Creo que su lectura nos abre una enorme ventana para entender la relación entre la religión de las personas y el estado.

LIBERALISMO Y RELIGIÓN

Por Edmund A. Opitz
Fundación para la Educación Económica
Viernes 1 de noviembre de 1985

El liberalismo clásico creó una nueva visión revolucionaria del Estado político, de su naturaleza y funciones que les son propias. Podemos entender mejor este mar de cambio en el pensamiento político, si contrastamos el estado secular del liberalismo con su opuesto polar encontrado en el mundo antiguo. La gran autoridad acerca de la ciudad antigua, Fustel De Coulange, nos dice que “el estado era una comunidad religiosa, el rey un pontífice, el magistrado un sacerdote y la ley una fórmula sagrada.” La polis griega eran Iglesia y Estado en uno, Julio César era el Pontifex Maximus [Pontífice Máximo]; el ciudadano estaba atado al cuerpo y alma del Estado. Cuando las obligaciones cívicas y religiosas se combinan y son propiedad de la misma institución, tenemos ese poder absoluto que tanto temía Lord Acton.

Fue el gran logro del liberalismo clásico, con sus raíces en la era y ánimo de la post-Reforma, la desacralización del orden político, quitándole así al Estado sus pretensiones religiosas y morales. Los santos imperios y monarquías sagradas, alegando la autorización trascendental, han prevalecido a través de la historia, y el Estado fue venerado como una orden de salvación. No obstante, de ahora en adelante, las autorizaciones del Estado iban a ser más modestas, sus objetivos limitados a funciones policiales; “el Estado guardián nocturno,” como lo llamaron sus críticos.

Ya no más asumiría el Estado responsabilidades más allá de su competencia en la regeneración moral y espiritual de hombres y mujeres. “No es que el liberalismo desprecie lo espiritual y, por eso, concentre su atención en el bienestar material de los pueblos;” escribe Mises en Liberalismo, “adopta esta postura sólo en razón a que advierte que lo alto y lo sublime no puede ser procurado por recursos externos.” (Página 19 de la versión en español de Liberalismo). La tutoría y la renovación de la mente y el espíritu humano, de ahí en adelante, sería la tarea de la Iglesia y de la Escuela -en el sentido más amplio- de forma que esas instituciones fueron extraídas de la sombrilla del Estado y asumieron la autonomía que deben tener, para lograr sus propósitos.

La expresión “separación de la Iglesia y el Estado” se repite entre nosotros ilimitada y mecánicamente, de forma que la idea de un Estado secular es ahora algo común. Pero, era una idea novedosa en el siglo 17, y no ha echado raíces en parte alguna del mundo excepto en las regiones receptivas a la influencia del liberalismo clásico. ¿Cuál fue la idea seminal que eventualmente germinó como el concepto de un Estado secular? Y, ¿cuál fue el entorno en el cual la semilla arraigó? Era un medio en donde un aura de santidad podía ser adscrito a virtualmente cualquier cosa; árboles, piedras, animales, así como al propio orden social. Y, por supuesto, había reyes-sacerdotes, monarcas divinos y santos emperadores.

El Viejo Testamento registra una clara ruptura con esta mentalidad, un nuevo despegue que remueve la idea de la santidad de la naturaleza y la sociedad y la descansa exclusivamente en la deidad trascendental: “¡Yo soy el Señor, su Santo, el creador de Israel, su Rey!” H. Frankfort, en su Kingship and the Gods [Reyes y dioses], elabora lo siguiente: “A la luz del reinado de Egipto, e incluso de Mesopotamia, aquel de los Hebreos carece de santidad. La relación entre el monarca Hebreo y su pueblo era casi tan secular con fuera posible, en una sociedad en donde la religión es una fuerza viviente.” La diferencia entre cívico y sagrado se pule en el Nuevo Testamento, especialmente en la respuesta de Jesús a una pregunta engañosa: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.” El reino del César, el Estado, queda ahora desprovisto de sus arrogancias de excelsitud. El Estado es una institución necesaria y útil, pero no hay nada divino o sagrado en él. Sólo Dios es santo, y hay algo de divinidad en las personas; pero no en el orden social –el Estado es secular.

Hay un dominio privado en el hombre, tocado por lo sagrado, al cual sólo el individuo tiene acceso legítimo. La invasión de este Ser por algún otro constituye una violación y el aparato de coacción del Estado es puesto precisamente para penalizar a quienes abusan con este tipo de cosas. El asesinato deliberado es la más flagrante de las violaciones y es incumbencia de la ley imponer penas por el asesinato. El robo es una violación de las relaciones de propiedad y es fundamento de leyes en contra del robo. Y, debido a que ninguna persona puede ser responsabilizada, a menos que sea libre, por sus acciones o que materialice su potencial, la ley busca asegurar una libertad igual para todas las personas. En resumen, cada persona tiene derechos inherentes, derivados de una fuente más allá de la naturaleza y de la sociedad, a su vida, su liberad y su propiedad; y es la función de la Ley garantizar esos derechos.

La habilidad del Estado para penalizar al mal no debería crear expectativa alguna de que el Estado puede imponer lo bueno. La bondad debe ser voluntaria y, lo más que el Estado puede hacer, es reprimir a los que hacen mal y crear así “un campo libre y no favores” en donde puedan echar raíces el pensamiento correcto y hacer el bien de todas las variedades.

El Estado empezó a alejarse de los asuntos de la religión temprano en la era moderna; la prensa fue libre y la expresión no tuvo obstáculos. Adam Smith demostró que la economía no necesitaba de controles políticos, sino de la Regla de la Ley, que preservaba la cooperación social bajo la división del trabajo. Las mejores cosas de la vida empezaron a florecer en regiones fuera del dominio de la política: la familia, la amistad, la fraternidad, la conversación, el trabajo, las aficiones, el arte, la música, el culto...

Era una visión noble, pero no prometió la utopía y es así como desilusionó a aquellos que demandaban un cielo en la tierra. Un poco más de realismo en este punto y la visión puede todavía volver a tomar fuerza.

El Reverendo Edmund A. Opitz (1914-2006) fue un ministro Congregacionista, un miembro del equipo de la Fundación para la Educación Económica, quien por años luchó por la causa de una sociedad libre y por la necesidad de anclar a la sociedad en una moral trascendente. Un hombre ampliamente leído y de cultura elevada, Opitz por muchos años fungió como miembro del equipo de la Fundación para la Educación Económica en Irvington-on-Hudson, Nueva York. Fue una de las pocas voces que entre los años de 1950 y 1980 hizo llamados para un entendimiento entre la libertad económica y la sensibilidad religiosa. Fue el fundador y el coordinador de Remnant, una confraternidad de ministros conservadores y libertarios.