Los resultados de la reciente elección presidencial confirman la decisión popular por la cual Jair Bolsonaro resultó electo presidente del Brasil. Posiblemente muy pocos aquí estarán de acuerdo con todos los puntos de vista de Bolsonaro, pero, como suele suceder, hay muchos otros aspectos por los cuales se puede desear que haga un buen gobierno. Este artículo, publicado antes de esas elecciones, explica por qué los brasileños lo elegirían como su gobernante.

¿POR QUÉ BOLSONARO?

Por Álvaro Vargas Llosa

El Instituto Independiente
9 de octubre del 2018


Existe la tentación, tras una victoria como la de Jair Bolsonaro en Brasil, de pensar que una tara mental aqueja a los votantes, que una deficiencia cultural los hace proclives al extremismo. Eso es no comprender la esencia del populismo, de izquierda o derecha. El populismo es siempre una enfermedad de la democracia, un fenómeno no antidemocrático sino “excesivamente” democrático, por paradójico que esto parezca. Me refiero a que son las circunstancias las que instalan en los votantes un estado de ánimo que los impulsa a buscar, dentro del sistema democrático, salidas que en otro modo jamás buscarían.

No son los brasileños, por ser brasileños, los que han dado 46% de los votos a un populista de derecha, sino las circunstancias extremas las que han alojado en votantes que de otro modo votarían distinto un impulso de soluciones límite a los males que los angustian desde hace años. Exactamente igual que cuando los venezolanos votaron por Hugo Chávez a finales de 1998 no votaban por un populista de izquierda porque estuvieran ontológicamente predispuestos a ello, sino porque una acumulación de hechos había modificado los parámetros de lo razonable y convertido lo inimaginable en tentación electoral.

Los sufridos brasileños han vivido, en pocos años, esta alucinante secuencia: una prosperidad que sacó a millones de la pobreza y los colocó en la clase media; una recesión traumática que reveló hasta qué punto la prosperidad anterior era artificial, producto del asistencialismo, la explosión del crédito barato y el dirigismo manejados por el populismo de izquierda del “lulapetismo”, poniendo en evidencia que los servicios públicos seguían siendo paupérrimos y la sociedad estaba endeudada a tasas de espanto; la revelación, gracias a “Lava Jato”, de que el Estado populista y decenas de empresas llevaban años participando de una corrupción sistemática y descomunal, que engullía a casi todos los partidos (hay una treintena); por último, el agravamiento de la atroz inseguridad, al extremo de que en Brasil hay 31 homicidios por cada 100 mil habitantes, seis veces más que en Argentina.

En ese contexto -y mientras la economía, a pesar de las reformas del impopular Michel Temer, no lograba un ritmo de crecimiento definitivo-, había la amenaza de que Lula, el hombre al que más de medio país ve como símbolo de todo lo anterior, volviera al poder, pues mantenía un tercio del apoyo popular. ¿Puede alguien extrañarse de que los brasileños, que, como cualquier otro pueblo del mundo, no son filósofos de la democracia liberal y los valores republicanos sino seres humanos que en situaciones límites buscan un salvador, se inclinaran por un tipo como Bolsonaro? No, lo extraño, lo verdaderamente misterioso, habría sido que, después de todo esto, los brasileños quisieran en la Presidencia a alguien, por ejemplo, como Geraldo Alckmin, el candidato del Partido de la Social Democracia Brasileña, para citar a la fuerza opositora tradicional que en circunstancias normales habría sido la alternativa previsible.

Los brasileños creen que un ex capitán de la reserva que ofrece armas a los civiles y habla como un sheriff del lejano oeste pondrá orden; que un tipo que no teme ofender a las minorías o soltar bravatas machistas pondrá orden en el caos que han provocado los políticos; que un campeón de la “familia” que odia la idea de que la educación pública instale la tolerancia frente a todas las opciones sexuales en los jóvenes, y que ha sintonizado con los rectos evangélicos, acabará con las prácticas disolventes del rojerío y los liberales; y, por último, que un “mano dura” como esta no permitirá que Brasil se vuelva Venezuela o que los venezolanos que huyen de su país invadan Brasil.

Esto es lo que ha llevado a 49 millones de brasileños a dar su respaldo a Bolsonaro y colocarlo a sólo cuatro puntos de una victoria en la primera vuelta. ¿Se moderará Bolsonaro si derrota a Fernando Haddad en la segunda vuelta? ¿Será Paulo Guedes, su instruido asesor económico, capaz de hacer la reforma impopular del paquidérmico Estado? ¿Sobrevivirá la democracia institucional a los exabruptos de Bolsonaro como la sólida democracia estadounidense sobrevive a los de Donald Trump?

Aún no lo sabemos. Pero, antes, comprendamos por qué los brasileños han votado de esta alucinante manera.