LA DIVISIÓN DEL TRABAJO ES EL SENTIDO DE LA VIDA

Por Kevin D. Williamson
National Review
14 de abril del 2019

NOTA DEL TRADUCTOR: Para utilizar los ligámenes de las fuentes del artículo, entre paréntesis, con letra subrayada, si es de su interés puede verlo en https://www.nationalreview.com/2019/...-life-society/

Los orígenes históricos del capitalismo brindan luz sobre nuestra crisis actual.

Me gustaría que, por un momento, contemplara una idea que puede sonar un poco excéntrica o, tal vez, tan sencilla y obvia como puede ser cosa alguna. Es:

La división del trabajo es el sentido de la vida.

No doy a entender por esto metafórica o analógicamente, sino literalmente.

La vida empieza con la célula y la célula está definida por un mínimo de especialización: membrana, citoplasma y (usualmente) núcleo.

Lo que hace a una célula una célula viviente es un asunto de una imprecisión leve: La mayoría de las células vivientes se reproduce, pero algunas (como las neuronas) no lo hacen; la mayoría de las células tienen núcleos y ADN, pero las células rojas de la sangre no tienen; etcétera. No obstante, todas las características generalmente compartidas de las células vivientes dependen de la división del trabajo dentro de la célula: orden, sensibilidad a los estímulos, crecimiento y reproducción, conservación de la homeóstasis y el metabolismo.

La célula es definida por la división del trabajo entre los orgánulos y otros constituyentes de las células. Eso nos lleva al organismo unicelular. Luego viene la división del trabajo entre las células, en vez de dentro de ellas. Cuando las células se empiezan a dividir el trabajo entre ellas, forman los tejidos y los órganos, los que, a su vez, dividen el trabajo para producir sistemas de órganos y, en última instancia, organismos complejos.

O, tal vez, no en última instancia.

En ciertos casos, los miembros individuales de una especie dividen el trabajo de forma tal que funcionan como un super organismo o una colonia. Casos famosos de eso incluyen a la fragata portuguesa, a las hormigas y a las abejas.

Los seres humanos no son colonias en este sentido formal; a diferencia de las especies de abejas y hormigas, en las que la reina se reproduce, cada ser humano normal y saludable posee las características y habilidad de todo ser normal y saludable miembro de la especie ̶ aunque incluso aquí debemos tomar en cuenta la división del trabajo reproductivo según el sexo. Desde el punto de vista de la reproducción sexual, la hormiga reproductora (clonal ant) puede tener mayor derecho a ser un individuo biológicamente autónomo que el ser humano, aunque ambas especies tienen una división del trabajo compleja (both species have a sophisticated division of labor).

Nosotros no somos organismos de colonias. Pero, los seres humanos aislados de otros seres humanos no prosperan. Aún en situaciones en las que las necesidades materiales del animal humano son satisfechas, el ser humano en aislamiento se degenera rápidamente, tanto mental como físicamente. Hay muchos ejemplos de esto, pero uno puede obtener una buena indicación del fenómeno leyendo el reporte de la Unión de Libertades Civiles de los Estados Unidos, acerca del aislamiento en prisiones, “A Death Before Dying: Solitary Confinement on Death Row.”

La división del trabajo entre los seres humanos no es un fenómeno puramente económico ̶ es también uno social y emocional. La necesidad que tiene el humano de otros seres humanos es tan profunda como para ser esencial. Esto, apropiadamente entendido, debería complicar nuestro entendimiento del individualismo y nuestra retórica de él.

En la sociedad humana del siglo XXI, la forma de la vida social está tan estrechamente identificada con las particularidades de la división del trabajo, que las dos son prácticamente idénticas. Incluso muchos de los llamados temas sociales son, en última instancia, asuntos de la división del trabajo, por ejemplo, dentro del matrimonio y la vida familiar, en donde actitudes cambiantes hacia el sexo (género es un término gramatical) en lo que tiene que ver con el matrimonio, crianza de los hijos, homosexualidad y otros asuntos, desafían antiguas divisiones del trabajo entre hombre y mujer.

Es decir, cambios en la división del trabajo son, por necesidad, cambios en la forma de vida social; cambios radicales, profundos y súbitos en la división del trabajo, usando el término favorito del Valle del Silicón, son “disruptivos.”

Son disruptivos económicamente en el sentido familiar schumpeteriano de “destrucción creativa,” pero, también, son socialmente disruptivos, erosionando o poniendo de cabeza las relaciones entre individuos, comunidades e instituciones, introduciendo nueva inseguridad e incertidumbre en las jerarquías de estatus y en las relaciones sociales que parecía que deberían ser arregladas, al menos desde el punto de vista de uno de esos cuyas vidas están definidas por esas jerarquías de estatus perturbadas y por relaciones sociales en dificultades.

Hemos visto antes este tipo de capitalismo disruptivo. Los historiadores le llaman “el Renacimiento,” aun cuando los escritores de la historia no han llegado a un consenso en torno al significado de ese término, de cuando empezó o terminó el período, o acerca de cuáles son sus características principales.

Los historiadores datan la caída del Imperio Romano el 4 de setiembre de 476 anno Domini, cuando Odoacer depuso al último emperador romano, el jovencito Romulus Augustulos. Pero, si usted le pregunta a un ciudadano romano acerca del día, la semana o el año de la caída del imperio, habría quedado perplejo.

Él no sabría que el imperio había caído.

La vida continuó, tanto como lo había sido. Julius Nepos se autonombró emperador en Occidente, y el senado romano continuó reuniéndose por al menos otro siglo. El derecho romano y las instituciones romanas continuaron prevaleciendo en muchas partes del imperio occidental, al menos en un grado disminuido al que había prevalecido en el poder en declinación hasta el año 476 después de Cristo. La caída de Roma no fue un acontecimiento definitivo.

Similarmente, nadie en el Renacimiento parecía saber que estaba viviendo en un Renacimiento. En efecto, el Renacimiento, tal como lo conocemos, es, no en parte pequeña, la invención del historiador del siglo XIX, Jakob Burckhardt, cuyo trabajo clásico The Civilization of the Renaissance in Italy [La Cultura del Renacimiento en Italia], juntó las principales corrientes de lo que pensamos es el Renacimiento, en una narrativa histórica: el redescubrimiento del arte, la literatura y la filosofía de la antigüedad: el surgimiento de la cultura secular; el alejamiento monástico del otro mundo hacia asuntos y placeres mundanos; el giro hacia la lógica y la razón que conduciría a la Ilustración.

Eso no vino de la nada. De hecho, las culturas del período medieval y de lo que llamamos el Renacimiento, eran, en muchas formas, continuas. Pero no en todas las formas. Hubo un renacimiento para muchas cosas, siendo la más importante ser ciudades.

La forma de vida romana era una forma de vida urbana. Hoy el papa hace sus discursos dirigidos “urbi et orbi,” a la ciudad -Roma- y al mundo. Pero, en cierto sentido, para la mentalidad romana, la ciudad era el mundo y todo lo demás estaba subordinado a ella. Fue el modo de vida urbano el que declinó después de la caída del Imperio Romano ̶ eso es, lo que hizo obscuro a los Siglos de Obscuridad.

El feudalismo surgió en Europa como respuesta a la declinación del comercio. No surgió en respuesta a la declinación de Imperio Romano, sino a la posterior declinación del Imperio Carolingio, cuyos líderes, habiendo perdido el contacto con las tempranas prácticas financieras y administrativas romanas, mostraron ser incapaces de proteger a su pueblo y sus rutas comerciales, de los invasores magiares y vikingos, quienes estaban saqueando prácticamente a toda Europa Occidental. Posteriormente, los poderes musulmanes en el Este en mucho cortarían a Europa de todo comercio en el Mediterráneo. Venecia prácticamente estaba sola en la conservación del comercio con el Este a través del Adriático.

La ausencia de comercio y de intercambio cultural asociado con el intercambio económico puede tener terribles consecuencias para una cultura. Los arqueólogos han encontrado evidencia de pueblos insulares aislados, que descubrieron y luego perdieron la misma pieza de tecnología (un anzuelo con ganchos, en un caso) en varias ocasiones en el curso de muchas generaciones, mientras que gente, que estuvo en contacto con otros pueblos vecinos, no olvidó sus innovaciones tecnológicas. De la misma forma, los pueblos británicos indígenas declinaron en su estándar de vida material y de complejidad tecnológica hasta un nivel por debajo de donde había estado previo a su primer contacto con los romanos. Resulta que, el comercio no es sólo acerca de cosas.

Como lo escribe Wallace K. Ferguson en The Renaissance, la declinación del comercio dejó a los gobiernos centrales y a los súbditos, por igual, con pocos recursos. “Como resultado,” escribe él:

“Los hombres buscaron la protección de señores privados en cualesquiera términos que se les ofrecieron, mientras que los señores se apoderaron de los poderes políticos y judiciales que cayeron de manos de gobernantes indefensos. Las estructuras políticas y sociales del feudalismo llegaron así a ser casi idénticas, ambas compuestas de las mismas relaciones personales. Además, ambas descansaron en la misma base económica, la tenencia de la tierra.

… Desde el noveno al undécimo siglo, había poco intercambio de bienes, excepto en escala local, y, por ende, había poca necesidad de dinero. Una economía natural de trueque e intercambio de servicios en mucho reemplazó a la economía monetaria heredada del viejo mundo. Entre tanto, el aislamiento rural de la sociedad se intensificó más, por la ausencia de medios de comunicación adecuados y por peligros y dificultades atroces para viajar.

Una economía natural y comunicaciones pobres no necesariamente conducen a la desintegración política, pero imponen obstáculos insuperables en el camino de un gobierno central. Cuando la riqueza de un país no puede intercambiarse por dinero ni tampoco trasladarse sin grandes dificultades, el ingreso del gobierno central debe ser extremadamente limitado, y cualquier ingreso que haya no puede ser efectivamente movilizado para satisfacer los gastos gubernamentales.”

Entonces, el feudalismo, apropiadamente entendido fue una medida provisional de emergencia, desarrollada ad hoc en respuesta a la crisis del gobierno central. Pero, un mundo en alto grado analfabeto, compuesto principalmente de comunidades aisladas, las condiciones que sobrellevaron dos o tres generaciones pueden llegar a entenderse como una tradición antigua y, tal vez, una tradición inalterable. La Iglesia Cristiana brindó una teoría moral en apoyo del feudalismo, basada en el tratamiento metafórico de San Pablo a los miembros especializados del cuerpo y a su armonía decisiva de la división del trabajo. La sociedad feudal tenía tres clases -el campesinado, la nobleza y el clero- y cada clase realizaba su propio trabajo especializado: trabajar, luchar y pensar.

Bajo el feudalismo, los acuerdos sociales, las relaciones de estatus y las relaciones económicas, están casi enteramente unificados, y las relaciones relevantes eran intensamente personales. No existía el nacionalismo, y no existían los estados-nación. Había señores y súbditos, plebeyos y sujetos obligados a pagar el feudo o contrato de tierras en usufructo, barones y siervos. Y aunque los reyes, la nobleza y la Iglesia pueden haber tenido sus diferencias en uno u otro asunto político, todos se ganaron sus vidas de la misma manera: de la tierra.

Lo que tenían era una división del trabajo estable, lo que significada una forma de vida esencialmente estable.

Hasta que vino la disrupción.

Con la declinación de los poderes musulmanes en el Mediterráneo, las ciudades de Italia, en donde la vida urbana no había sido erradicada en su totalidad, tal como lo había sido en gran parte del resto de Europa, empezaron a volver al comercio, lo que significó un resurgimiento de la vida urbana y la creación de una nueva clase de europeos: los burgueses, hombres de las ciudades quienes se ganaron la vida a partir del comercio y del intercambio, los que, por sí solos, se liberaron de la vida que dependía de la tierra, un alarde que los reyes, barones y clero no podían hacer. Un siglo o dos más tarde, cuando los escandinavos empezar su larga y lenta transformación en la gente pacífica y amable que hoy conocemos, empezó un proceso similar en los Países Bajos, eventualmente desarrollándose importantes centros comerciales en Amsterdam y en ciudades flamencas, como Amberes y Brujas. Los Países Bajos desarrollaron lo que algunos economistas consideran como la primera economía verdaderamente moderna.

El capitalismo empezó a mejorar radicalmente el estándar de vida material para todos aquellos a los que tocó, empezando por los burgueses en las ciudades y los príncipes mercaderes, pero, también, a los campesinos, quienes se beneficiaron con fuentes nuevas y más estables de alimentos y otros bienes.

Por supuesto, esta enorme bendición fue odiada y resentida, como a menudo pasa con tales bendiciones.

El capitalismo alteró el orden social feudal. A la gente le gusta tener una casa buena y estar bien alimentada, pero también le gusta la predictibilidad y la certeza, en especial en el delicado asunto de las jerarquías de estatus sociales. Los mercaderes y comerciantes se vieron liberados de la tierra y, por tanto, quedaban fuera del orden social feudal. Se involucraron en una autorregulación, pero eran súbditos difíciles y astutos, operando a menudo más allá del alcance de príncipes, así como de papas. (Los comerciantes judíos, como lo sabemos, eran odiados con una intensidad especial, por tener la audacia de progresar en los márgenes sociales a los que habían sido empujados). La Iglesia y la nobleza tenían mucho por perder, cuando la reintroducción de una economía monetaria alteró y amenazó con sustituir las relaciones políticas y económicas basadas en la tenencia de la tierra. Pero, tampoco los plebeyos pensaron en buena medida acerca del capitalismo.

Como lo escribe Ferguson:

“Incluso los campesinos, que no tenían nada que perder, sospechaban de cualquier alteración a la costumbre inmemorial que formó el marco de sus vidas. Y este conservadurismo no se limitó tan sólo a la esfera de los asuntos prácticos. Se extendió al mundo de las ideas o, al menos, en mucho de aquella terra incogníta que las clases feudales no se preocuparon por explorar. La semilla de las nuevas ideas encontró escaso alimento en el suelo feudal. La forma de vida del noble y del campesino, originalmente formada en una era de aislamiento semi barbárico, nunca se estimó que inspirara la curiosidad intelectual.”

Pero, no fueron sólo los príncipes mercaderes quienes fueron empoderados por el regreso de la economía monetaria. El oro es almacenado y transportado más fácilmente que las fanegas de trigo o de papas y, también, es más fácilmente intercambiado por servicios, incluyendo los servicios de los soldados y administradores profesionales. Con el retorno de la economía monetaria vino el regreso del gobierno central, si bien en una nueva forma, pues los reyes, que en esencia eran señores de la guerra regionales, se transformaron en algo más como ejecutivos de los estados-nación. Cuando los monarcas empezaron a descubrir algo como el nacionalismo, igualmente lo hizo el pueblo, el cual previamente había sentido su lealtad más fuerte hacia una organización trasnacional -la Iglesia- y a sus relaciones feudales, y no se consideraban ser ciudadanos de nación alguna en el sentido moderno. Tenían patrias, no polities. Pero, eso empezó a cambiar.

Cuando el capitalismo empezó a derribar las relaciones sociales del feudalismo, los nuevos ciudadanos desarraigados del mundo capitalista que emergía, empezaron a buscar nuevas formas de estatus y sentido. Vale la pena notar que el anticlericalismo radical surgió por primera vez en las nuevas culturas urbanas burguesas y que, al final de las cosas, haría del protestantismo, en sí, un proyecto nacionalista -la Iglesia de Inglaterra, etcétera- que encontró su adquisición más grande en el nuevo corazón capitalista: Inglaterra y los Países Bajos. El fanatismo reaccionario, como el ministerio de Savonarola, creció desde el mismo fermento cultural. En última instancia, ideologías modernas, como el socialismo y el fascismo, serían fundadas con base en la misma causa, recordando las quejas de Marx acerca de la “alienación” de la mano de obra en los primeros impulsos del capitalismo, a fines del período medieval.

Los paralelos con nuestra época son suficientemente obvios. Esencialmente, el dinero es un sistema de cuenta o de registro y el remplazo del trueque y los servicios personales por una economía monetaria representó una clase de información radicalmente diferente de la que se tuvo antes.

Lo que llamamos “globalización” es una súbita expansión radical de la división del trabajo en todo el mundo ̶ un milagro de la cooperación humana que, como con frecuencia son los milagros, principalmente pasa sin ser notado y sin ser amado, y, a menudo, odiado. Nuestra globalización es odiada por la misma razón por la que fue frenada la globalización del Renacimiento: altera los acuerdos existentes acerca de estatus e introduce nuevos elementos de inseguridad y ansiedad, en comunidades cuyos miembros han creído que sus situaciones son fijas, si no es que ordenadas ̶ y quienes creen que tienen un derecho natural a la fijeza de esas situaciones, y que el deber del estado es asegurarlas. Nuestros multimillonarios del Valle del Silicón son denunciados como “cosmopolitas sin raíces” (la frase en sí se deriva de las purgas socialistas antisemíticas de las décadas de los cuarentas y cincuentas) y se les resiente por sus vidas transnacionales y sus intereses transnacionales, así como por su preferencia por la autorregulación y por su carácter resbaladizo de cara a mandatos simplemente nacionales. Como los príncipes mercaderes de Florencia, conducen vidas que parecen imposiblemente indulgentes y que tratan con condescendencia a fuerzas políticas y culturales, que dejan perplejos, irritados y ofendidos a partidarios del conservadurismo campesino.

En el otro extremo del espectro económico, un vitriolo especial se reserva para una nueva forma de división del trabajo: el trabajo casual “compartido,” asociado con firmas tales como Uber. Este trabajo de oportunidades brinda un ingreso importante a mucha gente que no podría, alternativamente, obtenerlo de forma tan conveniente, y que lleva a cabo la importante función de permitir a gente de medios más modestos, convertir su propiedad en capital. Pero, esto viene sin nada de las viejas garantías: seguro de salud, pensiones, el reloj de oro que le dan al final de largos años de trabajo, etcétera. Es fácil ser sentimental acerca de esas viejas garantías y olvidar que, en realidad, casi nadie en el 2019 quiere un estándar de vida como aquél de 1950 (usted lo puede lograr ¡barato!), pero deberíamos mantener en mente que la economía ha evolucionado en la forma en que lo ha hecho, porque la gente ha realizado ciertas elecciones que van de acuerdo con sus preferencias, a la luz de la inalterable realidad, cual es la escasez.

Eso nos pone inquietos a algunos de nosotros, si no es que furiosos.

Y así como los europeos alienados del Renacimiento se volcaron hacia nuevas fuentes de identidad y significado, así lo hacemos nosotros, en todo, desde el ligeramente cómico regreso al neopaganismo en busca de una identidad “europea” unificada (lo cual no es totalmente distinto de la tendencia de nacionalismo blanco, si bien no tan subsumido por él) hasta formas más serias de radicalismo político y cultural. Por supuesto, la forma de vida feudal no era tan antigua como la imaginaron sus practicantes, y, si Dios tenía una preferencia más fuerte por ella.
Él no se ha hecho oír sobre el tema. Pero, tampoco fue divinamente ordenado, o incluso normalizado, el orden social y económico inmediato a la posguerra en los Estados Unidos, siendo que se basó en las extraordinarias condiciones políticas y económicas relacionadas con la destrucción de Europa y su capital productivo por la guerra.

Con base en cualquier estándar de medición que tenga sentido, estos son, materialmente hablando, los mejores años que la raza humana jamás haya experimentado. Salud, riqueza, seguridad, libertad, oportunidad ̶ nunca han sido mejores. Cuando Calvin Coolidge fue presidente de los Estados Unidos de América y, por tanto, el hombre más poderoso en el mundo, su hijo murió de una ampolla en su pie, adquirida durante un juego de tenis. Es un mundo diferente y mejor.

La división del trabajo proveyó, pero también quitó. Los dolores que estamos sintiendo en el mundo desarrollado son dolores de crecimiento, pero, no obstante, son dolorosos. Nos pueden gustar los frutos de la disrupción -olvídense de ese “pueden,” nos gustan y amamos los frutos de la disrupción ̶ pero, como tal, el proceso no es cómodo y desconcierta, y, también, impone pérdidas reales a alguna gente, principalmente aquellos que no están bien posicionados para adaptarse a una nueva forma de trabajo y, por tanto, a una nueva forma de vida.

La globalización está construyendo una colmena más grande. Está reclutando nuevas células en el organismo, con nuevas y muy finas maneras de especialización. En tal sentido, literalmente, es crecimiento: economías políticas más pequeñas creciendo en una más grande.

No hay alternativa a la división del trabajo, debido a que no hay alternativa para la vida.

Excepto la obvia.

Este ensayo es una adaptación a una conferencia brindada en abril en la Universidad de Georgetown.

Kevin D. Williamson es un corresponsal viajero de National Review.