REMOCIÓN PRESIDENCIAL
Por Jorge Corrales Quesada

El tema de la remoción legislativa de miembros electos del Poder Ejecutivo, como Presidente, Vicepresidentes, Ministros, Viceministros, y otros como los Contralores, empieza, una vez más, a circular. Creo que, independientemente a que ese llamado se origine en la mala administración que, bien o mal, se le adscribe a la actual, no me aparece afortunado que aquellos puedan ser removidos, aún por mayoría calificada, por parte de una Asamblea Legislativa, tal como está actualmente institucionalizada.
Esto último no porque el método sugerido conduzca a una ingobernabilidad, palabra que bien podría utilizarse para justificar al peor de los gobiernos, administrativamente hablando. Creo que mucha de la llamada ingobernabilidad deviene precisamente de la incapacidad política de las cabezas del Poder Ejecutivo y no necesariamente de otros sectores, a los cuales casi siempre el vulgo se la endilga. Lo que sí es importante, partiendo del principio de que la soberanía reside en el pueblo, es que cuando éste considere, ya sea a inicios, mediados o finales de una gestión, que hay razones suficientes y poderosas para cambiar a quienes encabezan el Poder Ejecutivo, pueda hacerlo, sin que la sociedad tenga que incurrir en enormes y dolorosas penurias. Una elección popular no debe convertirse en una aceptación inconmovible, invariable, aunque sea por un período dado, cuando la gestión que realiza el elegido va en contra de la soberanía popular.

Una forma de sustituir a unos gobernantes que el pueblo ya no desea, es mediante la utilización del método del referendo, en donde la consulta popular directa definiría, bajo ciertas reglas, como, por ejemplo, haber sido solicitado por un número significativo de votantes, lo que se supone es reflejo de la voluntad popular. El uso del referendo debe ser una opción que el ciudadano tenga para lograr sus mejores propósitos, sin verse obligado a aceptar lo que en su momento se puede considerar como inaceptable.

Me parece que mejor opción es que nuestro actual orden político evolucione hacia lo que se conoce como un sistema parlamentario, del cual, de manera sencilla, podemos decir que los gobiernos –el Poder Ejecutivo- surgen, se constituyen, se conforman, a partir del conjunto de diputados que libremente eligió la ciudadanía. Ya sé que tenemos, especialmente en tiempos recientes, muy malas experiencias con la calidad de los diputados, como para dejar en manos de ellos decisión tan importante. Pero evitar ese problema de calidad es parte de lo que se trata de lograr mediante un sistema parlamentario. Aunado a que se puedan elegir directamente los diputados y no mediante listas amañadas y tal vez en un marco que posibilite la reelección de los diputados (carrera legislativa, como se le ha llamado), los incentivos estarían puestos para que los ciudadanos soberanos escojamos a quienes consideramos son los mejores ciudadanos para esos cargos. Por supuesto que quienes salgan electos podrían llegarnos a defraudarnos, razón por la cual, como bien dijo el pensador David Hume, es necesario tener presente al forjar instituciones –frenos y contrapesos- el supuesto de que todos ellos deben ser considerados como si fueran unos “vivazos” (“knaves” es la palabra que usó en inglés), aunque en la realidad no lo sean.

Los sistemas parlamentarios no han comprobado históricamente que conduzcan a la ingobernabilidad –ya señalé que muy posiblemente ésta se presente por la incapacidad del Poder Ejecutivo- pero es cierto que uno podría pensar que las facciones estarían interesadas constantemente en cambiar a los gobernantes del momento por otros, a fin de lograr la captura del poder. Lo cierto es que la forma en que operan los parlamentos modernos conduce a la estabilidad de las coaliciones, que definen el gobierno bajo el denominado parlamentarismo. Hasta Italia, que allá por los años sesenta del siglo pasado exhibió conductas parlamentarias altamente volátiles y volubles, ha madurado notablemente. Incluso en momentos que se podrían considerar como políticamente muy difíciles (o inestables), ha logrado conservar un alto grado de estabilidad de sus gobiernos.

Al final de cuentas lo importante es que la ciudadanía pueda tener formas civilizadas, lo menos traumáticas posibles, de poder cambiar sus gobernantes cuando así lo desea, si bien es obvio que ese posibilidad de cambio debe surgir de razones bien fundadas que lo ameriten. Por ello en un sistema parlamentario no se observa un cambio constante de gobiernos porque dicho cambio se suele lograr sino después de amplias discusiones en el seno de la Asamblea y de acuerdos mayoritarios, en el sentido de ir a nuevas elecciones para reconstituir las mayorías en un parlamento, tales que permitan reflejar ese deseo popular de cambio de los gobernantes. El punto esencial es que, si los gobernantes del momento no les satisfacen a los ciudadanos, como la soberanía no reside en esos gobernantes, sino en quienes los eligieron, pues que también esos ciudadanos soberanos los pueden sustituir, cuando a bien lo tengan en consideración, dentro del procedimiento parlamentario definido al respecto.

Publicado en el sitio de ASOJOD el 24 de julio del 2012