CAOS PLANIFICADO (Octava Parte, El Fascismo)

Por Ludwig von Mises
Fundación para la Educación Económica

Martes 2 de junio de 2015

[Octava de once partes)

7. EL FASCISMO

Cuando estalló la guerra en 1914, el partido socialista italiano estaba dividido acerca de la política que debía adoptarse.

Un grupo se adhirió a los principios rígidos del marxismo. Esta guerra, mantenían ellos, es una guerra de los capitalistas. No es apropiado que los proletarios se alineen con alguna de las partes beligerantes. Los proletarios deben esperar por la gran revolución, la guerra civil de los socialistas unidos contra los explotadores unidos. Deben apoyar la neutralidad italiana.

El segundo grupo estaba profundamente afectado por el odio tradicional hacia Austria. En su opinión, la primera tarea de los italianos era liberar a su hermandad no redimida. Sólo entonces aparecería el día de la revolución socialista.

En este conflicto, Benito Mussolini, el hombre destacado del socialismo italiano, escogió al principio la posición marxista ortodoxa. Nadie podía sobrepasar a Mussolini en cuanto a su celo marxista. Era un defensor intransigente del credo puro, el defensor inflexible de los derechos de los proletarios explotados, el profeta elocuente de la bendición socialista que habría de venir. Era un adversario categórico del patriotismo, nacionalismo, imperialismo, gobierno monárquico y de todos los credos religiosos. Cuando en 1911 Italia inició la gran serie de guerras con un asalto insidioso a Turquía, Mussolini organizó violentas demostraciones contra la partida de tropas hacia Libia. Ahora, en 1914, él calificó la guerra contra Alemania y Austria como una guerra imperialista. Estaba aún bajo la influencia de Angélica Balabanoff, la hija de un rico terrateniente ruso. La señorita Balabanoff lo había iniciado en las sutilezas del marxismo. Ante los ojos de ella, la derrota de los Romanov contaba más que la derrota de los Habsburgo. No tenía simpatía alguna por los ideales del Risorgimento [Nota del traductor: movimiento italiano del siglo XIX por la unidad política de Italia].

Pero, los intelectuales italianos eran, ante todo, nacionalistas. Como en todas las otras naciones europeas, la mayoría de los marxistas anhelaba la guerra y la conquista. Mussolini no estaba preparado para perder su popularidad. La cosa que más odiaba era no estar del lado de la facción victoriosa. Él cambió su mentalidad y se convirtió en el defensor más fanático del ataque de Italia a Austria. Con ayuda francesa, fundó un periódico para luchar por la causa de la guerra.

Los anti-fascistas acusan a Mussolini de haber desertado de sus enseñanzas de un marxismo rígido. Fue sobornado, dicen ellos, por los franceses. Ahora bien, incluso esas personas deberían saber que la publicación de un periódico requiere de fondos. Ellos mismos no hablan de soborno si un rico estadounidense le da el dinero necesario para la publicación de un periódico que sea compañero de viaje o si los fondos fluyen misteriosamente hacia editoriales comunistas. Es un hecho que Mussolini entró a la escena de la política mundial como un aliado de las democracias, mientras que Lenin ingresó a ella como un virtual aliado de la Alemania imperial.

Más que nadie, Mussolini fue instrumental en lograr que Italia ingresara a la Primera Guerra Mundial. Su propaganda periodística hizo posible que el gobierno declarara la guerra a Austria. Sólo unas pocas personas tienen derecho a encontrar errada la actitud de Mussolini en los años entre 1914 y 1918, al darse cuenta que la desintegración del Imperio Austro-Húngaro deletreaba la perdición de Europa. Sólo esos italianos están en libertad de culpar a Mussolini, quienes empezaron a entender que los únicos medios para proteger a las minorías ítalo-parlantes en los distritos ribereños de Austria, contra la total aniquilación por parte de las mayorías eslavas, estaban en la preservación de la integridad del estado austriaco, cuya constitución garantizaba derechos iguales a todos los grupos lingüísticos. Mussolini fue una de las figuras más despreciables de la historia. Sin embargo, permanece el hecho de que su primer acto políticamente más significativo, sigue cumpliendo con la aprobación de todos sus compatriotas y de la inmensa mayoría de sus detractores del exterior.

Al terminar la guerra, la popularidad de Mussolini se redujo. Los comunistas, llevados a la popularidad por los acontecimientos en Rusia, perseveraron. No obstante, la gran aventura comunista, la ocupación de las fábricas en 1920, terminó en un completo fracaso y las masas desalentadas recordaron al antiguo líder del partido socialista. Ellos acudieron al nuevo partido de Mussolini, los fascistas. La juventud recibió con un entusiasmo convulso al autoproclamado sucesor de los Césares. En años posteriores, Mussolini se jactó de que él había salvado a Italia del peligro del comunismo. Sus enemigos disputan apasionadamente estos alegatos. Cuando Mussolini tomó el poder, el comunismo, dicen ellos, ya no era un factor real en Italia. La verdad es que la frustración con el comunismo engrosó las filas de los fascistas e hizo posible que ellos destruyeran a todos los otros partidos. La victoria avasalladora de los fascistas no fue la causa, sino la consecuencia del fiasco comunista.

El programa de los fascistas, tal como fue redactado en 1919, era vehementemente anticapitalista. [24] El más radical de los seguidores del Nuevo Trato en los Estados Unidos e incluso los comunistas, podrían haber estado de acuerdo con ese programa. Cuando los fascistas llegaron al poder, ya se habían olvidado de aquellos puntos de su programa que tenían que ver con la libertad de pensamiento y de prensa y del derecho a reunión. En tal sentido, eran discípulos conscientes de Bukharin y Lenin. Es más, no suprimieron, tal como lo habían prometido, a las empresas industriales y financieras. Italia necesitaba urgentemente de créditos del exterior para desarrollar sus industrias. El problema principal para el fascismo, en los primeros años de su gobierno, era ganarse la confianza de los banqueros extranjeros. Habría sido suicida destruir las corporaciones italianas.

La política económica fascista -al principio- no difirió esencialmente de las de todas las naciones de Occidente. Era una política de intervencionismo. Con el paso de los años, más y más se acercó al modelo de socialismo nazi. Cuando Italia, después de la derrota de Francia, entró a la Segunda Guerra Mundial, su economía estaba, en general, conformada de acuerdo con el modelo nazi. La diferencia principal era que los fascistas eran menos eficientes e incluso más corruptos que los nazis.

Sin embargo, Mussolini no podría permanecer sin una filosofía política de su propia invención. El fascismo se presentaba como una nueva filosofía, nunca antes escuchada y desconocida en todas las otras naciones. Alegaba ser el evangelio que el espíritu resurrecto de la antigua Roma llevó a los pueblos democráticos decadentes, cuyos ancestros bárbaros habían en una ocasión destruido al Imperio Romano. Era, en todo sentido, la consumación tanto del Rinascimento [Nota del traductor: el Renacimiento de Italia como una civilización moderno en los siglos XIV y XV] como del Risorgimento [Nota del traductor: movimiento italiano del siglo XIX por la unidad política de Italia], la liberación final del genio latino del yugo de ideologías extranjeras. Su brillante líder, el sin igual Duce, fue llamado para encontrar la solución final a los problemas candentes de la organización económica de la sociedad y de la justicia social.

Del montón de polvo de las utopías socialistas descartadas, los académicos fascistas rescataron el esquema del socialismo de las guildas. El socialismo de las guildas era muy popular entre los socialistas británicos durante los últimos años de la Primera Guerra Mundial y en los primeros años que siguieron al Armisticio. Era tan impracticable, que muy pronto desapareció de la literatura socialista. Ningún estadista serio jamás prestó atención a los planes contradictorios y confusos del socialismo de las guildas. Casi estaba olvidado cuento los fascistas le adicionaron una nueva etiqueta y ostentosamente proclamaron al corporativismo como la nueva panacea social. El público de adentro y de afuera de Italia estaba cautivado. Innumerables libros, panfletos y artículos se escribieron alabando al stato corporativo. Los gobiernos de Austria y Portugal muy pronto proclamaron que ellos estaban comprometidos con los nobles principios del corporativismo. La encíclica papal Quadragesimo Anno (1931) contenía algunos párrafos que podían ser interpretados -pero no necesariamente- como una aprobación al corporativismo. En Francia las ideas encontraron muchos elocuentes partidarios.

Era mera conversación ociosa. Nunca los fascistas intentaron llevar a cabo el programa corporativista de auto-gobierno industrial. Cambiaron el nombre de las cámaras de comercio por el de consejos corporativos. Llamaron corporaciones a las organizaciones obligadas de las diversas ramas de la industria, que eran las unidades administrativas encargadas de la ejecución del modelo de socialismo alemán que ellos habían adoptado. Pero, no se trataba de un auto-gobierno de las corporaciones. El gabinete fascista no toleró la interferencia de nadie en su control absoluto y autoritario de la producción. Todos los planes para el establecimiento del sistema corporativo permanecieron siendo letra muerta.

El principal problema de Italia es, en comparación, su sobrepoblación. En esta era de barreras al comercio y la migración, los italianos estaban condenados a subsistir permanentemente con un estándar de vida más bajo que aquél de los habitantes de países más favorecidos por la naturaleza. Los fascistas vieron sólo un medio para remediar esta desafortunada situación: la conquista. Eran demasiado estrechos de mente como para comprender que la reparación que recomendaban era espuria y peor que el mal. Es más, estaban tan enteramente enceguecidos por su engreimiento y vanagloria, que fracasaron en darse cuenta que sus discursos provocativos eran simplemente ridículos. Los extranjeros, a quienes insolentemente desafiaron, sabían muy bien qué tan insignificantes eran las fuerzas militares de Italia.

El fascismo no era, como lo proclamaron sus defensores, un producto original de la mente italiana. Empezó con una división en las filas del socialismo marxista, que ciertamente era una doctrina importada. Su programa económico fue adoptado del socialismo alemán no marxista y su agresividad fue asimismo copiada de los alemanes, del All-deutsche o de los precursores pangermánicos de los nazis. Su conducción de los asuntos gubernamentales fue una réplica de la dictadura de Lenin. El corporativismo, su tan anunciado adorno ideológico, era de origen británico. El único ingrediente casero del fascismo fue el estilo teatral de sus procesiones, espectáculos y festivales.

El episodio de corta duración del fascismo terminó en sangre, miseria e ignominia. Pero, las fuerzas que generaron el fascismo no están muertas. El nacionalismo fanático es una característica común de todos los italianos actuales. Los comunistas ciertamente no están preparados para renunciar a su principio de opresión dictatorial de todos los disidentes. Tampoco los partidos católicos defienden la libertad de pensamiento, prensa o religión. Hay poca gente en Italia que en efecto entiende que el prerrequisito indispensable de la democracia y de los derechos del hombre es la libertad económica.

Puede suceder que el fascismo resucite bajo un nuevo nombre y con nuevos eslóganes y símbolos. Si eso sucede, las consecuencias serán perjudiciales. Puesto que el fascismo no es como los fascistas pregonaron, “una nueva forma de vida;” [25] es más bien el viejo camino hacia la destrucción y la muerte.
NOTAS AL PIE DE PÁGINA

[24] Este programa está reimpreso en idioma inglés en el libro del Conde Carlo Sforza, Contemporary Italy, traducido por Drake y Denise de Kay (Nueva York, 1944), p.p. 295-96.
[25] Por ejemplo, Mario Palmieri, The Philosophy of Fascism (Chicago, 1936), p. 248.