Producto de la narración que hace Solzhenitsyn en su obra La Rueda Roja, el profesor Will Morresey nos expone esos impresionantes tres días antes de la renuncia del Zar Nicolás, en el inicio de la revolución comunista en Rusia en 1917. Muchas lecciones podemos derivar.

LA RUEDA ROJA DE LA REVOLUCIÓN

Por Will Morrisey

Law & Liberty
17 de diciembre del 2019


NOTA DEL TRADUCTOR: Para utilizar los ligámenes de las fuentes del artículo, entre paréntesis, con letra subrayada, si es de su interés puede verlo en https://www.lawliberty.org/2019/12/1...of-revolution/

En esta cuarta novela (fourth novel) en su serie The Red Wheel [La Rueda Roja]. Aleksandr Solzhenitsyn describe los tres días que culminaron en la abdicación del Zar Nicolás II. En volúmenes previos, la rueda evocó la imagen tradicional de la Fortuna. Aquí, sin embargo, la vuelta de la rueda se acelera, su revolución simbolizando la revolución del régimen ruso.

Aunque en un sentido es una novela histórica -la mayoría de los personajes son gente real, y Solzhenitsyn los despliega no como simples cameos, sino como hombres y mujeres a plenitud- de todas sus novelas hasta el momento, esta se siente como la más inmediata, la más actual. El frenesí, la violencia, la confusión y la desorientación de los rusos en Petrogrado, desde el 15 de marzo hasta el 17 de marzo de 1917, puede también verse, en estos momentos, en las mentes y acciones de los chinos en Hong Kong. Nadie sabe exactamente qué hacer, aunque muchos asumen saberlo. E incluso si nosotros no supiéramos cómo terminó la revolución, podemos ver que no terminará bien. Nadie sobrepasa a Solzhenitsyn en transmitir un sentido de lo que se siente al vivir y estar cerca del centro de esta especie de vórtex.

“Toda esta rotación humana era ingobernable,” piensa un asombrado revolucionario en potencia. Debido a que, inicialmente, la novela parece imitar el cuasi caos que describe, su diseño -junto con el entendimiento de Solzhenitsyn acerca de estos acontecimientos- emerge tan lentamente en tanto que los acontecimientos se agilizan. Usted encontrará su camino (mientras que los propios caracteres no lo pueden encontrar) notando primeramente que esta rueda de la revolución tiene cinco rayos: el régimen que está siendo revolucionado (consistiendo del hogar monárquico, que incluye a los diversos tíos y primos del Zar, los grandes duques); los burócratas militares y civiles al principio bajo el mando del régimen, pero crecientemente inquietos; la cámara baja popularmente electa de la legislatura rusa, que el Zar había llamado para que sesionaran, la cuarta desde la casi revolución de 1905; el Soviet de Diputados de los Trabajadores de Petrogrado, en donde las diversas variedades de socialistas conspiran contra el régimen, los legisladores, y entre sí; y, finalmente, la gente, los civiles y soldados comunes y corrientes, amotinados, dando vítores, matando, saqueando ̶ libres al fin, pero insosteniblemente.

Cada una de estas facciones como tal sufría de conflicto interno. El supuesto gobernante, el uno que debería gobernar, sufre de vacilación, alejándose de resolver luchar por su trono ante pensamientos de, incluso anhelando, abdicar. Físicamente separado de su esposa, cuyos consejos desea, su única intención consistente en todo momento es sólo regresar a la Zarina y a sus hijos, quienes están confinados en el recinto real al sur de la ciudad. Teniendo rencores contra la pareja real por artimañas del pasado y celosos entre sí, los grandes duques compiten por la anhelada regencia.

Los pocos que habían impuesto las órdenes del Zar, oficiales de alto rango de la armada y la marina, se dividían a lo largo de líneas partidarias, que iban desde ardientes monárquicos, como el Comandante en Jefe del Frente Occidental, Aleksei Evert y el experto de la artillería el General Nikolai Ivanov, hasta hombres que creían en una monarquía constitucional, como el Comandante en Jefe del Frente Norte, Nikolai Ruzsky y el Jefe de Gabinete del Alto Comando de Rusia Mikhail Alekseev, hasta republicanos como el Ministro de Guerra Mikhail Belyaev y el Vicealmirante de la Flota Báltica Adrian Nepenin. Sin ser notada por muchos, también había una burocracia civil que controlaba los indispensables ferrocarriles y las líneas telegráficas, sin cuyo control ningún estado moderno puede funcionar. Su actor clave es el experto en ferrocarriles Aleksandr Bulbikov.

Hasta entonces una tertulia, una institución que tenía por objeto apaciguar los sentimientos democráticos, al darle al pueblo una voz pero no una real en el gobierno, la El Cuarto Estado de la Duma es dominada por partidarios de varios regímenes: monarquía (en la persona de Vasily Shulgin); monarquía limitada o constitucional (el presidente de la Duma Mikhail Rodzyanko y el presidente anterior Aleksei Guchkov); republicanos moderados (el antes profesor de historia Pavel Milyukov, cabeza de los Demócratas Constitucionales o el partido “Kadet). Es la Duma la que fracasa en guiar el cambio de régimen hacia un acuerdo político moderado, al no tener experiencia sus líderes en llevar a cabo acciones e incluso en los consiguientes diálogos.

Parcialmente ellos se ven impedidos por la vanidad culpable y el entendible desconcierto de sus líderes, pero también por los Diputados de los Trabajadores del Soviet de Petrogrado ̶ particularmente por su Comité Ejecutivo. Si bien severamente fraccionados a lo interno, los izquierdistas de Petrogrado planean efectivamente contra sus enemigos republicanos “burgueses.” El peripatético y omnipresente Aleksander Kerensky dirige la facción menchevique del Partido Social Democrático; sus rivales del Partido Social Revolucionario, Nikolai Chkheidze y el brillante Nikolai Himmer, quien sería el encargado de diseñar las instituciones gubernamentales, eventualmente fracasarían en superarlo tácticamente. La fanáticamente determinada facción bolchevique de los Social Demócratas, conducidos (en ausencia de V.I. Lenin y Josef Stalin) por Aleksandr Shylapynikov y Ovskey Nakhamkes, espera, hace complots y organiza.

Finalmente, están los muchos, la gente, las multitudes en Petrogrado y después en Moscú, que consistían de soldados que se han liberado de sus oficiales, estudiantes de colegio y universitarios, ausentándose alegremente de clases, regocijándose por un día libre de leyes y gobernantes ̶ saqueando, quemando edificios de la Corte del Distrito y estaciones de policías, incluso invadiendo el Palacio Tauride de la Duma, en donde un desventurado Kadet se lamenta, “Era tan poco propio de una gente sagrada, industriosa, que se había ganado su sagrada libertad.” En efecto: “En una multitud, un hombre deja de ser él mismo, y cada hombre deja de pensar sobriamente. Las emociones, gritos y gesticulaciones son recogidas y expandidas como el fuego. En apariencia, la multitud no le obedece a nadie. Pero, fácilmente sigue a un líder. Pero, luego, el líder no pertenece a sí mismo y puede no reconocerse como líder, tan sólo permanece a flote en una sola oleada durante dos minutos, luego se disuelve en su estela, convirtiéndose en un don nadie. Sólo un criminal, sólo un asesino nato, sólo alguien infectado con la venganza, dirige y no flaquea. Este es su elemento.”

Un grupo pasa sin ser mencionado ̶ aparentemente, una no entidad ahora en la en una ocasión Santa Rusia. Ningún clérigo ortodoxo ruso aparece en la novela. Varios caracteres piensan en Dios y uno, el Zar, termina de rodillas, orando. Pero, la Iglesia, como institución, el clero como una voz de moderadora, en ningún lado aparecen o se escuchan. Para 1917, “San Petersburgo” se había convertido en “Petrogrado.”
Para ese entonces, el gobierno en sí “del todo no lo había en lado alguno. No existía.” Mientras que “el imperio Romanov había existido durante 300 años, y su oficialía tenía listas formas y métodos organizacionales desarrollados,” la revolución hizo de todo “una pizarra en blanco de ‘formas desconocidas,’ ‘métodos sin bases,’ y ‘objetivos no formulados.’” Lenin tituló a uno de sus panfletos más famosos “¿Qué se Debe Hacer?” Solzhenitsyn hizo que sus caracteres se preguntaran eso, con pequeñas variaciones, repetidamente y a plenitud. “¡Algo se tenía que hacer!” piensa un joven bibliotecario, dulce e inteligente. “Pero, nadie sabía qué.”

Más prominente entre los desconocidos, el Zar Emperador se encuentra a sí mismo varado en su carro del ferrocarril, al haber dejado los Cuarteles Generales en busca de su familia. Para gobernar durante tal levantamiento, por supuesto que él debería regresar a los Cuarteles y conferenciar con sus generales ̶ quienes, después de todo, también están dirigiendo las tropas rusas en Europa contra los alemanes. En vez de ello, él quiere “paz y el reposo emocional” en su carro del ferrocarril, seguido por su llegada a casa, en donde espera “resolver todo al unísono” junto con su esposa. Cuando dos generales que intentan luchar con una carta de abdicación, le alcanzan, muy sensatamente él arguye que “En este momento la sociedad rusa… no tiene los elementos para gobernar al país y de estar en capacidad de llevar a cabo los deberes de gobernar.” Ellos responden que la única alternativa a gobernar por la legislatura es el gobierno militar, el uso de la fuerza contra los civiles. Ante esto, él tiembla. Suponiendo que la elección es una entre anarquía o crueldad, él escoge la anarquía. “Pero ¿quién sabe? ¿En verdad toda Rusia quiere mi abdicación? ¿Cómo puedo averiguarlo?”

Los generales y almirantes cuasi republicanos que respaldan a la Duma, igualmente se encuentran a sí mismos sin entenderlo. A diferencia de la guerra internacional, en este disturbio civil “no había ataque alguno desde algún lugar, ni tampoco un enemigo que avanza.” Ellos no quieren usar la fuerza militar contra los civiles, así como tampoco lo quiere el Zar; “enviar tropas contra los propios rusos era impensable,” piensa el General Ruzsky. Uno de los generales monárquicos que aún queda afirma, “la principal cosa, por supuesto, era mantener el orden.” Pero, no hay orden que mantener. Los soldados desafían, incluso arrestan a los oficiales subalternos, uno de los cuales piensa, “En tantos rostros él había visto [una] crueldad desnuda, recién nacida ̶ y uno no podía dejar de verla. Algo nuevo había llegado al mundo.”

El diputado a la Duma y monárquico, Vasily Shulgin, puede entrever el motivo verdadero de los soldados, cuando empieza “a ver a que los soldados están tan felices. ¡Ahora estaban esperando que no irían al Frente!” El marxista Himmer ve una oportunidad en esto: “Marx y Engels dijeron que desorganizar al ejército era la condición para una revolución victoriosa y también su resultado.” El régimen había dependido de un monarca prudente y decidido, respaldado por unos militares igualmente sólidos, pero, como lo ve un oficial subordinado, “la fuerza y la debilidad de una jerarquía militar” consiste de “un poder invencible cuando hay un mando firme en lo más alto” y “una masa débil cuando no lo hay.”

No lo hay. Los generales monárquicos constitucionales dependían de respetables en la Duma como Rodzyanko y Guchkov. Cualquier “lucha armada” contra alborotadores y saqueadores “sólo echaría a perder toda la situación,” razona un general, pues eso interferiría con la restauración rápida de la autoridad civil, reconstituida según líneas más o menos republicanas. Pero, los líderes de la Duma son precisamente los elementos menos confiables de la sociedad política rusa. Cuando logran ensamblar un Gobierno Provisional, descubren que no tiene un secretario que registre lo que hacen, ninguna ley que gobierne la abdicación que ellos y los generales quieren y ninguna experiencia real en gobernar alguna otra cosa más allá de la propia legislatura. Lo que tienen son fantasías de poder y gloria. Rodyzanko se imagina que el Zar le dejará que él se convierta en el monarca de facto de Petrogrado y Moscú, y Milyukov asume que sus insuperables habilidades de negociación engatusarán a los rivales de la Duma en el Soviet.

A la mitad exacta de la novela, Solzhenitsyn ubica a Guchkov, ya no más un miembro de la Duma (habiendo sido derrotado en las elecciones), pero siempre estando por ahí, asumiendo que el colapso de la monarquía dejará a la Duma como el único poder en Rusia. Pero, cuando él empieza a ver que los actuales jugadores en la Duma “estaban perdiendo su habilidad para entender toda la situación y figurarse cómo guiar sus principales aspectos,” y muy sensatamente entiende que él no puede hacerlo mejor, recurre a su solución habitual para todos los problemas del país: la abdicación de Nikolai y una Regencia, un régimen de fachada en el cual él, Guchkov, de alguna forma “ocupará la posición principal en la patria, con base en sus talentos políticos” ̶ los mismos talentos que le llevaron a la derrota en las elecciones, puede uno tan sólo suponer. Guchkov de esta forma sirve como el epítome de las clases gobernantes y cuasi gobernantes: encaradas con el movimiento, la violencia, la gritería, nadie puede pensar y así cada cual recurre a sus hábitos, instintos, ambiciones e ideas preconcebidas. “Eso es lo que fue la revolución”: el giro de la rueda, mareando a todo mundo y así incapacitándolos para tomar una acción razonable.

Las negociaciones de Milyukov con los representantes soviéticos muestran ser especialmente instructivas, si bien no para él. Soñando con un acercamiento entre los liberales y los socialistas rusos que “le traerá a Rusia la libertad política,” él expresa la esperanza de “¡una alianza de constitución y revolución!” Esta alianza no necesita ser simplemente una contradicción -los Fundadores de los Estados Unidos pudieron administrar ambos- pero “desafortunadamente, la intolerancia de los socialistas ya había destruido esa esperanza… muchas veces,” e iban a hacerlo de nuevo ̶ calculadamente. Felices por el momento en estimular sus ilusiones, los negociadores soviéticos obtuvieron concesiones claves que les asegurarán su total libertad para hacer propaganda, en un nuevo régimen que dependerá de la opinión popular. Mientras se dan las negociaciones, los periódicos bolcheviques desgarran a Milyukov, quien, como cientos de futuros negociadores con los comunistas, prefiere ignorar o justificar los ataques. Fundamentalmente, Milyukov y el resto de los miembros de la Duma le temen al Soviet, cuyos miembros agitan las masas. Cuando anuncia que él encabezará al Gobierno Provisional, Milyukov es interrumpido por un provocador, quien le grita, “¿Quién lo eligió a usted? Es una pregunta razonable. Por su parte, la Izquierda no quiere una transición ordenada hacia la monarquía constitucional; quiere la democracia en el tanto pueda manipular a ‘las masas.’”

No es que también los socialistas sabían totalmente qué hacer. De regreso en Zúrich, Lenin inicialmente asume que ninguna revolución está sucediendo, seguro de que las condiciones no estaban maduras para tal cosa en la históricamente retrasada Rusia. En medio de la revolución en Petrogrado, Shylapnikov quiere “conocer y usar la mente colectiva;” cuando él se da cuenta de que no existe tal cosa, decide decidir lo que es ̶ modelar con exactitud las prácticas futuras del comunismo. Preocupado porque Lenin pueda reprenderle cuando regrese del exilio, se compadece a sí mismo, “Los acontecimientos y las oportunidades se han abierto tan expansiva y tan súbitamente, así que tan sólo trate de adivinar con cuál usted debería cargar.” Él tiene una ventaja sobre la mayoría de los otros: conoce lo que quiere; esto es, acabar con los mencheviques, los Kadets y el Zar. Esto es, conoce qué debe negar y, dado que la insurrección propiamente es una negación, sin ningún fin establecido, coherente y práctico, su estrategia se ajusta a la circunstancia. Él escribe el “Manifiesto Bolchevique,” anunciando que “¡La bandera roja de la insurrección es está alzando en toda Rusia!” a la vez que piensa que “No importa que hoy no fuera en todo lado. Mañana lo será. Esa es la razón de por qué estamos escribiendo, para que así suceda.” Shylapnikov no necesita cierto conocimiento de hechos incognoscibles; él se guía a sí mismo por la profecía marxista, una profecía atea que se ha de convertir en una realidad por la propaganda a la que apela y dirige a la gente en las calles.

Más concretamente, como lo dirían los bolcheviques, y, también, al menos tan efectivamente, el Soviet ya había establecido una comisión de oferta de alimentos y también se propuso llevar a los soldados hacia una alianza con los trabajadores, como nuevos, si bien subordinados, miembros. Más allá de tácticas, el relativamente sobrio Himmer quiere pensar acerca de “cómo construir un régimen que corresponda con los intereses democráticos” a la vez que “se avanza internacionalmente al socialismo.” Él propone una coalición temporal con los demócratas burgueses; sus términos les permitirán a los socialistas descartar a los ilusos, una vez que expire su utilidad. “En esencia,” les dice a sus colegas, “debemos, bajo una administración burguesa, ¡establecer la dictadura de las clases proletarias!” Esto les dará tiempo a los socialistas para establecer “una red sólida de organizaciones de clase, partido, profesional y social;” luego, con “libertad para agitar,” las “masas liberadas ya no más capitularán ante la clique propietaria” y “las formas de una república burguesa no se arraigarán aquí, y la revolución se intensificará.” Pero, todo esto resultará ser demasiado astuto para una mitad; los miembros del Soviet fallan en votar por ello. “Oh, ¡fue su infortunio ser tan inteligente!” se dice a sí mismo.

Bajo estas condiciones revolucionarias, dos personas (muy diferentes) resultan ser efectivos. Uno es el farsante proteico, Kerensky, ignorante pero supremamente oportunista, ciertamente un hombre del momento “en este nuevo disfraz democrático.” “Para él siempre la ejecución venía con mayor rapidez que la decisión como tal,” como cómicamente lo exagera Solzhenitsyn. Este es exactamente el tipo de hombre que prospera en el semi caos, y eventualmente, por poco tiempo, dirigirá un nuevo régimen ̶ no los de la Duma, no los generales. Precisamente porque él, del todo, no tiene habilidad para deliberar, y de hecho no quiere alguna, es, por accidente, el más prudente ambitieux [Nota del traductor: ambicioso en francés] que hay en el pueblo.

Excepto uno: el experto en ferrocarriles y miembro de la Duma, Bulbikov. Despreciando la habladera de la Duma (“los líderes de la Duma se mantenían charlando al tiempo que no realizaban algo serio”), él reconoce que la red de ferrocarriles, si se coordinaba con la red de telégrafos, constituyen “un estado dentro del estado.” Es más, un estado que nadie en los salones del poder o en las calles de la ciudad entiende lo suficiente como para tomarlo y controlarlo. Con un apresurado okay del distraído Rodzyanko, quien no tiene ni idea de lo que está autorizando, Bulbikov se apodera de la dirección de los ferrocarriles y detiene al tren del Zar, paralizando así a la ya indecisa y distraída cabeza del régimen. Luego, utiliza la red telegráfica para diseminar en todo el país las noticias de la insurrección de Petrogrado, en donde años de guerra y de locuras de los gobiernos habían preparado a los oídos para escucharlas. Siendo no socialista, Bulbikov quiere ante todo modernizar, industrializar, a Rusia. Eso sucederá, pero en términos leninistas/estalinistas, no aquellos prevalecientes en la Duma o en la burocracia existente.

En todo esto, Solzhenitsyn encuentra unas pocas semillas de mostaza [Nota del traductor: de algo tan pequeño como una semilla de mostaza, en la Biblia, se habla de que nace algo tan grande como el Reino de los Cielos] de sentido común entre los rusos ordinarios de varias clases. Hay una anciana le dice a un estudiante de medicina que ama a la revolución, que “Rusia está muriendo.” Hay un padre de una estudiante de derecho que ama a la revolución, quien le dice “La parte más peligrosa apenas está comenzando;” “las revoluciones tienen una cualidad pérfida de desbordarse.” Y está el abogado, Nikolai Maklakov, quien se lamenta, “Olvidada fue la Santa Escritura, que dice que al rey se le da la espada para penalizar a quienes hacen mal y para proteger a la gente buena. A partir del amor a la paz y la suavidad de corazón del Zar, Rusia iba en camino del colapso.”

Will Morrisey es profesor emérito de política en el Hillsdale College. Su libro más reciente es Churchill and De Gaulle: The Geopolitics of Liberty.