligámenes de las fuentes del artículo, entre paréntesis, con letra en roja y subrayada, si es de su interés puede verlo en https://fee.org/articles/how-nationa...ch-revolution/

En el mismo siglo, cuatro ideas arrasaron Occidente y sacudieron al mundo.

En 1775, la ciudad portuguesa de Lisboa fue sacudida por un terremoto masivo y mortal. Como recientemente lo escribiera (wrote) Deirdre McCloskey, en el siglo que le siguió, tres grandes ideas arrasaron Europa, que también sacudirían al mundo. Una de estas ideas era fantásticamente fructífera, mientras que las otras dos probaron ser desastrosamente destructivas.

La primera que arrasó fue la brillante idea de, en palabras de Adam Smith, “permitir a todo hombre perseguir sur propios intereses a su manera, dentro de un plan liberal de igualdad, libertad y justicia.” En la primera mitad del siglo XIX, esta idea llegó a conocerse como liberalismo.

Luego, justamente cuando el liberalismo empezó a transformar al mundo (transform the world), dos ideas perniciosas empezar a rivalizar con él. El nacionalismo y el socialismo empezaron a capturar las imaginaciones de los intelectuales y, a la larga, desplazaría completamente al liberalismo en los corazones y mentes de Occidente.

El liberalismo desató el potencial creativo de la humanidad, logrando, por vez primera, el surgimiento de una abundancia extendida por medio de la producción industrial en masa. El nacionalismo y el socialismo (socialism) desataron la capacidad humana para la destrucción, ocasionando, por vez primera, el surgimiento del asesinato en masa a escala industrial.

Las pesadillas gemelas de nacionalismo y socialismo siguieron, notoriamente rápido, al beneficio del liberalismo. Para entender por qué, debemos considerar una cuarta gran idea que históricamente liga a las otras tres: la idea del estado del pueblo.

LA LIBERTAD, EL ESTADO DEL PUEBLO Y LA REVOLUCIÓN GLORIOSA

Las ideas de la libertad individual y del moderno estado del pueblo emergieron en una conjunción estrecha, pues los dos tenían un enemigo en común: el estado principesco, hereditario y divino. En el viejo orden, los reyes reivindicaban autoridad absoluta sobre sus súbditos por un derecho hereditario y divino: al heredar la corona de su predecesor y tener su gobierno bendecido por la iglesia en nombre de Dios.

En la Inglaterra del siglo XVII, los proto-liberales, llamados Whigs, desafiaron estas pretensiones, tanto con armas como con argumentos. El gran manifiesto de los así llamados “Whigs radicales” fue el trabajo de John Locke de 1689, Two Treatises of Government [Dos Tratados sobre el Gobierno Civil]. Contra el autoritarismo real, Locke propuso los derechos individuales a la vida, la libertad y la propiedad. Y, contra la autocracia real por derecho divino y hereditario, Locke propuso una visión alternativa de gobierno, tan sólo una institución instrumental creada por el pueblo y para el pueblo: esto es, empoderado por el público con el único propósito de asegurar sus derechos individuales.

Según Locke, el estado no es propiedad privada de la familia real. Ya sea democrático o no, el gobierno propiamente es una institución pública: lo que podemos llamar un estado del pueblo. Cualquier otra cosa no es un gobierno legítimo, sino tiranía.

En la idea de Locke, el estado es un sirviente del pueblo con un trabajo específico. Si ese sirviente no está cumpliendo con su función, o, peor aún, si deliberadamente está atropellando los mismos derechos cuya protección le fue encargada, entonces, ha roto el “contrato social”: los términos y condiciones bajo los cuales a él se le encargó. En esos casos, la gente puede ejercitar su derecho a la revolución: el derecho a despedir (abolir o escindir) a su gobierno y contratar (establecer) uno nuevo. Esta noción de gobierno, contractual como una empresa, fue fácil para que los Whigs, principalmente la burguesía basada en los pueblos, la comprendieran y aceptaran.

Fue un pequeño paso desde querer un “gobierno por el pueblo y para el pueblo” a querer un “gobierno del pueblo.” Después de todo, ¿qué mejor manera para que el gobierno se mantuviera en su tarea y recordar quien es el jefe, si la gente en la realidad supervisa y guía al gobierno? En efecto, luego de que los Whigs derrotaron al Rey Jaime II en la llamada Revolución Gloriosa de 1688, el resultado principal, además de la liberal inglesa Declaración de Derechos, fue el empoderamiento del Parlamento por encima de la nueva monarquía constitucional conjunta del Rey Guillermo III y la Reina María.

A partir de Locke, la causa de la libertad fue atada a la causa del estado del pueblo. De hecho, el ligamen fue tan estrecho que se les consideró una causa única: al estado del pueblo (y, finalmente, a la democracia, en particular) se le consideró como una plataforma esencial del liberalismo. Los liberales consideraron al estado del pueblo, o “libertad política,” como siendo un guardián indispensable de la libertad individual, tanto como ellos consideraban que el irresponsable estado principesco era una amenaza permanente contra la libertad.

LA REVOLUCIÓN ESTADOUNIDENSE

Para las décadas de la Ilustración de 1760 y 1770, los ideales lockeanos de libertad individual y del estado del pueblo habían cruzado el Atlántico hasta las colonias estadounidenses, en donde se convirtieron en el credo de la generación fundadora. Tan fuerte era su amor por la libertad e intolerancia del despotismo, que se alzaron en resistencia a un régimen tributario arbitrario que hoy en día sería considerado algo minúsculo. Luego de que Gran Bretaña trató de sobreponerse a ese desafío con una fuerza militar letal, la resistencia se volteó hacia la revolución.

Durante la Declaración de Independencia que anunció y justificó la Revolución Estadounidense en 1776, Thomas Jefferson hizo eco, incluso parafraseó, al segundo Tratado de Locke. El Rey Jorge III no sólo había fracasado en su deber de proteger los derechos de los estadounidenses, sino que los había violado activamente. Y estos incumplimientos eran tan recurrentes como para demostrar “un designio de reducirlos al Despotismo absoluto.” Como había explicado Locke, precisamente esas eran las condiciones que llamaban a la revolución.

El Rey Jorge había roto los términos y condiciones del contrato social. Así, el pueblo estadounidense ya no tenía más obligación alguna de mantenerlo como su proveedor de seguridad. Él fue despedido, y la Declaración de Independencia fue su nota de despido. Jorge no recibió bien su desalojo, así que se requirió de la Guerra Revolucionaria para escoltarlo fuera de sus premisas.

Los fundadores tenían tanta fe en el estado del pueblo como garante de la libertad, que fueron más allá del ejemplo inglés de monarquía constitucional y gobierno parlamentario. Después de salir de la Convención Constitucional, a Benjamin Franklin se le preguntó qué tipo de gobierno había creado él. Respondió, “Una república, si pueden conservarla.” Una república es, por definición, un estado del pueblo, derivado del latín respublica o “asunto del pueblo.”

LA REVOLUCIÓN FRANCESA

Después, el sueño del estado del pueblo viajó a Francia. La monarquía en Francia era tan autocrática, que los Estados Generales (el parlamento de Francia) no se habían reunido en 175 años. Pero, en 1789, el sin dinero rey Borbón Luis XVI resucitó la institución para recoger fondos desesperadamente necesitados. La Revolución Francesa empezó cuando miembros del Tercer Estado (que representaban a los franceses comunes) se alejaron de la sesión, formaron una Asamblea Nacional independiente y juraron darle a Francia una constitución.

Una turba parisina se reunió en apoyo de la Asamblea, asaltó la Bastilla y en su interior capturó un depósito de armas que le dio al naciente estado del pueblo una superioridad militar sobre la monarquía desmoralizada. En un portento de una mayor brutalidad por venir, la turba también decapitó al comandante de la Bastilla y desfiló por la ciudad con su cabeza en una pica.

Después de un breve período abortivo de monarquía constitucional, también Francia se convirtió en una república, incluso más completa que la estadounidense. Mientras que la república estadounidense se constituyó como un gobierno federal, con una legislatura bicameral y un sufragio estrictamente limitado, la Primera República francesa fue un gobierno nacional, con una legislatura unicameral y, por un tiempo, el sufragio universal de hombres adultos. Para asegurar a la nueva república contra el regreso de la monarquía, el rey despuesto fue guillotinado.

Al principio, la teoría del estado del pueblo como paladín de la libertad parecía funcionar en la práctica. Los primeros actos legislativos de la Francia Revolucionaria fueron predominantemente liberales. Debido a la resistencia de los campesinos, el feudalismo ya había estado declinando bajo la monarquía. Pero, la Asamblea Nacional lo acabó, al abolir la servidumbre directamente. Luego, pasó una Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que contenía el pronunciamiento lockeano de que “El objetivo de toda asociación política es la preservación de los derechos naturales e imprescriptible del hombre. Estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión.”

Pero, pronto los franceses aprendieron que el estado del pueblo podía ser incluso más opresivo y absolutista que una monarquía autocrática e incluso menos probable que tolerara resistencia alguna.

La Revolución había sido precipitada por los esfuerzos torpes de enfrentar una crisis financiera causada por su propio despilfarro. Aun así, hasta el intento de la Asamblea Nacional de resolver el problema mostró ser más inepto. Aprobó un esquema de papel moneda que causó una inflación rampante y devastó la economía, en especial para los pobres.

La causa primordial de la quiebra inevitable de la monarquía había sido sus guerras caras. Sin embargo, dentro de tres años de Revolución, el nuevo gobierno francés le declaró preventivamente la guerra a Austria. Eso fue seguido de 22 años en que Francia estuvo, casi constantemente, en guerra, ostensiblemente para asegurar y exportar la Revolución: para, como lo podría haber dicho Woodrow Wilson, para hacer que el continente fuera seguro para el republicanismo.

Los precios de los alimentos ya habían sido altos por el fiasco del papel moneda, pero los costos de la guerra empeoraron aún más la situación. Las clases pobres trabajadoras se sublevaron en las calles. Con el apoyo masivo de esos sans-culottes, como se les llamó, una facción radical conocida como los Jacobinos tomó el control de la República.

Los Jacobinos instituyeron el Máximo General, un régimen de control de precios que, a la larga, cubrió a todos los alimentos y una larga lista de otros bienes básicos. Violar el Máximo era causa de pena de muerte. Esto, por supuesto, ocasionó escaseces y hambrunas generalizadas. La República respondió enviando tropas a los campos para apoderarse de las cosechas de los agricultores que alimentaban a la capital. El estado del pueblo, que había liberado al campesinado de sus parasitarios señores feudales, se había convertido, para ellos, en unos pocos años, en un parásito aún más voraz.

El nuevo Comité de la Salud Pública, bajo el líder jacobino Maximiliano Robespierre, luego inició el Reino del Terror: una oleada de violencia política, que incluyó masacres en prisiones y miles de decapitaciones, que hicieron que la represión política del régimen derrocado, fuera pálida en comparación.

Por ahí de la misma época, la República también instituyó la levée en masse, una movilización para la guerra sin precedentes en toda la población de Francia, incluyendo una conscripción de todos los jóvenes varones no casados. El estado del pueblo había abolido la corvée (una obligación del siervo con su amo de trabajar sin paga) sólo para que después instituyera una servidumbre universal hacia el estado.

La peor atrocidad en particular de la República fue la Guerra en la Vendee. Un pueblo campesino anti revolucionario se sublevó ante la intención de Paris de reclutar a sus hijos para la guerra. Al aplastar la insurrección, el gobierno de la República asesinó tanto como más de un cuarto de millón ( quarter of a million ) de campesinos. Los rebeldes prisioneros -hombres, mujeres y niños- fueron ejecutados en muchedumbres por el fusilamiento y el ahogo. Un estado que masacra a su propia gente a tal escala era, en esa época, casi sin precedente.

La República les había prometido, como decía el eslogan revolucionario, “libertad, igualdad, fraternidad.” En vez de ello, les dio conscripción, subordinación, fratricidio.

El soñado estado del pueblo de Francia habría de ser la última salvaguardia de la libertad francesa. En la realidad, la República terminó violando “los derechos del hombre” con mayor desenfreno y atrocidad que lo que alguna vez Luis XVI habría sido capaz de hacer.

La Revolución infligió todo eso, tan sólo para que finalmente elevara a uno de sus propios hijos como un déspota. Las guerras y crisis crónicas de la República condujeron la dictadura militar de Napoleón Bonaparte, quien hizo la guerra por toda Europa y forjó un nuevo imperio continental bajo una nueva monarquía dinástica, bendecida por la iglesia. La Revolución Francesa había estado a la altura de su nombre al cerrar el círculo.

PODER COLECTIVO VERSUS LIBERTAD INDIVIDUAL

Después de la caída de Napoleón y la restauración de la monarquía Borbón, uno de los liberales destacados de Francia encaró la pregunta: ¿qué fue lo que falló tanto? Benjamin Constant respondió que muchos de los “males” de la Revolución surgían de una confusión entre dos tipos de libertad. En un ensayo de 1819 (1819 essay,) discutió “The Liberty of Ancients Compared with that of Moderns” [“Sobre la libertad de los antiguos comparada a la de los Modernos”].

Según Constant, la libertad del mundo moderno era la libertad individual. Esta fue la idea de libertad que emergió de los pueblos europeos al surgir el comercio y la industria privada. Como la definió Constant, la libertad moderna era el derecho del individuo:

“...de no ser ni arrestado, ni detenido, ni ejecutado, ni maltratado de ninguna manera, a causa de la voluntad arbitraria de uno o varios individuos. Es para cada uno de ellos el derecho de decir su opinión, de elegir una profesión y ejercerla, de disponer de su propiedad, incluso abusando de ella; de ir, de venir sin permiso y sin dar explicación de sus motivos o de sus procederes. Es para cada uno de ellos el derecho de reunirse con otros individuos, ya sea para compartir sus intereses o profesar el culto que él y sus asociados prefieran, ya sea simplemente para colmar sus días o sus horas de la manera más acorde a sus inclinaciones, a sus fantasías.”

Por otra parte, explicó Constant, la libertad del mundo antiguo “consistía de una participación activa y constante en el poder colectivo.” Fue la idea de “libertad política” en un estado del pueblo que inicialmente surgió en las democracias de la antigua Grecia y que fuera atesorada en la República Romana. En estas civilizaciones clásicas:

“…el individuo, soberano casi habitual en todos los asuntos públicos, es esclavo en todas las relaciones privadas. Como ciudadano, decide la paz y la guerra; como particular está circunscrito, es observado, reprimido en todos sus movimientos; como parte del cuerpo colectivo, puede ser a su vez privado de su estado, despojado de su dignidad, desterrado, condenado a muerte, por la voluntad discrecional de la colectividad de la cual es parte.”

Como lo explicara Constant, los revolucionarios traicionaron la libertad moderna al tratar de resucitar el antiguo régimen que:

“…demanda… que los ciudadanos sen completamente sometidos para que la nación sea soberana y que el individuo sea esclavo para que el pueblo sea libre.”

Entre los republicanos franceses más radicales, esa demanda llegó a extremos totalitarios. Por ejemplo, Constant dijo esto acerca de abate Mably, un prominente escritor del período:

“…todos los medios le parecían buenos para extender la acción de esta autoridad sobre la parte recalcitrante de la existencia humana, cuya independencia lamentaba El disgusto que continuamente expresaba en sus obras era que la ley no pudiera alcanzar sino las acciones. Hubiera querido que alcanzara también a los pensamientos, a las impresiones más fugaces; que persiguiera al hombre sin descanso y sin dejarle refugio donde pudiera escapar a su poder.”

Cautivados por la literatura clásica, los principales revolucionaron trataron de liberar al pueblo francés, dándole un poder colectivo sin trabas. Entre ellos, los liberales creían que los objetivos del poder colectivo y la libertad individual eran bellamente complementarios, incluso idénticos. En la práctica, el poder colectivo sostuvo una guerra contra la libertad individual, casi desde el principio.

La devoción de los revolucionarios con el poder colectivo vino, no sólo por sus lecturas clásicas, sino de su fascinación con las ideas políticas de Juan Jacobo Rousseau, un protegido de Mably. Rousseau reescribió el contrato social y reconstituyó el estado del pueblo en una dirección más radicalmente colectivista. En su versión del gran intercambio contractual, el individuo ofrece una sumisión total a la “soberanía popular,” que es el poder colectivo de la “voluntad general” de la gente. En compensación, el individuo, como parte “del pueblo,” gana poder total sobre cada uno de los otros individuos, por medio de su participación en el gobierno. Esta era, para Rousseau, la libertad verdadera. Como lo planteara él:

“Si se descarta, pues, del pacto social lo que no es de esencia, encontraremos que queda reducido a los términos siguientes ̶
‘Cada uno pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y cada miembro considerado como parte indivisible del todo.’

Este acto de asociación convierte al instante a la persona particular de cada contratante, en un cuerpo normal y colectivo, compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, la cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad.”

¡Qué clase de acuerdo! Es, más bien, como si la Reina Borg de Viaje a las Estrellas, le dijera al Capitán Picard, “Permita que la Mentalidad de Colmena asimile y niegue su individualidad y, en recompensa, “usted” (quien, en realidad, yo no más existiría) podrá asimilarse y negarle a todos los demás su individualidad.”

De forma reveladora, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de Francia era tanto tan rousseauniana como lockeana, incluso hasta en su terminología. El Artículo VI proclamó que “La ley es la expresión de la voluntad general.

EL ESTADO ES NOSOTROS

Un francés no necesita leer a Rousseau, Mably, Platón o Livy para verse atrapado en el frenesí colectivista de la Revolución. Todo lo que tenía que hacer era tragarse la noción del participativo estado del pueblo.

Eso era mucho más fácil de lograr, gracias a la Revolución. El estado ya no era más un príncipe que gobernaba por la Gracias de Dios o por accidente del linaje: como el “Rey Sol,” Luis XIV (1638-1715), un dandi pomposo, quien dijo, “El Estado, soy yo,” (L'Etat, c'est moi) y desfiló alrededor del Palacio de Versalles, en medio de un lujo resplandeciente financiado con impuestos, asistido por sicofantes aristocráticos, mientras que armadas mercenarias lucharon sus guerras de ambición personal y dinástica.

Tal fraude, devoto y parasitario, era relativamente fácil de detectar, en especial después de que la Reforma y la Ilustración hicieron del derecho divino un dudoso alegato. No asombra, pues, que sus sucesores, Luis XV y XVI, enfrentaran una dura resistencia del pueblo francés y, así, no estuvieron en capacidad de salirse con la suya con casi tanta depredación como su grandioso predecesor.

Pero, ahora, el estado ya no era más un conjunto distinto de “otros”: un rey, sus cortesanos aristocráticos, su servil clero eclesiástico y sus administradores. Los devotos post revolucionarios del estado del pueblo francés creían básicamente que “El Estado, es nosotros” (L'Etat, c'est nous). (En el 2013, el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, explícitamente invocó este sentimiento, cuando dijo, “Pero, el gobierno no puede quedarse al margen de nuestros esfuerzos, pues el gobierno es nosotros.”) El estado del pueblo borró la delineación entre gobernantes y gobernados, haciendo que el individuo se identificara emocionalmente con su estado y que pensara de los intereses del estado como los suyos propios.

Este análisis no debería interpretarse en lo más mínimo como una especie de endoso o celebración del estado principesco. Para entender por qué, considere lo siguiente: Si un abolicionista dijera que la propiedad “pública” de la esclavitud (esto es, esclavos que trabajan en las minas del estado de la antigua Roma) era incluso más brutal que la propiedad “privada” de la esclavitud (esto es, el personal esclavo de los patricios romanos), eso, de ninguna manera, sería un alegato de que la propiedad privada de la esclavitud fuera, en lo absoluto, buena o “necesaria.”

EL NACIONALISMO EN EL ESTADO DEL PUEBLO DE FRANCIA

La amalgama espiritual de pueblo y estado es lo que llamamos una nación: una cantidad de individuos que se afilian entre sí como una comunidad política, centrada alrededor de un estado (o lo que sería un estado). La devoción de uno hacia la comunidad política centrada en el estado, es el nacionalismo.

El estado del pueblo (ya sea actual o prospecto) da lugar al nacionalismo, pues nada inspira más devoción a la comunidad centrada alrededor del estado, que uno que el individuo siente es su creación (gobierno por el pueblo), que le sirve a él (para el pueblo) y del cual es parte (del pueblo). Simplemente, la lealtad a una corona no se puede comparar. Esto explica por qué la Revolución Francesa ardió tan brillantemente con el nacionalismo, en especial cuando se le compara con el ancien regime.

El nacionalismo es un especie avariciosa y beligerante del espíritu comunitario, simplemente por estar centrado alrededor de un estado, el cual es (contrario a Locke y Rousseau) una institución basada en el uso del poder para su agrandamiento. Podemos desear y esperar un estado que se limita a sí mismo a proteger la libertad, pero, el hecho inescapable del asunto es que un monopolio territorial de la violencia es capaz de mucho más que eso. El acceso al poder corrompe, y el acceso popular al poder no es la excepción.

La Revolución transfirió la capacidad militar de Francia desde la corona a “el pueblo” (o, así lo sintió la gente). La intoxicación con el poder militar infectó al pueblo francés con avaricia de conquista y gloria nacional. Ya no más era un asunto privado del rey, por el cual las muchedumbres pagaban y sufrían a regañadientes. Ahora la guerra era un asunto del pueblo, una empresa a ser abrazada de todo corazón, como si fuera propiamente de uno.

Napoleón hizo poco por romper el conjuro romántico del estado del pueblo de Francia y nada hizo por enfriar el espíritu de pelea del nuevo nacionalismo francés: más bien, lo contrario. Incluso después de que intimidó al Papa a que lo coronara como Emperador, la fuente verdadera de poder y legitimidad de Napoleón no era el derecho divino o hereditario, sino las victorias gloriosas y las conquistas territoriales que él ganó para la nación francesa. Incluso cuando él era un dictador absoluto, Napoleón era, como el Kaiser durante la Primera Guerra Mundial y el Fürher durante la Segunda Guerra Mundial, un líder nacional de un estado del pueblo: un estado que descansaba en su reputación de ser “para el pueblo,” si no es que “del pueblo.”

El nacionalismo es también una especie particularmente colectivista del espíritu de la comunidad, pues ejercitar exitosamente el poder y la violencia colectiva depende grandemente de la unidad de grupo y la fuerza de los números; en especial, en la guerra. En tiempos de guerra, el colectivismo nacionalista acelera su marcha. Randolph Bourne, habiendo sufrido él mismo de un nacionalismo rabioso durante la Primera Guerra Mundial, describió al fenómeno con gran elocuencia:

“En el momento en que la guerra se declaró… la masa de la población, a través de alguna alquimia espiritual, se convence de que han querido y ejecutado el acto ella misma. Luego, con la excepción de unos pocos descontentos, procede a dejarse regimentar, coaccionar, trastornar en todos los ámbitos a sus vidas, y se convirtió en una sólida fábrica de destrucción de lo que las otras personas pueden tener, en el esquema nombrado de cosas, pues entran dentro del rango de desaprobación del Gobierno. El ciudadano se despoja de su desprecio e indiferencia ante el Gobierno, se identifica con sus objetivos, revive todos sus recuerdos y símbolos militares, y el Estado, una vez más, avanza, una presencia augusta, a través de la imaginación de los hombres. El patriotismo se convierte en el sentimiento dominante y produce de inmediato la intensa y desesperada confusión entre las relaciones que asume el individuo, y las que debería asumir con la sociedad de la cual es una parte.
El patriota pierde todo sentido de distinción entre Estado, nación y gobierno.”

(…)

"La guerra hace que la corriente de propósito y actividad fluya hacia los niveles más bajos del rebaño y sus ramas más remotas. Todas las actividades de la sociedad se reúnen tan rápidamente como sea posible para este propósito central de realizar una ofensiva o defensa militar, y el Estado se convierte en lo que, en tiempo de paz, ha intentado vanamente ser ̶ el árbitro inexorable y el determinante de los negocios y actitudes y opiniones de los hombres.”

En la Francia Revolucionaria, el colectivismo y la beligerancia del nacionalismo se combinaron para impulsar un desprecio rampante hacia los derechos individuales, conduciendo a políticas como la levee en masse, que trató a la nación como una gran colmena colectiva y a los individuos como simples zánganos a ser movilizados. Aún más importante, debilitó la intolerancia de los individuos a ser abusados de tal forma. En efecto, para muchos engendró un entusiasmo y orgullo fanáticos de ser un zángano movilizado: para seguir órdenes, marchar, matar y morir por la colmena nacional. Y, finalmente, desató atrocidades como la Guerra en la Vendee, en la cual zánganos “leales” despiadadamente liquidaron a “traidores” tercamente individualistas, quienes se rehusaron a ser asimilados: de nuevo, todo para bien de la colmena nacional. Una colmena uber alles [por encima de todo], como las abejas nazis podrían decirlo.

De nuevo, este tipo de devoción fanática, desinteresada, despiadada, nunca podría haber sido inspirada por el ancien regime, sino sólo por un estado del pueblo.

EL REGRESO DEL COLECTIVISMO Y EL SALVAJISMO TRIBAL

El nacionalismo reemplazó las guerras de reyes con las guerras de los pueblos. Este no fue un avance, sino una reversión al salvajismo de las guerras originales de la gente: las guerras de las tribus salvajes.

Ludwig von Mises describió (described) a las guerras de reyes como “guerras de soldados”:

“En las guerras de ejércitos, el ejército pelea mientras los ciudadanos que no son miembros del ejército siguen sus vidas normales. Los ciudadanos pagan los costes de la guerra, pagan por el mantenimiento y equipamiento del ejército, pero en lo demás permanecen fuera de los acontecimientos bélicos. Puede que las acciones de guerra arrasen sus hogares, devasten su tierra y destruyan el resto de su propiedad, pero esto también es parte de los costes de guerra que tienen que soportar. Puede pasar también que se vean saqueados y matados casualmente por los guerreros, incluso por los de su ‘propio’ ejército. Pero son acontecimientos que no son propios de la guerra como tal: dificultan más que ayudan a las operaciones de los jefes del ejército y no son toleradas si los que están al mando tienen un control completo de sus tropas. El estado guerrero que ha formado, equipado y mantenido el ejército considera ofensivo el saqueo por los soldados; fueron contratados para luchar no para saquear. El estado quiere mantener la vida civil como es habitual porque quiere conservar la capacidad de pagar impuestos de sus ciudadanos; los territorios conquistados se consideran como su propio dominio.”

En un claro contraste, las guerras tribales, como las guerras nacionalistas, eran guerras totales. Como continuó diciendo Mises:

“La guerra total es una horda en movimiento para luchar y saquear. Se movilizan la totalidad de la tribu, la totalidad de los pueblos; nadie -ni siquiera una mujer o un niño- permanece en el hogar, a menos que tenga que cumplir con deberes allí que son esenciales para la guerra. La movilización es total y la gente siempre está lista para ir a la guerra. Todo mundo es un guerrero o sirve a los guerreros. El ejército y la nación, el ejército y el estado, son idénticos.”

Como se describe arriba, la guerra total se caracteriza por un colectivismo intenso. Esta caracterizada también por su brutalidad horrenda. Como continuó diciendo Mises, en la guerra tribal:

“No se hace diferencia entre combatientes y no combatientes. El objetivo de la guerra es aniquilar a la nación enemiga en su totalidad. La guerra total no se termina por un tratado de paz, sino por una victoria total y una derrota total. Los derrotados -hombres, mujeres, niños- son exterminados; significa clemencia si tan sólo son reducidos a la esclavitud. Sólo la nación victoriosa sobrevive.”

Este nivel de brutalidad se abordó, y en muchos ejemplos se alcanzó, en las Guerras Mundiales nacionalistas del siglo XX: se intentó el genocidio, enjaular a la totalidad de poblaciones raciales, atacar con bombas incendiarias a poblaciones civiles, la aniquilación nuclear de ciudades enteras y la resolución fanática de continuar matando y muriendo, hasta que el enemigo fuera ya sea erradicado o del todo postrado.

El estado-nación es la resurrección espiritual de la tribu bárbara, la “horda en movimiento,” cuyo salvajismo sólo se hace más riguroso por la burocracia y más eficiente por la civilización tecnológicamente avanzada de la que se alimenta.

EL SOCIALISMO EN EL ESTADO DEL PUEBLO FRANCÉS

Además del nacionalismo, el estado del pueblo estimula otro tipo de espíritu beligerante, avaricioso y colectivista: lo que Karl Marx llamó “la consciencia de clase.” En la Francia Revolucionaria, así como el nacionalismo impulsó las guerras externas internacionales, la consciencia de clase impulsó la guerra de clases doméstica.

Políticas como el Máximo General y el saqueo a los agricultores rurales para alimentar al proletariado urbano, fueron puestas en marcha por los Jacobinos para calmar a los sans-culottes de la clase trabajadora, quienes flexionaron la fuerza de sus números, tanto a través de turbas callejeras como mediante el voto.

Dado que, incluso para los más radicales revolucionarios, la igualdad rousseauniana demandaba que fueran expropiados no sólo los campesinos, sino también las clases medias burguesas. En nombre de los pobres, una “Conspiración de los Iguales” planeó apoderarse de la República, abolir la propiedad privada e incautar la riqueza de Francia para una redistribución igual. La conspiración fue detectada y sus líderes guillotinados.

Intelectuales de clase alta, como Henri de Saint-Simon, soñaron esquemas utópicos en los que el bienestar de la clase pobre trabajadora sería garantizado por la planificación central. Esos soñadores llegaron a ser conocidos como socialistas, en referencia a su interés en amplias preocupaciones “sociales”, en contraste con el individualismo “estrecho” de los liberales.

Para los años de 1840, París estaba entusiasmada con la agitación socialista. Frédéric Bastiat, el principal francés liberal de esa época, reconoció al socialismo como una amenaza a la libertad, que era tan severa como la monarquía autocrática, si no es que más. Además de espetar los sofismas del socialismo, Bastiat, perspicazmente, explicó la dinámica política que condujo a su surgimiento.

Bastiat, como Locke, creía que el verdadero propósito de “la ley” (the law) era la seguridad del pueblo de que no sería despojado de sus vidas, libertades y propiedad. Pero, la ley se había “pervertido”; en vez de prevenir tal saqueo, vino a perpetrarlo sistemáticamente. Bastiat llamó a esto el “saqueo legal.”

Bajo el ancien regime, el saqueo legal fue perpetrado por el rey y su grupo e infligido sobre las masas. Bastiat llamó a esto “saqueo parcial.” En la Revolución, las víctimas de este robo regularizado se levantaron y derrocaron a sus cleptócratas. Pero, entonces, en vez de abolir el saqueo legal, el nuevo gobierno de la República, al crear el acceso popular a la maquinaria del saqueo legal, invitó a las masas a formar parte de él. En este nuevo estado del pueblo, el “saqueo parcial” fue reemplazado por lo que Bastiat llamó el “saqueo universal.” Como escribiera Bastiat:

“Los hombres se rebelan naturalmente contra la injusticia de la cual ellos son víctimas. Entonces, cuando se organiza por ley el saqueo para el lucro de los que hacen la ley, todas las clases saqueadas de alguna manera tratan de entrar—por medios pacíficos o revolucionarios—en la confección de leyes. De acuerdo con su grado de ilustración, esas clases saqueadas pueden proponer uno de dos propósitos diferentes cuando intentan coger poder político: O quieren detener el saqueo legal, o quieren compartirlo.

¡Miserable de la nación si este último propósito prevalece entre las masas de las víctimas del saqueo legal, si ellas, a continuación, se apoderan del poder para hacer leyes! Hasta ese momento, los pocos practicaban saqueo legal sobre los muchos, una práctica común, donde el derecho a participar en hacer la ley estaba limitado a unas pocas personas. Pero entonces, la participación en la confección de la ley se vuelve universal. Y entonces, los hombres tratan de equilibrar sus intereses conflictivos por medio del saqueo universal. En vez de extirpar las injusticias que se encuentran en la sociedad, ellos generalizan estas injusticias. En cuanto las clases saqueadas cogen poder político, establecen un sistema de represión contra otras clases. No revocan el saqueo legal. (Este objetivo necesitaría más iluminación que la que ellos poseen.) En vez de eso, ellos imitan a sus antecesores perversos al participar en este saqueo legal, aunque va contra sus propios intereses.” [Énfasis agregado.]

Bastiat encapsuló su taxonomía de saqueo legal, tal como sigue:

“Esta cuestión del saqueo legal tiene que ser resuelta de una vez para siempre, y que nada más hay tres maneras de resolverla:

1. Los pocos saquean a los muchos.

2. Todos saquean a todos.

3. Nadie saquea a nadie.

Tenemos que elegir entre el saqueo limitado, el saqueo universal, y ningún saqueo. La ley nada más que puede seguir a uno de estos tres.

El Saqueo Legal Limitado: Este sistema prevalece cuando se restringe el derecho a votar. Se pudiera restituir este sistema para prevenir que el socialismo invada.

El Saqueo Legal Universal: Nos han amenazado con este sistema desde que el derecho político se hizo universal. La mayoría con derecho político, ha decidido formular leyes bajo el mismo principio del saqueo legal, que sus antecesores usaron cuando el voto era limitado.

No Hay Saqueo Legal: Este es el principio de justicia, paz, orden, estabilidad, armonía, y lógica. Hasta el día de mi muerte, yo pregonaré este principio con toda la fuerza de mis pulmones (la cual ¡ay! es muy muy inadecuada).”

Esta última frase se refiere al hecho de que Bastiat estaba muriendo de cáncer en la garganta, cuando estaba escribiendo estas brillantes palabras.

Bastiat concluyó:

“La decepción actual es un intento de enriquecer a todos a costa de todos los demás; a hacer el saqueo universal pretendiendo organizarlo.”
Y, en otra parte, Bastiat escribió:

“El Estado es la gran ficción a través de la cual todo el mundo se esfuerza en vivir a expensas de todo el mundo.”

LAS DOS CARAS DE LA MISMA MONEDA

Así como la influencia popular sobre la habilidad del estado para proyectar poder en el exterior fomenta entre la gente la avaricia internacional y la beligerancia del nacionalismo, la influencia popular sobre la habilidad del estado para domésticamente ejercer el poder, agita entre el pueblo la avaricia entre clases y la beligerancia del socialismo.

Y la guerra de clases engendra el colectivismo y la conformidad sin sentido, por la misma razón básica que lo hace la guerra internacional: abrumar y saquear a las clases enemigas (ya sea en las calles o en los centros de votación) requiere de la unidad del grupo y la fuerza de los números. Así que, tal como los nacionalistas demandan una “lealtad nacional” y arremete contra los “traidores a la nación,” los socialistas demandan una rígida “solidaridad de clase” y vitupera contra los “traidores de clase.”

Como escribiera Mises con perspicacia:

“La ideología nacionalista divide verticalmente a la sociedad; la ideología socialista divide horizontalmente a la sociedad.”

Mises se refería a esas doctrinas como tipos de “sociología de la guerra” (warfare sociology). Identificó brillantemente las falacias intelectuales de la sociología de la guerra como base filosófica de la cuasi religión del siglo XX del “estatismo”: fe en y devoción al estado omnipotente.

De lo que Mises no se dio cuenta plena fueron los incentivos institucionales del estado del pueblo (que él también pensó como un baluarte necesario para la libertad) que hicieron que la sociología de la guerra -nacionalismo y socialismo- fuera tan seductora.

La Francia Revolucionario fue el sitio de nacimiento del exhaustivo estado del pueblo moderno. Por ello, también, fue la cuna del nacionalismo y el socialismo modernos.

LA EXPANSIÓN

A lo largo del siglo XIX, todas las cuatro ideas que sacudieron a la tierra -el liberalismo, el estado del pueblo, el nacionalismo y el socialismo- se expandieron como un incendio incontrolado a través de las mentes de Europa. Y las llamas emanaron principalmente de la Francia Revolucionaria.

Por ejemplo, empezando en los años de 1800, el nacionalismo se extendió desde Francia a Alemania, en parte por la vía del impacto de Napoleón sobre Fichte. Y, empezando en los años de 1830, el socialismo se expandió desde Francia a Alemania, en parte por la vía del impacto de Saint-Simon sobre Marx.

Y, a resultas de la Revolución Francesa y las invasiones de Napoleón, en el curso de cien años, una monarquía tras otra se tambaleó o fue derribada cuando los parlamentos fueron empoderados y se establecieron las repúblicas.

No obstante, en el mismo siglo en que el liberalismo había empezado a emancipar a la humanidad de la servidumbre y la pobreza y de llenar al mundo de maravillas modernas, el nacionalismo y el socialismo estaban sembrando las bases para convertir a estas modernas maravillas en contra de la humanidad e infligir sobre el mundo niveles sin precedentes de opresión, asesinato en masa y de privación manufacturada.

Al inicio del siglo XX, el nacionalismo eclipsó a todo lo demás, culminando en la nacionalista Ragnarök de la Primera Guerra Mundial. La Gran Guerra no tuvo precedentes en su brutalidad, hizo sonar la pena de muerte final del liberalismo y aceleró el surgimiento político del socialismo a través de Europa, de manera más significativa en la Revolución Bolchevique de Rusia, pero también democráticamente en las repúblicas entreguerras. Con el liberalismo desvanecido, el nacionalismo rivalizó con el socialismo hasta que los dos se unieron, más importante en el -inicialmente democrático- surgimiento del nazismo (Nacional Socialismo) en Alemania. Bajo “padres del pueblo” como Lenin, Stalin y Hitler, se infligieron las más inhumanas atrocidades sobre los individuos, en nombre de la nación, los trabajadores, el pueblo. La bella civilización de Europa, el sitio del nacimiento del liberalismo, se desfiguró con campos de esclavos, campos de exterminio, gulags, hambrunas provocadas por el hombre y todos los horrores de la guerra total antes descrita.

Los liberales tenían la esperanza de que el estado del pueblo aseguraría la libertad. En vez de ello, hizo que surgieran el nacionalismo y el socialismo, que, a su vez, hicieron que surgieran los regímenes más totalitarios y asesinos de la historia humana.

QUE FUE LO QUE FALLÓ TANTO

Una vez más debemos preguntar, como lo hizo (did) Constant hace dos siglos: ¿qué fue lo que falló tanto? Todo nos devuelve a la confianza de los liberales originales en el estado del pueblo. La noción de Locke de un gobierno representativo asalariado, simplemente no entendió la naturaleza del estado. El saqueo legal no es una “perversión” del estado, sino su función real y primordial. Como lo llegaran a descubrir los liberales a través de su desarrollo de la teoría del “saqueo legal,” el estado es, y siempre ha sido, una extorsión de protección parasítica. No pone impuestos para proteger, sino que “protege” para poder gravar. Como en el episodio de Twilight Zone [La Zona Crepuscular] titulado “To Serve Man” [Al Servicio del Hombre], el “contrato social” del estado no es un acuerdo de servicios, sino un libro de cocina. “Para protegerme y servir,” en efecto, el señor Policía me está poniendo una multa de $200.

La verdadera base de cualquier cantidad de libertad que podamos retener y reclamar proviene no del estado, sino a pesar de él: de nuestra creciente realización (ya sea como sentido impreciso o entendimiento pleno) de la naturaleza del estado cleptocrático y nuestra terca intolerancia hacia el expolio que resulta de esa realización.

Esa realización tan importante la impide la creencia en el estado del pueblo: por la arrogancia de que “el Estado es nosotros.” Pero, el Estado no es nosotros. No existe tal cosa como un “gobierno por el pueblo,” pues no existe cosa como “el pueblo.” Sólo hay individuos. No existe tal cosa como una “voluntad general.” Sólo los individuos tienen voluntades. “El Pueblo” es una abstracción incoherente: una entidad ficticia adrede de la que hemos sido inculcados para creer en ella, aún cuando no la podamos comprender. Las revoluciones, de 1688 a 1917, reemplazaron una base supersticiosa de legitimidad estatal con una nueva. El rey y el clero estatal bendecidos por un dios incomprensible, han sido suplantados por un comandante en jefe y una burocracia tecnocrática, bendecidos por una entidad incomprensible llamada “el pueblo.” La nueva superstición es más poderosa y peligrosa que la vieja, pues involucra la ilusión tentadora del autoservicio a través de la participación en el poder del estado.
Es también más poderosa y peligrosa pues es una superstición que alimenta, y se alimenta de, la avaricia, la beligerancia y el colectivismo. Brinda una palanca fácil para que el estado la use para dividir y gobernar. Simplemente declara una guerra en el exterior, y los nacionalistas apoyarán al estado del pueblo para que logre la unidad nacional necesaria para abrumar y saquear a enemigos externos. Tan sólo declara una guerra de clases, y los socialistas y otros guerreros de clase (luchadores de la justicia social, capitalistas amigotes, etcétera) apoyarán al estado del pueblo para que logre la unidad de clase necesaria para abrumar y saquear a enemigos domésticos. Al extender una invitación abierta para participar en el saqueo legal, el estado del pueblo divide a sus súbditos en facciones guerreras, que están tan comprometidas luchando entre sí usando al estado, como para reconocer que su verdadero enemigo es el estado.

Los peligros y males del nacionalismo y del socialismo no terminaron con los colapsos de la Alemania nazi y la Unión Soviética. Todavía nos persiguen. Las atrocidades de la guerra y las crisis geopolíticas que hoy nos afligen, son impulsadas por el nacionalismo, como lo es el surgimiento de demagogos paternalistas, como Donald Trump. Y la disfunción económica y el estancamiento que hoy nos afligen, son impuestas por la arrogancia que subyace en el socialismo, como lo es el surgimiento de demagogos paternalistas como Barack Obama.
Cuando ambos, marxistas culturales, jóvenes criados en universidades, y el nuevo movimiento insurgente de jóvenes populistas nacionalistas, continúan radicalizando y entrando en confrontación cada vez con mayor hostilidad, se hace cada vez más importante descartar nuestra equivocada fe en el estado del pueblo, que promueve el conflicto y el colectivismo que impulsa a esos movimientos.

Por supuesto, esto no nos lleva a la noción estúpida de regresar al estado principesco. Ello no significa que abandonemos la nueva superstición para retornar la vieja. Sólo significa disipar la superstición del todo y perseguir la libertad por medio de una revolución moral de los individuos y no por medio de revoluciones estatales o de las revoluciones incrementales del activismo del estado del pueblo.

Tal progreso moral, y no la estructura del gobierno, todo el tiempo ha sido la fuente verdadera de los triunfos del liberalismo. Como lo escribiera Thomas Paine, “Se debe totalmente a la constitución del pueblo, y no a la constitución del gobierno, que la corona no es tan opresiva en Inglaterra, como lo es en Turquía.”

Una revolución en las mentes y la moral, que no esté centrada en el estado, es lo que necesitamos, para verdaderamente sacudir al mundo y finalmente deshacernos de las cadenas de opresión, guerra y pobreza que nos atan.

Dan Sánchez es el Director General de Contenido en la Fundación para la Educación Económica (FEE) y el editor de FEE.org.