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Tema: Ensayos en el Boletín de ANFE

  1. #31
    2009-04-30-NADA DE QUÉ AVERGONZARNOS

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    COLUMNA LIBRE: NADA DE QUÉ AVERGONZARNOS


    Boletín de ANFE, 30 de abril del 2009.

    Durante los últimos meses he escrito en torno a asuntos relacionados con la recesión económica y, principalmente, sobre propuestas orientadas a paliar sus efectos. En esta ocasión mi análisis trata de un asunto que indirectamente tiene una enorme relación con el principal cuerpo de mis análisis previos: la declaración de Costa Rica como paraíso fiscal por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), entidad conformada por treinta estados, principalmente industriales y ricos, cuyo fin principal se supone que es la coordinación de las políticas económicas y sociales de sus miembros.

    Dicho pronunciamiento fue conocido en nuestro país a inicios de abril de este año y que casi que inmediatamente le siguieron dos acontecimientos domésticos que en mucho contribuyen a fijar el tono de este ensayo. Uno de ellos fue la pronta respuesta que, como una bala, formuló el Ministro de Hacienda, don Guillermo Zúñiga, tan sólo un día después, el 3 de abril, por la cual comprometió al país “a reformar su legislación para permitir el intercambio de información bancaria con fines tributarios.” (La Nación, sábado 4 de abril del 2009).

    En síntesis, se obligó a levantar el llamado secreto bancario hoy vigente en nuestro país, para cumplir, de acuerdo con el Lic. Zúñiga, con “El mayor interés de la OCDE (que) en este momento es el acceso a la información bancaria para efectos tributarios, sin necesidad de la intervención de un juez y sin que exista una causa pendiente o una investigación por fraude fiscal.” (Ibíd.).

    El segundo hecho nacional destacado fue el también casi inmediato pronunciamiento del periódico La Nación, que en un editorial titulado “Costa Rica como paraíso fiscal” del lunes 6 de abril, resume su posición al señalar que, sobre esta petición de la OECD, “No valen pretextos; esto es una vergüenza para el país. Manos a la obra ya, de parte del Gobierno y de la asamblea legislativa.”

    Ambos, el Ministro de Hacienda y el editorialista, aparentan estupor y sorpresa por este pronunciamiento de la OECD. Tal vez dicha actitud se podría justificar si Costa Rica apareciera por primera vez en una “lista negra” de paraísos tributarios, pero ya en el pasado la OECD había pretendido que nuestro país cambiara su regulación al respecto. Es así como el 4 de junio del 2004 la OECD publicó una nueva lista de “paraísos fiscales” en la cual incorpora por primera vez a Costa Rica (ver OECD, A Process for Achieving a Global Playing Field {Global Forum on Taxation: Berlin, June 3-4, 2002}, nota al pie 7, p. 6).

    Pero lo que sí no debe sorprenderles a ambos, el Ministro y el editorialista, pues mostraría que viven en un mundo muy distinto al de muchos mortales costarricenses y extranjeros, es la intención de la OECD de obligar a naciones del mundo que no comparten su visión hegemónica de armonización tributaria, para que forzadamente efectúen reformas legales que tal vez no estén dispuestas a efectuar por su propia voluntad, pues eso más bien iría en contra de sus intereses propios, de sus tradiciones y leyes, de sus esfuerzos por ampliar el comercio internacional, de sus pretensiones de lograr un mayor crecimiento económico y de dar protección a los derechos humanos.
    Veamos un poco de historia: en 1998 la OECD presentó un informe titulado Harmful Tax Competition: An Emerging Global Issue (París: OECD, 1998), el cual se convirtió en una especie de biblia para quienes consideran que la competencia tributaria entre los diversos países daña la economía mundial. Entre sus alegatos principales para asumir tal posición están porque se crean “distorsiones potenciales en los patrones del comercio internacional y de la inversión de forma que se reduce el bienestar global,” (p. 14), así como que causa un daño cuando los países tratan de atraer inversión “haciendo ofertas (tributarias) de forma agresiva” (p. 16), además de que, como lo dice otro informe de la OECD (algo así como el hijo de Frankestein), porque la competencia tributaria “injustamente erosiona las bases imponibles de otros países y distorsionan la asignación del capital y de los servicios,” (Towards Global Tax Cooperation: Progress in Identifying and Eliminating Harmful Tax Practices {París: OECD, 2001}, p. 4).

    La frecuentemente pro globalizadora OECD aduce ahora no estar en contra de la competencia tributaria en sí, sino de la competencia tributaria “injusta”, lo cual me imagino que a los amigos lectores les recordará aquel otro slogan vacío: el que habla del comercio internacional “justo”. Concretamente dice no gustarle la competencia de los paraísos tributarios y de los llamados “dañinos regímenes tributarios preferenciales”. Se entiende por los primeros a países que no tengan impuesto sobre la renta o que sean muy bajos, así como leyes que protegen la privacidad de los contribuyentes al restringir información tributaria con otros países, mientras que los segundos son naciones que no tienen impuestos o que son muy bajos, que no comparten información tributaria y que poseen provisiones impositivas preferenciales (en inglés “ring-fenced tax provisions”), por las cuales ofrecen tasas impositivas bajas a inversionistas extranjeros, pero no las otorgan a inversionistas domésticos. (Mucha de la información que me permite forjar estas opiniones la obtuve del libro de Chris Edwards y Daniel J. Mitchell, Global Tax Revolution; The rise of tax competition and the battle to defend it {Cato Institute: Washington D. C., 2008}, p. 136).

    Lo interesante de estos alegatos de la OECD es que asumen que los recursos productivos son altamente sensibles a las menores tasas impositivas y por ello fluyen hacia los llamados paraísos tributarios, pero, si eso fuera cierto, tendrían que cuestionarse (y no lo hacen) que lo opuesto puede ser lo correcto: que es por las muy elevadas tasas de impuestos en los países de donde proceden las inversiones, que fluyen hacia los paraísos impositivos. La verdad es que la inversión es sensible a la imposición doméstica y a la imposición en el extranjero, por lo que los esfuerzos de la OECD más bien deberían de encaminarse hacia reducir los gravámenes tan altos existentes en sus países, en vez de impulsar aumentos tributarios en los países receptores de inversión.

    El argumento de la OECD es que un país crea una externalidad dañina cuando unilateralmente baja sus impuestos a la inversión como medio para atraerla al país, pues erosiona la base imponible del país de origen de dicha inversión. Todo esto es en realidad un tema de eficiencia económica: si una nación reduce sus gravámenes como medio para prosperar, ello no necesariamente tiene que causar daño al país de donde proviene la inversión.

    En un medio competitivo, como sucede en el caso del libre comercio, cada país, buscando su propio interés, deberá reducir sus propios impuestos para lograr conservar sus recursos de inversión. No hay lo que se llama un “juego de suma cero”, en donde lo que uno gana es a costas del otro: al igual que menos aranceles conducen a un aumento en el comercio internacional, menores impuestos sobre la inversión conducen a un aumento en la inversión total. El problema radica en altas tasas de impuestos sobre la inversión que afectan la formación de capital dentro de los propios países. El desvelo de la OECD se sustenta en última instancia en una preocupación acerca de la ubicación hacia donde se dirige la inversión y no sobre el efecto negativo que tienen los impuestos elevados sobre el ahorro, el esfuerzo, la inversión y el crecimiento económico. Con su actitud la OECD aboga por una especie de proteccionismo tributario.

    La propuesta conveniente es que las inversiones en un país deberían ser objeto de la misma tasa impositiva independientemente del origen de la inversión. En lo que se denomina el enfoque territorial de la base impositiva, el impuesto se aplica en el país en donde se genera el ingreso, sustentado en el principio de neutralidad impositiva al capital importado. El objetivo de la OECD es que no rija este principio impositivo territorial, sino uno basado en los ingresos globales del contribuyente, de manera que impida la competencia tributaria.

    En nuestro país hace un par de años, como parte de un paquete tributario propuesto por el Ministerio de Hacienda y el cual también defendió el editorialista de La Nación de ese entonces, se pretendió sustituir al sistema impositivo territorial que hoy sirve de base para gravar la inversión, por un esquema de renta global o universal, como se le suele denominar, mediante el cual quienes tributan en el país lo deben hacer sobre los ingresos totales que perciben en el mundo y no sólo sobre lo generado en el territorio nacional. Esta idea, como tantas malas, posiblemente pronto resucitará como el Ave Fénix. Es precisamente lo que hoy desea la OECD: temerosa de que las empresas ubicadas en naciones de la OECD trasladen sus operaciones a países fuera de su ámbito, considera que, si los ingresos que esas firmas obtienen en el exterior son fuertemente gravados, no se dará tal “outsourcing”; que no se irán al “exterior”. Pero no hay duda de que, en tanto haya razones tributarias (o de otra índole) para que una empresa traslade sus operaciones al exterior, lo hará. El punto es hasta qué grado podrá hacerlo una empresa de un país que grave los rendimientos de sus inversiones en el exterior, en comparación con otra firma proveniente de una nación que no tenga tal esquema tributario.

    Lo que el Ministerio de Hacienda pretendía con su propuesta de gravar la renta universal era, al fin de cuentas, lo mismo que pretende lograr la OECD: obtener más impuestos. Al forzar a un país considerado paraíso tributario, como Costa Rica, a que transforme su sistema tributario mediante medidas que equivalgan a un alza en el costo impositivo de operar en el país, lo que la OECD busca es elevar la recaudación de impuestos provenientes de las empresas. Como dicen Edwards y Mitchell (Op. Cit., p. 110), parece que quienes promueven la renta universal “estarían satisfechos si cada país tuviera un sistema tributario que gravara la renta universal con una elevada tasa impositiva a las empresas de un 60 por ciento. Eso sería ‘eficiente’ según su manera de pensar, pero sería devastador para la economía global porque la inversión se desplomaría y caerían los niveles de ingresos.”

    Con su presión sobre Costa Rica para que reforme las leyes vigentes sobre el secreto bancario, lo que la OECD anda tras es de que nuestro país le facilite la aplicación de su principio de renta universal, tal que le permita aumentar su recaudación tributaria. Las pretensiones de la OECD reciben un fuerte impulso con la posición expuesta por el editorial de La Nación del 4 de abril del 2009, que hace sentir que el país comete una villanía reprochable cuando retiene “información bancaria fundamental que facilitaría la identificación de ingresos gravables de ciertos contribuyentes nacionales y extranjeros domiciliados en el país o en el exterior”.

    El editorial de marras enfatiza luego que actualmente “Los extranjeros (personas físicas o jurídicas) pueden domiciliarse aquí sin que se les grave por los ingresos obtenidos en el exterior”, y apoya una reforma que implica una aceptación del principio impulsado por el Ministerio de Hacienda como parte de su paquete de reforma tributaria, mediante el cual el impuesto sobre la renta no se cobraría sólo por aquellos ingresos generados en nuestro territorio, sino en cualquier lugar del mundo. Prosigue el editorial en mención señalando que ahora “además, se le niega información a sus respectivos países de origen sobre los ingresos que (los extranjeros) obtengan y depositen en sus cuentas bancarias abiertas en el territorio nacional.” (El paréntesis es mío). Esto significa que, también, si, por ejemplo, una empresa extranjera o un ciudadano no costarricense genera ingresos en el país, deberíamos, para no avergonzarnos, como dice el editorial, informar de ello a los gobiernos de su país de origen, lo cual significa aceptar de nuevo el principio de renta universal.
    Lo que debería de aconsejar el agente tributario de marras es que se graven los réditos de las inversiones de los extranjeros en el país al igual que se hace con los que obtienen los nacionales, pero no hay razón alguna para que tengamos que informar a gobiernos extranjeros acerca de lo que produce una inversión externa en nuestro territorio: esto último debería ser un asunto nuestro en cuanto objeto de gravamen.
    El principio anterior podría incorporarse en una reforma tributaria basada en fundamentos tributarios modernos caracterizados por impuestos bajos y uniformes, mejor conocido por su nombre en inglés “flat tax”, que actualmente cobija a 25 sistemas impositivos nacionales. Debo mencionar que, si el problema tributario global de acuerdo con la OECD es la evasión tributaria, en especial en cuanto a que significa un flujo de inversiones de países con altos impuestos hacia naciones con tributos más bajos, uno de los medios más importantes a través de los cuales las naciones podría mejorar su recaudación eliminando la evasión impositiva, lo sería mediante un impuesto como el “flat tax”, que tiene el incentivo positivo de evitar esconder los ingresos ante las autoridades tributarias, como sucede actualmente con muchos de los esquemas impositivos vigentes.

    Antes de mencionar algunas razones por las cuales los derechos de los extranjeros son salvaguardados con nuestro sistema tributario, hay que ser muy crédulo, como el editorialista de La Nación, para considerar que, como lo señala la OECD y citado por ese periódico, con paraísos fiscales como Costa Rica se da “la oportunidad a los contribuyentes de evadir o burlar impuestos en sus países de origen. Cuando los individuos o compañías evaden sus obligaciones privan a los gobiernos de ingresos necesarios para edificar escuelas, hospitales y otros proyectos de carácter público.”

    ¡Casi que no aguanto las ganas de llorar ante conducta tan malévola de esos evasores tributarios gracias a paraísos fiscales como nuestro país! Me imagino que el editorialista incluye dentro de esos “otros proyectos de carácter público” los gastos en armamento del gobierno venezolano, que no es muy amable “tributariamente hablando” con sus ciudadanos y sus empresas. O tal vez considera como loables proyectos públicos el financiamiento de una abotagada burocracia europea costeada por toda la ciudadanía. Me imagino que es muy loable el gasto público que queda sin financiar en Argentina y que podría ser mucho mayor si la gente pagara los impuestos y la que, ante la expropiación y la frustración por un futuro negro, ¡huye de su país y se refugia en un paraíso fiscal como Costa Rica! Si La Nación se traga el cuentico del merecido gasto estatal que se queda sin financiar, según la OECD, nos pone a un paso de aseverar que es necesario aumentar los impuestos en Costa Rica para pagar todos los proyectos loables que una burocracia podría contemplar.

    Por ello es inaceptable la regañada que el periódico La Nación le hace a Costa Rica, cuando señala: “Costa Rica, al negarse a dar información (o consentir el funcionamiento de la banca offshore) está dando muestra de muy poca o ninguna solidaridad con la comunidad internacional.” Todo lo contrario: al facilitar que lleguen inversiones y empresas a nuestro país en parte por razón de que los impuestos son menos elevados que en su país de origen, el país está mostrando una enorme solidaridad con las personas de esos países. Si el periódico aduce falta de solidaridad “con la comunidad internacional” entendida ésta como gobiernos que gravan fuertemente los ingresos de sus ciudadanos, pues en buena hora somos insolidarios con los gobiernos, pero no lo somos con los seres humanos, como individuos y como actores económicos por medio de empresas, cuyo bienestar es al fin y al cabo lo que debe interesar.

    Para que el lector se dé cuenta de la importancia de este tema en la actualidad política de los Estados Unidos, ya el presidente Obama, quien en el pasado se manifestó en contra de los llamados paraísos fiscales, parece reanudar su andanada contra ellos, envalentonado por las conversaciones recientes sostenidas con países del llamado grupo de los 20 (G-20).

    En el periódico New Herald de Miami del 20 de febrero de este año, el periodista Gerardo Reyes escribió lo siguiente: “Costa Rica figura junto a Panamá como uno de los 50 paraísos fiscales preferidos de las mayores empresas de Estados Unidos y de los principales contratistas del gobierno federal, según un informe de la Oficina de Fiscalización del Congreso (GAO)… Entre los criterios para definir ‘paraíso fiscal’, la investigación señaló que se tuvo en cuenta las jurisdicciones donde las filiales no están obligadas a declarar impuestos; donde no hay un intercambio de información tributaria efectiva entre el país en cuestión y Estados Unidos y existe una ‘falta de transparencia en la implementación de las normas legislativas, judiciales y administrativas’. También se consideró la ausencia de una presencia física de la filial.”… Costa Rica sólo aparece como paraíso fiscal “al aplicarse el novedoso criterio del IRS (Oficina de Impuestos del Gobierno de los Estados Unidos.”… “Las notificaciones del IRS son citaciones proferidas por los tribunales estadounidenses para obtener información de contribuyentes estadounidenses que aparecen con firma autorizada en bancos o cuentas de tarjetas de crédito expedidas por esos bancos en 34 países.”… Las empresas con filiales en Costa Rica son: “ Abbot Laboratories (1), Altria Group (2), Caterpillar (1), Cisco (1), Citigroup (19), Coca-Cola (1), Countrywide Financial (1), Dell (2), Dow Chemical (1), Fedex (1), Hewlett-Packard (1), Intel (1), International Business Machines Corp. (1), Kraft Foods (3), Pepsi (2), Pfizer (2), Tech Data (1), The Procter & Gamble Company (3) y United Health Group (2).”

    Afortunadamente, el artículo en mención cita que el informe de la Oficina de Fiscalización del Congreso (GAO) “advierte que el establecimiento de esas filiales no significa necesariamente que lo hicieron con el propósito de aliviar su carga tributaria”. He destacado estos hechos recientes sucedidos en Estados Unidos para señalar que los propósitos de la OECD, expresados en su publicación de 1998, el informe Harmful Tax Competition: An Emerging Global Issue, han sido revitalizados por el ascenso de Barack Obama al gobierno de su país. Su principal asesor económico, Larry Summers, es un connotado creyente en la armonización tributaria global y no considera que dicha política provoque daños a la economía mundial. Actualmente varios comités del Congreso de los Estados Unidos analizan el tema.
    Uno argumento que se ha escuchado en favor de eliminar el llamado secreto bancario es la enorme ayuda que éste brinda para el lavado de dineros tanto provenientes del tráfico ilegal de drogas como de fondos dedicados al terrorismo internacional. Es más, el periódico La Nación, en su editorial antes mencionado, se hace eco de este alegato, al señalar que, con la apertura del secreto bancario que solicita la OECD, “se podrían controlar más fácilmente los delitos de lavado de dinero sancionados por la Ley de Sicotrópicos.” De nuevo estamos en presencia de otro acto de candidez, pues es sabido que, por medio del Instituto Costarricense de Drogas (creo que hoy conocido como Comisión Nacional de Drogas, CONADRO), nuestro país forma parte del llamado Grupo Edmont, cuya meta es brindar un foro mundial para las entidades nacionales encargadas de la lucha contra el dinero sucio, con el fin de mejorar el apoyo a los gobiernos en su lucha en contra del lavado de dinero, el financiamiento del terrorismo y otros crímenes de índole financiera.

    Asimismo, Costa Rica es participante activo del GAFIC, que es un grupo de naciones del Caribe y de Centro América organizado para luchar contra el lavado de dinero.
    Ahora se pretende que, para luchar efectivamente contra esos crímenes financieros, eliminemos el secreto bancario, cuando el país ha sido un diligente colaborador del Grupo Edmont, precisamente encargado de la coordinación internacional de estos asuntos. (De paso, de nada sirvió que en los Estados Unidos no existiera el secreto bancario ante los atentados de extremistas islamitas contra las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de setiembre del 2001: las transacciones monetarias a los terroristas se efectuaron a través de los canales bancarios de los Estados Unidos, Europa y de Oriente Medio y no existe información de que para ello se usaran centros financieros offshore o paraísos tributarios).

    Costa Rica permite la apertura de las cuentas corrientes cuando un juez así lo autoriza. Este es el camino que hasta el momento ha seguido nuestro país, firmemente basado en la protección de la privacidad del ciudadano. En caso de dudas acerca del comportamiento de alguna persona o empresa, ya sea en el campo de la evasión tributaria o de blanqueo de capitales de dudosa procedencia, es mediante el camino de la ley, como ha sido una tradición en nuestro país, que un juez permite dicha apertura de cuentas, pero debe ser un proceso razonadamente justificado por las autoridades del caso y fundamentado en nuestras garantías constitucionales.

    La pretensión, tanto de la OECD como del editorialista de La Nación, pone en riesgo la seguridad del buen ciudadano: una simple apertura de las cuentas corrientes, en que, como dice La Nación, “las autoridades fiscales podrían controlar más eficazmente los ingresos gravables y no gravables de todos los contribuyentes, nacionales o extranjeros, sin necesidad de una engorrosa autorización judicial,” no es suficiente razón. Ni tampoco es justificación lo que asevera el Ministro de Hacienda en sus declaraciones del sábado 4 de abril del 2009 en La Nación, cuando dice, y repito su cita, que “El mayor interés de la OCDE en este momento es el acceso a la información bancaria para efectos tributarios, sin necesidad de la intervención de un juez y sin que exista una causa pendiente o una investigación por fraude fiscal.”

    ¿Intervención por parte de quién? ¿De algún burócrata de turno, nacional o internacional? ¿Sin que medie causa o investigación de naturaleza fiscal? Entonces, ¿de qué causa o razón para acceder a nuestras cuentas bancarias se está hablando? Prefiero que, como ciudadano, me ampare la ley: que rija el principio de legalidad y no que se abran las puertas al abuso potencial del estado o de los estados en contra de los ciudadanos.

    Tal propuesta abre la posibilidad de que cualquier persona, nacional o extranjera, física o jurídica, Usted o yo, estemos sujetos a la apreciación que en algún momento dado puede tener alguna “autoridad fiscal”, lo que sin duda comprende a políticos oportunistas, tal vez ansiosos, como se ha observado en más de una ocasión, de dañar a quienes miran como sus oponentes. Con la propuesta en mención le permitiremos tener acceso a la información de nuestras cuentas corrientes. Hoy Usted está protegido de alguna manera porque, para hacerlo, se requiere de la decisión de un juez, si bien es una posibilidad que La Nación califica como “engorrosa”. Tal vez esa característica de “engorrosa” es más bien una virtud necesaria para garantizar nuestros derechos fundamentales. El riesgo de un posible daño al ciudadano no puede estar sustentado en que, con esa apertura de las cuentas corrientes, el fisco estará en posibilidad de obtener recursos que consideró como evadidos. El riesgo está en que nada garantiza que esa información que adquiere el burócrata público no será utilizada para propósitos presuntamente más peligrosos, como el chantaje o el secuestro extorsivo, pues ahora se tendría libre acceso a una información estrictamente personal que es hoy privilegiada. Nada, absolutamente nada, garantiza que ello no vaya a suceder. Alguien podría alegar que posiblemente “tal cosa no va a suceder en Costa Rica”, pero si se abre esa posibilidad de una nueva y rica fuente para la delincuencia, será sólo una cuestión de tiempo para que ello suceda aquí, tal como pasa en otras naciones.

    Hace poco el distinguido abogado Dr. Rubén Hernández Valle publicó en La Nación del 17 de marzo del 2009 un artículo aptamente titulado “¿Quién Gobierna en Costa Rica?” el cual se reprodujo en el boletín de ANFE del mes de abril. Si bien en él se refiere a temas distintos a los que hoy trato, la pregunta que formula tiene, en esta oportunidad, una relevancia crucial. En el aspecto tributario, ¿quién Gobierna en Costa Rica? ¿Es acaso la OECD que ejerce presión y chantajes políticos al amenazar con la suspensión de ayuda financiera externa a nuestro país si no cambia sus leyes tributarias? La carrera que pegó el Ministro de Hacienda para que nuestra Asamblea Legislativa haga lo que le pide la OECD es la mejor muestra de sumisión de un político costarricense a los dictados de una organización de la cual ni siquiera somos miembros. Una organización cuya dirigencia ni siquiera es electa por el voto democrático de todos quienes somos afectados por sus acciones; una organización que defiende los intereses particulares de sus actuales integrantes, que bien pueden coincidir o no con los nuestros; una organización que, en este caso particular, está envuelta en un serio conflicto interno, pues algunos de sus miembros hoy son connotados “paraísos tributarios”, según la propia definición de la OECD, como lo son Austria, Bélgica, Luxemburgo, Inglaterra, Suiza y los Estados Unidos. Claro, la OECD no ataca a esas naciones poderosas, sino a “paisecitos” como el nuestro, con pocas posibilidades de defensa ante ellos y en donde se tiene a defensores gratuitos y temerosos de nuestra franca y libre posición actual.

    Costa Rica es una nación caracterizada por defender los derechos humanos, entre los que destaca la defensa de la persona ante la persecución de los gobiernos, que muchas veces se origina simplemente en razones étnicas, políticas o religiosas. Asimismo, busca proteger a las personas del crimen, la corrupción y la mala administración que emana de muchos de esos mismos gobiernos. Por ello es crucial la defensa del derecho que el país otorga de preservar la información personal contenida en las cuentas corrientes. Lo es hoy más importante que antes, en especial ante la existencia de tecnologías que fácilmente invaden el campo personal privado. No hay que irse a otro mundo (aunque algún medio así parece mostrarlo) para darse cuenta de que hay muchas naciones en que los individuos se encuentran inmersos en sociedades en donde abunda la corrupción y la persecución por el simple hecho de disentir. En muchas ocasiones dicha persecución se origina en la conducta propia de los estados, que mediante la expoliación, la expropiación, la imposición discriminada, tratan de minar el derecho de las personas de poder cambiar libremente sus gobiernos, para lo cual una medida contundente contra aquéllas es restringirles sus derechos a la propiedad. (¿Acaso no hemos todos escuchado alguna vez historias de cómo se amenaza a oponentes, por parte de ciertos políticos en el gobierno de turno, con enviarles “la tributación” si prosiguen en sus empeños?).

    Uno sabe que la gente se protege, al menos parcialmente, de esos abusos gubernamentales mediante la ubicación de recursos financieros en los así considerados y llamados paraísos fiscales. Me imagino que hoy en día lo hace el empresario venezolano al huir del socialismo rampante de Hugo Chávez, o el argentino o el boliviano o el ecuatoriano o el nicaragüense, quienes ven como sus propiedades o están siendo limitadas o están en peligro de ser nacionalizadas por los estatistas de turno. O, más lejos de aquí: cómo es que buscan protección el comerciante de la República Democrática del Congo o las familias en Zimbabwe quienes ven perder sus ahorros y riquezas acumuladas a través de los años, en un marco jurídico público totalmente corrupto. Podría seguir citando minorías perseguidas en todo el mundo (homosexuales en Arabia Saudita o en Cuba; judíos en el Medio Oriente o cristianos, hasta hace poco, en Iraq; mujeres en partes de Afganistán o chinos en secciones de Asia y en regiones del Este de África) que podrían lograr protección gracias a los malqueridos paraísos tributarios.

    Lo sorprendente no es que haya tantas naciones que carecen de libertad (45, de acuerdo con Freedom House; 130 países con calificaciones menores a 5 según la calificación de 1 a 10 que tiene Transparencia Internacional y 60 en el Indice de Estados Fracasados de la Revista Foreign Policy), sino el hecho de que casi todos los países calificados como paraísos tributarios gozan de una excelente gobernabilidad. Así, un estudio de Dhamikka Darmapala y James Hines, Which Countries Become Tax Havens? (Cambridge, Mass.: National Bureau of Economic Research, Working Paper 12802, 2006) señala que “los paraísos tributarios califican muy bien entre países en cuanto a medidas sobre la calidad de la gobernabilidad, las cuales incluyen medidas sobre voz de la ciudadanía y rendición de cuentas, estabilidad política, efectividad de los gobiernos, vigencia de la regla de la ley y de control de la corrupción. De hecho, casi no existen paraísos tributarios que son pobremente gobernados.” (p. 1) Los autores responden y explican afirmativamente una pregunta crucial: “¿por qué los países mejor gobernados tienen una mayor posibilidad que otros de convertirse en paraísos fiscales? (p. 2)

    Si el amigo lector desea estar informado apropiadamente sobre la defensa mundial en contra de la eliminación de la competencia tributaria entre naciones, el Center for Freedom and Prosperity, www.freedomandprosperity.org , le brinda la información necesaria.

    Por Carlos Federico Smith

  2. #32
    2009-05-31-LA CRISIS COMO UN FRACASO DEL MERCADO- I PARTE

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    COLUMNA LIBRE: LA CRISIS COMO UN FRACASO DEL MERCADO: PRIMERA DE DOS PARTES


    Boletín de ANFE, 31 de mayo del 2009. También fue publicado en el sitio en español del Cato Institute, el 20 de octubre del 2009.

    Son muy diversos los ensayos y las opiniones en donde se señala que la actual crisis de la economía mundial constituye un fracaso del capitalismo. Por ello he querido en este boletín, y en el próximo, analizar hasta qué grado hay razón en dichas afirmaciones y si, de la conclusión a que llego, deberé inferir en la necesidad de sustituir al actual sistema por una nueva versión en donde predomine el papel del estado en la economía.

    Para darnos cuenta del alcance del tema, es necesario hacer algunas breves reflexiones acerca del concepto de mercado y, en particular, de lo que se ha denominado como capitalismo. Hayek no parece ser muy aficionado al empleo del término “capitalismo”. Así, escribe que “ni ‘capitalismo’ ni ‘laissez-faire’ describen apropiadamente (lo que él denomina como un sistema libre) y ambos términos son entendiblemente más populares con los enemigos, que con los defensores de un sistema libre. ‘Capitalismo’ es como máximo un nombre apropiado para la realización parcial de aquel sistema en una fase histórica concreta, pero siempre induce al error, porque sugiere un sistema que beneficia principalmente a los capitalistas, mientras que, en efecto, es uno que impone sobre la empresa una disciplina bajo la cual los administradores se desgastan y en donde cada uno busca cómo escaparse.” (Friedrich A. Hayek, Law, Legislation and Liberty, Vol. 1; Rules and Order, Chicago: The University of Chicago Press, 1973, p. p. 61-62).

    Sin embargo, en 1954 escribió, junto otros 5 destacados pensadores, el libro titulado Capitalism and the Historians, en el cual se queja de la mitología socialista en torno al capitalismo y formula la siguiente pregunta: “¿Quién no ha oído hablar de los ‘terrores del capitalismo inicial’ y no ha sacado la impresión de que la aparición de este sistema trajo nueva e indecible miseria a extensas capas de la población, que hasta entonces estaban relativamente satisfechas y vivían con desahogo?... La difundida repulsa emocional contra el ‘capitalismo’ está estrechamente enlazada con la creencia de que el indiscutible aumento de la riqueza, producido por el orden de la competencia, fue comprado con el precio de un nivel de vida inferior para las capas sociales más débiles… Sin embargo, un examen más cuidadoso de los hechos ha conducido a una revisión fundamental de esa doctrina.” (Friedrich A. Hayek et al., El Capitalismo y los Historiadores, Madrid, Unión Editorial S. A., 1974, p. p. 15-16.
    También hay una cita de Hayek que me permito transcribir, pero que no me ha sido posible ubicar su procedencia original exacta, si bien aparece mencionada en el “blog” del prestigioso economista liberal Larry Kudlow (http://kudlowsmoneypolitics.blogspot...apitalism.html). En ella Hayek manifiesta su aprecio por el capitalismo como el mejor medio de asegurar el progreso de la humanidad. Dice la cita: “Seriamente creo que el capitalismo no es sólo una mejor manera de organizar la actividad humana que cualquier diseño deliberado, que cualquier intento de organizarla para satisfacer preferencias particulares, de dirigirla hacia lo que la gente considera como un orden bello o afable, sino que también es una condición indispensable simplemente para que continúe viviendo la gente que ya existe en el mundo. Miro la preservación de lo que se conoce como el sistema capitalista, del sistema de mercados libres y de la propiedad privada de los medios de producción, como una condición esencial para la simple supervivencia de la humanidad.”

    Hayek, a pesar de lo antes expuesto, en sus ensayos escoge referirse al capitalismo como “el orden del mercado o economía de mercado” o “catalaxia” (Ver passim, Friedrich A Hayek, Law, Legislation and Liberty, Op. Cit., en sus 3 volúmenes), lo cual nos trae a colación el empleo de términos similares, como el utilizado por Karl Popper de “Sociedad Abierta” o el empleado por Adam Smith de “La Gran Sociedad” o “sistema de libertad natural”, cuando se refiere al orden económico de mercado capitalista. Así, escribió Smith que “Todo hombre, con tal que no viole las leyes de la justicia, debe quedar perfectamente libre para abrazar el medio que mejor le parezca a los fines de buscar su modo de vivir, y que puedan salir sus producciones a competir con las de cualquier otro individuo de la naturaleza humana. El Soberano vendrá a excusarse de una carga cuya expedita sustentación se hallará combatida de mil invencibles obstáculos, pues para desempeñar aquella obligación estaría siempre expuesto a mil engaños, cuyo remedio no alcanza la más sublime sabiduría del hombre. Esta es la obligación de entender la industria de cada uno en particular, y de dirigir la de sus pueblos hacia la parte más ventajosa a sus intereses, cosa que aún los mismos que lo practican con un lucro inmediato suelen no acabar de penetrar.” (Adam Smith, La Riqueza de las Naciones, Tomo II, San José, Universidad Autónoma de Centro América, 1986, p. 454).

    Dados los conceptos expuestos, lo que se denomina capitalismo lo voy a llamar “sistema de mercado” o “mercado libre”, entendiendo por él lo que se ha señalado como “sistema de libertad natural” Smithiano o el Popperiano “Sociedad Abierta” u “orden de mercado”, según Hayek, a fin de no caer en discrepancias terminológicas que nos alejen de resultados analíticos de mayor interés para estos momentos.
    Quien contribuyera a fundar en Inglaterra el equivalente –guardando las proporciones- de mi apreciada Asociación Nacional de Fomento Económico, Arthur Seldon, del Institute of Economic Affairs, escribió un libro titulado Capitalism, en el cual expresa que “el argumento a favor de un sistema económico no es absoluto sino relativo. El mundo, sus países y sus pueblos pueden escoger entre el capitalismo y el socialismo. Si no lo pueden hacer, si los Marxistas están en lo correcto al suponer que el colapso del capitalismo es (periódica o intermitentemente) inminente y que el triunfo del socialismo es repetidamente inevitable, hay poca razón para escribir a favor o en contra, ya sea del capitalismo o del socialismo, con la intención de influenciar a los políticos y al público para que favorezcan a uno de los dos. Expresar el caso en favor de uno de ellos implica, en este sentido, el caso en contra del otro.” (Arthur Seldon, Capitalism, Oxford, Inglaterra: Basil Blackwell, 1990, p. p. 2-3).

    Me interesa también citar lo que él considera son las fortalezas de un sistema de mercados, de derechos de propiedad privada, de poder descentralizado y de responsabilidad individual por el comportamiento humano, lo que Seldon denomina capitalismo: “su vitalidad sin par para recuperarse de condiciones adversas en la guerra y en la paz, su poder sin rival alguno, reconocido por Marx, para producir bienes y servicios para el mantenimiento y el confort de la humanidad y su ventaja única para el populacho común, de reemplazar su sujeción a políticas autoritarias o paternalistas por la democracia populista del mercado.” (Arthur Seldon, Op. Cit., p. 4).

    Yo prefiero vislumbrar al mercado como un conjunto de instituciones, que incluyen elementos tales como leyes que definen la propiedad, el intercambio y la resolución pacífica de conflictos, reglas y costumbres en las que se enmarcan dichas leyes e instituciones, tales como el dinero, el sistema de precios, empresas y similares. Sanford Ikeda define al “proceso de mercado” como “un orden espontáneo sostenido por un marco institucional, en donde predominan la propiedad privada y el libre intercambio, y el cual surge a partir de los propósitos esencialmente independientes de los actores individuales, quienes formulan planes a la luz de una ignorancia parcial y de un cambio no anticipado.” (Sanford Ikeda, “Market process,” en Peter J. Boettke, The Elgar Companion to Austrian Economics, Northampton, Mass.: Edward Elgar Publishing Inc., 1994, p. 24).

    Esta visión del mercado como un proceso, en vez de un equilibrio que resulta de la interacción de la oferta y la demanda en un momento dado, tal como lo analizan los economistas neoclásicos, es un enfoque sumamente interesante de los economistas llamados austriacos, pues permite analizar el llamado “problema del conocimiento”, en donde quienes toman decisiones podrían encontrarse radicalmente ignorantes de la información que se encuentra dispersa entre los diferentes individuos que participan en un mercado. Por el contrario, el análisis neoclásico asume que los agentes poseen la totalidad de la información y en donde está ausente la ignorancia radical, entendida ésta como una situación en que no se es ignorante por elección, sino porque, en este caso, el actor tiene un desconocimiento completo, pleno, de algún aspecto del mundo relevante para su decisión.

    Para el economista Premio Nobel Edward Phelps, “en esencia, los sistemas capitalistas son un mecanismo por el cual las economías pueden generar un crecimiento del conocimiento –con mucha incertidumbre durante el proceso, debido a la calidad de incompleto que posee el conocimiento. El crecimiento en el conocimiento conduce a que se dé un crecimiento del ingreso y a una satisfacción con el trabajo; la incertidumbre hace que la economía se vea impulsada a tener oscilaciones súbitas –todos estos fenómenos fueron notados por Marx en 1848.” (Edward Phelps, “La Incertidumbre Atormenta al Mejor Sistema,” Boletín de ANFE de abril del 2009, traducción de su ensayo publicado en el Financial Times del 14 de abril del 2009.)

    Bajo esta concepción es posible explicar, tal como lo hace Thomas Sowell, al analizar el origen de la actual crisis económica debido a la caída del mercado de vivienda en los Estados Unidos, que “el mercado no es nada más ni nada menos que mucha gente compitiendo la una con la otra, y efectuando transacciones voluntarias entre sí, en términos tales que sean mutuamente acordadas.” (Thomas Sowell, The Housing Boom and Bust, New York: Basic Books, 2009, p. 113). Por lo tanto, como el mercado no es resultado de un diseño que pueda pretender crear un “mercado perfecto”, sino que es el corolario no previsto de la acción humana a través de los tiempos; esto es, de un proceso de descubrimiento en el curso de los años, es posible señalar que, como no es perfecto, es, por lo tanto, perfectible en cuanto a los resultados esperado en él: esencialmente una eficiente transmisión de la información vía precios. Esto es importante, pues incluso se ha aseverado que la actual recesión muestra el “fracaso del mercado” y de ahí casi que deducen que es necesario renovarlo o crear un nuevo orden capitalista o, según otros más francos, que se debería de regresar a sistemas claramente socialistas que sustituyan a un “fracasado” orden de mercado.

    Por ejemplo, esta es, en el fondo, la consideración que le permite decir al columnista del periódico La Nación, Fernando Araya, que “un buen día el capitalismo especulativo colapsó y sus postulados saltaron por los aires hechos polvo. Varios dirigentes anunciaron, entonces, la necesidad de refundar al capitalismo democrático y liberal, abandonar el discurso de la caverna [de quienes adoran al mercado] y evitar las alucinaciones del laberinto [de quienes adoran al estado].” Pero, buscando el justo medio, tan sólo por estar en la mitad y no en cuanto a si el orden social que implica es el que mejor permite a los hombres resolver su problema económico, concluyó este autor con una indefinida “lavadita de manos”, pues nunca propone cómo debiera ser la nueva organización social. Así, escribe que “En este punto nos encontramos: no obstante los pobladores del laberinto y de la caverna siguen atados a la prehistoria, continúan rechazando al dios Estado o al dios mercado, no se dan cuenta de que la sociedad es mucho más que los fetiches que ellos adoran, que la persona humana, por el solo hecho de serlo, trasciende infinitamente sus añejos cubículos mentales y que ambos extremos se levantan sobre una pila de cadáveres.” (Fernando Araya, “Laberintos y cavernas,” La Nación, domingo 17 de mayo del 2009.)

    La comparación última de los extremos que hace el Sr. Araya de que “ambos extremos se levantan sobre una pila de cadáveres,” es, como menos, una injuria a la Historia. Ello equivale a decir que los órdenes liberales, que por lo general buscan refrenar y hasta minimizar en lo necesario el tamaño del estado, han provocado tantas muertes como las causadas bajo los órdenes anti-mercado, como el fascismo y el socialismo: parece que para el autor no existieron ni Hitler ni Mussolini, ni Pol Pot ni tampoco Stalin ni hoy Kim Il Sung, en cuyos gobiernos impulsaron órdenes económicos totalmente contrarios a las ideas liberales y que se caracterizan por haber causado una generalización de la pobreza. Por ello, aunque el “wishful thinking” de algunos es la pretensión de crear paraísos en la tierra, el ser humano se ve obligado a escoger entre el capitalismo y el socialismo (que incluye a su primo político, el fascismo), tal como nos lo recordó Seldon párrafos atrás.

    Por ello, ante quienes enfatizan la necesidad de “perfeccionar” el sistema de mercado, lo conveniente es tener presente lo que señala Pedro Schwartz como un rasgo fundamental del liberalismo clásico, en cuanto dos hechos que señalan limitaciones al ser humano: “en esta tierra al menos, no nos es dado alcanzar el conocimiento cierto; ni tampoco nos es posible construir una sociedad perfecta.” (Pedro Schwartz, “Presentación: Sísifo o el Liberal,” en Nuevos Ensayos Liberales, Madrid: Espasa Hoy, p. 20) y agrega luego “El liberal parte del supuesto de que no hay organización social perfecta… las democracias liberales (son) las que se encuentran siempre en transformación y las que están sujetas a continua inestabilidad…” (Pedro Schwartz, Op. Cit., p. 21).

    Relacionado con este tema y dentro de algunas propuestas de reconstrucción del sistema de mercado, acota Sowell: “Aquellos quienes están hoy diciendo que una mejor regulación podría conducir a mejores resultados, están expresando un axioma atrayente que, en el mundo real, induce gravemente al error. No hay duda que una regulación perfecta del gobierno podía haber resuelto los problemas del mercado de la vivienda. Pero también esos problemas los podía haber resuelto una operación perfecta de los mercados libres. Y que seres humanos perfectos podían haber prevenido que los problemas surgieran en una primera instancia. Pero cualquier intento serio de tratar con problemas serios debe empezar con las personas humanas, e instituciones humanas, tales como son –no como deseamos o tenemos la esperanza de que sean… Los seres humanos cometen errores tanto en el mercado como en el gobierno, a pesar de la noción extendida de que, cuando las cosas salen mal en el mercado, eso automáticamente significa que el gobierno deba intervenir –como si el gobierno no cometiera errores.” (Thomas Sowell, Op. Cit., p. 118). Este es el punto político importante que hay que tener presente ante las propuestas de una mayor regulación e intervención del estado para corregir el presunto fracaso del mercado en el marco de la crisis actual.

    Pero, ¿será correcto decir, ante esta crisis originada en los Estados Unidos y concretamente por un alza y luego una estrepitosa caída del mercado de vivienda, que el sistema de mercado fracasó? Debe tenerse presente que un mercado suele reaccionar ante muy diversas razones que pueden motivar la acción de quienes participan en él y que se reflejan en la oferta y la demanda de quienes interactúan en dicho mercado. Por eso, se debe tener presente en una búsqueda que explique los recientes acontecimientos si más bien han sido el resultado de medidas tomadas por el estado que fundamentalmente provocaron la caída del mercado de vivienda y que luego afectó a la economía como un todo, tanto de los Estados Unidos como al mundo entero, en vez de juzgar casi apriorísticamente que “la culpa es del sistema de mercado”. Es allí adonde dirijo ahora mis pasos: valorar el comportamiento de los mercados ante diversas medidas tomadas por el estado que condujeron a la crisis. Se trata de ver, entonces, si es que el mercado “falla” o si es que reacciona ante políticas públicas relevantes; esto es, si esas acciones estatales inciden afectando ciertos precios significativos, que son señales que permiten a los individuos participantes en los mercados coordinar sus acciones. Procedo, así, a analizar diversas medidas estatales que pueden haber impactado el comportamiento de dicho mercado de vivienda en años recientes.

    Con esta promesa concluyo esta primera parte de mi comentario acerca de si la crisis actual se debe a un fracaso del mercado o si, como veremos en la segunda parte de este artículo, más bien se debe, en una muy elevada proporción, a las decisiones estatales, tanto en cuanto a la definición de una política pública deliberada de promover la adquisición de vivienda –vivienda asequible para todos, es el slogan- como por la decisión del Banco de Reserva Federal (FED) de los Estados Unidos de aumentar significativamente las tasas de interés después de haber proseguido una política crediticia expansionista que las había mandado por los suelos.


    Por Carlos Federico Smith

  3. #33
    2009-06-30-LA CRISIS COMO UN FRACASO DEL MERCADO- II PARTE

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    COLUMNA LIBRE: LA CRISIS COMO UN FRACASO DEL MERCADO: SEGUNDA DE DOS PARTES



    Boletín de ANFE, 30 de junio del 2009.

    Explicada mi visión sobre el papel de los mercados en una sociedad en el boletín de ANFE del mes anterior, procedo a referirme a lo sucedido en el mercado de vivienda de los Estados Unidos, detonante de una de las mayores crisis sufridas en la economía mundial en años recientes. Estas referencias permiten vislumbrar el papel de la acción directa e indirecta del estado en la formación de esta crisis, en vez de la pretensión de adscribir la causa a un fallo inherente de los mercados.

    Una de las principales características que exhibe dicho mercado en los Estados Unidos es que, “si bien el alza y la caída del mercado de vivienda es un problema nacional en términos de sus repercusiones, sus orígenes tienden a concentrarse en lugares específicos, en donde hubo inicialmente precios de las casas inusualmente elevados y cambios inusualmente volátiles en esos precios,” (Thomas Sowell, The Housing Boom and Bust, New York: Basic Books, 2009, p. 10).

    Fue en regiones concretas de ciertos estados de los Estados Unidos, en que gobiernos locales y estatales habían impuesto restricciones en los mercados de vivienda, en donde los precios de las casas subieron más y luego cayeron con mayor estrépito al presentarse la crisis. Muchas de esas regulaciones sencillamente fueron tomadas a la sombra y sonidos del coro en favor de “la protección del medio ambiente”, “la salvaguardia de los espacios abiertos”, “del resguardo de las tierras agrícolas”, “de la preservación de los sitios históricos.” Pero todas provocaron una elevación sustancial de los costos de construcción de las viviendas, al restringir la cantidad de tierras disponibles para su edificación. Por ejemplo, California -y especialmente su zona costera- “ha sido el mayor de estos mercados de vivienda excepcionalmente caros. También ha sido el más caro y con el crecimiento más fuerte de los precios de las casas. En la cúspide del alza del mercado de vivienda en el 2005, todas las 10 áreas con los mayores aumentos en el curso del quinquenio previo, estaban en California. Sin embargo, en una época los precios de las casas en California eran muy similares a los de aquéllas en el resto del país.” (Thomas Sowell, Op. Cit., p. 9).
    Lo que originó estas enormes alzas en el mercado de vivienda de California, fue que, en la década de los setenta, ese estado vio el mayor incremento en leyes y regulaciones que restringían fuertemente el uso de la tierra a usarse en la construcción de casas. Algo similar sucedió en otros estados, pero tal vez no con la severidad de California. Pero en aquellos, así como en éste, empezaron a abundar las medidas restrictivas asociadas con la zonificación, con una restricción de la altura permitida para construir casas, con tamaños mínimos a la tierra en que se podía construir, con más restricciones de permisos para construir, pero en donde todo ello contribuyó a que se diera un alza fuerte de los costos de ofrecer vivienda.

    Fue este tipo de decisiones gubernamentales, a contrapelo de quienes afirman que el mercado fue el que fracasó, lo que provocó un fuerte aumento en los precios de las casas, tal como podía uno esperar cuando se incrementaron los costos de construir. Esto lo explica el economista Sowell, un estudioso de los mercados de vivienda de los Estados Unidos, al afirmar que “es precisamente en lugares en que hubo una intervención estatal masiva, en la forma de serias restricciones a la construcción, donde se dispararon los precios. En lugares en que, más o menos, se dejó sólo al mercado –lugares como Houston y Dallas, por ejemplo- los precios de las viviendas requirieron una proporción menor de los ingresos familiares en comparación con el pasado” (Thomas Sowell, Op. Cit., 2009, p. 18).

    En estos lugares que experimentaron la mayor alza en los precios de las casas fue en donde, lamentablemente, mayor resultó la caída de los precios al presentarse la crisis. La pregunta que se debe formular es si, entonces, ¿fracasó el mercado? El hecho, más bien, fue que los mercados de vivienda reflejaron este mayor costo derivado de las acciones directas del gobierno. Este resultado es esperable en un mercado que funcione bien, al hacer eco de los desaguisados de tales políticas estatales. De no haber sido así, entonces sí se podría acusar al mercado de fallar por no haber tomado en cuenta dichas distorsiones. Así, lo indeseable en este episodio pueden ser esas políticas públicas, no el mecanismo institucional –el mercado- que las mostró por medio de la señal que debería expresar: un alza en los precios de las casas. El mercado no fracasó; lo que indujo la caída tan fuerte que luego experimentaron los precios de esas casas fueron las políticas y decisiones estatales que inicialmente indujeron el alza en los costos y los precios de las casas.

    Otro notorio resultado de las políticas gubernamentales de vivienda durante la época y que también incidió en el comportamiento de los mercados de vivienda fue el llamado “financiamiento creativo”, cuya aparición generalizada se dio durante los primeros cinco años de esta década. ¿Qué se va a entender por “financiamiento creativo”? Ante el enorme crecimiento de los precios de las casas, muchos compradores estuvieron dispuestos a acudir a medios más riesgosos que les permitieran financiar sus compras y ello fue lo que les ofreció un mercado distorsionado por una serie de incentivos deliberados provenientes de los políticos.

    Es el momento de describir aspectos de la política pública que siguieron autoridades de los Estados Unidos en cuanto al mercado de vivienda, política que califico como perversa, aunque me imagino que se llevó a cabo con el más bienintencionado de los propósitos. Esta política estatal (federal y de los estados de los Estados Unidos), que pretendía lograr “una vivienda asequible para todos” me permite explicar cómo fue que surgió el llamado “financiamiento creativo” antes mencionado. En resumen, el estado decidió que los individuos eligieran alguna vivienda y que, de alguna manera, ese mismo estado estimularía el diseño de mecanismos financieros que les permitieran adquirirla.

    Tal vez no era tan tarde como para corregir el daño en proceso cuando en cierto momento se formularon advertencias en el 2003 acerca de la fragilidad del mercado hipotecario a causa de la política de “vivienda asequible para todos” Pero aún en ese momento, uno de los mayores impulsores de estos programas de estimulo para la adquisición de casas, el político demócrata Barney Frank, las rechazó, insistiendo en que Fannie Mae y Freddie Mac (empresas patrocinadas por el gobierno que compraron más de una tercera parte de todas las hipotecas del país vendidas por los bancos y entidades financieras que originalmente las financiaron) “han desempeñado un papel muy útil en ayudar a hacer que las viviendas fueran más asequibles,” y que esos críticos “exageraban las amenazas a la seguridad” de esas empresas paraestatales y que “hacían conjeturas acerca de la posibilidad de serias pérdidas financieras al Tesoro de los Estados Unidos y que él (Frank) no vislumbraba,” al tiempo que reiteró el apoyo a las políticas de vivienda asequible para todos”, cuando dijo que “quisiera que Fannnie y Freddie se metieran más profundamente a ayudar a adquirir vivienda a los de bajos ingresos y que posiblemente se muevan hacia lo que es más explícitamente un subsidio.” (Thomas Sowell, Op. Cit., p. p. 48 y 49).

    A la fecha conocemos de las pérdidas casi inmensurables y de la quiebra de hecho de Fannie Mae y Freddie Mac (que son parecidos a nuestro Banco Hipotecario de la Vivienda), como resultado de la demagogia de los políticos. Pero destaco que aquella “política” gubernamental también tuvo un enorme impacto y provocó ciertas reacciones que eran de esperar en el sector financiero privado, que, en su búsqueda esperable de utilidades en un mercado -y hasta de supervivencia en un sistema sumamente competido- y en un marco regulatorio que claramente promovía que dicha política pública pudiera tener éxito, se acomodó a estas nuevas “políticas sociales”.

    No fue un “acomodo muy voluntario”, como veremos. Pero, de hecho, instrumentos creativos ofrecidos por entidades financieras privadas, tales como hipotecas que no requerían del pago de una prima o montos muy bajos por adelantado o hipotecas que al principio sólo requerían del pago de los intereses o con tasas de interés variable o ajustable, empezaron a utilizarse con enorme frecuencia, a fin de satisfacer la demanda de los consumidores e inversionistas que deseaban comprar la “vivienda asequible” promovida por los políticos,

    Nada más véanse los siguientes datos: “Las hipotecas tradicionales a 30 años plazo con una tasa de interés fija, que eran un 57 por ciento de todas las hipotecas en el 2001, cayeron, a finales del 2006, a un 33 por ciento de todas las hipotecas. Mientras tanto, las llamadas hipotecas sub-prime (que es el término con el cual se califican aquellas hipotecas que no cumplen los requisitos usuales para ser otorgadas y que, al constituir un mayor riesgo, se les debería cobrar una tasa mayor de intereses), se elevaron, desde un 7 por ciento del total de los préstamos hipotecarios, a un 19 por ciento en el lapso de esos mismos años.” (Thomas Sowell, Op. Cit., p. 42).

    ¿Por qué fue que los bancos aceptaron como hipotecas “buenas” aquellos préstamos sub-prime más riesgosos? Porque así lo permitieron los organismos encargados de la regulación, que de esta manera facilitaron su expansión institucional. Por ejemplo, un regulador clave, el Ministerio de Vivienda de los Estados Unidos (Department of Housing and Human Development), impulsó, por medio de Fannie Mae y Freddie Mac, al fijarles cuotas de cumplimiento de préstamos para la adquisición de “vivienda asequible”, en donde mediaba una garantía implícita de estos organismos paraestatales, que los bancos y entidades financieras expandieran sus colocaciones de hipotecas sub-prime que después descontaban en Fannie Mae y Freddie Mac. Como señala el economista John B. Taylor, “las empresas paraestatales Fannie Mae y Freddie Mac fueron estimuladas a expandir y comprar valores respaldados por hipotecas, incluyendo aquellas formadas por las riesgosas hipotecas sub-prime.” (John B. Taylor, “How Government Created the Financial Crisis: Research shows the failure to rescue Lehman did not trigger the fall panic,” Wall Street Journal, sección de Opinión, 9 de febrero del 2009).

    Ello lo enfatizó el economista Lawrence White, al escribir que, tal vez el factor más importante que impulsó el enorme crecimiento de las hipotecas no-prime -´huesos’ las llamaría yo- que pasaron de menos de un 10% en el 2001 a un 34% del total de las nuevas hipotecas en el 2006, que hizo que en ese año las hipotecas no-prime fueran un 23% de las hipotecas existentes, fue “subsidiar, por medio de garantías tributarias implícitas, la expansión dramática de los compradores de hipotecas garantizadas por el gobierno, Fannie Mae y Freddie Mac, categóricamente rehusando moderar el problema del riesgo moral de las garantías implícitas o, de lo contrario, poniendo freno a la hiper-expansión de Fannie y Freddie y empujando crecientemente a Fannie y a Freddie a la promoción de ‘vivienda asequible’ por medio de una expansión de compras de los préstamos no-prime otorgados a solicitantes de bajos ingresos.” (Lawrence White, How Did We Get into This Financial Mess?, Cato Institute, Briefing papers No, 110, 18 de noviembre del 2008, p. 5).

    Fannie Mae y Freddie Mac fueron actores cruciales en esta debacle, pues las hipotecas que garantizaron ascendieron a más de dos trillones de dólares (cada trillón es 100 millones de dólares), suma que, como dice Sowell, “es mayor que el Producto Interno Bruto de cada uno de los países del mundo, con excepción de cuatro naciones.” (Thomas Sowell, Op. Cit., p. 44).

    En síntesis, las políticas gubernamentales de “vivienda asequible” estimularon la colocación de hipotecas, independientemente del riesgo que implicaban. Replanteo la pregunta anterior: ¿por qué los bancos accedieron a seguir dicho camino? Hay varias razones, la cual, la obvia, es que les permitía lograr enormes ganancias y con poco riesgo, pues podían descontar las hipotecas en Freddie Mac y Fannie Mae, pero también porque las entidades bancarias fueron sujetas de presiones políticas, a las paso a referirme.

    Desde que en 1997 se promulgó la Ley de Reinversión en la Comunidad (Community Reinvestment Act) se dio campo para que los bancos fueran objeto de presiones políticas en cuanto a su colocación de crédito, principalmente asignarlo según raza, comunidad o ingreso de quienes lo solicitaban. Este estrujamiento potencial se extendió luego a que, además de aquellos criterios antes citados, se redujeran los requisitos para la aprobación de préstamos para vivienda. El programa ahora iba para todo mundo y los reguladores impusieron cuotas de cumplimiento, aunque para ello se tuvo que flexibilizar los requisitos previos y aceptar innovaciones en los instrumentos a ser usados. Los bancos estaban sujetos a una regulación federal que incluso requería de permisos expresos para que pudieran llevar a cabo muchas de sus actividades. Para lograrlos se les “estimuló” a participar en el juego de la reducción de requisitos para colocar hipotecas. Así, de acuerdo con una Ley de 1999, para obtener los permisos los bancos tenían que poseer “una calificación de ‘registro satisfactorio de cumplimiento con los necesidades de crédito de las comunidades’, o, aún mejor, para cuando a cada institución se le hiciera el examen más reciente.” (Citado en Thomas Sowell, Op. Cit., p. 39).

    También la política gubernamental se reflejó en la politiquería local de ciertos activistas frente a las actuaciones de los bancos, quienes impulsaron activamente y lograron que los bancos relajaran sus requisitos al conceder hipotecas y a cambio se les apoyaba en la obtención de permisos para operar en ciertas comunidades.
    Sowell concluye esta parte de su análisis con la siguiente advertencia, la cual transcribo: “las políticas y las prácticas de muchas instituciones, locales y nacionales, públicas y privadas, montaron la escena para el auge de vivienda y la caída que le prosiguió. Afirmar que las raíces del alza y la caída de la vivienda están en el mercado y que la solución está en el gobierno, es un asunto de conveniencia para los políticos y para aquellos quienes favorecen la intervención gubernamental. Pero tales explicaciones son inconsistentes con los hechos, no importa qué tan impresionante pueda serlo como un ejercicio de retórica.” (Thomas Sowell, Op. Cit., p, 44).

    En este asunto, así como en otros, yo no vislumbro que los mercados hayan fracasado. Lo que condujo a la caída del mercado de vivienda fueron las decisiones políticas dirigidas a lograr “una vivienda asequible para todos”, que transitó por hacer que tales políticas fueran convenientes para los bancos y entidades financieras participantes en los mercados hipotecarios, los cuales, de no participar, incurrían en el riesgo de enojar a poderosos reguladores. Estos, a su vez y para lograr aquel objetivo, facilitaron la reducción de los requisitos necesarios para otorgar las hipotecas llamadas sub-prime. Estas decisiones institucionales de política provocaron que en el mercado de la vivienda surgiera una situación insostenible.

    Concluyo esta sección citando al economista Gerald P. O’Driscoll, quien escribió que “En el corazón, Fannie y Freddie se habían convertido en ejemplos clásicos de ‘un capitalismo de compinches’ (crony capitalism). Los ‘compinches’ fueron empresarios y políticos trabajando juntos para llenarse los bolsillos de cada uno de ellos, a la vez que decían servir el interés público. Los políticos crearon los gigantes hipotecarios, que luego devolvieron algunas de esas ganancias a los políticos –algunas veces, directamente, como fondos de campaña, algunas veces como ‘contribuciones‘ para sus electores favoritos… Y, debido a que el respaldo gubernamental de Fannie y Freddie dominó al mercado de hipotecas garantizadas, se silenció la crítica del sector privado. Los bancos locales que querían ofrecer hipotecas no se atrevieron a hablar claro en contra de ellas. Los bancos grandes no se arriesgaron a quejarse acerca de la ventaja que a los gigantes les otorgó el gobierno, porque necesitaban comprar valores de Fannie/Freddie.” (Gerald P. O’Driscoll, “Fannie/Freddie Bailout Baloney,” New York Post, 9 de setiembre del 2008).

    A diferencia de un orden de mercado o capitalista, en que el éxito individual se determina según sean las decisiones del mercado y del seguimiento de las reglas de la ley, en el “capitalismo de compinches” el éxito en los negocios se obtiene a partir del favoritismo que el gobierno otorga mediante exenciones tributarias, contrataciones de obras públicas sin que exista una licitación competitiva, donaciones gubernamentales y otros incentivos o pre-rogativas o privilegios del gobierno a individuos o empresas específicas. Este no el capitalismo que promovemos quienes creemos en sus efectos positivos.

    Esta última posición liberal no parece entenderla un articulista del periódico La Nación, quien escribió recientemente que esos pensamientos de limitación del estado, de libre competencia, de defensa de la propiedad privada, de cumplimiento de los contratos, de acuerdos voluntarios, de la importancia de los mercados para combatir la escasez y de su condición de necesarios para asegurar la libertad, “en la práctica, favorecieron intereses plutocráticos protegidos por el Estado que tanto aborrecían y estimularon que las autoridades públicas participaran de los negocios privados y dejaran a los especuladores disfrutar de su paraíso.” (Fernando Araya, “Laberintos y cavernas,” La Nación, 17 de mayo del 2009). A estas últimas prácticas siempre nos hemos opuesto los liberales y que ello no lo reconozca una persona que se supone estudiosa me parece que refleja una enorme ignorancia o, tal vez, hasta mala fe.
    Otro hecho relevante sucedido en esta crisis y que influyó notoriamente en el comportamiento de los mercados de vivienda fue la decisión del Banco de Reserva Federal de los Estados Unidos (FED) en cuanto a su política de intereses. En el 2004 la tasa de interés fijada por ese banco central llegó a niveles históricamente bajos en épocas recientes: un uno por ciento anual. Tal reducción se reflejó en las tasas de interés cobradas a hipotecas convencionales a 30 años plazo, pues pasaron de cerca de un 8 por ciento en 1973 a un 18% en 1981 y luego a sólo un 6% en el 2005. Al abaratarse enormemente el costo de endeudarse, provocó un fuerte incremento de la demanda de vivienda, con el consecuente aumento de sus precios hasta llegar a niveles récord. Esto –como economista austriaco que me siento- fue lo que preparó la ulterior violenta caída del mercado de vivienda.

    Esta decisión sobre las tasas de interés, aunado al relajamiento de las regulaciones y a una supervisión acomodada para cumplir con el mantra de “vivienda asequible para todos”, en especial de compradores de vivienda con ingresos relativamente bajos, hizo que se formara una burbuja en el mercado de vivienda dispuesta a estallar en cualquier momento. El pinchazo se dio cuando la FED, que había provocado un alza del crédito al reducir artificialmente la tasa de interés, notó que ello estaba causando fuertes presiones inflacionarias en la economía y cuya contención obligaba a subirlas gradualmente. Así, la tasa que define la FED pasó de aquel nivel ridículamente bajo de un 1% en el 2004 a un 5.25% en el 2006.

    Pero, el daño ya estaba hecho. Como dice el economista Lawrence White, “La burbuja de la demanda así creada (con la reducción de los intereses) se dirigió fuertemente hacia el mercado de la vivienda. De mediados del 2003 a mediados del 2007, en tanto que el volumen en dólares de las ventas finales de bienes y servicios estaba creciendo de un 5 por ciento a un 7 por ciento, los préstamos para bienes raíces de los bancos comerciales estaba aumentando de un 10 a un 17 por ciento. La demanda impulsada por el crédito lanzó hacia arriba los precios de las casas existentes y estimuló la construcción de nuevas viviendas en tierra previamente no desarrollada, en ambos casos absorbiendo el volumen incrementado en dólares de las hipotecas.

    Debido a que la vivienda es en lo particular un activo de larga vida, su valor de mercado se ve especialmente impulsado por bajas tasas de interés. Así fue que el sector vivienda exhibió una proporción mayor en la inflación de precios predicho por la Regla de Taylor.“ (Lawrence H. White, How Did We Get into This Financial Mess?, Op. Cit.). [Nota: La llamada Regla de Taylor se refiere a un método de estimación desarrollado por este economista de la Universidad de Stanford, que define la tasa de interés de fondos federales consistente con una meta inflacionaria escogida, tomando en cuenta la inflación del momento y el ingreso real. Así, de acuerdo con dicha regla, de principios del 2001 hasta fines del 2006 la FED hizo que la tasa de los fondos federales de ese lapso estuviera por debajo de la tasa estimada consistente con una inflación del 2%. Por eso fue que la FED luego tuvo que aumentar gradualmente dicha tasa de interés, pues, de lo contrario, se hubiera esperado una fuerte presión inflacionaria en los años por venir].

    Estas decisiones de la FED sobre la tasa de interés afectaron fuertemente a los mercados, que reaccionaron inicialmente ante la baja de las tasas y, luego, ante su alza. Por ello, debe preguntarse: ¿En qué fallaron los mercados si fueron claramente influidos por las políticas que siguió la FED? Los mercados tomaron en cuenta esas decisiones erradas que distorsionaron las tasas de interés y los precios de los activos, particularmente de las viviendas, que hicieron que los fondos de inversión se dirigieran hacia las inversiones equivocadas y que ocasionaron que instituciones financieras, que en el pasado habían mostrado su solidez, terminaran en situaciones precarias. No es un problema con el mercado; al contrario, éste actuó como era de esperarse ante las políticas gubernamentales ya referidas. El instrumento (el mercado) no sonó mal porque no funcionaba bien; simplemente sonó mal porque reflejó la forma en que los tocaron los ejecutantes, con sus malas políticas económicas.

    Sowell, una vez más, nos recuerda la lección derivada de esta experiencia: “En resumen, el mercado aprende –aunque sea tan sólo sea a duras penas- y se ajusta con una velocidad notable, cuando la alternativa a la vista es la ruina financiera. La pregunta es si los políticos y los burócratas gubernamentales aprenden, especialmente cuando no tienen que pagar un precio por estar equivocados y cuando son capaces de desviar la culpa hacia el mercado con denuncias de ‘ambición o codicia’, ‘Wall Street’ o hacia cualquier otro al que se le quieran endosar los platos rotos.” (Thomas Sowell, Op. Cit., p. 71).

    Por eso, ¿acaso sorprende que, por ejemplo, el político demócrata impulsor de los programas de vivienda asequible para todos, Barney Frank, alegara que “la crisis de las hipotecas sub-prime demuestra las consecuencias económicas y sociales seriamente negativas que resultan de muy poca regulación”? ¿O que ese mismo legislador aseverara que esa crisis financiera fue causada por “malas decisiones tomadas por personas en el sector privado”? ¿O, también, que dijera que esas decisiones se debían “gracias a una filosofía conservadora que dice que el mercado sabe mejor las cosas?” (Las citas correspondientes aparecen en Thomas Sowell, Op. Cit., p. 74).

    A mayor abundancia, tampoco extrañan las declaraciones que diera ante la crisis, en una entrevista de la periodista María Bartiromo de la televisión especializada en asuntos de negocios, MSNBC, la cual ilustra el malabarismo de los políticos, maniobras que terminan por reflejarse en los mercados:

    “María Bartiromo: Con el debido respeto, congresista, yo vi cintas de televisión en las que nos dice en el pasado que ‘Oh, abramos los préstamos. El mercado de la vivienda está bien.’

    Barney Frank: No, usted no vio tales cintas.
    Maria Bartiromo: Sí lo hice. Las vi en televisión.

    Barney Frank: Ah sí, bueno, yo nunca dije que abriéramos el mercado de la vivienda, el mercado está bien…

    María Bartiromo: Entonces ¿de quién es la culpa?

    Barney Frank: De los Republicanos del ala derecha, quienes tomaron la posición de que la regulación siempre es mala, de que el mercado se corrige a sí mismo, y de que usted nunca deberá poner restricción alguna al libre movimiento de los capitales.” (Citado en Thomas Sowell, Op. Cit., p. p. 75-76).

    Entonces, ¿debemos deducir que el mercado es el responsable; que la culpa la tiene la falta de regulación; que el mercado fracasa?, como si lo aquí expuesto no mostrara la mano visible y grosera del estado por medio de las políticas que, tal vez bien intencionadamente, se diseñaron para asegurar “vivienda asequible para todos”, pero que, en verdad, terminaron dañando a todos (excepto tal vez a aquellos políticos interesados no sólo en maximizar su poder sino hasta sus ingresos personales, como lo confirma este episodio político en los Estados Unidos).

    Al señalar “asequible para todos” quiero incluir a un grupo particularmente importante en esta crisis del mercado de vivienda estadounidense. Son los llamados “especuladores”, que fueron los que compraron viviendas en ese mercado en ascenso con el propósito de venderlas luego a otros compradores a un precio mayor o bien aquellos que solicitaron créditos para financiar la adquisición de tales casas con el fin de revenderlas. Era de esperar que tal fenómeno de especulación se presentara: es parte del viejo principio de comprar barato para luego vender caro. Lo importante aquí es que todo el sistema de incentivos estimuló dicha especulación: crédito barato, hipotecas baratas, una enorme demanda de viviendas, poco dinero en efectivo que había que depositar de entrada para obtener la vivienda financiada, incluso hubo una proliferación de hipotecas con tasas de interés ajustables, que estimulaban el cálculo del especuladores acerca de cuánto habrían de durar bajas esas tasas y cuánto después se revertirían.

    Estas decisiones estatales dirigidas a poder adquirir vivienda “barata” cualesquiera fueran las condiciones de su comprador (incluso muchos compraron viviendas no para vivir ellos, sino como una inversión, o como una segunda vivienda de recreo o también para reparar una vivienda desmejorada y luego venderla cara) tuvo un gran impacto en los mercados, en especial al aumentar fuertemente el riesgo en la actividad y porque las cosas bien pueden cambiar, súbita y rápidamente, tal como sucedió.

    Es la moda de ciertos “críticos” moderados del capitalismo, diferentes de aquellos que propugnan por la desaparición total de los mercados, impulsar una mayor regulación de estos. Si hay mercados profundamente regulados, lo cual no quiere decir que sea una “buena o adecuada” regulación, son los financieros en los Estados Unidos. El tema es que, tal como lo expresó en una reunión reciente de la Sociedad Mont Pelerin en Nueva York, el economista Peter Boettke: “Si Usted le amarra los pies y las manos al nadador Michael Phelps, ganador de la medalla de oro olímpica, lo agobia con cadenas, lo tira a una piscina y se hunde, Usted no llamaría a eso ‘un fracaso de la natación’. De manera que, cuando los mercados han sido abrumados por una regulación inepta y excesiva, ¿por qué llamar a eso un “fracaso del capitalismo’?”. (Eammon Butler, “Believers in free markets are fighting back,” The Times, 9 de marzo del 2009.)

    Deseo profundizar un poco sobre el tema de la regulación, para que el lector deduzca cómo fue que se debilitó deliberadamente para cumplir con los deseos de los políticos de lograr una “vivienda adecuada para todos” y como esa presión política gubernamental terminó afectando los diferentes mercados. Así, mientras que la regulación de Fannie Mae y Freddie Mac, entidades ya mencionadas, por la Oficina de Supervisión de Empresas Federales del Sector Vivienda (OFHEO por sus siglas en inglés) fue estricta en cuanto a los estándares contables, fue muy diferente a la ejercida sobre entidades que prestan fondos para hipotecas.

    Aquí la imposición de una mayor laxitud para su concesión se efectuó para complacer los deseos de los políticos, pero estimuló la concesión casi indiscriminada de hipotecas sub-prime. Eso no significó que no existiera una supervisión sobre las entidades financieras; de hecho es innumerable la cantidad de entidades federales, estatales y locales que tienen que ver con dicha supervisión, la cual, si bien era muy abundante, se caracterizó por su super-imposición y por ser profundamente descoordinada.

    No extraña, por tanto, que a pesar de una enorme cantidad de entes supervisores, no pudieron supervisar los nuevos y muy variados tipos de acuerdos financieros, precisamente diseñados para cumplir con los propósitos jerárquicamente más elevados de los políticos promotores de los programas de “vivienda asequible para todos”.

    No toda supervisión o regulación es indeseable. Lo importante es la forma en que se practica. Martin N. Baily, Robert E. Littan y Matthew S. Johnson, de la Institución Brookings señalan que “No existe un sistema unificado de supervisión de la banca, sino un campo parchado de reguladores estatales y federales” y enfatizan “la complejidad bizantina de la estructura regulatoria de los Estados Unidos.” (Martin N. Baily, Robert E. Littan & Matthew S. Johnson, The Origins of the Financial Crisis, Brookings Institution: initiative on Business and Public Policy, Fixing Finance Series, Paper 3, noviembre del 2008, p. 40).

    La regulación del sector financiero es importante, por dos razones: para preservar la estabilidad del sistema financiero de reserva fraccional, lo que requiere un comportamiento responsable de los bancos y para evitar que cuando las familias realizan una de las compras más importantes de su vida, cual es la de vivienda, en que suelen mediar acuerdos financieros complejos, comprendan adecuadamente el grado de sofisticación que poseen.

    Dicen Baily et. al.: “los mercados no funcionan bien cuando hay asimetrías de información y este (el de vivienda) es uno de tales mercados. Por tanto, hay un caso claro en tener una mejor regulación en los mercados financieros e hipotecarios. Y en la práctica de dicha actividad había un extenso aparato regulatorio en los mercados financieros,” y recomiendan deshacerse “de una mala regulación que reprime la competencia e inhibe la innovación, pero necesitamos mejorar la regulación en donde puede hacer que los mercados funcionen mejor y evitar crisis.” (Martin N. Baily et. al., Op. Cit., p 40 y p. 45). No crear pecar de escepticismo si digo que los afanes regulatorios de muchos van mucho más allá de evitar asimetrías de información, cuya corrección eventualmente sí podría mejorar el funcionamiento de los mercados.

    No debe caerse en una aceptación de un genérico “mayor regulación”, sin que medie no sólo la posibilidad de ejercerla, dada la complejidad de muchos instrumentos, sino que también de forma que no estorben en el buen desempeño competitivo de las empresas. Las reglas regulatorias que se propongan deberán ser muy específicas y no simples generalidades, pues incluso hasta las muy laudadas reglas de Basilea II, no impidieron la crisis. La experiencia sucedida muestra que, a pesar del enorme aparato regulatorio, las presiones políticas incidieron en rebajar las normas previamente establecidas y probadas a través de muchos años, por lo que, cuando en un mercado como ese, “muchos de los pagos por hipotecas dejan de hacerse, ninguna cantidad de experiencia financiera de Wall Street o una intervención reguladora del gobierno desde Washington, puede salvar toda la estructura de inversión construida con base en esos pagos de las hipotecas...” Continúa vigente la pregunta: “Por qué dejaron de hacerse esos pagos… Porque los préstamos hipotecarios fueron hechos a más gente cuyos prospectos de repago eran menores que en el pasado” debido a presiones políticas que “condujeron a prácticas de préstamos más arriesgadas que en el pasado.” (Thomas Sowell, Op. Cit., p. 118).

    Por lo tanto, la propuesta para “mejorar” la regulación vigente con base en el argumento de la asimetría de la información, deber ser sujeta al escrutinio desde varios puntos de vista, que tan sólo voy a señalar.

    En primer lugar, evaluar si efectivamente el mercado hipotecario es afectado de manera significativa por dicho problema de asimetría de información. La investigación empírica deberá señalar no sólo si existe tal fenómeno sino, sobre todo, si es de una magnitud tal que amerita una reforma regulatoria en tal sentido.

    En segundo lugar, no debe dejarse de lado que los mercados suelen desarrollar por sí mismos instrumentos que tienden a mitigar el problema. No sólo entra aquí el tema del prestigio, la confianza y sobre todo de asegurarse que los clientes vuelvan a usar los servicios de la empresa, lo que motiva a que las firmas no se aprovechen de las ventajas de disponer de una información asimétrica; es decir, tal asimetría da campo para que las empresas obtengan ganancias con una estrategia de transparencia en la información.

    En tercer lugar, si el argumento a favor de una mayor regulación descansa en la presunta existencia de problemas de asimetría en la información, cabe preguntarse si el estado, a diferencia del mercado, sabe mejor cuándo se está en presencia de dichas asimetrías. Esta evidencia debe tenerse presente a la hora de pensar en simplemente incrementar lo que ya parece ser una excesiva regulación en estos mercados.

    En cuarto lugar, evaluar si la tarea que se les exigiría cumplir a estos órganos regulatorios ampliados va a ser posible cumplirla dada la enormidad de tareas que podría exigir. Esto conduce a hacer el planteamiento general de que tal regulación puede imponer costos exageradamente altos en función de los beneficios esperados, lo cual requiere que dicho análisis de costos y beneficios se defina claramente, de previo a cualquier puesta en práctica de una regulación ampliada.

    Finalmente, quiero tan sólo hacer una lista que por supuesto no es exhaustiva, del enorme número de entidades públicas que tienen que ver con la regulación directa o indirecta de los mercados de vivienda de los Estados Unidos. Sólo menciono entidades federales, pues desconozco los nombres de un gran número de entes regionales, estatales y locales que tienen que ver con asuntos regulatorios. Menciono al Ministerio de Vivienda y Desarrollo Urbano (Housing and Urban Development Department -HUD); al Banco de Reserva Federal (la FED); a Fannie Mae, empresa patrocinada por el gobierno federal, que es una institución privada pero que depende del gobierno; a Freddie Mac, similar a la anterior; al Comité de Servicios Financieros de la Casa de Representantes (un importante Comité del Congreso de los Estados Unidos); al igual que el Comité de Banca del Senado de ese país; la Oficina de Supervisión de Empresas Federales de Vivienda (OFHEO), agencia dependiente del Ministerio de Vivienda (HUD), que oportunamente señaló serios problemas en Fannie Mae y Freddie Mac, pero fueron “tapados” por ciertos políticos en el Congreso y el Senado; la Comisión de Valores (Security Exchange Comission -SEC), el Departamento de Justicia del gobierno federal; y el equivalente de la Contraloría General Federal (General Accounting Office –GAO), que informa al Congreso de los Estados Unidos.

    Teniendo presente esta larga lista de reguladores que fracasaron en señalar el problema y su magnitud, deseo finalizar con la siguiente inquietud: Todo esto lo que nos dice no es que se deben crear nuevos entes de vigilancia o reguladores -dada incluso la mala coordinación existente entre ellos- sino que tal vez lo apropiado sea una mayor y mejor regulación de los reguladores, quienes, en vez de pretender continuar regulando los mercados privados, lo que deberían de hacer es reaccionar oportuna y decididamente ante las apetencias de políticos que tanto daño causan al afectar los mercados.

    Señalan los economistas Tyler Cowen y Eric Crampton, “Cuando las instituciones y ‘las reglas del juego’ son diseñadas correctamente, el conocimiento descentralizado tiene un enorme poder. Los precios y los incentivos son extremadamente potentes. El resultado colectivo de un proceso de mercado contiene una sabiduría que ningún teórico puede haber replicado con tan sólo un lápiz y un papel.” (Tyler Cowen y Eric Crampton, editores, Introducción al libro Market Failure or Success: The new debate, Cheltenham, UK: Edward Elgar Publishing for the Independent Institute, 2002). No hay duda que se respira un aire Hayekiano en esta conclusión.

    Por Carlos Federico Smith

  4. #34
    2009-07-31-REVISIÓN DE LA LEY DE TRÁNSITO

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    COLUMNA LIBRE:REVISIÓN DE LA LEY DE TRÁNSITO


    Boletín de ANFE, 31 de julio del 2009.

    En seis de las columnas que publico en el Periódico La Extra de los martes (23 y 30 de diciembre del 2008 y 6, 13, 20 y 27 de enero de este año) efectué un análisis relativamente amplio de la Ley de Tránsito que recientemente se había puesto en vigencia. Estas columnas también aparecen en el libro “Políticamente Incorrecto” de este servidor, que ANFE acaba de publicar.

    Hoy, casi seis meses después se le puede aplicar la segunda parte de aquella famosa frase de Benjamín Franklin: “Las leyes demasiado benignas rara vez son obedecidas; las leyes demasiado severas, rara vez son ejecutadas,” pero con una ligera advertencia: si bien esta ley cumple las características de severidad, las autoridades gubernamentales que las han venido promoviendo activamente parecen estar dispuestas, a viento y marea y en desdén de principios elementales de racionalidad, a que se le ponga en práctica, si bien algunos diputados ya están hablando de “suavizarla”.

    Aprovecho para resaltar el mérito del diputado don Mario Quirós del Partido Movimiento Libertario quien en su momento y –eso sí- contra viento y marea en una enfebrecida Asamblea Legislativa empujada en mucho por el frenesí periodístico para que irreflexivamente aprobaran una urgente ley de tránsito- cuestionó con respetables razonamientos la ley hoy vigente y que está en proceso de reforma (poco después de haber sido promulgada) por inoperante y por abusiva en algunas partes fundamentales. Hoy algunos de sus colegas posiblemente han recapacitado de lo impulsivo de su decisión y se afanan por llevar a cabo, en buena hora, dicha reforma, pero omiten mencionar la gestión en su momento apropiada realizada por el diputado Quirós.

    Hay dos puntos básicos de la nueva Ley en los cuales estoy de acuerdo: la necesidad de frenar el comportamiento lesivo de conductores borrachos y de los llamados “picones” que no son sino conductores quienes usualmente al amparo de la noche, (¿delito de nocturnidad?) corren sus carros a rienda suelta en competencia con otros conductores. En lo que difiero es en el monto de las multas que se impone y sobre todo por que implica, además de ella, la pérdida de la licencia para conducir y sobre todo la apropiación del Estado del vehículo involucrado. No hay razón para esto último y en cuanto a la multa tan elevada el riesgo es que induzca a la corrupción. Sé que definir un monto “adecuado” que la impida es difícil de establecer, pero parece ser, por los comentarios que se suelen escuchar en distintos medios, que el monto actualmente establecido es muy elevado y que deberá atemperarse, pero, y tal vez más relevante, que la magnitud de la pena total por el delito no va en proporción con otros delitos que ciudadanos sensatos consideraríamos como aberrantes. Sé que esto es parte de la técnica del derecho del cual soy ignorante, pero con intuición de ciudadano me parece que debe ser revisada.

    Lo expuesto parece ser parte de un problema que se permea en toda esta ley: que parece ser copiada de países desarrollados (europeos) en donde muchas de las características físicas del tránsito son muy distintas de aquellas en las cuales nos movilizamos los costarricenses.

    Lo cierto es que nuestras vías son sumamente angostas, sinuosas, con poca inclinación en muchas curvas, con una señalización muy pobre, tanto para el día como para la noche, así como caracterizadas por un mantenimiento ausente y posiblemente hasta malo. Todo ello incide en el tipo y grado de accidentes, así como en el estado de los vehículos, que en algunas secciones de la nueva ley es objeto de sanción.

    Empecemos por una obligación de la ley la cual en apariencia es difícil de refutar puesto que los seres humanos no solemos ser enemigos declarados del bienestar de nuestros niños. Me refiero al uso obligatorio de sillas especiales para los niños que se transportan en vehículos personales. Ninguno de nosotros se va a oponer a la protección de nuestros niños, pero el hecho es que hay una gran diversidad de riesgos en la vida de las personas de los cuales no necesariamente debamos protegernos especialmente si su costo es muy elevado, además de que la probabilidad de que suceda un accidente cuyos resultados se verían disminuidos significativamente por la medida propuesta, no es muy elevada. Es más, el costo de tener sillas para proteger a los niños en la parte trasera del automóvil en que viajan puede ser más elevado en comparación con el costo de protegerse de la probabilidad de otros daños a los niños en otras actividades. Por ejemplo, puede ser más redituable proteger de daños fatales a los niños si se exige que en las casas haya barandas en las gradas o puertas para que no entren a las cocinas o bien que los enchufes eléctricos tengan tapas para impedir que los niños les metan cosas que les dañarían. Esto es, tal vez los accidentes de tránsito que involucran niños son relativamente pocos, que de haberlos los daños podrían no ser muy severos; que si los fueren no se abrían evitado necesariamente con el mecanismo propuesto de sillas y que ese instrumento más bien no se convierta en un obstáculo que los pueda poner en mayor peligro, como en caso de un incendio.

    Finalmente, como estaba la nueva ley original, el uso de sillas según diversos tamaños y edades y, sobre todo, dado que en un carro a veces viajaría más de uno o dos niños, todo ello podría requerir una fuerte erogación a los padres de familia, especialmente en los momentos difíciles que hoy se vive en el país desde el punto de vista de los presupuestos familiares. Si se trata de una familia rica, el costo de estos asientos especiales para los niños bien podría no ser un problema muy importante, pero esto seguro que lo será para los de ingresos relativamente menores. Una característica de esta ley es que a los ricos no los va a afectar tanto, como sí lo hará en un grado mucho mayor para aquellos relativamente pobres (esto calza con mi impresión de que la ley original fue “copiada” de algún rico país europeo).

    Obviamente, la obligación de disponer de sillas para niños afecta relativamente más a las familias que tengan varios niños, pero también porque, como está actualmente, dicho artefacto tiene que irse adaptando conforme el niño aumenta de peso y edad, con lo cual el gasto total familiar crece con el paso de los años.

    Hay multas a todas luces ridículas. Por ejemplo, por una luz trasera mala o una escobilla en mal estado, deberá pagarse ¢68.100 y se perderán 5 puntos (un 10% del total de puntos -50- a que inicialmente tendrá derecho el conductor). Si usted es un chofer que debe circular por las malas carreteras de este país, en donde es frecuente que con el zangoloteo y la inmersión en los huecos, las luces se quemen, con sólo diez de estas “multitas” se quedará dos años sin licencia. Pero vean. También perderán esos cinco puntos si no guarda la distancia con el vehículo que va a delante. ¡Nada más imagínense tener que guardar la distancia en las transitadas calles de San José y de otras ciudadanos a que nos han sometido las mismas autoridades que han patrocinado esta ley! Y si fuera poco, si se detiene en medio de una intersección –lo cual nos sucede a veces dado lo poco fluido de nuestro tráfico especialmente en los centros urbanos- se nos quitarán quince puntos.

    Pero eso no es nada: si no lleva llave de ranas o la gata, le quitarán 15 puntos, o también si no lleva “lagartos” se le quitará un puntaje similar y ¡atrévase a viajar sin el botiquín!, pues le despojarán de otros quince puntos (o sin el chaleco amarillo o sin un juego básico de herramientas –cualquier cosa que eso signifique- también perderá quince puntos. ¿Creyó que eso era todo? No; también le pondrán una multa de ¢68.100. El campo para la corruptela se abre a sus anchas y su bolsillo también tendrá que abrirse para adquirir todo ese montón de cosas que se le ocurrió al bendito tráfico europeo-español.

    Dada la maravilla de señalización que caracterizan nuestras vías, por supuesto que se va a convertir en la ubicación preferida de los agentes de tránsito, siempre dispuestas a cumplir con la ley; en este caso a poner multas y a quitar puntos. Dado que exceder de la velocidad marcada en más de 20 kilómetros por hora, Usted tiene que saber cuáles son los límites. Aquí tendrá una tarea infernal, porque esos límites varían en los distintos tramos de las calles; por ejemplo, frente a una iglesia o una escuela, en curvas de carreteras, en la proximidad de hospitales o de centros urbanos.

    Afortunadamente hasta los choferes de los Magistrados que posiblemente tendrán que resolver recursos de inconstitucionalidad, tampoco conocen todos estos sitios con límites diferentes a la velocidad, ni tampoco los choferes de los empleados públicos que se encargaron de meternos en este berenjenal.

    Además de tener que comprar llaves de ranas, gatas, juegos básicos de herramientas, botiquines para primeros auxilios, camisas auto-reflexivas y lagartos, Usted también tendrá que tener “búmpers” a prueba de golpes, que obviamente sólo lo tienen algunos modelos muy modernos y, de nuevo, europeos, como los Volvos siempre seguros. Es un ridículo, pero sobre todo es toda una carga sobre los más pobres. Los ricos posiblemente ya tienen sus carros con todas estas facilidades y sólo ha faltado que algunos nos digan cínicamente que la nueva ley se ha aprobado de esta forma torpe porque así se hace “justicia social”. “Air bags” con justicia social…

    Tal vez suene como una perogrullada señalar que en épocas de crisis muchas personas que pierden su trabajo se dedican a “taxear”. Lo que llamamos piratas es el alivio ante el desempleo que muchos escogen o que tan sólo es la única opción que tienen. Nuestras “sensibles” autoridades promotoras de la ley de tránsito aprovechan esta ley para tratar de quitar ese “estorbo” político que tienen entre manos: aprovechemos para apretar a los piratas. Así, en la ley de tránsito actual se castiga a quien dé servicio de transporte público sin autorización del Consejo de Transporte Público (los piratas) con ¢22.700, además de una reducción de 10 puntos (esto es, con 5 veces que lo multen tendría que pagar ¢113.500 y se quedaría sin licencia por dos años). En vez de procurar resolver el problema derivado de la limitación a la prestación de servicios de taxi, las autoridades recrudecen sus sanciones a quienes cometen el grave delito de querer trabajar.

    Si tiene un vehículo destinado al transporte de carga, pues le cayó encima el Leviatán. No sólo tendrán que tener cintas reflexivas de colores rojo y blanco, así como triángulos en la parte trasera, sino que, además de todas las regulaciones aplicables en cuanto a “chunches” que deben ahora tenerse en cada carro, cada camión, ya sea de carga liviana o pesada, deberá tener lo que se llama un “transponder”, el cual registrará datos tales como velocidad, distancia y duración de cada vez que se circule.

    Dicen que de esta manera sin estar presentes las autoridades de tránsito podrán multar a quienes se excedan en cuanto a la velocidad. ¡Extraña manera de control! El Estado podrá saber en dónde, cuándo y cómo se ha usado el camión de carga. Que yo sepa esta grave limitación a la privacidad de las personas no ha sido debidamente discutida como lo amerita tal paso. Pero, además, el costo de esta regulación recaerá tanto sobre el poderoso transportista como sobre el camioncito que, por ejemplo, un simple agricultor usa para llevar sus comestibles a la feria del fin de semana, costo que indudablemente se trasladará a los consumidores.

    El tal “transponder” deberá tener un sistema de posicionamiento global (GPS), que es frecuentemente usado por las grandes cadenas de transporte de carga en, por ejemplo, los Estados Unidos, como medio de controlar eficientemente el sistema. Pero en nuestro país lo usará el Estado para controlar si un vehículo de carga ingresó a zonas urbanas con circulación restringida (¿en dónde estarán los tráficos? Fácil: haciendo jugosos partes y no perdiendo el tiempo en multar con ¢90.800 a los camiones de carga que no tengan transporder).

    Todos los anteriores son costos de transacción que deberán asumirse en el precio final de los bienes, de una manera u otra. Veremos entonces cómo el costo de la carga transportada se va a elevar, así como la readaptación de vehículos para cumplir con la ley. Quienes posiblemente no tengan forma de trasladar estos costos incrementados son los trabajadores quienes tendrán que sacar de sus sueldos los nuevos gastos. Ello va a pesar mucho y más en esta época tan difícil, en los presupuestos de los hogares, principalmente en donde el carro no sea “de último modelo” o en donde se tengan muchos niños que van a ser transportados.

    Lo más triste de esta ley es que traslada muchas responsabilidades no cumplidas por las autoridades hacia los costarricenses que requerimos de los carros para trasladarnos. Son esas las autoridades que no han cumplido con sus deberes de asegurarnos vías adecuadas quienes encuentran fácil golpear los bolsillos del ciudadano para que se adapte a sus preferencias europeas en cuanto restricciones a quienes manejan vehículos. La platina en el puente del Virilla que por tres veces se ha tratado de arreglar es la mejor prueba de la irresponsabilidad e incapacidad de las autoridades estatales de brindar un servicio de transporte apropiado y así con mucho de nuestro sistema vial. La ley ha sido diseñada para que los ricos, quienes ya cuentan con carros en mucho adecuados a los nuevos requisitos, no tengan esos nuevos costos, excepto que también continuarán sufriendo de calles inadecuadas para el tránsito, pero serán los pobres los más castigados.

    Creo que es vital que los diputados revisen a profundidad esta ley de tránsito, pues los costarricenses no sólo no debemos soportar los costos que nos ha impuesto el fracaso de las autoridades de transporte para dotarnos de vías modernas, sino que también tal ley es desproporcionada en sus alcances, incluso poniendo multas sobre multas a quienes se atrevan a romper los principios draconianos de dicha ley. Casi que nos hace culpables de entrada a todos los que nos atrevamos a circular en nuestro desordenado sistema de transporte.

    Por Carlos Federico Smith

    Post Sciptum: No quiero que tampoco se olvide que, de acuerdo con la nueva Ley de Tránsito, cada vez que usted renueve su licencia tendrá que presentar un nuevo examen de sangre, el cual e indica cuál es su tipo para ponerlo en la licencia. ¿Explíqueme alguien si los seres humanos cambian de tipo de sangre tal como para exigir un nuevo examen cada vez que se renueva la licencia? Esto es posiblemente parte de un plan para ayudar económicamente a quienes hacen tales exámenes, como lo es la limitación de la libre circulación en San José, que no afecta a taxistas y que ahora hacen un mayo negocio, o como ahora que se pretende hacer exámenes sicológicos que determinen si quienes aspiran a una licencia de tránsito presentan síntomas de estrés, para poder optar a ellas; examen que sólo harían los miembros de ese colegio profesional. Antes tal privilegio se concedía mediante diversas leyes que exigían servicios de abogados; pero tal práctica nefasta de legislar en beneficio de grupos profesionales determinados se va extendiendo a muchas otras profesiones. Claro, Usted paga las consecuencias de ello.

  5. #35
    2009-08-31-ALGUNAS AFIRMACIONES Y EXPLICACIONES ACERCA DEL LIBERALISMO-PARTE I


    COLUMNA LIBRE: PRIMERAS CINCO AFIRMACIONES Y EXPLICACIONES ACERCA DEL LIBERALISMO: PARTE I

    Boletín de ANFE, 31 de agosto del 2009. Este comentario fue integrado con ligeras variaciones como parte del libro “Mitología acerca del Liberalismo” (San José, Costa Rica: Asociación Nacional de Fomento Económico, 2010), así como también en el sitio de ElCato del Cato Institute, de Washington, D.C., en el período 13-01-2010 a 31-03-2010.

    Es mi objetivo presentar en el Boletín de ANFE veinte argumentos que se suelen formular en contra del liberalismo, así como la explicación de por qué ellos son errados, se refieren a visiones equivocadas del liberalismo o bien pueden ser parcialmente ciertos. Espero desarrollarlos en el curso de cuatro ediciones del Boletín, de manera que, para esta ocasión, analizo los primeros cinco cuestionamientos que se le formulan, escogidos sin ningún orden prioritario o de importancia relativa o absoluta: Tan sólo porque se me ocurre así presentarlo.

    Muchos de estos cuestionamientos suelen ser lugares comunes en la crítica al liberalismo en tanto que otros se encuentran en algunas referencias concretas que analizan esta visión política, pero todos son interesantes en cuanto a que, con su respuesta, espero que se me permita explicar algunos matices del liberalismo que a veces no se notan fácilmente y que por ello inducen a apreciaciones erradas acerca de su naturaleza y contenido.

    El denominado liberalismo clásico creo que se caracteriza esencialmente porque maximiza la libertad y minimiza al Estado y ha sido expuesto a través de los tiempos por pensadores tales como Aristóteles, Smith, Hume, Hayek, Locke, Friedman, Montesquieu, de Tocqueville, Burke, Popper, entre otros, y que es diferente de aquel liberalismo que se caracteriza por una expansión de la autoridad del Estado sobre casi todo tipo de conducta humana, principalmente en el campo económico, y que es la forma en que actualmente se le conoce principalmente en los Estados Unidos.

    Creo conveniente señalar que comparto lo que expresa Raimondo Cubbedu acerca de la concepción del liberalismo y que puede servir de marco general para los comentarios que siguen. Dice que “El liberalismo… tiende a identificarse con la búsqueda de un tipo de asociación política en la que la libertad y las expectativas individuales puedan realizarse con independencia del poder político. Por consiguiente, se preocupa básicamente de encontrar la mejor solución para que individuos libres, dotados de un conocimiento limitado y falible, y de diversas expectativas de tiempo, puedan mejorar la propia situación sin limitar las posibilidades de los demás de hacer lo mismo, y sin que tales mejoras tengan el efecto (voluntario o no) de incrementar el poder de los gobernantes.” (Raimondo Cubbedu, Atlas del Liberalismo, Madrid: Unión Editorial, 1999, p. 166).

    AFIRMACION No. 1: EL LIBERALISMO DESCANSA EN LA LEY DE LA SELVA.

    EXPLICACION: La expresión “ley de la selva” aplicada a la posición liberal se usa básicamente para dar a entender que en dicho orden político cada persona está por sí misma, sin tomar en cuenta a las demás, en donde todo se vale, primando la supervivencia del más fuerte. La falla atribuida al liberalismo es que asume que la persona tiene como único interés el propio y que no toma en cuenta a intereses distintos de éste, actuando así en consonancia.

    El liberalismo como sistema político está reglado por el principio de legalidad, que esencialmente garantiza la libertad de cada individuo frente a la coerción. Esto es, asigna al Estado la función de protegerlo del abuso que otros puedan pretender imponer sobre su persona. Se supone que en una “ley de la selva” el más fuerte sería quien se impusiera –como “animalitos”- mientras que en una sociedad liberal el principio de la igualdad ante la ley de las personas garantiza la igualdad de los derechos de cada individuo. Esto implica someter con la fuerza de la ley ejecutada por el Estado a quien pretenda despojar a otros de de su libertad innata. “El más fuerte” sería así restringido cuando intente ir más allá de los límites fijados a su propia libertad, esencialmente que se le impida traspasar los dominios de libertad de otras personas en sociedad.

    En el sistema liberal el monopolio de la fuerza en manos del Estado garantiza que los individuos sean iguales ante la ley. Garantiza la libertad de los individuos ante quien amenace despojarles de ella. En la concepción liberal el Estado es también limitado, a diferencia de lo que caracteriza a órdenes políticos totalitarios. Aquí resulta crucial la existencia de una Constitución que de alguna manera reconozca los derechos primarios innatos a las personas; esto es, su libertad, ante el poder del Estado. Es necesario que el Estado tenga un lugar propio limitado por el principio de legalidad, de manera que se proteja a las personas del abuso que ese Estado puede cometer contra ellas.

    Entre las instituciones básicas que se ha ido diseñando a través del tiempo para limitar dicho poder del Estado se encuentran no sólo aquellas propias del orden político, tales como división de poderes, frenos y contrapesos entre distintos poderes públicos, la existencia de un parlamento, sino crucialmente el derecho a la propiedad que poseen las personas. Como dice Hayek, “La ley, la libertad y la propiedad son una trinidad inseparable. No puede haber ley en el sentido de reglas universales de conducta que no determine límites a los dominios de la libertad al fijar reglas que permiten a cada cual estar seguro de adónde es libre de actuar.” (Friedrich A. Hayek, Law, Legislation and Liberty, Vol. 1: Rules and order, Chicago: The University of Chicago Press, 1973, p. 107). De aquí se deriva aquella idea fundamental de que los individuos son libres de actuar en todo aquello que la ley no prohíba, en tanto que el Estado sólo puede actuar en aquello que la ley le permite hacerlo.

    En la anarquía –ausencia de Estado- regiría la ley del más fuerte en el sentido de que no habría ley que limitara tal posibilidad (excepto algunos teóricos que señalan que la ley, mediante la costumbre, surgiría espontáneamente, limitando el accionar de los individuos). No voy a referirme al tema de las utopías como tampoco al hecho de que es imposible, en un orden que cambia permanentemente como el liberal, definir para siempre los derechos de propiedad, lo cual requiere de un Estado que evite conflictos sobre derechos de propiedad que los defina. Me parece que este es un papel que el

    Estado debe desempeñar en un orden político liberal.
    Por lo expuesto, se puede rechazar la aseveración inicial de que el orden liberal se apoya en la llamada “ley de la selva”, sino todo lo contrario dado que, si bien limita el papel del Estado a un mínimo necesario para garantizar la libertad de los individuos, el interés propio se ve limitado por el derecho que por ley poseen las demás personas.

    Una consideración final acerca de la idea de que la falla del liberalismo radica en que en dicho orden político la persona tiene como único fin el interés propio sin tomar en cuenta otros intereses diferentes a éste. A esto es lo que en ciertos sectores se le ha llamado el carácter egoísta del liberalismo. Otras versiones destacan que el liberalismo se fundamenta en la avaricia o en el consumo sin freno. Pero hay un error en adscribirle exclusividad en cuanto a defectos humanos, que son propios de cualquier orden político. Por ello me parece muy afortunada la advertencia que formula Schwartz, al indicar que “todos esos vicios connaturales a los seres humanos (avaricia, egoísmo, prepotencia ante el consumo) aparecen en la sociedad libre más a las claras que en las pacatas (tímidas, tranquilas o pacíficas) sociedades cerradas de la Edad de Oro ‘dichosa’, como decía Don Quijote, ‘porque entonces los que en ella vivían ignoraban dos palabras de tuyo y mío.’” (Pedro Schwartz, “Los límites de la razón y la ética del liberalismo,” en Nuevos Ensayos Liberales, Madrid: Espasa Hoy, 1999, p. 223. Los paréntesis son míos.).

    No sólo las sociedades abiertas son precisamente más abiertas en cuanto a que permiten reflejar las debilidades individuales, pero no significa ello que tales debilidades están ausentes en otros órdenes políticos, los cuales, al posiblemente no ser tan abiertos como el orden liberal, lo que hacen es ocultar tales condiciones. En todo caso, el error radica en confundir el término egoísmo con lo que podría denominarse amor propio, que cuando se degenera es que se convierte en egoísmo. Por ello es que Adam Smith en la Teoría de los Sentimientos Morales nos dice que

    “También interesarse en nuestra propia felicidad e interés en muchas ocasiones aparecen ser principios de acción muy plausibles. Los hábitos de la economía, la industria, la discreción, la atención y la aplicación del pensamiento, se suponen que generalmente son cultivados a partir de motivaciones en el interés propio y al mismo tiempo son entendidos como calidades muy valiosas que merecen la estima y aprobación de todos.” (Adam Smith, The Theory of Moral Sentiments, Indianapolis: Liberty Classics, 1969, p. 481.).

    La libertad, que es la base del orden liberal, para proseguir los intereses propios es tan importante para el individuo egoísta como al mayor de los altruistas, quienes así pueden actuar en el logro de sus propias escalas de valores. Lo normal en la conducta de las personas es incorporar los intereses propios en su toma de decisiones, pero también los de sus familias, amigos, vecinos y asociados; esto es, como dice Hayek, “Uno de los derechos y deberes fundamentales del hombre libre es decidir qué necesidades y qué necesitados se les antojan más importantes” y señala que “parte esencial de la libertad y de las concepciones morales de una sociedad libre es la elección de nuestros asociados y, generalmente, de aquellos cuyas necesidades hacemos nuestras.” (Friedrich A. Hayek, Los Fundamentos de la Libertad, Madrid:
    Unión Editorial, 1975, p. 94).

    AFIRMACION No. 2: EL LIBERALISMO ES CONSERVADOR.
    EXPLICACION: Una vez que el pensador liberal Friedrich Hayek había escrito su famoso libro Los Fundamentos de la Libertad, decidió añadir al texto un capítulo titulado “Por qué no soy conservador”, en el cual explica claramente la diferencia entre el liberal y el conservador. (Ibíd., p. p. 417-430). Tomo como base dicho Post-Scriptum para exponerlas. En primer lugar, mientras el conservador tiene un temor a la mutación y al cambio, un miedo a lo que es nuevo por el hecho de ser nuevo, el liberal mantiene una actitud abierta y confiada en el cambio que surge libremente y en la evolución de las cosas, si bien es consciente de que a veces el hombre procede a ciegas. Mientras que el gobernante conservador tiende a paralizar la evolución por el hecho de ser desconocidos sus resultados finales, el gobernante liberal la acepta confiado en que, de manera espontánea, aquélla acomodará las nuevas circunstancias.

    Así, mientras el conservador requiere de una mente superior, alguna autoridad que vigile esos cambios, el liberal, si bien acepta que hay gentes que poseen cierto grado de superioridad sobre otras, no que alguien de por sí tenga la atribución de asumir esas posiciones. Como dice Hayek, “quienes pretenden ocupar en la sociedad preponderante posición deben demostrar esa su pretendida superioridad acatando las mismas normas que a los demás se aplican” (Ibíd., p. 422); esto es, se aplica el principio de igualdad ante la ley.

    El conservador se opone a todo nuevo conocimiento pues teme que derive en consecuencias para él indeseables, en tanto que el liberal acepta como principio la crítica racional de ideas que pueden o no ir en contra de lo que cree. Por ello el oscurantismo que suele rodear al conservador y que muchas veces lo empuja al “nacionalismo patriotero”, incapaz de comprender que las ideas no conocen patria y que por el hecho de ser concebidas por algún connacional no las convierte en sabiduría y corrección, sino tal vez lo contrario.

    Hay sí un grado en que el liberal se acerca al conservador, cual es en la desconfianza de la razón en cuanto a que se considere que las instituciones humanas sólo pueden existir si han sido objeto del diseño deliberado de los hombres. Por supuesto, no en cuanto a que el uso de la razón deba ser el elemento esencial en la crítica. Cuando hablamos de “irracionalismo” nos referimos a la pretensión de que las instituciones sólo pueden existir gracias a alguna estructuración deliberada; por el contrario, los liberales son conscientes de las limitaciones humanas en cuanto al conocimiento, lo que Hayek llama “la humana ignorancia”, lo que le aleja de las creencias de naturaleza sobrenatural o de índole autoritaria cuando la razón no nos brinda argumentos en uno u otro sentido. Por ello, el liberal no pretende imponer sus creencias a terceros, pues con claridad separa los ámbitos espirituales de los temporales.

    El liberal respeta la tradición y las costumbres en cuanto sean convenientes y que apuntan hacia los fines que el liberal desea conseguir, no por el hecho de ser antiguas. Las respeta porque son resultado de la conducta humana que en medio de la evolución ha conjuntado comportamientos que les son útiles a los individuos para vivir libremente en sociedad; porque facilitan la adaptación de las personas a los acontecimientos según se evoluciona y que no es posible predecir de antemano. Claro que dicha adaptación no es perfecta, aunque se puede suponer que su existencia se da porque le ha generado ventajas a los individuos en sociedad, pero esa misma imperfección, en especial ante nuevos acontecimientos, exige un lugar a la posibilidad del cambio y aquí es en donde difieren radicalmente el conservador del liberal.

    Mientras el primero quiere la vigencia del status quo, el segundo acepta el cambio en cuanto le sea útil a sus propósitos individuales en sociedad: no se opone a la evolución y al progreso.

    Por lo anterior no es correcta la presunción de que liberalismo y conservadurismo sean lo mismo, si bien en el liberalismo hay elementos conservadores, como el respeto a la tradición en cuanto resultado de experiencias adaptativas a la incertidumbre en que se desenvuelve el individuo. Pero el liberal siempre tiene campo para que varíen las cosas, para que el individuo se pueda adaptar a las nuevas circunstancias siempre cambiantes en que se desenvuelve.

    AFIRMACION No. 3: EL LIBERALISMO ES ANTI-EMPRESARIO.
    EXPLICACION: Vean qué interesante: mientras algunos señalan que el liberalismo casi que es un instrumento político al servicio de los empresarios, hay otros quienes consideran que el liberalismo se opone al empresario. Por ello, creo que es necesario hacer una explicación en doble vía acerca de la relación que puede existir entre el pensamiento liberal y la importancia del empresario en la vía económica.
    El empresario puede ser entendido como el individuo que está alerta en el descubrimiento de oportunidades que hasta el momento han sido soslayadas, que hayan pasado inadvertidas, y que puede explotarlas traduciéndose en ganancias inmediatas o futuras. Esto bien puede requerir buen juicio y creatividad, pero lo importante es el proceso de descubrimiento que implica el papel del empresario. Su gran utilidad descansa en que, en el marco de un mercado que asigna económicamente los recursos, es capaz de descubrir esas oportunidades previamente no descubiertas.

    Es así como juega un papel vital en la lucha contra la escasez.

    La sociedad puede progresar y amplía su libertad cuando dispone de mecanismos que den prioridad a nuevas soluciones que faciliten nuestra adaptación al cambio. Eso se logra gracias a la invención y al desarrollo de los mercados, en donde el empresario es quien descubre esas nuevas soluciones traducidas en su posible explotación que le reditúe ganancias.

    Pero es crucial la existencia de la competencia abierta para que esa búsqueda no se convierta en un feudo a explotar por los individuos que se benefician con ella, sino que sea un proceso que permita sin interrupción el descubrimiento de nuevas oportunidades. En el orden del mercado hay un tendencia natural a que surjan monopolios: es propio de los individuos tratar de forjar barreras de todo tipo para impedir no sólo que otros compitan con ellos, sino porque consideran que tales barreras son las que les permiten competir con otros, pero es muy frecuente la práctica de tratar de que sea el Estado quien les otorgue monopolios legales que les permitan conservar el privilegio. Por ello lo esencial en un orden liberal es evitar el daño que causa la limitación a la competencia. La mayor fuente de impedimento es el acceso político que se puede tener para que se cree una regulación estatal favorable a la conservación de alguna actividad económica específica. Esta es una razón por la cual en un orden liberal se debe disponer de normas generales y no específicas que permitan evitar dichas limitaciones a la competencia.

    Cuando un liberal estimula el surgimiento de reglas universales que limitan el privilegio concedido a alguno o algunos para evitar la competencia por medio del uso de legislación o regulación específicas, es que se escucha el clamor de que el liberalismo es contrario a la empresa privada. Sí, es contrario porque no considera conveniente que se otorguen privilegios que impidan la libre competencia. El liberal cree en un empresariado descubridor y explotador de las oportunidades previamente no descubiertas, pero sujeto a la regla general de la competencia y no de la regla específica estatal que cohonesta el monopolio.

    Lo expuesto explica la fuerte asociación histórica del pensamiento liberal en contra del proteccionismo comercial con la creencia en la empresa privada como elemento dinamizador del cambio y del progreso económico. Nos oponemos al proteccionismo porque afecta al consumidor cuya satisfacción es el fin último en una economía, en tanto que otorga un beneficio particular a algún grupo productor o importador concreto gracias a la imposición de aranceles que efectúa el Estado, impidiendo una competencia deseable. Creemos en la empresa en competencia, en donde si bien cada una de ellas actúa probablemente tratando de lograr una posición monopólica, es la misma competencia la que le impide el logro permanente de dicho privilegio.

    AFIRMACION No. 4: EL LIBERALISMO ES PATERNALISTA.
    EXPLICACION: Entre pensadores liberales hay actualmente una discusión interesante en torno al tema del papel del Estado en cuanto a las decisiones que deben tomar los individuos libres en sociedad. Una visión es la llamada “paternalismo duro” que considera que el Estado desempeña un papel autoritario por el cual define mediante su poder la toma de decisiones por parte del individuo. Por ejemplo, he escuchado la propuesta de que el Estado debería prohibir la venta de bebidas gaseosas azucaradas pues ello provoca obesidad entre los ciudadanos. En síntesis, en esta visión se elimina la libertad de escoger de las personas, sustituyéndola por la prohibición y el mandato de ciertas conductas específicas según el criterio de la autoridad; esto es, en última instancia asoma un carácter autoritario del Estado aunque presuntamente se haga en beneficio de las personas para las cuales dicta su decisión. Los órdenes fascistas y socialistas, e incluso partes del ideario político social-demócrata, se pueden caracterizar por ese “paternalismo duro”

    La otra visión ha sido denominada paternalismo “del tío” en vez de la figura “paternal” del paternalismo usual. Con esta expresión se quiere dar a entender que la acción del Estado se asemejaría más al interés que puede mostrar “un tío” en vez de la “orden” que le suele inferir un padre a su hijo en cuanto a la bondad o corrección de ciertas acciones que éste lleva a cabo. A aquella versión de paternalismo también se le ha llegado a conocer como “paternalismo suave”, que en esencia se basa en la presunción de que el Estado puede ayudar a la persona a tomar decisiones que las hubiera realizado si hubiera tenido una mayor fuerza de voluntad o conocimiento sobre ellas.

    Hay algunos teóricos liberales clásicos quienes, especialmente en el campo económico, han incidido para que esta última posición sea objeto de meditación dentro del campo de las políticas liberales. Me refiero, por ejemplo, a Vernon Smith, del Departamento de Economía de la Universidad George Mason, ganador del Premio Adam Smith de la Asociación para la Educación sobre la Empresa Privada, además de Premio Nobel en Economía en el 2002 junto con Daniel Kahneman, quienes escribieron acerca de lo que hoy se conoce como economía del comportamiento, que es la base política de lo que se ha mencionado como paternalismo blando o paternalismo “del tío”. Brevemente, por ejemplo, resaltan que los individuos suelen valorar más los resultados en el corto plazo sobre otras opciones que, si bien les otorgan mayores beneficios, los recogen a un plazo más largo o que, según sea la forma en que a los individuos se les presentan las opciones, por ejemplo, una disyuntiva definida en términos positivos ante otra en términos negativos, ello incidirá en la toma de decisión de las personas. En resumen, se define a un individuo menos hiper-racional de lo que suelen asumir los análisis económicos neoclásicos.

    Si esa hiper-racionalidad no está siempre presente, se puede considerar la posibilidad de que el Estado modifique sutilmente las decisiones de las personas, por ejemplo, alterando la forma en que se presentan las opciones o bien modificando las expectativas en el tiempo de los flujos de beneficios. Eso sí, lo proponen sin que en esencia haya una alteración de la libertad de elección que poseen los individuos, pero se les informaría debidamente acerca del porqué de la propuesta estatal. Se supone que, de esta manera, se ayudaría a las personas a que tomen las decisiones correctas.

    Así esta propuesta de “paternalismo suave” tiene una diferencia con los paternalistas duros, quienes creen que los individuos no son capaces de decidir por sí mismos en función de su bienestar y que el Estado debe ser el que decida por ellos.
    Se puede considerar que en la posición del paternalismo “del tío” o “paternalismo suave” de lo que se trata no es de dar pescado a la gente, sino de enseñarla pescar; esto es que, a diferencia del “paternalismo duro”, en que el Estado interviene dándole el pescado a la gente, su función aquí es la de darle instrumentos que le permitan mejorar su estrategia de elección, mediante una valoración adecuada (más informada) de los pros y de los contras de ellas.

    La tesis que debe ser cuestionada en este último enfoque es, en primer lugar, si el Estado es capaz de mejorar las decisiones de los individuos, aún cuando estemos de acuerdo en que sus decisiones son “equivocadas”. Los individuos, aún disponiendo de la información que ahora les brinda el Estado, bien podrían continuar haciendo elecciones “equivocadas”.

    En segundo lugar, la suposición o hecho de que los individuos se equivocan en su toma de decisiones se puede extender fácilmente a la toma de decisiones de los mismos burócratas que, en este análisis, serían quienes presuntamente saben cuáles son las decisiones correctas. A diferencia de la posibilidad de que en un marco competitivo los individuos tengan un incentivo para corregir sus errores, en un proceso en donde la misma toma de decisiones induce a que la gente vaya tomando mejores decisiones, tal corrección no se extiende tan fácilmente al burócrata en el seno de un monopolio público o de una agencia gubernamental, en donde no se presentan los incentivos requeridos que permitan internalizar los costos de tomar decisiones equivocadas.

    Precisamente uno de los problemas serios con la toma de decisiones burocráticas, como lo ha expuesto el análisis del “Public Choice”, es la estructura de incentivos que no conduce a la solución competitiva óptima, pues los incentivos pueden más bien incitar hacia la permanencia de rentas que percibe el burócrata. Deben tenerse presente que los burócratas son seres humanos con ambiciones propias, quienes tienen un conocimiento limitado y carecen muchas veces de la voluntad requerida para tomar ciertas acciones, al igual que como puede suceder con el resto de las personas. Entonces, ¿cuál es la diferencia que surgiría mediante políticas de “paternalismo suave”? Ello se lo preguntó en una ocasión el economista austriaco Mario Rizzo, al discutir sobre este tema (Mario Rizzo en el blog del 25 de mayo del 2007 del Wall Street Journal, “Should Policies Nudge People To Make Certain Choices?“: “¿En quién se puede confiar más: en individuos que enfrentan los costos y los beneficios resultantes de sus propias acciones o en políticos y burócratas quienes no los encaran?” Yo dejo que la respuesta la formule el amigo lector. En todo caso, en el seno del liberalismo la idea de un “paternalismo suave” como parte de su accionar político no es un tema que esté resuelto.

    AFIRMACION No. 5: EL LIBERALISMO ES RETRÓGRADO.
    EXPLICACION: Empecemos por entender al término “retrógrado” como lo contrario del “progreso”, comprendido esto último como alguna forma de adelanto cultural y técnico que se presenta en una sociedad. El término retrógrado se suele asociar con los enemigos del cambio y de la innovación.

    ¿Será cierto, entonces, que el liberalismo es enemigo del cambio, de la innovación, del progreso?; ¿que es partidario de la idea de que todo tiempo pasado fue mejor?
    Es momento de formular algunas explicaciones de cómo las sociedades han evolucionado desde sistemas tribales de grupos humanos de tamaño reducido a lo que hoy podemos denominar, siguiendo a Hayek, como “Sociedad Libre” o la “Gran Sociedad” que mencionó Smith, o la que Popper, denominó como la “Sociedad Abierta”. Esto es, un orden espontáneo que resulta de la interacción de individuos separados, cuya coordinación se define al seguir ciertas reglas generales de conducta; un orden más complejo que persiste a través de un proceso evolutivo que permite adaptarse a sí mismo como un todo, a aquellos cambios acerca de los cuales cada uno de los individuos que participa en él sabe tan sólo una pequeña fracción. Así, a diferencia de un “grupo pequeño”, que posee fines específicos, en una sociedad espontánea con multiplicidad de individuos y con muy diversos fines, se da un acomodo de esos muy diversos intereses concretos individuales o de grupos pequeños.
    Las sociedades espontáneas suelen ser complejas en las cuales el conocimiento se coordina en el marco de reglas generales y no mediante la dirección ordenada del comportamiento de los individuos. Como señala Hayek, “El orden espontáneo surge a partir del balance que cada elemento hace de todos los diferentes factores que operan sobre él y por el ajuste que hacen entre sí de sus diversas acciones, un balance que se vería destruido si algunas de las acciones son determinadas por alguna otra agencia con base en un conocimiento diferente y al servicio de fines diferentes.” (Friedrich A Hayek, Law, Legislation and Liberty, Vol. 1, Op. Cit., p. 51).

    La libertad es un artefacto resultante de la evolución cultural en que la gente aprendió reglas de conducta que le permitieron adaptarse eficientemente a las situaciones cambiantes. Estos son sistemas caracterizados por ser órdenes que han surgido espontáneamente sin que haya sido diseñado por mente alguna. Como dice Hayek: “La libertad fue hecha posible por la evolución gradual de la disciplina de la civilización que es al mismo tiempo la disciplina de la libertad. Protege al hombre por medio de reglas abstractas impersonales contra la violencia arbitraria de otros y permite que cada individuo trate de construir por sí mismo un dominio protegido en el cual a nadie más le es permitido interferir y en el cual él puede usar su propio conocimiento para sus propios propósitos.” (Friedrich A. Hayek, Law, Legislation and Liberty, Vol. 3: The Political Order of a Free People, Chicago: The University of Chicago Press, 1979, p. 163). Así se pudo transitar de una sociedad de grupos cerrados en que los individuos se conocían entre sí íntimamente, a una sociedad abierta en que lo que los une es la obediencia a reglas abstractas concretas. De esta manera fue factible evolucionar de una sociedad compuesta por unos pocos agricultores o cazadores a otra más compleja basada en el intercambio que practican sus integrantes.

    La mayoría de la gente aprendió estas reglas generales que conformaron la costumbre y la tradición de cierto momento y ello permitió que surgiera una sociedad caracterizada por el intercambio y la división del trabajo que permitió un enorme progreso y desarrollo económico. Estos se originaron cuando el individuo dejó de producir tan sólo para sus pocos allegados y se dedicó a satisfacer las necesidades de muchísimos desconocidos.

    Si bien se podría identificar la evolución de la tradición con el progreso, la evolución espontánea es condición necesaria pero no suficiente para el progreso. A lo más que podemos aspirar es a crear aquellas condiciones que sean favorables para progresar, pues nunca es posible saber con certeza si una medida propuesta nos garantiza que progresemos. Simplemente la evolución es indefinida y no se sabe que turnos podrá tomar, de manera que lo esencial es disponer de instituciones que permitan la mayor flexibilidad de adaptación al cambio y la evolución. En el campo económico, a fin de resolver el problema de la escasez y la incertidumbre de los cambios y la evolución, así como de la imperfección natural del hombre, la institución del mercado libre ha permitido tal adaptación que hasta la fecha parece haber dotado de un enorme progreso a las personas.

    Como bien lo resume Pedro Schwartz, el mercado es una condición necesaria para la libertad, pues “en un mundo dominado por la Ignorancia, la Escasez y la Incertidumbre, las sociedades liberales ha producido inintencionadamente una institución que aumenta sus posibilidades de Conocimiento, Abundancia y Progreso.” (Pedro Schwartz, “Bases Filosóficas del Liberalismo,” en Nuevos Ensayos Liberales, Op. Cit., p. 128).

    Esa institución es un mercado libre, descentralizado, que permita que los empresarios (cada uno de nosotros de cierta manera casi que lo es) puedan descubrir y explotar aquellas oportunidades que hoy yacen escondidas, con lo cual es posible progresar.

    Esto es, que el progreso sea una posibilidad, porque la evolución no nos garantiza a futuro si se logrará el progreso. Lo que si puede darnos una idea del progreso es lo que ha sucedido a través de la historia de la civilización, cuyo mejor resultado es el aprecio que se le suele tener a los órdenes basados esencialmente en la libertad de los individuos en contraste con otros sistemas totalitarios, cuyos resultados difícilmente podríamos calificar como “progresos”. De aquí que lo crucial en cuanto a la virtud de un orden liberal es si dispone, gracias a la vigencia de la libertad, de instrumentos que permitan a la sociedad adaptarse al cambio inesperado. Esos instrumentos son ciertas normas de conducta generales aprendidas que facilitan la colaboración entre los individuos, en donde también el aprendizaje que han tenido nuestros antepasados se recoge en tradiciones que han probado ser útiles y que ahora se nos transmiten. Claro, estas tradiciones no son útiles eternamente pues las circunstancias cambian, de manera que por ello el liberal esta lejos de ser un conservador, sino que aprecia la importancia de las tradiciones en la vida social.

    En resumen, como dice Hayek, “todo proceso evolutivo… es un fenómeno que implica la incesante adaptación a un conjunto de acontecimientos imprevistos, a un cúmulo de circunstancias cuya evolución nadie puede prever…”, por lo que el caso a favor del liberalismo está en destacar como, mediante la herramienta de la libertad, ese orden posee las vías por las cuales “las estructuras de índole compleja comportan mecanismos de corrección que, aunque sin duda condicionarán el futuro acontecer, nunca eliminará su condición de impredecible.” (Friedrich A. Hayek, La Fatal Arrogancia: Los errores del socialismo, Obras Completas de Hayek, Vol. I, Madrid: Unión Editorial, 1994, 9 216.)

    Por Carlos Federico Smith

  6. #36
    2009-09-30-ALGUNAS AFIRMACIONES Y EXPLICACIONES ACERCA DEL LIBERALISMO-PARTE II

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    COLUMNA LIBRE: PRIMERAS CINCO AFIRMACIONES Y EXPLICACIONES ACERCA DEL LIBERALISMO: PARTE II


    Boletín de ANFE, 30 de setiembre del 2009. Este comentario fue integrado con ligeras variaciones como parte del libro “Mitología acerca del Liberalismo” (San José, Costa Rica: Asociación Nacional de Fomento Económico, 2010), así como también en el sitio de ElCato del Cato Institute, de Washington, D.C., en el período 14-04-2010 a 23-06-2010.

    Esta edición del Boletín de ANFE continúa el análisis de objeciones que se suelen formular al liberalismo y que iniciáramos en el Boletín anterior. En esta oportunidad se tratan cinco objeciones adicionales a las primeras cinco ya comentadas.
    Reitero que la expresión liberalismo, tal como se mencionó en el primer comentario en el Boletín de ANFE, se refiere a lo que se conoce como liberalismo clásico. Esto es, en esencia aquél que, consciente de que el Estado es una institución indispensable, minimiza el alcance de la esfera pública en contraste con la esfera de acción privada, de manera que las personas puedan colaborar al máximo libremente entre sí, Acerca de ello, me permito resaltar lo que dice el estudioso Raimondo Cubeddu: “El liberalismo es ante todo una teoría y una praxis para el control y la reducción del poder que parte de la constatación de que los individuos, aun teniendo los mismos derechos, son naturalmente diferentes en cuanto dotados de un conocimiento limitado y falible.” (Raimondo Cubeddu, Atlas del Liberalismo, Madrid: Unión Editorial, 1999, p. 16. Las letras en cursiva son del autor).

    AFIRMACION No. 6: EL LIBERALISMO ES ANTI-RELIGIOSO.
    EXPLICACION: Para analizar esta afirmación, es necesario hacerlo desde dos matices diferentes. Uno, que me permito llamar “histórico”, requiere tener presente principalmente la historia de América Latina -que incluye la experiencia de Costa Rica- acerca de conflictos políticos que se dieron entre “liberales” y el orden secular de la Iglesia Católica, principalmente en el siglo XIX. Estos no sólo se concentraron en esa área geográfica, sino que también se presentó en regiones de Europa. El segundo enfoque, que denomino “ideológico”, se refiere a si, como tal, el pensamiento liberal es antitético a las creencias religiosas, independientemente de su momento histórico-político.

    En cuanto a lo primero, es sabido que el término “liberal” se conoció formalmente por primera vez en las reuniones de las Cortes de Cádiz y en la elaboración de la Constitución española de 1812. Liberales se les llamó a los diputados asistentes a dichas reuniones, quienes se oponían al absolutismo monárquico de la época. A su agrupación política se le denominó “partido liberal”. Esto le menciona Hayek, quien dice que “como nombre de un movimiento político, el liberalismo aparece… primeramente cuando en 1812 fue usado por el partido español de los Liberales.” (Friedrich A. Hayek, “Liberalism,” en Enciclopedia del Novicento, 1973 y reproducido en Friedrich A. Hayek, New Studies in Philosophy, Politics, Economics and the History of ideas. London: Routledge & Kegan Paul, 1978, p.p. 120-121).
    Durante el siglo XIX el liberalismo político se extendió en el continente americano y en muchas ocasiones se enfrentó políticamente con la Iglesia Católica, la cual, a inicios de dicho período, se encontraba fuertemente ligada con el poder político español. Conforme las naciones latinoamericanas se independizaron - el movimiento independentista fue impulsado en grado sumo por los movimientos liberales- la Iglesia Católica pretendió conservar ciertos privilegios que los nuevos gobiernos consideraron inapropiados, como, por ejemplo, cementerios en donde no se podía enterrar a quienes no participaban de la fe católica o el dominio de muy vastas propiedades que esos políticos juzgaban debían pasar a manos seculares o bien el casi monopolio de la educación religiosa, en contraste con la propuesta liberal de una extensa educación (generalmente estatal) laica, entre otros problemas “terrenales”.

    Es discutible si esas acciones gubernamentales frente al poder terreno de la Iglesia Católica, que en cierto grado no parecen ser muy liberales, fueron las apropiadas de llevar a cabo. El hecho significativo para nuestro análisis es que en esa era se presentó un importante conflicto entre las autoridades políticas, que se solían denominar liberales, y las autoridades de la Iglesia Católica, que históricamente habían estado fuertemente asociadas con las autoridades imperiales españolas. La Iglesia, en general, era muy cercana a todo tipo de poder monárquico, como fue el caso de Francia, por ejemplo, pero es necesario señalar que, en algunas otras naciones europeas, el conflicto fue entre gobiernos de tipo liberal y autoridades religiosas distintas de la iglesia Católica.

    Este fenómeno latinoamericano (y de Francia) puede, entonces, explicar la aseveración de que “El liberalismo es anti-religioso”, pero en realidad era una disputa de poder entre gobernantes de partidos liberales y una Iglesia Católica que había estado profundamente ligada a los gobernantes imperiales que habían perdido la lucha por mantener la Corona Española en América Latina. No hay duda que la lucha de los liberales por la libertad de los individuos los enfrentaba directamente con el poder religioso conservador y ligado a los reyes de ese entonces.

    Más interesante de analizar, en mi criterio, es si el liberalismo, como orden político y abstrayéndolo de circunstancias históricas particulares, adversa las creencias religiosas concretas que puedan tener los individuos dentro de ese orden extendido, a lo cual respondo con un significativo no, como intentaré explicar.

    Ciertamente hubo destacados pensadores que contribuyeron a definir lo que se puede denominar como el pensamiento liberal clásico y quienes se opusieron a movimientos religiosos, principalmente a la Iglesia Católica, pero reitero que surgía de la fuerte relación entre monarcas absolutistas y esa corporación religiosa, principalmente, pero que también fue un conflicto que se presentó con otras agrupaciones religiosas. Ejemplos de aquellos intelectuales son Voltaire y Montesquieu, ilustrados franceses, quienes criticaron fuertemente la relación entre la Iglesia Católica y los reyes totalitarios, así como el inglés John Locke, acerca de quien de seguido me referiré con algún grado de detalle.

    John Locke, uno de los más importantes pensadores germinales del liberalismo clásico, siempre consideró a la iglesia como “una sociedad libre y voluntaria y que los asuntos religiosos estaban lejos de los intereses del gobierno”. Señaló que “la tolerancia que le extendía a otros se la negaba a los papistas y a los ateos… pero es claro que Locke hizo tal excepción no por razones religiosas sino con fundamento en políticas de Estado. Miró a la Iglesia Católica como un peligro para la paz pública porque le había otorgado obediencia a un príncipe extranjero; y excluyó al ateo porque, desde el punto de vista de Locke, la existencia del Estado dependía de un contrato y la obligación del contrato, como de toda ley moral, dependía de la voluntad Divina.” (W. R. Sorley, “John Locke” en The Cambridge History of English and American Literature, Vol. VIII: The Age of Dryden, XIV: John Locke, 13: Locke’s View on Church and State, par. 27, New York: Putnam, 1907-1921).

    Como orden político, el liberalismo pretende garantizar la libertad de los individuos para que puedan satisfacer sus expectativas ante la vida, pero ello requiere de un Estado cuyo poder sea limitado. Como señala Cubeddu, este objetivo del liberalismo, si se traslada al campo religioso, “se concreta en la reducción de la religión a fenómeno privado y en la tolerancia” (Raimondo Cubeddu, Op. Cit., p. 32). Esta idea refleja la posición de Locke acerca de que la iglesia, de la cual escribió que, “Veamos lo que es una iglesia. Considero que ésta es una sociedad voluntaria de hombres que se reúnen de mutuo acuerdo para rendir culto público a Dios en la forma que ellos juzguen que le es aceptable y eficiente para la salvación de sus almas.” (John Locke “Carta sobre la Tolerancia”, en Estudios Públicos, 28, Santiago, Chile: Centro de Estudios Públicos, 1987, p. 8), y en lo que se refiere a la tolerancia, transcribo un párrafo de la Carta de Locke que, al conjuntarla con el papel del Estado ante la religión, me parece resume adecuadamente la posición liberal ante este tema: “que todas las iglesias se obligaran a proclamar que la tolerancia es el fundamento de su propia libertad y a enseñar que la libertad de conciencia es un derecho natural del hombre, que pertenece por igual a los disidentes como a ellos mismos, y que nadie puede ser obligado en materias de religión, ni por ley ni por fuerza.” (Ibídem, p. 34).

    Desde el punto de vista del individuo, es posible considerar que de alguna manera desea practicar algún tipo de religión y, por tanto, aprecia la libertad de practicarla (o de no hacerlo). Es un asunto de la conciencia de cada individuo el desear ejercitar (o no ejercitar) su práctica religiosa. Lo importante es que su práctica (o no práctica) no ocasione un daño a los demás individuos. Así, asevera David Conway, que “En virtud de la medida de libertad que otorga a sus miembros, una organización política liberal debe proveerles con la libertad de practicar (o de no practicar) la religión sin daño alguno… (ese) hecho de poder practicar la fe de su elección en sí mismo no establece que tal forma de organización política sea la mejor para cada miembro… pues mucha gente preferiría que tan sólo fuera su propia religión la practicada si se compara con que se permitiera a otros practicar otras formas de fe o el ateísmo… el precio que cada miembro de la sociedad debe pagar para que se le permita vivir de acuerdo con su propia fe particular es la extensión de la tolerancia religiosa a otros. La medida de libertad que se concede a todos los miembros dentro de una organización política liberal le permite a cada uno de ellos practicar o no practicar su religión de acuerdo con sus propias luces.” (David Conway, Classical Liberalism: The Unvanquished Ideal, New York: St. Martin’s Press, Inc., 1995, p. p. 17-18).

    Espero que con esta exposición de principios pueda haber desnudado la falacia de que el liberalismo es opuesto a la religión. La religión es, en esencia, un asunto privado en lo que nada tiene que ver el Estado. De aquí la importante idea liberal de la separación entre la Iglesia y el Estado. Al creyente, como al ateo, lo que les interesa es poder ejercitar cualquier creencia que su conciencia considere deseable. Y la sociedad abierta le garantiza el ejercicio (o el no ejercicio) de la fe, en tanto que con ello no dañe a los restantes individuos.

    El ensayo que Locke escribió en 1689, y que he venido citando, es crucial en el desarrollo del pensamiento liberal. En su Letters Concerning Toleration (Carta sobre la Tolerancia), trata del derecho de cada individuo a escoger su propio camino hacia la salvación, así como acerca de la ilegitimidad de que el Estado empuje a la gente a mantener ciertas creencias religiosas: el gobierno civil no debe tener incidencia en los asuntos religiosos de las personas.

    Termino el comentario de la presunción de que “el liberalismo es anti-religioso” con una cita de Locke, que me parece resume la correcta posición liberal ante el tema de la fe de los individuos, en donde enfatiza el límite del área pública del área privada en cuanto a la religión: “toda jurisdicción del gobernante alcanza sólo a aquellos aspectos civiles, y que todo poder, derecho o dominio civil está vinculado y limitado a la sola preocupación de promover estas cosas; y que no puede ni debe ser extendido en modo alguno a la salvación de las almas… el poder del gobierno está sólo relacionado a los intereses civiles de los hombres; está limitado al cuidado de las cosas de este mundo y nada tiene que ver con el mundo que ha de venir” (John Locke, “Carta sobre la Tolerancia”, en Estudios Públicos, Op. Cit., p. 6 y p. 8).

    AFIRMACION No.7: EL LIBERALISMO DISCRIMINA CONTRA LAS MINORÍAS.

    EXPLICACION: La mejor forma de entrarle a esta aseveración que se formula acerca del liberalismo es refiriéndose al debate intelectual en torno al multiculturalismo, fenómeno que si bien se relaciona con que muchas sociedades están abiertas al ingreso de gentes provenientes de otras culturas, conceptualmente permite también incorporar el tema de culturas de poblaciones indígenas como formas de vida “diferentes” de la tradición mayoritaria o más poderosa que hay en una nación (o bien de la minoría más poderosa). Así queda planteado el asunto de cómo las sociedades deben acomodar otras culturas diversas y diferentes de la propia y permite que analicemos la aseveración de que el liberalismo, como tal, discrimina contra las minorías en una sociedad.

    El llamado problema del multiculturalismo generalmente se ha referido a las necesidades de integración de culturas extranjeras o forasteras a la nacional mayoritaria, pero dicho tema nos permite analizar acerca de la posición liberal clásica ante la diversidad cultural, pues en principio es aplicable a grupos que sean objeto de discriminación en una sociedad, tales como la racial, sexual, tribal, de preferencia sexual, entre otros análogos, que en realidad son semejantes en cuanto a la aceptación de la diversidad y de cómo las sociedades deberán acomodarla.

    Señala Chandran Kukathas, “el liberalismo es una doctrina profundamente simpática con el multiculturalismo porque proclama la importancia de la libertad individual de vivir una vida propia para él o para ella, aún si la mayoría de una sociedad desaprueba la forma en que se vive esa vida. De acuerdo con las tradiciones del liberalismo, debe tolerarse los hábitos o las diferencias de una minoría en vez de ser suprimidas.”

    (Chandran Kukathas, “Anarcho-Multiculturalism: The Pure Theory of Liberalism,” en Geoffrey Brahm Levy, editor, Political Theory and Australian Multiculturalism, New York: Berghahn Books, 2006, p. 37).

    En el orden liberal una minoría no es obligada a que valores de una sociedad que no pueda acatar ni tampoco se le prohíbe que viva según sean sus valores. El punto esencial de la idea liberal es lograr formas en las cuales los grupos o minorías puedan vivir en sociedad sin entrar en conflicto con los otros grupos o con los valores de la sociedad; esto es, cómo lograr una coexistencia pacífica. Ello puede ser muy difícil de lograr en la práctica, pero la idea es que, en una sociedad en la que hay diversas culturas, cada persona podrá asociarse libremente con quien le plazca, sin tener que aceptar valores que no reconocen o bien que no puede obedecer, pero ello siempre en cuanto se respete el derecho a otros a hacer lo mismo. Lo podemos llamar tolerancia con los demás, que en el caso extremo puede ser llevado a ser tolerante aún con quienes no simpatizan con el liberalismo. Como dice Kukathas, “una sociedad multicultural liberal clásica puede contener dentro de ella muchos elementos iliberales.” (Chandran Kukathas, Ibídem, p. 38), pero también ningún grupo o cultura particular puede recibir un tratamiento especial diferente de las otras que componen la sociedad liberal. En resumen, ni favores ni temores.

    Esta visión de Kukathas no es enteramente compartida por otros pensadores liberales, quienes, por ejemplo, cuestionan el principio de si se puede ser tolerante con quienes son intolerantes hacia los principios liberales. Este tema ha sido objeto de constante debate entre pensadores liberales, aunque, como dice Kukathas, “si algo es característico de la tradición liberal es su cautela ante la concentración del poder y de los esfuerzos de los poderosos por suprimir el disentimiento. Los regímenes liberales han sido notables por su compromiso con la dispersión del poder y con la tolerancia hacia el disentimiento en las ideas –ya sean ellas conservadoras, socialistas, fascistas, teocráticas o simplemente anti-liberales.” (Ibídem, p. 41).

    Por considerarla una referencia relevante, me permito citar a Ludwig von Mises: “…el liberalismo debe ser intolerante ante cualquier tipo de intolerancia… El liberalismo exige la tolerancia como un asunto de principio, no de oportunidad. Demanda tolerancia aún de las enseñanzas obviamente más sin sentido, de formas absurdas de heterodoxia y de supersticiones tontamente infantiles. El liberalismo demanda tolerancia por las doctrinas y opiniones que considera van en detrimento y arruinan a la sociedad y hasta para con los movimientos que él combate infatigablemente. Porque lo que impulsa al liberalismo para demandar y estar de acuerdo con la tolerancia no es consideración por el contenido de la doctrina a ser tolerada, sino por el conocimiento de que sólo la tolerancia puede crear y preservar la condición de paz social, sin la cual la humanidad debe retroceder a la barbarie y penurias de siglos que hace mucho pasaron.” (Ludwig von Mises, Liberalism in the Classical Tradition, Irvington, New York: Foundation for Economic Education, 1985, p. p. 55-56).

    En el marco de la crítica de que el liberalismo clásico discrimina contra las minorías, en ocasiones se le ha acusado de ser racista, por lo que, a pesar de lo descabellado de la aseveración, me referiré brevemente a este caso concreto, señalando la idea liberal de que no hay amos naturales, ni esclavos naturales, pues, como señaló Adam Smith, “La diferencia entre los caracteres más desemejantes, como entre un filósofo y un esportillero (mozo que hace mandados de puerta en puerta), parece proceder no tanto de la naturaleza como del hábito, costumbre o educación.” (Adam Smith, La Riqueza de las Naciones, Tomo I, San José, Costa Rica: Universidad Autónoma de Centro América, 1986, p. 55. El paréntesis es mío).

    En torno a la discriminación racial y a su situación más extrema, como lo es la esclavitud, John V. Denson señala que: “Una de las metas principales y de los grandes logros del liberalismo clásico fue la abolición de la esclavitud –que ocurrió en toda la Civilización Occidental durante el siglo diecinueve -sin que la guerra fuera necesaria -excepto por la revuelta en Haití- a pesar del hecho de que la esclavitud había sido una importante y bien aceptada institución mundial durante miles de años. La gran tragedia para el liberalismo clásico, y para el pensamiento político de los Estados Unidos, fue que las ideas de un gobierno limitado y de los derechos de los estados, que eran ideas del liberalismo clásico que habían sido adoptadas por el Sur, se entrelazaron con la idea de la esclavitud, a la cual el liberalismo clásico se oponía.” (John V. Denson, editor, Reassessing the Presidency: The Rise of the Executive State and the Decline of Freedom, Auburn, Alabama: The Ludwig von Mises Institute, 2001, p. xvii).
    William Lloyd Garrison fue uno de los líderes más destacado del movimiento en favor de la abolición de la esclavitud en los Estados Unidos y un connotado liberal. En su Declaration of Sentiments of the American Anti-Slavery Convention, escrita en 1833, señaló que “El derecho a disfrutar de la libertad es inalienable. Invadirlo es usurpar la prerrogativa de Jehovah. Todo hombre tiene derecho a su propio cuerpo –a los productos de su trabajo propio- a la protección de la ley- y a las ventajas comunes que tiene una sociedad. Es piratería comprar o robarse a un nativo de Africa, y sujetarlo a esclavitud. Con certeza, el pecado es tan grande cuando se esclaviza a un africano como a un estadounidense.” (William Lloyd Garrison, “Man cannot hold property in Man,” en David Boaz, editor, The Libertarian Reader: Classic and contemporary writings from Lao-Tzu to Milton Friedman, New York: The Free Press, 1997, p. 78).

    Frederick Douglass planteó, creo mejor que nadie, el caso liberal en contra de la esclavitud y la servidumbre racial en los Estados Unidos. El escapó de la esclavitud en 1838 y escribió Letter to His Old Master (Una carta a su antiguo amo), que en parte dice: “Desde ese momento resolví que algún día me fugaría. La moralidad del acto lo resuelvo de la manera siguiente: Yo soy yo: usted es usted; somos dos personas distintas, personas iguales. Lo que es usted, lo soy yo. Usted es un hombre, y yo también lo soy. Dios nos creó a ambos, y nos hizo cosas separadas. Por naturaleza no estoy atado a usted, o usted a mí. La naturaleza no hace que su existencia dependa de la mía, o que la mía dependa de la suya… Somos personas distintas, y cada cual está igualmente provisto con las facultades necesarias para su existencia individual. Al dejarlo, no tomo nada que no me haya pertenecido, y de ninguna manera disminuyó los medios para que usted logre una vida honesta. Sus facultades le continúan perteneciendo, y las mías se convirtieron en útiles para el dueño correcto. Por lo tanto no veo que haya daño a alguna parte de la transacción.” (Frederick Douglass, “Letter to His Old Master”, en My Bondage and My Freedom, New York: Arno, 1969, y reproducida en David Boaz, editor, Ibídem., p. 82).

    También contra el liberalismo clásico se ha lanzado la acusación de ser anti-feminista, afirmación que debe analizarse a la luz de los principios liberales básicos de respeto a la diversidad de las personas y de la igualdad ante la ley. Esto es, tanto la mujer como el hombre tienen el derecho a la libertad sin que la persona sea objeto de coerción. El principio de igualdad ante la ley implica que las mujeres no deben ser tratadas de manera diferente ante ella; esto es ni favoreciéndolas ni afectándolas, pues las mujeres tienen el derecho a ser tratadas iguales que los hombres (y viceversa).

    Deseo ampliar algunas otras ideas que creo pueden reflejar adecuadamente la posición liberal clásica. En primer lugar, no parecen existir razones suficientes como para sugerir que el orden político del liberalismo clásico no brinda derechos suficientes como para que la mujer pueda desarrollar la vida que desea. La clave para tal resultado está en asegurarse la vigencia del principio de igualdad ante la ley. En segundo lugar, en una sociedad liberal no hay razones para suponer que dicho orden impide que las mujeres desempeñen un papel diferente del tradicional familiar y natural o que, asimismo, puedan desempeñar este último rol social, si así lo escogen libremente Los acuerdos privados con familiares, con sus esposos o esposas, y patronos, permiten que esos papeles puedan ser llevados a cabo. Finalmente, en un orden liberal clásico “no hay razón para suponer que, en caso de que los patronos hombres estuvieran prejuiciados en contra de emplear mujeres con base en los méritos, aquellas mujeres que no fueron empleadas debido al prejuicio no estarían en capacidad de lograr ser tan exitosas como lo ameritan sus talentos”, debido a la existencia de mercados competitivos que imponen un costo con aquellos quienes desean seguir prácticas discriminatorias. (David Conway, Classical Liberalism: The Unvanquished Ideal, Op. Cit., p. p. 63-64).

    En una respuesta al libro de Edmund Burke, Reflections on the Revolution in France, Mary Wollstonecraft, inspiradora de muchas feministas liberales clásicas, escribió lo siguiente: “Considere si, y se lo dirijo a usted como legislador, cuando los hombres luchan por su libertad y se les deja juzgar por sí mismos en lo referente a su propia bienestar, ¿si no es inconsistente e injusto subyugar a las mujeres, aún cuando usted cree firmemente que actúa de la manera mejor calculada de promover su libertad? ¿Quién hizo que el hombre fuera juez exclusivo, si la mujer comparte con él el regalo de la razón?... Que no haya coerción establecida en la sociedad, y si prevalece la ley común de la gravedad, los sexos descansarán en sus lugares correspondientes. Y, ahora que leyes más equitativas están formando a sus ciudadanos, el matrimonio puede llegar a ser algo más sagrado: los hombres jóvenes pueden escoger esposas por motivos de afecto y las mujeres jóvenes permiten que el amor destierre la vanidad…” (Mary Wollstonecraft, “The Subjugation of Women”, en David Boaz, editor, The Libertarian Reader: Classic and contemporary writings from Lao-Tzu to Milton Friedman, Op. Cit., p. 62).

    Lo que los liberales deben hacer en este campo es luchar por el orden competitivo que implique costos a quienes discriminen, así como que el Estado de ninguna manera trate a la mujer diferente del hombre en cuanto al principio de igualdad ante la ley, pero dando el campo adecuado para decisiones privadas libres en cuanto al desempeño de papeles tradicionales femeninos de cuidado de los niños, así como de los papeles sexuales o bien ante decisiones que signifiquen una vida diferente que las mujeres puedan desear llevar en busca de su felicidad propia.
    El principio básico del liberalismo clásico en torno a la diversidad me parece que radica en el deseo que tienen las personas de vivir en una sociedad que permita vicios personales que no causan daños a terceros, en contraste con un sistema en que el Estado puede prohibir dichas conductas con fundamentos morales o de que constituyen un peligro cuando así no lo es. Porque el gobierno, ante la posibilidad de restringir conductas privadas que no dañan a terceros, no tiene en principio un límite que le impida limitar tales conductas por inmorales o porque les causan un daño. Así las personas libres podrían verse limitadas en aquello que valoran al máximo simplemente porque alguien, por medio del poder coactivo del Estado, logró que éste la restringiera. A fin de asegurarse que su libertad propia no sea objeto de restricción estatal arbitraria, la persona debe estar de acuerdo en aceptar conductas de otras personas con las cuales no se está de acuerdo o bien cuya práctica constituye un peligro pero para esas otras personas, y no que le ocasionen un daño a él o ella. Este es, como dice Conway, “en esencia, el caso del liberalismo clásico a nombre del orden político liberal como una forma de régimen que es el mejor para todos los seres humanos.” ((David Conway, Classical Liberalism: The Unvanquished Ideal, Op. Cit., p. 20). La sociedad libre es el orden que mejor puede acomodar la diversidad innata de los individuos.

    AFIRMACION No. 8: EL LIBERALISMO ES ANTI-SOLIDARIO.
    EXPLICACION: Puede considerarse que, de cierta manera, esta explicación es una ampliación de la respuesta a la afirmación previa (la No. 7) de que el liberalismo discrimina contra las minorías. Efectivamente, para responder esta nueva afirmación (la No. 8) debemos referirnos al carácter individualista, entendido apropiadamente, del orden político liberal.

    Tal vez lo más apropiado es referirse a la forma en que el liberal se considera un individualista; es decir, haciendo ver que el aporte del individualismo a un orden social espontáneo “enfatiza… que el estado debería de ser… tan sólo una pequeña parte de ese organismo mucho más rico que llamamos ‘sociedad’ y que el estado únicamente debería de brindar un marco general en el cual tiene la extensión máxima la libre colaboración entre los hombres (y por tanto no ‘dirigida conscientemente’).” (Friedrich A. Hayek, “Individualism: True and False,” en Chiaki Nishiyama y Kurt R. Leube, editores, The Essence of Hayek, Stanford: Hoover Institution Press, 1984, p. p. 145-146).

    Para Hayek, el individualismo verdadero implica ciertos corolarios como que “el estado organizado deliberadamente… y el individuo… están lejos de vislumbrarse como las únicas realidades, en tanto que todas las formaciones y asociaciones intermedias deben ser deliberadamente suprimidas, siendo que las convenciones no obligadas de intercambio social son factores esenciales para preservar la operación ordenada de la sociedad humana… El individualismo verdadero afirma el valor de la familia y de todos los esfuerzos conjuntos de las comunidades y grupos pequeños, cree en la autonomía local y en las asociaciones voluntarias y, de hecho, el caso en su favor descansa fuertemente en el argumento de que mucho por lo cual usualmente se pide la acción coercitiva del estado, puede lograrse mejor mediante la colaboración voluntaria.” (Friedrich A. Hayek, Ibídem, p.146).

    La creencia liberal se sustenta en que el individuo es quien mejor conoce sus intereses y toma sus decisiones en función de ello, pero ello no lo convierte en voraz, ávido, codicioso, egoísta, avaricioso, metalizado, ególatra, pues, como dice Michael Novak, para ello se tendría que “partir de la premisa de que los seres humanos son tan depravados que nunca efectúan otra clase de elección… (en efecto) los fundadores del capitalismo democrático no creían que esa depravación fuera universal. Aparte de las limitaciones que se impone el propio individuo, el sistema limita la codicia y el interés personal… los verdaderos intereses de los individuos muy rara vez se limitan a la preocupación y cuidado por sí mismos. Para la mayoría de las personas, los intereses de su grupo familiar significan más que los propios y con frecuencia estos se subordinan a aquellos. También sus comunidades les importan.” (Michael Novak, El Espíritu del Capitalismo Democrático, Argentina: Ediciones Tres Tiempos, 1983, p. p. 96-97).

    Esta interpretación de la conducta del individuo en sociedad no es algo nueva en el pensamiento liberal clásico, como lo muestra la siguiente cita de Adam Smith: “En una sociedad civilizada (el hombre) se ve siempre obligado a la cooperación y concurrencia de la multitud... En casi todas las demás castas de animales cada individuo de la especie, luego que llega a estado de madurez, principia a vivir en uno de entera independencia, y en este estado natural puede decirse que en cierto modo no tiene necesidad de otra criatura viviente. Pero el hombre se halla siempre constituido… en la necesidad de la ayuda de su semejante… y aun aquella ayuda del hombre en vano la esperaría siempre de la pura benevolencia de su prójimo, por lo que la conseguirá con más seguridad interesando en favor suyo el amor propio de los otros, en cuanto a manifestarles que por utilidad de ellos también les pide lo que desea obtener… (pero) no de la benevolencia del carnicero, del vinatero, del panadero, sino de sus miras al interés propio es de quien esperamos y debemos esperar nuestro alimento. No imploramos a su humanidad, sino acudimos a su amor propio… Solo el mendigo confía toda su subsistencia principalmente a la benevolencia…” (Adam Smith, La Riqueza de las Naciones, Tomo I, Op. Cit., p. 54).

    Dado lo expuesto y a que, al tratar de responder otras afirmaciones negativas previas que se hacen del liberalismo, se ha hecho recurrente el tema de la insolidaridad del liberalismo, lo que he intentado responder adecuadamente, me permito hacer una exposición que tal vez podrá sorprender a aquellos quienes acusan al liberalismo de no ser solidario.

    Whilhelm Röpke fue un destacado economista liberal, concretamente de la corriente de pensamiento alemana llamada del Ordoliberalismo, que influyó en la conformación de la Economía Social de Mercado. Asimismo fue un gran admirador de las enseñanzas sociales de la Iglesia Católica y un cristiano dedicado.
    Por ello, me imagino que causará cierto ardor a los críticos del liberalismo de que es insolidario, el señalamiento de Röpke de que, en la lucha por resolver el problema de la pobreza, hay tres métodos mediante los cuales los individuos pueden obtener aquellos bienes escasos. Un primer método, que llama “éticamente negativo”, el cual consiste en obtener bienes de otros por medio de la violencia y del fraude. Un siguiente método, que llama “éticamente positivo”, es aquel en el cual se obtienen bienes y servicios sin tener que dar algo a cambio y un tercer método, que Röpke califica como “éticamente neutral”, que “no se basa en el egoísmo si ello implica que el bienestar individual se logra a expensas de aquél de otro. Ni tampoco se basa en un altruismo desinteresado, si eso implica que el bienestar individual es desatendido, de forma que otros se puedan beneficiar. Es [un] método mediante el cual, en virtud de una reciprocidad contractual de intercambio entre las partes, se logra un aumento en el bienestar propio por medio de un aumento en el bienestar de otros. Este método, que puede ser llamado “de solidaridad” (ojo al término exacto que utiliza Röpke) significa que un aumento en mi bienestar se logra de manera tal que no priva a otros del suyo sino que más bien les brinda, como producto de mi ganancia, un incremento de su propio bienestar.” (Whilhelm Röpke, Economics of the Free Society, Chicago: Henry Regnery Co., 1963, p. p. 20-21. El paréntesis es mío).

    El sistema de mercado, que es parte consustancial del liberalismo, es precisamente solidario en cuanto a que no depende del despojo egoísta de los bienes de otros para obtener los bienes y servicios que satisfagan los deseos o necesidades de la persona, ni tampoco de un comportamiento altruista en donde el individuo se despoja del bienestar propio con tal que otros se beneficien. El sistema de mercado depende del intercambio de bienestar de las partes, pero no hay nada que excluya la posibilidad de que el aumento de bienestar que una de las partes perciba, pueda usarse para los fines “éticamente positivos” del altruismo a que se refirió Röpke. Por supuesto que también podría usarse para fines “éticamente negativos”, de despojo de la propiedad de otros, pero, como dice Röpke, “tan sólo las poderosas influencias de la religión, la moral y la ley parecen capaces de inducir en nosotros una adherencia escrupulosa al tercer método”; o sea, al éticamente neutral. (Ibídem., p. p. 21-22). Por esta razón destaco la función segunda del estado en una sociedad liberal a la cual se refería Adam Smith, cual es la de “proteger a cada individuo de las injusticias y opresiones de cualquier otro miembro de la sociedad”. (Adam Smith, La Riqueza de las Naciones, Tomo III, San José: Universidad Autónoma de Centro América, 1986, p. 23).

    Finalmente, ante la asistencia a aquellos en necesidad que se puede considerar como deseable en un orden liberal, es bueno preguntarse si ella puede ser mejor brindada por medio de organizaciones privadas que por el estado. No en vano se observó, en momentos de auge del liberalismo político una proliferación de agencias privadas dedicadas a la caridad, que bien pueden haber sido siendo paulatinamente disminuidas por la pretensión estatista de que el ejercicio privado de la caridad es mejor desempeñado por el estado que por las personas. Uno puede suponer que esas personas conocen mejor cuáles son sus intereses en cuanto al ejercicio de la caridad en comparación a como lo haría un burócrata.

    AFIRMACION No. 9: EL LIBERALISMO ES ANTI-EMPRESA PÚBLICA.
    EXPLICACION: El liberalismo clásico suele considerar que no es función del estado llevar a cabo aquellas actividades productivas que el individuo privado puede llevar a cabo. Pero el liberalismo no es sinónimo de anarquía, pues considera indispensable la existencia del estado, si bien es cierto que hay diversos criterios entre los pensadores liberales acerca de cuáles son los alcances o roles concretos que puede desempeñar en una sociedad liberal. Señala Razeen Sally, que “la función del gobierno en la conducción de la política pública es análoga a aquella de un árbitro o un réferi del futbol, la de aplicar ‘las reglas del juego’ pero no la de interferir o ‘jugar’ con ‘el juego’ en sí, mucho menos pre-programar o alterar y adulterar los resultados del juego. En otras palabras, la tarea del gobierno es regular el ‘orden’ de las actividades económicas, a la vez que se refrena en convertirse en un participante del proceso de mercado.” (Razeen Sally, Classical Liberalism and international Economic Order: Studies in the theory and intellectual history. Londres: Routledge, 2002, p. 27).
    Adam Smith definió lo que se puede considerar como las tres funciones básicas del estado. La primera, la defensa de la nación ante los enemigos externos. La segunda, la administración de la justicia; esto es, hacer cumplir las reglas generales sobre la propiedad y los contratos, de manera que se impida el fraude y la coacción. En tercer lugar, la provisión de obras que “aunque ventajosas en sumo grado a toda la sociedad, son no obstante de tal naturaleza que la utilidad nunca podría recompensar su costo a un individuo o a un corto número de ellos, y que por lo mismo no debe esperarse se aventurasen a erigirlos ni a mantenerlos.” (Adam Smith, La Riqueza de las Naciones, Tomo III, Op. Cit., p. 36).

    Es interesante señalar que esta última función Sally la considera que comprende lo que hoy se podría denominar como bienes públicos, que incluyen “la provisión de estabilidad macroeconómica y de servicios que van desde iluminación de las calles y facilidades sanitarias, hasta salud, educación, transporte público esencial y una red de seguridad básica para los indigentes (aunque esto no implica que el gobierno deba administrar, ni mucho menos monopolizar, los servicios que financia parcial o totalmente)” (Razeen Sally, Op. Cit., p. 28).

    Con esta referencia quiero destacar que en el amplio pensamiento liberal hay muy diversas concepciones de hasta qué grado el gobierno debe desempeñar alguna función concreta. Eso sí, concuerdo con Richard A. Epstein, al señalar que “los mercados dependen de los gobiernos; los gobiernos dependen de los mercados. La cuestión clave no es excluir uno u otro sino asignarle a cada uno su papel apropiado.” (Richard A. Epstein, Skepticism and Freedom: A modern case for classical liberalism, Chicago: The University of Chicago Press, 2003, p. 1), y menciona luego que es necesario “fusionar una fuerte protección de las libertades de los individuos con la provisión estatal de bienes públicos claves, incluyendo la infraestructura necesaria para que el sistema funcione.” (Richard A. Epstein, Ibídem., p. 9). Por infraestructura, Epstein no sólo se refiere a infraestructura física, tales como carreteras, puentes o muelles, sino más bien al marco legal, político y social que faculta la protección estatal de los individuos, su propiedad y la ejecución de los contratos.

    El tema del alcance del estado en un orden liberal sigue siendo polémico, si bien debo señalar dos aspectos. En primer lugar, algo que bien puede caracterizar a los liberales clásicos es su escepticismo acerca de la habilidad del estado para llevar a cabo funciones que los individuos pueden llevar a cabo. Por ello, es cierto que, por lo general, los liberales clásicos se oponen a que el estado sea quien las realice y, si se considerara que su provisión es una función pública, tal criterio no requiere que ese estado sea quien deba administrar tales funciones (lo que a veces se llama concesión pública refleja esta idea). Así, “el gobierno no deberá interferir en la esfera delimitada de los individuos, incluyendo en su propiedad, e ipso facto deberá abstenerse de intervenir en el proceso del mercado dejando que los productores y los consumidores sean libres de efectuar sus propias elecciones de acuerdo con los precios que se forman libremente.” (Razeen Sally, Op. Cit., 27).

    En segundo lugar, hay un escepticismo natural entre los liberales hacia la concentración del poder. Por ello muchos se ven inclinados hacia minimizar el papel del estado en ese balance necesario o marco jurídico en el cual se maximice la colaboración libre entre individuos que menciona Epstein. Me parece que dicho escepticismo explica por qué para el liberal es preferible que sean las partes (los individuos) y no el estado las que definan los términos y las condiciones en que contratan libremente, pues “las partes conocen mejor que nadie cuál es su interés propio, de manera que el dictado público de los términos de los contratos es una limitación a la libertad de ambas partes, dando lugar a una transacción que necesariamente daña su bienestar económico.” (Richard Epstein, Op. Cit., p. 35). La historia del intervencionismo estatal es pródiga en ejemplos de daños a las libres relaciones que individuos desean llevar a cabo. Por ello el liberal clásico suele oponerse a la intervención del estado, pues afecta el bienestar de las partes.
    El liberalismo clásico no se opone a que el estado desempeñe ciertas funciones.

    Repito que no es anarquista. Si bien acepta que hay funciones que pueden corresponder a la esfera pública, tampoco acepta que ellas necesariamente deban ser administradas por el estado. Bien podría ser mejor que fueran llevadas a cabo por los individuos, no sólo por razones de eficiencia económica, sino en cuanto a que se refrena el poder del estado para restringir la libertad. Este es el caso frecuente de empresas públicas monopolísticas, cuya existencia se da precisamente gracias al impedimento legal de que surja una competencia de parte de individuos privados. Aún cuando se exhiban argumentos de fracaso del mercado para promover la acción del estado a fin de presuntamente lograr mejores resultados, lo cierto es que los gobiernos no son dirigidos por omnisapientes individuos, quienes a la vez son benevolentes en su conducta. Lo contrario suele ser lo observado, al ver cómo los intereses de los buscadores de rentas capturan al estado para que tome medidas que, en última instancia, además de a ellos, también beneficia a los maximizadores del poder y de prebendas dentro del sector público. La actuación del Estado no es gratuita, como algunos consideran; por el contrario, suele ser más onerosa que el costo que alguien podría considerar que resulta en un mercado competitivo en el marco de un orden político liberal.

    AFIRMACION No. 10: EL LIBERALISMO CONDUCE AL LIBERTINAJE.
    EXPLICACION: Esta apreciación acerca del liberalismo suele proceder de círculos conservadores, los cuales señalan que esa posición política conduce a conductas privadas que contrastan fuertemente con las convenciones morales vigentes, aunque también en ocasiones la crítica viene de círculos de la izquierda. Señala Tibor Machan que el liberalismo clásico es “acusado de promover la disipación, el libertinaje, el hedonismo y el subjetivismo moral. Leo Strauss desde la derecha, Herbert Marcuse desde la izquierda, así como muchos de sus epígonos, han formulado repetitivamente este punto. Defendiendo la libertad individual, el liberalismo no ha tomado muy en cuenta a la ética.” (Tibor Machan, “Two Kinds of Individualism: A critique of ethical subjectivism,” en Philosophical Notes, No. 29, 1993, p. 1).
    Por libertinaje podemos entender un comportamiento de los individuos que no está restringido por códigos formales o informales acerca de costumbres o modales y por la moralidad. Algunos críticos han considerado que el liberalismo clásico da lugar a que los individuos actúen como si no tuvieran restricción moral alguna en cuanto a su conducta personal y en sociedad.

    Deseo formular varias consideraciones al respecto. Los liberales clásicos no son anarquistas y por ende reconocen funciones al estado, que bien se pueden resumir, en general, en que son aquellas que permiten asegurar un orden de libertad. Desde Adam Smith el pensamiento liberal clásico definió funciones esenciales que debía desempeñar el estado. En esencia, un marco legal que permita el funcionamiento adecuado del orden social basado en la libertad. Lo importante en cuanto a la crítica que estamos analizando, es si se requiere, a partir de tales funciones públicas generales, que el estado defina cuáles serían las reglas morales que deberían regir en un orden establecido en un momento dado. Debe tenerse presente al analizar este tema lo que una vez dijo Margaret Thatcher: “La libertad es una criatura de la ley o es una bestia salvaje.” (Margaret Thatcher, discurso pronunciado en Corea del Sur el 3 de setiembre de 1992, conocido como “Los Principios del Thatcherismo”).

    De acuerdo con la concepción Hayekiana de un orden social “nos comprendemos mutuamente, convivimos y somos capaces de actuar con éxito para llevar a cabo nuestros planes, porque la mayor parte del tiempo los miembros de nuestra civilización se conforman con los patrones inconscientes de conducta, muestran una regularidad en sus acciones que no es resultado de mandatos o coacción y a menudo ni siquiera de ninguna adhesión consciente a reglas conocidas, sino producto de hábitos y tradiciones firmemente establecidas.” (Friedrich A. Hayek, Los Fundamentos de la Libertad, Madrid: Unión Editorial, S. A., 1975, p. p. 78-79). Es decir, la tradición y la costumbre, que surgen evolutiva y espontáneamente en una sociedad, son un factor crucial para entender el comportamiento de los individuos en un orden concreto y no el diseño deliberado de una política estatal que pretenda asegurar que con ella la sociedad funciona en beneficio de sus integrantes. La importancia de la tradición y la costumbre en los órdenes sociales, y que ellas no son objeto de creación deliberada, descansa en la idea clave de ese prominente pensador liberal clásico, David Hume, acerca de que “la moral… no puede derivarse de la razón” (David Hume, Tratado de la Naturaleza Humana, Tomo III, San José: Universidad Autónoma de Centro América, 1987, p. 211), sino que “nuestros esquemas morales y nuestras instituciones sociales… surgen como parte de un proceso evolutivo inconsciente de auto-organización de una estructura o un modelo.” (Friedrich A. Hayek, La Fatal Arrogancia, Op. Cit., p. 193).

    Tal como expusimos al analizar en el boletín anterior la segunda afirmación crítica de que “los liberales son conservadores”, tal creencia no tiene fundamento, sino que la conformidad voluntaria, que en cierto momento existe en un orden libre, bien puede variar. Al contrario del conservador que cree en la inmutabilidad de las reglas morales de una sociedad, el liberal clásico considera que éstas pueden ser objeto de cambio; concretamente, que pueden evolucionar. Escribe Hayek que “Tal evolución solamente es posible con reglas que ni son coactivas ni han sido deliberadamente impuestas; reglas susceptibles de ser rotas por individuos que se sienten en posesión de razones suficientemente fuertes para desafiar la censura de su conciudadanos, aunque la observancia de tales normas se considera como mérito y la mayoría las guarde.” (Friedrich A. Hayek, Ibídem., p. 79). Es decir, la sociedad liberal da posibilidad al cambio y la evolución, que sin duda se dificultaría enormemente si el estado coaccionara o impusiera reglas específicas que se asumirían son inviolables.

    Aquí surge un elemento esencial que Hayek expone acerca de la sociedad abierta: la tradición constituye una limitante a la acción individual en cuanto a las reglas que existen en una sociedad en un momento y lugar concreto, pero dicha limitante debe ser flexible en cuanto a permitir el cambio que los individuos deseen llevan a cabo, si los costos de hacerlo son más que compensados con el beneficio que obtienen del cambio. En el orden de libertad dicho cambio es gradual y experimental (piecemeal) contrario a la forma en que varía en un orden en el cual el estado es el que define las reglas morales. Aún más, señala Hayek, “La existencia de individuos y grupos que observan simultáneamente normas parcialmente diferentes proporciona la oportunidad de seleccionar las más efectivas.” (Friedrich A. Hayek, Ibídem., p. 79).

    No se observa, por tanto, que en sociedades políticamente liberales prime la anarquía y el libertinaje, sino, por el contario, un orden al cuál se arriba espontáneamente sin que medie la coerción que pueda imponer el Estado en cuanto a reglas morales que deberían de seguir los ciudadanos. Esa espontaneidad y el aprecio por las reglas de conducta probadas y reflejadas en tradiciones y costumbres que aceptan los individuos en un momento dado no significan que estas sean inamovibles, pues la tolerancia propia del sistema liberal clásico permite que los mismos individuos con su conducta vayan definiendo las reglas morales con el paso del tiempo.

    Por Carlos Federico Smith

  7. #37
    2009-10-31-ALGUNAS AFIRMACIONES Y EXPLICACIONES ACERCA DEL LIBERALISMO-PARTE III

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    COLUMNA LIBRE: OTRAS CINCO AFIRMACIONES Y EXPLICACIONES ACERCA DEL LIBERALISMO: PARTE III


    Boletín de ANFE, 31 de octubre del 2009. Este comentario fue integrado con ligeras variaciones como parte del libro “Mitología acerca del Liberalismo” (San José, Costa Rica: Asociación Nacional de Fomento Económico, 2010), así como también en el sitio de ElCato del Cato Institute, de Washington, D.C., en el período 13-08-2010 a 23-09-2010.

    En esta edición del Boletín de ANFE se prosigue con respuestas a objeciones que a menudo se le formulan al liberalismo. En este tercer artículo de la serie se valorarán cinco nuevas objeciones, adicionales a las diez previas ya comentadas en los dos Boletines inmediatos anteriores.

    Es necesario recordar que la expresión liberalismo en estos ensayos se refiere al llamado liberalismo clásico, que, en palabras de David Conway, “en el fondo de las cosas, lo que lo distingue de todas las otras, esa forma de orden social que los liberales clásicos mantienen como el mejor para todos los seres humanos, es la magnitud del grado de libertad que le brinda a todos los miembros adultos sanos. Esta forma de sistema político es el único que le otorga la libertad a las personas para hacer lo que deseen, provisto que nadie, sino en el caso extremo ellos mismos, sea afectado cuando se actúa en consonancia.” (David Conway, Classical Liberalism: The Unvanquished Ideal, New York: St. Martin’s Press, Inc., 1995, p. 8). Esto lo llamó Adam Smith el “orden natural”, en el cual “Todo hombre, con tal de que no viole las leyes de la justicia, debe quedar perfectamente libre para abrazar el medio que mejor le parezca a los fines de buscar su modo de vivir.” (Adam Smith, La Riqueza de las Naciones, Tomo II, San José: Universidad Autónoma de Centro América, 1986, p. 454).


    AFIRMACION No. 11: EL LIBERALISMO ES ANTI-DEMOCRÁTICO.
    EXPLICACION: En cierta manera el liberalismo clásico no endosa como tal al sistema político conocido como democracia, pero, más que rechazarlo, le reconoce méritos propios que hacen que muchos liberales se sientan como tales, además de demócratas. Los liberales suelen formular importantes observaciones acerca de la forma en que el sistema político democrático puede distorsionarse y dar lugar a daños imprevistos.

    Como punto de partida es necesario aclarar el ámbito conceptual del liberalismo, diferente de aquél de la democracia. Mientras que el primero trata acerca de las funciones que debe realizar el gobierno y en particular de las limitaciones de los poderes públicos de todo tipo de gobierno, la democracia trata acerca de quién debe dirigir el gobierno. Bajo la concepción liberal, la democracia no puede considerarse como ilimitada, sino que, como cualquier otra forma de gobierno, debe ser objeto de limitación en sus poderes. Por tanto, la apreciación de algunos de que una mayoría -que en una democracia es la que procedimentalmente define la toma de decisiones gubernamentales- no debe tener limitación alguna, es rechazada por el liberalismo, el cual señala que hay principios, ya sea establecidos en una Constitución o bien mediante su aceptación general, que limitan la legislación que puede aprobar una mayoría. Señala Hayek que “los liberales consideran muy importante que los poderes de cualquier mayoría temporal hállense limitados por principios. Para el liberal, la decisión de la mayoría deriva su autoridad de un acuerdo más amplio sobre principios comunes y no de un mero acto de voluntad de la circunstancial mayoría.” (Friedrich A. Hayek, Los Fundamentos de la Libertad, Madrid: Unión Editorial S. A., 1975, p. p. 120-121).

    Popper destaca la característica más positiva que tiene la forma de gobierno democrática, al señalar que “Personalmente, prefiero llamar ‘democracia’ al tipo de gobierno que puede ser desplazado sin violencia y ‘tiranía’ al otro”. (Karl Popper, Conjeturas y Refutaciones: El Desarrollo del Conocimiento Científico, Barcelona: Ediciones Paidós Ibérica S. A., 1967, p. 413). Años después amplía esta idea al escribir que la “única justificación moral (de la democracia es hacer todo lo posible para evitar que ocurra una dictadura). Las democracias… no son soberanías populares, sino, por encima de todo, instituciones equipadas para defendernos de la dictadura. No permiten el gobierno dictatorial, una acumulación del poder, sino que buscan limitar el poder del estado. Lo que es esencial es que una democracia… debería mantener abierta la posibilidad de deshacerse del gobierno sin derramamiento de sangre, si no logra respetar sus derechos y sus obligaciones, pero también si nosotros consideramos que su política es mala o es errónea.” (Karl Popper, “Reflexiones sobre Teoría y Práctica del Estado Democrático,” conferencia dada en Munich, Alemania, el 9 de junio de 1988, y reproducida en Karl Popper, La Lección de este Siglo, Argentina: Temas Grupo Editorial SRL, 1998, p. 108. El paréntesis es mío).

    De paso, es por opiniones como ésta de Popper de donde surge mi aprecio personal por los sistemas democráticos basados en el parlamento (o parlamentarismo), bajo el cual es más fácil reemplazar gobiernos que prosigan políticas malas o inconvenientes, en comparación con democracias no parlamentarias, en que el poder ejecutivo puede ser cambiado tan sólo mediante elecciones formalmente convocadas con cierta periodicidad preestablecida. Si alguien duda de esta gran virtud del parlamentarismo, puede pensar en lo sucedido recientemente en Honduras, pues, de haber existido un sistema democrático parlamentario, podría ser que el cambio de gobierno conveniente se hubiera realizado sin mayores dificultades institucionales, como las experimentadas recientemente. Incluso la posición asumida por naciones europeas, en donde hay sistemas de gobiernos parlamentarios, ante lo que han denominado como golpe de estado en Honduras, tendría que variar, pues, como suele suceder en muchos de esos países, cambian con frecuencia sus gobiernos sin que se considere un golpe de estado.

    Un destacado pensador liberal considera que el gran mérito de la democracia de sustituir al gobierno sin que medie un derramamiento de sangre es “un ideal por el cual vale la pena luchar hasta el máximo, porque es nuestra única protección… contra la tiranía.” (Friedrich Hayek, Law, Legislation and Liberty, Vol. 3: The Political Order of a Free People, Chicago: The University of Chicago Press, 1979, p. 5).

    Los liberales no somos anti-democráticos en cuanto el sistema de gobierno democrático esté sujeto a limitaciones. Apreciamos que la opinión expresada por una mayoría debe servir como guía para la toma de decisiones públicas y que la legitimidad de tal poder de coerción deviene de un principio que ha sido aprobado por al menos una mayoría, pero ello no le otorga un poder ilimitado a una mayoría. Es decir, los principios generales aprobados por una mayoría definen para los individuos los mandatos que deben acatar de forma que se mantenga la viabilidad de un orden social. El punto esencial es que el gobierno debe tener un número delimitado de acciones que puede llevar a cabo, de forma que permitan la formación de un orden espontáneo. La lucha del liberalismo ha sido por lograr instituciones que prevengan todo tipo de ejercicio arbitrario del poder, de forma que definen el grado de coerción aceptable para los individuos, como son “la separación de poderes, la regla de la soberanía de la ley, un gobierno sujeto a las leyes, la distinción entre el derecho público y el derecho privado y las reglas de los procedimientos judiciales. (Estos principios) sirvieron para definir y limitar las condiciones bajo las cuales era admisible cualquier coerción a los individuos. Se pensó que la coerción se justificara tan sólo en términos del interés general… de acuerdo con reglas uniformes aplicadas a todos por igual.” (Friedrich Hayek, Ibídem, p. p. 99-100).

    Hay dos puntos adicionales a los cuales deseo referirme en torno a la relación entre un gobierno democrático y un orden liberal. El primero se refiere al principio democrático de que la mayoría es la forma de decisión aplicable a los asuntos públicos. Eso no significa que lo que puede ser la mayoría en un momento dado, deba ser el punto de vista de la generalidad de los ciudadanos; por el contrario, en un sistema democrático lo que en un momento dado se puede considerar como un punto de vista minoritario, el día de mañana puede bien convertirse en la posición mayoritaria. Esta es la esencia de la toma de decisiones en un sistema democrático: que la minoría pueda convertirse libremente, en cierto momento, en una mayoría.

    La segunda observación que deseo comentar parte de una cita del pensador liberal católico, Lord Acton, acerca del riesgo de que la democracia degenere en totalitarismo, riesgo que se presenta cuando “El verdadero principio de la democracia, de que nadie tendrá poder sobre la gente, es tomado para dar a entender que nadie estará en capacidad de limitar o escapar de su poder. El verdadero principio democrático, que la gente no será obligada a hacer lo que no le gusta, es tomado para dar a entender que nunca se le requerirá que tolere lo que no le gusta. El verdadero principio democrático, que el libre albedrío de todos los hombres será tan libre como sea posible, es tomado para dar a entender que el libre albedrío del pueblo como colectividad no será encadenado de forma alguna.” (John Emerich Edward Dalberg, Lord Acton, “Sir Erskine May’s Democracy in Europe,” en The History of Freedom and Other Essays, editado por John Neville Figgis y Reginald Vere Laurence,
    Londres: Macmillan, 1907, p. p. 93-94).

    El peligro de tal degeneración puede descansar en que, si sus poderes no se limitan, en vez de servir al objetivo determinado por una mayoría que se presume es generalmente aceptado, más bien se dedican a servir las demandas que pueden ejercer multiplicidad de intereses específicos. No hay duda de que la democracia está expuesta a la presión para que otorgue beneficios particulares, de forma que la mayoría del momento, a fin de preservarla, está dispuesta a otorgar privilegios a cada grupo particular que así lo demande.
    El freno puede estar en que la mayoría del momento esté vedada de otorgar beneficios discriminatorios a grupos o individuos específicos, pero, como resume Hayek, “la raíz del conflicto está en que en una democracia ilimitada quienes poseen poderes discrecionales se ven forzados a usarlos, ya sea que lo deseen o no, para favorecer grupos políticos particulares de cuyo voto cambiante dependen.” (Friedrich Hayek, Law, Legislation and Liberty, Vol. 3, Op. Cit., p. 139). Por ello, un buen principio liberal me parece que es valorar al sistema político democrático como la forma más eficiente actualmente descubierta para poder cambiar un gobierno sin que medie la violencia, pero teniendo siempre muy presente la posibilidad de que, si no se le limita en sus poderes, degenere en un gobierno totalitario.



    AFIRMACION No. 12: EL LIBERALISMO ES ANTI-ECOLÓGICO.
    EXPLICACION: Un fenómeno interesante políticamente surgido a finales del siglo pasado fue un incremento en la demanda de calidad del tema medioambiental, asunto que ha logrado preeminencia en diversos círculos de opinión. Para nuestros efectos, interesa destacar que esta demanda de calidad del medio ambiente en sus distintas expresiones (aire y agua más limpias, preservación de especies en peligro de extinción o áreas de conservación medioambiental) no es distinta de la demanda que las personas ejercen sobre otros bienes o servicios: conforme aumentan sus niveles de ingresos, la gente desea adquirir más bienes asociados con un medio ambiente de calidad, al igual que sucede con muchos otros bienes y servicios. La relación empírica encontrada entre tales bienes medioambientales y el ingreso per cápita sigue lo que se llama un patrón “J”, en donde “a niveles de ingresos muy bajos, la calidad del medio ambiente puede ser muy elevada porque no se producen emanaciones. Después de que los ingresos se elevan por encima de cierto mínimo, los contaminantes aumentan y se deteriora el medio ambiente. Pero luego, al llegar los ingresos per cápita a aproximadamente unos $5.000 al año, la calidad del medio se convierte en un bien de lujo.” (Terry L. Anderson y Donald L. Leal, “Enviro-Capitalism vs. Environmental Statism,” en Regulation, Vol. 17, No. 2, Primavera de 1994, Sección Letters, p. 3. Los economistas definen “un bien de lujo” como aquél que, ante un aumento porcentual en el ingreso, se da un aumento superior a dicho porcentaje en la demanda del bien.

    En este caso, un 10% de incremento en el ingreso da lugar a un aumento entre el 30 y el 50% de la demanda de calidad del medio ambiente).

    El crecimiento en los ingresos generados por las economías de mercado es uno de los factores más importantes que explican el incremento en la demanda de bienes medioambientalmente limpios, al igual que ha sucedido con muchos otros bienes que tal vez no son objeto de atención similar.

    Otro aspecto que se debe señalar es que el “medio ambiente” no es un bien que se consume del todo o nada; esto es, la gente difiere fuertemente en sus gustos acerca de la magnitud de sus preferencias acerca de bienes medioambientales. Es decir, hay implícito un intercambio (trade-off) en las preferencias de las personas. Por ello, no puede considerarse a priori que haya una preeminencia de los bienes medioambientales sobre otros de su misma naturaleza o bien en comparación con otros bienes no ambientales, por los que los individuos pueden tener una mayor o menor preferencia. Los valores son múltiples, no únicos. Como dice Lynn Scarlett, “La gente busca abrigo, alimentación, salud, seguridad, aprendizaje, justicia, compañía, libertad, y comodidad personal junto con protección al medio ambiente. En algunas ocasiones, incluso puede buscar bienes medioambientales que compiten entre sí.” (Lynn Scarlett, “Evolutionary Ecology,” Reason, Mayo de 1996, y reproducido en David Boaz, editor, The Libertarian Reader: Classic and Contemporary Writings from Lao-Tzu to Milton Friedman, New York: The Free Press, 1997, p. 401).

    A partir de los años noventas ha tomado fuerza intelectual lo que se conoce como “medio ambientalismo de libre mercado” o “ecología evolucionaria”, que es un aporte interesante de ideas básicamente liberales aplicadas al caso concreto de la contaminación medioambiental. Uno de los libros más interesantes al respecto es el de Terry L. Anderson y Donald R. Leal, titulado Free Market Environmentalism (Medio Ambientalismo de Libre Mercado), en donde presentan un punto de vista alternativo basado en el uso de los mercados para tratar de resolver los problemas del medio ambiente. Parten de la necesidad de disponer de un sistema bien definido de derechos de propiedad sobre los recursos naturales. Este punto de vista contrasta con otro bastante aceptado, que suele considerar que la causa de los problemas ambientales es precisamente la excesiva utilización en los mercados de los recursos naturales y que, para su solución, se requiere de una activa participación estatal.

    No hay una oposición entre la visión liberal de la sociedad y la solución a los problemas que se presentan por el uso excesivo de recursos naturales. Por el contrario, la utilización de las reglas del libre mercado, tan afines al pensamiento liberal, brindan herramientas que contribuyen a resolverlos. En contrapartida, debe señalarse que no sólo en muchas ocasiones no es necesaria la participación gubernamental para mejorar la calidad del medio ambiente, sino que incluso aquélla puede constituir un obstáculo que impida su logro. De seguido expongo algunos de los principios básicos del “medio ambientalismo de libre mercado”.

    El punto de partida yace en reconocer que “La clave… para que los mercados sean efectivos, en general, y del medio ambientalismo de libre mercado, en particular, radica en el establecimiento de derechos de propiedad bien especificados y que sean transferibles.” (Terry L. Anderson y Donald R. Leal, Free Market Environmentalism, Boulder, Colorado: Westview Press para el Pacific Research Institute for Public Policy, 1991, p. 20).

    La definición de los derechos de propiedad es crucial, pues deben ser medibles, a fin de que puedan intercambiarse con otros derechos de propiedad diferentes. Esos derechos de propiedad deben hacerse valer o cumplir, pues de otra manera surgirían conflictos que hacen imposible su intercambio. También está su transferibilidad, para lo cual se requiere de un marco jurídico que la faculte o que no imponga restricciones al intercambio de esos derechos.

    Además de lo citado en torno a los derechos de propiedad, la propuesta del medio ambientalismo de libre mercado requiere la existencia de un sistema jurídico que resuelva problemas de daño, así como de vigencia y aplicación de contratos, en donde compradores y vendedores puedan seguir un curso de libre intercambio de sus derechos. La libre acción de intercambio individual, mediante un sistema de precios, permitirá que los individuos puedan cooperar a fin de satisfacer sus intereses en común. Es decir, que haya mercados que brinden los incentivos para que los individuos vislumbren que el medio ambiente puede ser considerado como un activo que vale la pena generar, crear e intercambiar, en vez de impulsar problemas que deben ser enfrentados si se trata al medio ambiente como un pasivo.

    Lo expuesto es un cambio radical ante aquella actitud que mira a los mercados como un mecanismo para la avaricia y la comercialización de la vida. Los mercados constituyen procesos mediante los cuales los individuos intercambian valores de forma que obtienen un beneficio neto con dicho intercambio. En el caso concreto de los bienes medioambientales, puede surgir un mercado en donde se intercambian esos bienes, de forma que se logre una mejora en la calidad, en comparación con una situación en donde no se da tal intercambio.

    Se trata de que haya incentivos para que los individuos usen eficientemente los recursos y el manejo de la tierra, a través de inversiones que tengan como objetivo aumentar el valor de sus propiedades a través del tiempo. Se pretende aprovecharse del hecho de que, como dicen Anderson y Leal, “los dueños de propiedad individual, quienes están en una posición y tienen un incentivo para obtener información específica en tiempo y lugar, acerca de sus dotaciones de recursos, están mejor adaptados en el manejo de los recursos que los burócratas centralizados.” (Terry L. Anderson y Donald R. Leal, Ibídem, p. 5).

    La existencia de incentivos adecuados, aunada a la naturaleza humana por la cual el individuo, al buscar su propio interés, logra el bienestar del resto de la colectividad (A. Smith) mediante el proceso de intercambio en los mercados, así como por posibilitarse una buena utilización del conocimiento disperso entre los individuos y que es mayor que lo que mente alguna pueda concentrar (F. Hayek), constituyen los pilares sobre los que descansa la aplicación de la idea liberal de los mercados libres a los problemas medioambientales.

    El empresario, en busca de nichos u oportunidades que permitan el logro de utilidades, puede así ser dirigido a solucionar problemas en el medio ambiente. El interés propio y la buena administración de recursos se unen dentro de un proceso que permite ligar los buenos resultados de decisiones con la obtención de ganancias. En un sistema de decisión burocrática centralizada no se logra tal beneficio, ya sea porque se rompe el ligamen entre el buen manejo y las ganancias o bien porque la intervención política altera las señales (precios) que brindan información o porque las decisiones que se toman dentro del sector público no implican costos para quienes las efectúan.

    Lo expuesto es una guía adecuada cuando se trata de analizar el tema medioambiental, pero no se debe descartar la necesidad, en ciertos casos limitados, de tomar decisiones en el área política, si bien debe tenerse presente el costo que tienen en cuanto a su carácter punitivo y regulatorio, comparado con una posible solución que considere incentivos en el manejo de bienes que tienen que ver con la calidad del medio ambiente, con mejorar los flujos de información para la toma de decisiones y, sobre todo, con ampliar las posibilidades (y la evolución) de acuerdos negociados entre las partes involucradas en conflictos sobre derechos relacionados con el medio ambiente.

    Haciendo uso de la teoría de la elección pública, esta guía debe tener presente que “Desafortunadamente ni el control político ni el burocrático brinda suficiente información o los incentivos adecuados a fin de que los productores y los consumidores lleven a cabo escogencias que sean eficientes para la sociedad. Se pueden resumir cinco problemas con la propiedad y su administración por parte del estado: 1. En una democracia los votantes inteligentes tienen un incentivo para ser racionalmente ignorantes acerca de los candidatos y de los temas de políticas públicas… 2. Puesto que la mayoría de los votantes son racionalmente ignorantes acerca de la mayoría de los temas, los grupos de intereses especiales pueden tener una influencia tremenda… 3. Los altos funcionarios gubernamentales tienden a actuar de una manera miope, debido a que, a diferencia de los dueños privados de un recurso, no pueden capturar los beneficios futuros esperados a causa del uso eficiente del recurso… 4. Dentro del gobierno hay poco incentivo para que se sigan políticas eficientes o para un comportamiento operativo eficiente… 5. Un votante debe escoger un candidato que lo represente en cientos de asuntos. Aún un votante bien informado tiene un problema para expresar sus preferencias acerca de diferentes aspectos de política pública.” (Richard L. Stroup y John Baden, “Endowment Areas: A Clearing in the Policy Wilderness?,” en Cato Journal, Vol. 2, No. 3, invierno de 1982, p. p. 698-700).

    El problema con el esquema de toma de decisiones privadas como método eficiente para asignar recursos se da cuando los recursos no son propiedad de alguna persona; esto se conoce como “la tragedia de las propiedades comunes” (en inglés, “tragedy of the commons”). Si no hay un dueño (“o lo es todo mundo”), cada persona tiene un incentivo para consumir de él lo más que pueda y lo más pronto posible, de manera que no hay incentivos para proteger esos recursos en su uso futuro. Esto es, hay un derecho ejercido por todos los miembros de la colectividad en donde se le impide a cualquier persona de ella que ejercite un derecho individual ante aquel derecho comunal de todos los individuos de esa colectividad. Aquí surge un asunto importante: más que individuos “malos” lo que hay son instituciones defectuosas; en este caso, falla la institución del mercado por no haber propiedad de los recursos.

    Robert J. Smith resume adecuadamente el caso al señalar que “la experiencia y las implicaciones lógicas de la teoría de la propiedad comunitaria de los recursos sugiere que los derechos privados de la propiedad son muy superiores a los derechos de propiedad estatal o pública, en parte por la exclusividad sin ambigüedades de los derechos privados de propiedad y ante el difícil problema de prevenir que demasiados usen el dominio público bajo un sistema de propiedad estatal. Es más, los dueños privados de propiedad tienen un incentivo directo e inmediato para no mal-administrar su propia propiedad, en tanto que los administradores o propietarios estatales no poseen los mismos incentivos, ni tampoco hay muchos incentivos que prevengan a todos para que no sobre-utilicen los recursos mantenidos bajo el dominio público.” (Robert J. Smith, “Resolving the Tragedy of the Commons by Creating Private Property Rights in Wildlife,” en The Cato Journal, Vol. 1, No. 2, Otoño de 1981).

    El meollo del asunto es hasta qué grado resulta posible generar derechos privados de propiedad en donde no los hay, dada la diferencia entre un sistema de propiedad privada y uno comunal, caracterizado este último por la utilización excesiva, el desperdicio y la extinción, en tanto que el primero resulta en un uso que se extiende a través del tiempo y que preserva el recurso en consideración.
    Gracias a Hayek (Friedrich A. Hayek, “The Use of Knowledge in Society,” en American Economic Review, Vol. 35, No. 4, 1945) podemos concluir en que los conocimientos específicos de tiempo, lugar y la experiencia son a menudo los más importantes para entender y resolver los problemas medioambientales, si bien no es algo exclusivo de estos bienes, sino propio de la vida humana, que afecta a la gente todo el tiempo. Para resolver el problema del conocimiento, el ser humano ha desarrollado mercados que funcionen y que transmitan la información necesaria entre las partes, en un proceso de descubrimiento que faculta resolver los problemas de valor y conocimiento así como que estimulen mejoras de esos mercados con el paso del tiempo. Sin embargo, en el caso de bienes medioambientales, “las cosas no están tan claramente definidas. Hay fricciones: bienes que no son separables o difícilmente divisibles, dificultades para identificar o definir las numerosas partes que pueden estar involucradas, información vital que no es asequible a todas las partes o que no es fácilmente conocida, líneas de propiedad borrosas”, lo cual requiere una evolución institucional permanente que permita tratar estos casos difíciles de resolver. (Lynn Scarlett, “Evolutionary Ecology,” Op. Cit., p. p. 404-405).

    Una institución es el derecho consuetudinario (common law en inglés), sustentado en la costumbre y la tradición y sobre todo fundamentado en el seguimiento de casos precedentes, de forma que hay un proceso de descubrimiento que permite clarificar y redefinir los límites de las propiedades que se vean involucradas en un conflicto medioambiental. No estoy en capacidad de decir si un sistema jurídico basado en el derecho romano (como el nuestro) tiene esa capacidad de ajuste y enriquecimiento según sean los casos que vayan resolviendo las cortes en estos temas de límites de derechos. Pero soy optimista y espero que el sistema basado en el derecho romano tenga la misma flexibilidad de adaptación que aquel sustentado en el derecho consuetudinario.

    La institución del derecho consuetudinario es especialmente útil “para ir aclarando los derechos e ir refinando lo que significa ‘el uso y disfrute’ de la propiedad de uno. Es tanto un mecanismo para la resolución de conflictos como un medio para descubrir el alcance y el límite de los derechos… Al hacerse la ley mejor y mejor para maximizar el bienestar de las partes en un caso particular, menos y menos casos serán presentados ante la corte. Como resultado, la ley consuetudinaria tiende a basarse en unas cuantas reglas eficientes –aquellas que hacen que el valor del ‘pastel’ sea el mayor.” (Lynn Scarlett, Ibídem, p. 405).

    También es importante que haya instituciones privadas de negocios que permitan resolver algunos temas de conflictos de calidad del medioambiente. Por ejemplo, desarrollar mercados de reciclaje que permitan la coordinación entre compradores y vendedores, entre muchos otros que se podrían citar.

    El problema surge al considerar que tan sólo mediante mandatos públicos acerca de la utilización de recursos y el empleo de ciertas tecnologías concretas, se puede solucionar el problema de ciertos tipos de contaminación, sin tener en cuenta que es posible desarrollar mecanismos basados en la información descentralizada, para entender la naturaleza de los problemas del medio ambiente y desarrollar caminos para que la gente pueda enfrentar la toma de decisiones acerca de valores medio ambientales que compiten entre sí. Como dice Scarlett, “lo que ante todo se requiere es un alejamiento fundamental de un enfoque que es primariamente regulatorio y punitivo hacia uno que enfatiza la negociación, la mejoría de los flujos de información y los incentivos para la buena administración.” (Lynn Scarlett, Op. Cit., p. 411). En el fondo, se trata de abrir las máximas posibilidades institucionales para que las partes involucradas puedan establecer mecanismos de negociación, al surgir conflictos entre partes en torno a impactos negativos que sobre el medioambiente pueden tener ciertas acciones humanas.

    Este enfoque considera la posibilidad de que el estado tenga un papel en ciertos casos, pues, como asevera Scarlett, “a menudo los bienes medioambientales son indivisibles y presentan desafíos a los mercados ordinarios… el problema de la indivisibilidad –en especial en el caso de contaminación del aire- hace inevitable algún tipo de fijación colectiva de las metas. El número de partes afectadas hace que los enfoques basados en el derecho consuetudinario o en negociaciones voluntarias sean engorrosos… Para algunos problemas, los impactos son estrictamente locales y estrechamente circunscritos. Otros problemas medioambientales pueden tener impactos regionales y hasta globales. La ubicación del impacto deberá ayudar a determinar en dónde reside la autoridad para tomar las decisiones.” (Lynn Scarlett, Ibídem, p. 407).

    Por ello se debe considerar la posibilidad de la intervención gubernamental que, bajo
    ciertas circunstancias, imponga restricciones sustitutas de la posibilidad de un proceso de negociación entre partes involucradas. Pero, para empezar, debe ser un caso en donde hay un amplio consenso de que las restricciones a la actividad contaminante son apropiadas, “casos raros en que”, como señala Scarlett, “todo mundo estaría mejor si se terminara con una práctica dañina al medio ambiente, en la que siempre habría incentivos para ‘hacer trampa’ a menos que haya una ley que imponga la restricción.” Con gran sentido práctico indica Scarlett que, “considerar reglas uniformes será una función del grado de consenso acerca de si cierta acción deberá de tomarse; la claridad del conocimiento acerca de la causa del problema y el nivel de riesgo asociado con el problema. En caso de que los problemas no sean divisibles, en donde los riesgos derivados del problema son extremadamente altos y que se entiendan bien las causas de esos problemas, las regulaciones públicas ofrecen una solución plausible.” (Lynn Scarlett, Ibídem, p. 409).

    Pero la intervención gubernamental para solucionar las imperfecciones del mercado no es gratuita; tiene un costo. Por ello es esencial que las soluciones públicas sean objeto de comparación con soluciones privadas plausibles. Es sabido que las burocracias no dan la más eficiente respuesta a votantes con información pobre y que apenas tienen incentivos débiles para servirles, además de que suelen ofrecer bienes públicos que se adaptan a sus intereses propios más que a los de la ciudadanía. Es indispensable comparar imperfecciones de los mercados con imperfecciones de los gobiernos. (Tyler Cowen, “Public Goods,” en The Concise Encyclopedia of Economics, editada por David R. Henderson, Liberty Fund Inc.: Library of Economics and Liberty, sin fecha).

    Por lo expuesto, es claro que el liberalismo no es antagónico a un medioambiente de calidad y que es consciente de que la elección de las personas por más bienes ecológicamente limpios es resultado de una valoración que ellas hacen entre una gama infinitamente amplia de bienes y servicios. La discusión se centra en el grado en que, bajo un sistema de decisión descentralizada (mercado), se generan problemas de oferta de esa calidad medioambiental y si, en la mayoría de los casos, una adecuada provisión de bienes ecológicamente limpios se logra mediante una serie de instituciones que el mercado ha ido generando a través de los años.

    Asimismo, la controversia gira alrededor de si la solución privada a estos conflictos, que enfatiza la negociación entre las partes y el uso del derecho (principalmente consuetudinario), es suficiente para lograr una solución adecuada o si se requiere una intervención estatal. Dado lo expuesto, si bien no se excluye esta última posibilidad, la experiencia histórica (aquí no mencionada por limitaciones de espacio) parece mostrar que la intervención estatal más bien ha impedido una solución a estos problemas medioambientales y que, en caso de seguirse el camino de las restricciones públicas, los costos de dicha acción pública –que pueden ser sumamente altos- deben compararse con los costos derivados de lo que en ciertos círculos se ha llamado como “fracaso del mercado” y ante posibles soluciones privadas.

    El reciente otorgamiento del Premio Nobel en Economía 2009 a Elinor Ostrom es un reconocimiento de que “grupos descentralizados pueden desarrollar diversos sistemas de reglas que permitan que surja la cooperación social por medio de la asociación voluntaria… (Ostrom) estudia la toma de decisiones colectivas pero no estatales en el caso de recursos colectivos… que logran lo que habría logrado un sistema de propiedad privada. Aparecen reglas que limitan el acceso que hacen que los individuos en el grupo sean responsables por el mal uso del recurso. (Peter Boettke, “Elinor Ostrom’s Nobel Prize in Economics,” en Foundation for Economic Education, Articles, 15 de octubre del 2009), lo cual muestra que, si bien las soluciones de mercado puede que no funcionen como es el caso de la ‘tragedia de las propiedades comunes’, las soluciones gubernamentales puede que tampoco funcionen, como lo hemos discutido, pero si la asociación voluntaria colectiva no estatal.

    Después de todo, como dice Boettke, “El fundamento del orden social de la gente libre es auto-gobierno, no la autoridad gubernamental y el poder centralizado. Es mediante la toma descentralizada de decisiones metida profundamente en los dilemas locales que encaran las personas reales, que moviliza los incentivos dentro de una estructura de reglas local y que utiliza el conocimiento vecinal, cómo el proceso de desarrollo institucional asegura que el auto-gobierno sea una gobernanza efectiva, que permita que seres humanos falibles manejen razonablemente los recursos escasos y las relaciones entre ellos.” No hay duda que ello se hace dentro de ese espíritu que caracteriza el sistema u orden liberal que hemos venido exponiendo.

    AFIRMACION No. 13: EL LIBERALISMO ES SÓLO UNA ACTITUD.
    EXPLICACION: Hay quienes se consideran liberales porque asumen una actitud tolerante ante otras opiniones. Este rasgo sicológico es importante, no hay duda, además de ético. El liberalismo aprecia la diversidad y de forma natural está dispuesto a escuchar las opiniones de otros e incluso hasta reconocer cuando pierde una disputa intelectual, si fuere el caso. Dice Pedro Schwartz: “el talante del individuo liberal es el de procurar gobernarse a sí mismo según los mandatos de sus creencias y su moral, y respetar la moral y las creencias de sus congéneres.” (Pedro Schwartz, “Presentación: Sísifo o el Liberal,” en Pedro Schwartz, Nuevos Ensayos Liberales, Madrid: Espasa Hoy, 1998, p. 19). Pero no es suficiente tener tal disposición o modo de hacer una cosa (talante lo llama Schwartz) para considerarse un liberal. Ello porque el liberalismo clásico es más que una actitud: es también una doctrina política que otorga el máximo valor al individuo y que considera que la sociedad funciona de la mejor forma posible si se dispone de la mayor libertad social y económica.

    Los rasgos fundamentales del liberalismo clásico son expuestos claramente por Schwartz en la obra citada, en la que empieza por exponer el carácter supremo del individualismo, entendido como la soberanía que se tiene sobre la persona y sus propiedades. Dice: “no entiendo la vida moral sin autonomía personal, ni la vida social sin plena libertad de suscribir contratos voluntarios con otras personas. El liberalismo es… mucho más que una aceptación cortés de la diversidad de opiniones y formas de vida. Es una ética de la dignidad personal basada en la auto-disciplina y el auto-gobierno.” (Pedro Schwartz, Ibídem, p. 20).

    La gran defensa de la posición individualista fue expuesta por John Stuart Mill, quien señaló el fundamento por el cual el individualismo conduce a una organización social que genera las mayores posibilidades de progreso individual. Dice: “Para que los seres humanos se conviertan en nobles y hermosos objetos de contemplación, es necesario que no degasten por medio de la uniformidad todo lo que hay de individual en ellos, sino que lo cultiven y permitan su desarrollo dentro de los límites impuestos por los derechos e intereses de los demás. Y de igual modo que sus obras comparten el carácter de sus autores, mediante ese mismo proceso también se enriquece, diversifica y anima la vida humana, proporciona bastante alimento para los exaltados pensamientos y los elevados sentimientos y refuerzan los lazos que unen a todo individuo con la raza, si se considera que es infinitamente mejor pertenecer a ella. En proporción con el desarrollo de su individualidad, cada persona se hace más valiosa para sí misma y, por consiguiente, es capaz de ser más valiosa para otros.” (John Stuart Mill, Sobre la Libertad, San José: Universidad Autónoma de Centro América, 1987, p. 99).

    El liberalismo como organización social se basa en el respeto a la intimidad de la persona, en asegurar la vigencia de los contratos en que incurre libremente y, por supuesto, de la propiedad, a la vez que prohíbe el uso de la fuerza (excepto en defensa propia), la coacción y el engaño, de forma que exige a los individuos obedecer reglas generales en el marco del principio de legalidad, como medio asegurar la convivencia social. En dicho orden social no sólo se respeta la autonomía individual, sino que se busca minimizar la coacción, que puede ser aplicada tan sólo mediante la fuerza legalmente instituida; esto es, por el estado.

    El ser liberal va mucho más allá de ser tolerante con la opinión de terceros y de estar dispuesto a ser convencido por opiniones que se le presentan en contrario. También se requiere el aprecio de la supremacía del individuo, principalmente a partir de la falibilidad del conocimiento, como nos lo ha recordado Schwartz. Ello exige aprender de la crítica y de darnos cuenta de que, para la humanidad, es conveniente que los individuos disputen acerca de ideas, en vez de dedicarse a guerrear entre ellos. Pero, además de eso, es necesario reconocer que hay un marco institucional que define al liberalismo.

    Para referirme a esto último acudo nuevamente a Schwartz, quien expone con gran precisión que “la libertad individual está garantizada cuando se cumplen cinco condiciones:
    -respeto de los derechos humanos;
    -reconocimiento de la igualdad de las personas ante la ley;
    -división de los poderes del estado;
    -defensa de la propiedad privada y del cumplimiento de los contratos, y
    -paso franco a la emulación económica.”
    (Pedro Schwartz, “Conceptos del Liberalismo,” en Pedro Schwartz, Op. Cit., p. 51).

    Este marco ideológico básico de la doctrina liberal no únicamente se refiere a una actitud ante terceros, sino a la necesaria apreciación de las condiciones que debe satisfacer un orden socio-político, a fin de que los individuos puedan prosperar, ser libres, felices y vivir seguros; en síntesis, un sistema que les permita progresar.

    Para concluir, como explica Hayek, “tan sólo hasta que se averiguó que la incuestionablemente mayor libertad personal que Inglaterra disfrutó durante el siglo dieciocho había producido una prosperidad material sin precedentes, se hizo un intento de desarrollar una teoría sistemática del liberalismo… (Este) se deriva del descubrimiento de un orden espontáneo, o que se genera a sí mismo, de los asuntos sociales… un orden que hizo posible utilizar el conocimiento y las habilidades de todos los miembros de una sociedad, en un grado mucho mayor que el que hubiera sido posible bajo cualquier orden que hubiera sido creado por una dirección central, y con el deseo, en consecuencia, de hacer un uso pleno de estas poderosas fuerzas ordenadoras espontáneas tanto como fuera posible.” (Friedrich A. Hayek, “Principles of a Liberal Social Order,” en Chiaki Nishiyama y Kurt R. Leube, editores, The Essence of Hayek, Stanford, California: Hoover Institution Press, 1984, p. 365).

    AFIRMACION No. 14: EL LIBERALISMO ES ANARQUISTA.
    EXPLICACION: Esta crítica al liberalismo fue objeto de análisis en el Boletín de ANFE inmediato anterior, al comentarse la afirmación No. 9 de que “el liberalismo es anti-empresa pública.” Allí concluimos en que “el liberalismo no es sinónimo de anarquía, pues considera indispensable la existencia del estado, si bien es cierto que hay diversos criterios entre los pensadores liberales acerca de cuáles son los alcances o roles concretos que puede desempeñar en una sociedad liberal”. De acuerdo con eso, no se le puede adscribir al liberalismo la creencia en un sistema político con ausencia del estado o el gobierno (definición sencilla de anarquía), si bien se expuso que había una gama amplia de posiciones de pensadores liberales acerca de las funciones propias que puede desempeñar el estado o el gobierno. Se enfatizó en que los liberales suelen creer en un gobierno limitado, en donde el grado de restricción aplicable es un tema aún abierto a diferentes criterios entre pensadores liberales clásicos.

    Dicha limitación la expuso claramente Hayek, al señalar que “a partir de darse cuenta de las limitaciones del conocimiento individual y del hecho de que ninguna persona o grupo pequeño de personas puede saber todo lo que es conocido por alguna otra persona, el individualismo también puede derivar su conclusión práctica más importante: su demanda de una limitación estricta de todo el poder coercitivo o exclusivo.” (Friedrich Hayek, “Individualism: True and False,” en Chiaki Nishiyama y Kurt R. Leube, The Essence of Hayek, Op. Cit., p. 141).

    El hecho es que distintos pensadores liberales clásicos sostienen diferentes posiciones acerca de cuáles son los papeles que debe desempeñar el estado en un orden social liberal. Casi que cada pensador liberal sobresaliente tiene su propio elenco de funciones propias de un estado en la sociedad abierta. Por ello, como preámbulo al desarrollo de esta discusión, me refiero a la definición notable que hace Adam Smith de los papeles que el estado debe desempeñar: “La primera obligación del Soberano… es la de proteger a la sociedad de la invasión y violencia de otras sociedades independientes…La segunda… consiste en proteger a cada individuo de las injusticias y opresiones de cualquier otro miembro de la sociedad… (y) la tercera…la de erigir y mantener aquellos públicos establecimientos y obras públicas, que aunque ventajosos en sumo grado a toda la sociedad, son no obstante de tal naturaleza que la utilidad nunca podrá recompensar su coste a un individuo o a un corto número de ellos, y que por lo mismo no debe esperarse se aventurasen a erigirlos ni a mantenerlos.” (Adam Smith, La Riqueza de las Naciones, Tomo III, San José: Universidad Autónoma de Centro América, 1986, p. 5, 23 y 36).

    Hay algunos pensadores, a quienes se les suele considerar como parte del elenco de “liberales clásicos”, que consideran que no hay un papel para el estado en cuanto a la administración de justicia (por ejemplo, David Friedman, cuyo pensamiento anarco-capitalista será luego mencionado) o también el caso de una nación, como Costa Rica, que ha acudido a una declaración de neutralidad perpetua como razón para no disponer de un ejército que defienda al país frente a la amenaza externa. Este último ejemplo puede no necesariamente reflejar una posición liberal ante las funciones del estado, pero es interesante en cuanto a que el estado no está “protegiendo a la sociedad de la invasión y violencia de otras sociedades independientes” por medio de la fuerza militar, como lo plantea Smith, sino que es una “aceptación” de otras sociedades del carácter neutral o “amilitar” de la defensa costarricense ante la agresión externa.

    Para dar una idea de la gran dispersión de funciones concretas que un estado puede desempeñar en un orden liberal clásico, me permito exponer, como ejemplo, la propuesta de un connotado pensador liberal clásico de la actualidad, Richard Epstein, quien escribió que “el liberalismo clásico huye de cualquier afecto por la anarquía en nombre de la libertad individual. Reconoce la necesidad de la fuerza del estado no sólo para prevenir la agresión y mantener la vigencia de los contratos, sino también para obtener impuestos (“flat”; bajos y uniformes), suplir infraestructura y limitar al monopolio… El liberal clásico trabaja para diseñar instituciones políticas y reglas jurídicas que le permitan al gobierno preservar el orden social sin asumir decisiones que pueden ser mejor tomadas por instituciones y actores privados. (Richard A. Epstein, Forbes, 15 de setiembre del 2008).

    La propuesta de Epstein sobre el papel del estado se puede considerar que calza dentro de los cánones liberales y algo similar podría mencionarse en relación con muchos otros pensadores “liberales clásicos”, lo cual pone en evidencia que no parece existir una cancha marcada y definitiva acerca de cuáles son los roles específicos asignados al estado en un orden político liberal, que permitiera, con un alto grado de especificidad, separar al pensador liberal clásico de quienes no comparten esta visión.

    No hay un límite o dato requerido pare definir al conjunto, sino que lo que podría estar definiendo al campo liberal clásico es una tendencia o inclinación hacia un menor tamaño (y funciones) del estado en comparación con otras propuestas. Por supuesto que tal demarcación convierte al tema en un asunto altamente discutible.
    La diversidad de pensamiento entre liberales clásicos acerca de la amplitud que debe tener el estado en una sociedad liberal no nos ha de sorprender. Friedrich Hayek en una ocasión fue acusado de socialista porque propuso ciertas regulaciones urbanas como deseables, al haber escrito que “Los conceptos básicos de propiedad privada y la libertad de contratación… no facilitan solución inmediata a los complejos problemas que la vida ciudadana plantea… (p. 368) (y que se pueden adoptar) “medidas prácticas conducentes a que el mecanismo (de precios) aludido funcione de modo más eficaz y a que los propietarios tomen en consideración todas las posibles consecuencias de sus actos” (Friedrich A. Hayek, Los Fundamentos de la Libertad, Op. Cit., p. p. 368 y 376). Walter Block, por ejemplo, acusó a Hayek de “hecho ser tan sólo un tibio defensor de esta filosofía (de libre mercado) y a menudo activamente de patrocinador de todo lo opuesto (¿el socialismo?). (Walter Block, “Hayek’s Road to Serfdom,” en Journal of Libertarian Studies, 122, otoño de 1996, p. 357. Los paréntesis son míos).

    Me parece, en cuanto al papel que desempeña el estado en un orden liberal, que la característica general es hacia una minimización del estado, pero la delimitación exacta de hasta dónde llegan las únicas funciones permitidas en ese continuum, está sujeta al debate abierto. Por ello es importante tener presente cuáles son algunas de las posiciones más extremas en cuanto a la no existencia de papel alguno para el estado, tal como lo plantean los llamados anarco-capitalistas como David Friedman (David Friedman, “Law as a Private Good: A Response to Tyler Cowen on the Economics of Anarchy,” en Economics and Philosophy, Vol. 10, No. 2, octubre de 199), quien propone que es factible un orden de mercado en donde no existan reglas públicas (esto es, sin estado alguno que imponga el marco regulatorio necesario), sino que las leyes se dan o surgen en un ámbito totalmente privado. O, más recientemente, como lo expone J. C. Lester, en Escape from Leviathan: Liberty, Welfare and Anarchy Reconciled, New York: St. Martin’s Press, 2000 o como lo hizo mucho antes, Murray Rothbard, quien escribió que “el estado (es) el supremo, el eterno, el mejor organizado agresor en contra de las personas y de la propiedad de la masa del público.” (Murray Rothbard, The State,” en For a New Liberty, New York: Collier, 1978 y reproducido en David Boaz, editor, The Libertarian Reader: Classic and Contemporary Writings from Lao-Tzu to Milton Friedman, Op. Cit., p. p. 36-37).

    Quienes he denominado como liberales clásicos de manera consistente le dan algún papel al estado, si bien en grado variable; esto es, no son anarquistas, tal como se define a la ausencia total del estado o del gobierno en el orden político y más bien considero que, en general, se acercan a la idea de un estado limitado y mínimo, necesario para asegurar la vigencia de un sistema liberal. Es decir, la coerción se reduce al mínimo posible, de forma que se impida que otros individuos puedan arbitrariamente ejercerla contra terceros, con lo que se garantiza la libertad (ausencia de coerción) a cada individuo, en tanto acepte los límites conocidos que impone el principio de legalidad.

    La posición extrema denominada como anarco-capitalismo cae en el campo de la utopía, pues, en cierta manera, está asumiendo la existencia de mercados perfectos que hacen innecesaria intervención alguna (y existencia) del estado. Contrasta con la posición liberal clásica que descansa en la falibilidad humana y que puede resumirse en la expresión “No es posible una sociedad perfecta”. Los liberales creemos en el método del “ensayo y error”, producto del método crítico, para evaluar los resultados de las acciones y la posibilidad de hacer correcciones cuando el resultado no sea el esperado. Es cierto que en el futuro uno no puede saber si el estado habrá desaparecido por innecesario, pero el hecho es que, al momento, las sociedades abiertas se caracterizan por disponer de un estado que desempeña el papel esencial de brindar el marco jurídico necesario en que aquellas puedan evolucionar y adaptarse a las circunstancias siempre cambiantes y a la incertidumbre que rodea toda acción humana.

    AFIRMACION No. 15: EL LIBERALISMO ES TOTALITARIO.
    EXPLICACION: Quiero empezar calificando la afirmación de que el liberalismo “es totalitario”. Si interpretamos al totalitarismo como un sistema político en el cual el estado ejerce todo el poder sin que haya limitación alguna, el liberalismo clásico históricamente siempre se ha opuesto al totalitarismo. Tal vez la mejor expresión del totalitarismo sea lo dicho por Mussolini en el invierno de 1920: “nada fuera del estado, nada contra el estado, todo por el estado”. Evidentemente, en este sentido, el liberalismo clásico ha tenido una lucha histórica en contra del absolutismo estatista tan claramente expresado en el dictum anterior. De forma atinada señala Dalmacio Nero que “el liberalismo, justamente porque su ideal de libertad es total…, puesto que postula la libertad política y, por tanto, no es ‘totalitaria’ al estar delimitada por la responsabilidad, carece, obviamente, de sentido bajo el ‘totalitarismo’…” (Dalmacio Nero, La Tradición Liberal y el Estado, Madrid: Unión Editorial, 1995, p. 235), quien agrega luego que “El Estado Total, más conocido como totalitario, se autodefine como el contrapunto del Estado liberal de cualquier matiz.” (Dalmacio Nero, Ibídem, p. 236).

    Nada tiene que ver el liberalismo con el totalitarismo bajo esta concepción. Por otra parte, hay otra idea de “totalitarismo”, que deviene de lo que se denomina como “holismo”, que, según la Enciclopedia de Filosofía de la Universidad de Stanford, se refiere al “punto de vista de que la agrupaciones sociales humanas son más grandes que la suma de sus miembros, que esas entidades son “orgánicas” por derecho propio y que actúan sobre sus miembros humanos y definen sus destinos, y que están sujetas a sus propias leyes independientes de desarrollo.” (“Karl Popper” en Stanford Encyclopedia of Philosophy, Stanford, California: Center for the Study of Language and Information, Stanford University, sin fecha y sin paginación).

    Los holistas consideran que los grupos sociales no deben ser vistos como simples grupos de personas, esto es, atomísticamente, sino que “el grupo social es más que la mera suma total de sus miembros, y también es más que la mera suma total de las relaciones meramente personales que existan en cualquier momento entre cualesquiera de sus miembros.” (Karl Popper, La Miseria del Historicismo, Madrid: Alianza Editorial, 1994, p. 31. Las letras en cursiva son del autor).

    Lo relevante para nuestro análisis es referirse al holismo aunado al punto de vista sobre las ciencias sociales llamado “historicismo” –a veces referido como “filosofía de la historia”-, que, en palabras de Popper, “supone que la predicción histórica es el fin principal (de las ciencias sociales), y que supone que este fin es alcanzable por medio del descubrimiento de los ‘ritmos’ o los ‘modelos’, de las ‘leyes’ o las ‘tendencias’ que yacen bajo la evolución de la historia.” (Karl Popper, Ibídem, p. 17. Las letras en cursiva son del autor).
    Para Popper es la conjunción entre el holismo y el historicismo, en donde el primero aporta la creencia de que los individuos son en esencia formados por los grupos sociales a los que pertenecen, en tanto que el segundo proporciona la idea de que tan sólo se puede entenderse a esas agrupaciones en términos de los principios que determinan su desarrollo –“ritmos”, “modelos”, “leyes”, “tendencias”- lo que da lugar al totalitarismo.

    Popper con fortaleza señala que “el punto de vista de que cualquier agrupación social humana no es más (ni menos) que la suma de sus miembros individuales, que lo que sucede en la historia es el resultado (principalmente no planeado e imprevisible) de las acciones de esos individuos y que la planificación social en gran escala, de acuerdo con una heliografía (“blueprint”: esquema) previamente concebida, es inherentemente una formación conceptual errónea –e inevitablemente desastrosa- precisamente porque las acciones humanas tienen consecuencias que no pueden ser previstas.” (“Karl Popper” en Stanford Encyclopedia of Philosophy, Op. Cit. El paréntesis es mío).

    La formulación de Marx, en el prefacio de El Capital, es un buen resumen del historicismo, al señalar que “Cuando una sociedad ha descubierto la ley natural que determina su propio movimiento, ni aún entonces puede saltarse las fases naturales de su evolución ni hacerlas desaparecer del mundo de un plumazo. Pero esto sí puede hacer: Puede acortar y disminuir los dolores del parto” (Karl Marx, El Capital, Vol. I, Prefacio a la primera edición en alemán, 1867). Esta encuentra eco en una versión moderna de Karl Mannheim, quien escribió que se trata de remodelar a “toda la sociedad” de acuerdo con un plan determinado al “apoderarse de todas las posiciones claves” y que “el poder del Estado tiene necesariamente que aumentar hasta que el Estado se identifique casi totalmente con la sociedad” (Karl Mannheim, Man and Society in an Age of Reconstruction, Londres, 1940 y citado en Karl Popper, La Miseria del Historicismo, Op. Cit., p. p. 81-82 y p. 93).

    El historicismo, junto con el holismo, conduce a la planificación centralizada, dado que considera que es posible determinar el desarrollo futuro de una sociedad según las tendencias que se convierten en profecías sobre resultados inevitables. La planificación central no hace sino poner en práctica esa posibilidad.

    El liberalismo tiene una concepción diferente. Dice Hayek: “El concepto central del liberalismo es que, bajo la aplicación de reglas universales de justa conducta, protegiendo un dominio privado individual reconocible, se formará a sí mismo un orden espontáneo de actividades humanas de mucha mayor complejidad de la que podría producirse alguna vez por medio del arreglo deliberado, y que en consecuencia las actividades coercitivas del gobierno deberían limitarse a la aplicación de aquellas reglas…” (Friedrich A. Hayek, “The Principles of a Liberal Social Order,” en Friedrich A. Hayek, Studies in Philosophy, Politics and Economics, Chicago: The University of Chicago Press, 1967, p. 162).

    Noten, entonces, que no se recurre a la idea de una tendencia preestablecida e inevitable, como arguyen los historicistas, ni tampoco, como lo sugieren los holistas, es necesario abandonar el individualismo metodológico (desde la época de Adam Smith, se menciona que los individuos sin proponérselo logran un orden extendido), y más bien se refiere a la conducta de los individuos y no de entes externos a ellos o por encima de los resultados de sus acciones, ni tampoco el orden liberal acepta la posibilidad de que alguna autoridad central pueda disponer de todo el conocimiento ampliamente disperso que diferentes individuos poseen acerca de sus circunstancias específicas de tiempo y de lugar. La planificación central no tiene una forma eficiente para utilizar todo el conocimiento disperso en la sociedad. Al discutir páginas atrás si el liberalismo es sólo una actitud (Afirmación No. 13), se mencionó a la institución liberal denominada mercado, la cual sirve no sólo para transmitir información entre los individuos sino que también brinda los incentivos necesarios para que actúen en función de dicha información. Precisamente dejar las decisiones económicas de los individuos al mercado es todo lo contrario a la planificación central totalitaria, que, por definición, las deja en manos de una persona o de un grupo relativamente pequeño
    Para Schwartz, la institución del mercado “aumenta nuestra adaptabilidad” ante un mundo incierto y en ello radica su mérito: es el mercado la “institución que prima el descubrimiento de soluciones nuevas y la adaptación al cambio…” (Pedro Schwartz, “Un Mundo Misterioso, Mezquino e Incierto,” en Pedro Schwartz, Nuevos Ensayos Liberales, Op. Cit., p. 117). La diferencia entre esta institución, además de estar acorde con la primacía de la libertad que considera el orden liberal, y un sistema de planificación central es que el mecanismo de precios propio de un mercado “economiza conocimiento por la forma en que opera o qué tan poco necesita conocer el participante individual para estar en posibilidad de tomar la acción correcta,” (Friedrich A Hayek, “The Use of Knowledge in Society,” en Friedrich A. Hayek, Chiaki Nishiyama y Kurt R. Leube, editores, The Essence of Hayek, Op. Cit., p. 219), en tanto que un planificador central nunca estará en capacidad de poseer más que todo el conocimiento disperso que los diferentes individuos tienen en un mercado. Aunque ese planificador o gobernante fuera el regente de un sistema totalitario, ni aún así estará en capacidad de concentrar todo el conocimiento que hay disperso entre la totalidad de los individuos en un orden social.

    Ante lo expuesto, podemos descartar la aseveración de que el sistema de mercado es totalitario y, por el contrario, resaltar que el liberalismo descansa en la existencia de un orden espontáneo basado en la reciprocidad y la reconciliación de los diferentes intereses individuales, que, lejos de ser totalitario, permite lograr un orden mucho más complejo que el que se podría obtener bajo la coerción.

    Por Carlos Federico Smith

  8. #38
    2009-12-31-ALGUNAS AFIRMACIONES Y EXPLICACIONES ACERCA DEL LIBERALISMO-PARTE IV

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    COLUMNA LIBRE: NUEVAS CINCO AFIRMACIONES Y EXPLICACIONES ACERCA DEL LIBERALISMO: PARTE IV


    Boletín de ANFE, 30 de noviembre- 31 de diciembre del 2009. Este comentario fue integrado con ligeras variaciones como parte del libro “Mitología acerca del Liberalismo” (San José, Costa Rica: Asociación Nacional de Fomento Económico, 2010), así como también en el sitio de ElCato del Cato Institute, de Washington, D.C., en el período 08-10-2010 a 07-12-2010.

    Al igual que se hizo en las tres partes previas de este ensayo sobre críticas al liberalismo, es necesario definir qué entendemos por liberalismo clásico, movimiento intelectual uno de cuyos puntos culminantes se dio a fines del siglo 18 y principios del siglo 19. Dice Friedman que “ese desarrollo, que era una reacción en contra de los elementos autoritarios de la sociedad previa, enfatizó la libertad como fin último y al individuo como entidad primaria en la sociedad. Impulsó en lo doméstico al laissez faire como forma de reducir el papel del estado en los asuntos económicos y así evitar que interfiriera con el individuo; al exterior impulsó el libre comercio como medio de juntar pacífica y democráticamente a las naciones del mundo. En los asuntos políticos, impulsó el desarrollo del gobierno representativo y de las instituciones parlamentarias, la reducción del poder arbitrario del estado y la protección de las libertades civiles de los individuos.” Milton Friedman, “Capitalism and Freedom,” en New Individualist Review, Vol. 1, No. 1, Abril de 1961, p. 7).

    En el Boletín previo enfatizamos la diversidad encontrada en pensadores que se pueden considerar como liberales clásicos. Una aceptación de la existencia de una gama de pensamientos dentro del llamado liberalismo clásico y, al mismo tiempo, de un principio que podríamos llamar unificador de este ideario, podría hallarse en la aseveración de que, “Bajo un común denominador –la creencia y defensa de un orden espontáneo-, el liberalismo económico contiene, sin embargo, gran variedad de enfoques, y, por consiguiente, de posibilidades de análisis y de aplicación práctica… la economía liberal no constituye un bloque monolítico.” (Estudio introductorio a “Problemas Económicos Actuales en una Perspectiva Liberal,” en Revista del Instituto de Estudios Económicos, No. 2, Madrid: 1980, p. vii).

    Al analizar cinco nuevas críticas al liberalismo, adicionales a las quince comentadas en tres ediciones anteriores de este Boletín, esperamos que este último artículo de la serie sea de su interés y satisfacción.

    AFIRMACION No. 16: EL LIBERALISMO NO ES RESULTADO DE UN DISEÑO.
    EXPLICACION: Schwartz señala que “el funcionamiento espontáneo de las sociedades libres” es difícil de comprender y agrega que “muchos intelectuales, en su soberbia, confían ciegamente en el poder de la razón de planificar los mercados y guiarlos hacia objetivos concretos” y que “el público, no por soberbia, sino por instinto básico y dificultad intrínseca, tampoco acepta fácilmente las consecuencias de una sociedad abierta basada en el libre mercado.” (Pedro Schwartz, “La Precaria Naturaleza de la Democracia Liberal,” en Nuevos Ensayos Liberales, Madrid: Unión Editorial S. A., 1998, p. 263).

    Estas afirmaciones son buena introducción para analizar la crítica de que “el liberalismo no es resultado de un diseño”, la cual es cierta, y que nos conduce a un tema central de la concepción liberal, al cual amerita referirse: el orden social de mercado no es objeto del diseño deliberado de los hombres, sino más bien el resultado de la acción de los individuos en la sociedad. Nadie ha expresado esta idea tan claramente como lo hizo Adam Ferguson, al escribir que la mayoría de las instituciones sociales son “el resultado de la acción humana, pero no del diseño intencionado de los hombres”. (Adam Ferguson, An Essay on the History of Civil Society, Londres: T. Cadell, 1782 (1767), p. 90).

    Para entender la idea conviene señalar que, en el desarrollo del pensamiento liberal durante la primer mitad del siglo XIX, surgieron dos escuelas de pensamiento, una de las cuales se puede denominar como “liberalismo continental”, caracterizado por “el punto de vista constructivista o racionalista que demandaba una reconstrucción deliberada de toda la sociedad de acuerdo con los principios de la razón” (Friedrich A. Hayek, “Liberalism,” en Enciclopedia del Novicento, 1973 y reproducido en Friedrich A. Hayek, New Studies in Philosophy, Politics, Economics and the History of Ideas. London: Routledge & Kegan Paul, 1978, p. 120).

    Esta es la tradición de pensadores como, por ejemplo, Voltaire, Rousseau, Condorcet, Descartes y de otros asociados con la Revolución Francesa, quienes luego se convirtieron en ancestros del socialismo moderno, en tanto que una segunda versión de liberalismo es lo que se conoce como la tradición liberal británica clásica o Whig, la cual se fundamenta en “una interpretación evolucionaria de todos los fenómenos de la cultura y de la mente y en un discernimiento acerca de los límites de los poderes de la razón humana.” (Friedrich A. Hayek, “Principles of a Liberal Social Order,” en Chiaki Nishiyama y Kurt R. Leube, The Essence of Hayek, Stanford, California: The Hoover Institution Press, 1984, p. 364).

    Este liberalismo clásico comprende, entre muchos otros pensadores y quienes cito sólo como ejemplos, a Pericles, escolásticos como Domingo de Soto, Francisco Suárez y Luis de Molina, además de otros asociados a lo que se conoce como la Ilustración Escocesa, como Adam Ferguson, Frances Hutcheson, Adam Smith, Lord Kames, David Hume, Gilbert Stuart, Dugald Stewart, Thomas Reid, John Millar, además de pensadores como John Locke, Bernard Mandeville, Edmund Burke, Thomas Macaulay, Montesquieu, Lord Acton, Benjamin Constant, Alexis de Toqueville, Immanuel Kant, Whilhelm von Humboldt, Thomas Paine, James Madison, John Marshall, Daniel Webster, Karl Popper y economistas austriacos modernos como Ludwig von Mises y Friedrich A. Hayek.

    Al mencionar que el liberalismo clásico contrasta con el racionalismo constructivista (como el de la tradición liberal continental), no significa que el “irracionalismo” del primero le dispense del uso de la razón para analizar las ideas. El llamado irracionalismo no es contrario al uso de la razón, sino que considera que la razón humana no es ilimitada o capaz de diseñar instituciones sociales de alta significación en la vida social. Es posible aseverar en esta tradición liberal clásica que el liberalismo no es producto de la creación teórica de persona alguna o de un grupo de personas que hacen alguna abstracción de la realidad compleja para diseñar un orden social específico, sino que el sistema liberal espontáneamente “surgió del deseo de extender y generalizar los efectos beneficiosos que inesperadamente habían seguido a las limitaciones impuestas a los poderes del gobierno, debido a una simple desconfianza en los gobernantes.” (Friedrich A. Hayek, Ibídem, p. 365). Liberalismo que, además, ha ido evolucionando conforme ha pasado el tiempo.

    Esta apreciación acerca de la limitación de la razón para diseñar instituciones complejas tiene una larga tradición en la historia del pensamiento, que en última instancia descansa en la falibilidad humana, que, tal vez inicialmente, fue señalada por Jenófanes, un siglo antes de Sócrates, al escribir que “No ha habido ni habrá hombre alguno que posea un conocimiento cierto de los dioses o de todas las cosas de las que hablo. Pues aunque, por azar, alguien dijera la verdad definitiva, él mismo no lo sabría. Pues todo es una trama de conjeturas.” (Diels-Kranz, Fragmente del Vorsokratiker, B35, citado en Karl R Popper. Conjeturas y Refutaciones: El Desarrollo del Conocimiento Científico, Barcelona: Ediciones Paidós Ibérica, S. A., 1967, p. 193).

    El pensador liberal Ronald Hamowy escribió, refiriéndose a la Ilustración Escocesa, que “tal vez la contribución sociológica más importante hecha por ese grupo de escritores… es la noción de órdenes sociales generados espontáneamente.” (Ronald Hamowy, The Scottish Enlightenment and the Theory of Spontaneous Order, Carbondale, Ill.; Southern Illinois University Press, 1987, p. 3). Por ejemplo, Adam Smith “utilizó en diversos grados la noción de que podrían surgir sistemas más amplios de órdenes de forma espontánea o sin que hubiera una intención de que existieran, sino más que todo como producto resultante de las acciones o decisiones de gente cuyos intereses individuales tenían que ver tan sólo con asuntos locales.” (James R. Otteson, Adam Smith’s Marketplace of Life, Cambridge, United Kingdom: Cambridge University Press, 2002, p. 320).

    Smith en su obra La Riqueza de las Naciones no sólo describió ampliamente el orden social ampliado que surge espontáneamente de la interacción de los individuos en los mercados, por medio de una red de intercambio de bienes y servicios en gran escala, sino que también analizó, en La Teoría de los Sentimientos Morales, otra importante institución que no fue objeto de un diseño deliberado, cual es un sistema de moralidad en donde se comparten una serie de reglas y juicios morales. Smith señaló algo similar con el lenguaje como sistema u orden espontáneo no diseñado por persona alguna. Sobre esto escribe Otteson, refiriéndose al tratamiento que Smith hace del lenguaje, que su “formación natural… sucede sin una deliberación consciente –pero eso no significa que lo haga sin ley alguna o completamente al azar. De hecho, si el lenguaje se desarrollara sin reglas que describen su uso apropiado, entonces no podría existir comunicación y por tanto una satisfacción de los deseos –lo cual Smith considera que es la causa final para la existencia de los lenguajes.” (James R. Otteson, Ibídem., p. 265). Smith expuso su teoría de que el lenguaje es una de esas instituciones importantes surgidas de forma espontánea sin haber sido deliberadamente diseñada por persona alguna en su ensayo Considerations Concerning the First Formation of Languages and the Different Genius of Original and Compounded Languages aparecido en 1761 en la revista The Philological Miscellany de Edimburgo, Escocia.

    Las ideas de falibilidad humana y de limitación de su conocimiento se conjugan para explicar por qué muchas de las instituciones sociales más importantes no surgen del diseño humano, sino como resultado de la acción de los seres humanos en busca de sus intereses propios, pero, como se indicó antes, ello no es fácilmente comprensible para muchos, por lo cual expondré algunos de los fundamentos de los órdenes espontáneos con la pretensión de contribuir a aclarar las ideas al respecto.

    La característica más importante de un orden espontáneo, de acuerdo con Hayek, consiste en que, con base en la regularidad de la conducta de sus miembros, “podemos lograr un orden de un conjunto de hechos mucho más complejo que lo que podríamos lograr mediante el arreglo deliberado… al mismo tiempo ello limita nuestro poder sobre los detalles de ese orden.” (Friedrich A. Hayek, “Principles of a Liberal Social Order,” en Chiaki Nishiyama y Kurt R. Leube, editores, Op. Cit., p. 366). Este carácter abstracto es el que permite que el orden del mercado se sustente, no en la existencia de propósitos comunes sino más bien en la reciprocidad; es decir, mediante una reconciliación de los diferentes intereses. Esto constituye una gran ventaja en comparación con órdenes concebidos deliberadamente, pues permite que los diferentes intereses individuales formen parte de ese sistema, mientras que aquél objeto del diseño requiere la imposición o definición de un único propósito común, ya sea establecido por un grupo pequeño de personas que tienen intereses en común o por alguna autoridad superior.

    El sistema de mercado, que se basa en el intercambio y la reciprocidad, es un buen ejemplo de un sistema u orden espontáneo, pues no resulta de la decisión de una autoridad central sino de la conducta de los individuos, en donde se toman en cuenta los intereses diversos de quienes participan en él.
    En un sistema liberal clásico no hay una imposición de un orden único de fines concretos, ni tampoco que la visión particular que alguien pueda tener de tales fines sea el que determine cuáles son los objetivos que debe satisfacer la sociedad como un todo. Al contrario, en ese orden espontáneo las personas tienen una mejor oportunidad de utilizar su conocimiento particular para sus propios fines individuales, en donde están sujetos a reglas generales, independientes de propósitos concretos, que les permiten interactuar con otros individuos que poseen propósitos distintos. Es decir, en ese orden espontáneo todos nos beneficiamos de un conocimiento del cual no disponemos como propio, de manera que es posible superar la ignorancia e incertidumbre consubstanciales a la naturaleza humana, al permitir una buena utilización de un conocimiento que está ampliamente disperso en la sociedad.

    La única obligación que contraen los individuos en un orden liberal es no infringir en los dominios protegidos de las otras personas, definidos según reglas generales y abstractas, cuyo fin no es determinar una jerarquía específica de valores, sino un orden en donde los individuos están dispuestos a participar de forma que sean libres de usar su propio conocimiento para sus propios fines. De aquí que, como señala Hayek, “el liberalismo es inseparable de la institución de la propiedad privada, nombre que usualmente damos a la parte material de ese dominio individual protegido.” (Ibídem., p. 368), propiedad cuyo “reconocimiento precedió al surgimiento de hasta las culturas más primitivas, y que ciertamente todo lo que llamamos civilización ha crecido tomando como base ese orden espontáneo de acciones que es hecho posible por la delimitación de los dominios protegidos de los individuos o de los grupos.” (Friedrich A. Hayek, Law, Legislation and Liberty, Vol. I: Rules and Order, Chicago: The University of Chicago Press, p. 108).

    Al mismo tiempo, ese liberalismo busca limitar el poder coercitivo del gobierno a tan sólo la aplicación de esas reglas generales de justa conducta; o sea, que el gobierno está estrictamente limitado a la aplicación de las reglas uniformes de legalidad.

    Nadie ha diseñado ese orden espontáneo, sino que el orden se autogenera en un universo caracterizado por el azar, surge con el paso del tiempo, en donde los individuos se van “adaptando a las circunstancias que directamente sólo afectan a algunos de ellos, circunstancias que en su totalidad no necesitan ser conocidas por todos, pero que se puede extender a circunstancias tan complejas que ninguna mente las puede entender en su totalidad… la manifestación particular de ese orden dependerá de muchas más circunstancias de las que pueden ser conocidas por nosotros –y, en el caso del orden social, debido a que ese orden utilizará todo el conocimiento que por separado poseen todos sus miembros, sin que alguna vez ese conocimiento tenga que concentrarse en una mente única…” (Friedrich A. Hayek, Law, Legislation and Liberty, Vol. I: Rules and Order, Op. Cit., p. 41). Por ello los órdenes complejos suelen ser órdenes espontáneos, pues son los únicos capaces de resolver el problema que tienen los órdenes complejos para transmitir y procesar una información que se encuentra ampliamente dispersa.

    Esta coordinación espontánea propia de los órdenes no diseñados deliberadamente y de un proceso evolutivo son los que promueven la complejidad de los sistemas necesarios para la adaptación eficiente del ser humano a circunstancias cambiantes. Es a través del tiempo como se da un proceso de eliminación espontánea de órdenes menos efectivos en cuanto a conciliar los intereses disímiles de sus miembros y que, a la vez, permita el logro de una adaptabilidad necesaria y hasta indispensable. Escribe Hayek que “las instituciones se desarrollaron de una manera particular porque la coordinación de las acciones de las partes en la que se había confiado, probó ser más efectiva que las instituciones alternativas con las cuales había competido y que había desplazado.” (Friedrich A. Hayek, “The Results of Human Action but not of Human Design,” en Studies in Philosophy, Politics and Economics, Chicago: The University of Chicago Press, 1967, p. 101).

    Es correcta la afirmación inicial de que el liberalismo no resulta de un diseño, sino de un orden espontáneo que surge de la adaptación de los individuos a las más diversas circunstancias conocidas para todos ellos en conjunto, pero no como un todo para alguna persona en particular. Cuando se perturba este equilibrio mediante la acción gubernamental, se altera el conocimiento de que disponen los miembros en ese orden espontáneo, con lo cual se afecta la posibilidad de que las personas puedan hacer el mejor uso posible de ese conocimiento para el logro de sus propósitos particulares.

    Dicho orden espontáneo puede ser mejorado mediante una revisión de las reglas generales, razón de porqué los liberales “sin complejos ni recelos, aceptan la libre evolución, aún ignorando a veces hasta dónde puede llevarles el correspondiente proceso” (Friedrich A. Hayek, Los Fundamentos de la Libertad, Madrid: Unión Editorial S. A., 1975, p. 420).

    AFIRMACION No. 17: EL LIBERALISMO ES NAZI-FASCISTA
    EXPLICACION: En ocasiones al liberalismo se le ha endilgado la canalla etiqueta de ser nazi o fascista. De entrada me parece evidente la intención maledicente de tal acusación, por lo que parece conveniente hacer tan sólo unos pocos señalamientos para desmentir totalmente la acusación. No sólo el liberalismo clásico y el totalitarismo son en esencia antagónicos (ver el análisis de la Afirmación No. 15 en el tercer comentario de esta serie en el Boletín anterior, acerca de que el liberalismo es totalitario), sino que también el nazi-fascismo persiguió tenazmente a los pensadores y miembros de movimientos políticos liberales, lo cual ocasionó que muchos de ellos tuvieran que emigrar hacia naciones enemigas de los gobiernos nazi-fascistas de Europa en años previos y durante la Segunda Guerra Mundial. Al menos tres de los más grandes pensadores modernos del liberalismo, Karl Popper, Ludwig von Mises y Friedrich Hayek, tuvieron que huir del nazi-fascismo para encontrar asilo en las democracias liberales de Occidente.

    El liberalismo por definición se opone al totalitarismo, el cual incluye no sólo al nazismo y su versión suavizada, el fascismo, sino también al socialismo extremo del marxismo. Esto no es casual, dada la gran afinidad que hay, como planteamientos totalitarios, entre el nazi-fascismo y el socialismo marxista, lo que da lugar a que surja una aversión natural al liberalismo clásico. Señala Hayek, refiriéndose al nazismo, que “las doctrinas que guiaron a los sectores dirigentes de Alemania (nazi) no se oponían al socialismo en cuanto marxismo, sino a los elementos liberales contenidos en aquél: su internacionalismo y a su democracia. Y a medida que se hizo más claro que eran precisamente estos elementos los obstáculos para la realización del socialismo, los socialistas de la izquierda se aproximaron más a los de la derecha. Fue la unión de las fuerzas anticapitalistas de la derecha y la izquierda, la fusión del socialismo radical con el conservador, lo que expulsó de Alemania a todo lo que era liberal.” Friedrich Hayek, Camino de Servidumbre, San José: Universidad Autónoma de Centro América, 1986, p. p. 207-208).

    Esta antítesis entre liberalismo y fascismo se evidencia en la definición que de este último formula Jonah Goldberg: “El fascismo es una religión del estado. Asume la unidad orgánica del cuerpo político y suspira por un líder nacional que esté a tono con la voluntad del pueblo. Es totalitario en tanto mira todo como si fuera un asunto político y sostiene que cualquier acción tomada por el estado se justifica en el logro del bien común. Toma la responsabilidad de todos los aspectos de la vida, incluyendo nuestra salud y bienestar, y busca imponer la uniformidad de pensamiento y de acción, ya sea por la fuerza o por medio de la regulación y la presión social. Todo, incluyendo la economía y la religión, debe estar alineado con sus objetivos. Cualquier entidad rival es parte del ‘problema’ y por tanto se la define como un enemigo.” (Jonah Goldberg, Liberal Fascism, New York; Doubleday, 2007, p. 23. El término “liberal” del título de este libro se refiere al uso que de dicho término se hace en los Estados Unidos, que, a diferencia del liberalismo clásico, se caracteriza por una alta dosis de intervención y participación estatal en las más diversas manifestaciones de la vida política… sin duda que muy, pero muy, cercano al fascismo).

    De acuerdo con la definición previa, el fascismo hace del estado una religión, en el sentido de una creencia absoluta, como señaló Augusto Turati, apóstol del fascismo, al proclamar que “tal como uno cree en Dios… aceptamos la Revolución (fascista) con orgullo, tal como aceptamos estos principios –aún si nos damos cuenta de que están equivocados, los aceptamos sin discusión alguna.” (Citado en Ibídem, p. 419, nota 30. El paréntesis es mío).

    En contraste con la visión anterior, en la concepción liberal clásica el estado esencialmente cumple un papel restringido destinado a asegurar el funcionamiento del orden liberal espontáneo.

    Asimismo, mientras que para el liberalismo clásico el cuerpo político no se considera como un órgano independiente que va más allá de los individuos que lo componen, el fascismo considera al estado como un ente supraindividual.

    A la vez, el fascismo es totalitario en cuanto mira todo desde el punto de vista político, mientras que el liberalismo clásico busca minimizar el poder político, de forma que el individuo tenga el mayor campo posible de acción.

    Mientras que para el fascismo la acción del estado encuentra su justificación en que al actuar lo hace para lograr el bien común, para el liberalismo clásico el interés público y el interés individual son uno e inseparable. De acuerdo con Linda Raeder, la noción liberal Hayekiana del bien común “consiste en asegurar las condiciones abstractas que permiten las actividades de millones de personas quienes no conocen y no pueden conocer las circunstancias e intenciones concretas de cada una de ellas, para que se ajusten entre sí en vez de derivar en un conflicto… tales condiciones surgen de la observación de ciertas reglas –de percepción, de comportamiento, de moralidad y legalidad- que estructuran la operación del mecanismo ordenador que llamamos ‘mercado’” (Linda Raeder, “Liberalism and the Common Good,” en The Independent Review, Vol. II, No. 4, Primavera de 1998, p. 524).

    Para el liberalismo la esencia del bien común radica en asegurar reglas generales que permitan la existencia de un orden espontáneo, en donde los individuos tengan la oportunidad y libertad de hacer el mejor uso de sus recursos para lograr sus objetivos disímiles, mientras que para el fascismo cualquier acción estatal que se lleve a cabo lo es para asegurar tal bien común, en donde los individuos deberán ser dirigidos por el estado –esto es, que le obedezcan y sirvan- en sus esfuerzos por lograr lo que algunos iluminados han definido como bien común.

    De la misma forma, en tanto que para el fascismo el estado es responsable de todos los actos de la vida de las personas, en criterio del liberalismo clásico la responsabilidad es fundamentalmente del individuo en libertad de escoger lo que prefiera para el logro de su felicidad propia. “La libertad no sólo significa que el individuo tiene la oportunidad y la responsabilidad de la elección, sino también que debe soportar las consecuencias de sus acciones y recibir alabanzas o censuras por ellas. La libertad y la responsabilidad son inseparables.” (Friedrich A. Hayek, Los Fundamentos de la Libertad, Op. Cit., p. 87).

    En tanto que el liberalismo estimula la diversidad de toda índole, el fascismo la aborrece y busca la uniformidad de acción y pensamiento, para lo cual acude a la coerción y uso de la fuerza o bien a una regulación que restringe la libertad individual de tomar decisiones propias, así como utiliza la presión social que en su visión siempre define como “nosotros” en contraste con “ellos”. Con tal objetivo en mente fue que Mussolini escribió que, “debemos crear una minoría proletaria lo suficientemente numerosa, suficientemente conocedora, suficientemente audaz como para sustituir por sí misma, en el momento oportuno, a la minoría burguesa… Las masas simplemente la seguirán y se someterán a ella” (Citado en Jonah Goldberg, Op. Cit., p. 38).

    Finalmente, de acuerdo con la célebre expresión de Mussolini “todo dentro del estado, nada contra el estado, nada fuera del estado,” todo, como claramente lo señala la definición de Goldberg antes citada, “debe estar alineado” con los objetivos del estado. El papel del estado en el pensamiento liberal clásico, por el contrario, está claramente restringido al máximo posible y de forma que sea consistente con la conservación del sistema espontáneo en el cual descansa el liberalismo, y en donde se asegure la libertad máxima posible a los individuos. Según Goldberg, el fascismo surgió a partir de la creencia de que “la era de la democracia liberal estaba llegando a su fin. Era tiempo de que el hombre dejara de lado los anacronismos de la ley natural, la religión tradicional, la libertad constitucional, el capitalismo, entre otros, y se elevara hacia la responsabilidad de rehacer el mundo a su imagen propia… Mussolini a menudo declaraba que el siglo diecinueve era el siglo del liberalismo y que el siglo veinte sería el ‘siglo del fascismo.’” (Jonah Goldberg, Ibídem., p. 31).

    En resumen, la esencia de la diferencia entre el liberalismo clásico y el fascismo fue claramente expuesta por Mussolini al escribir que “en contra del individualismo, la concepción Fascista es por el Estado… El liberalismo negó al Estado en función de los intereses de individuos particulares; el Fascismo reafirma al Estado como la verdadera realidad del individuo.” (Benito Mussolini, “Fascism,” en Giovanni Gentile, editori, Italian Encyclopedia, 1932). Afortunadamente, después de una violenta Segunda Guerra Mundial que culminó con la derrota nazi-fascista, casi de las cenizas ha resurgido el liberalismo clásico, el cual hoy día goza de una enorme reputación tanto en la práctica como el campo de las ideas; sin embargo, cabe preguntarse si muchas de las concepciones políticas actuales no convergen hacia el fascismo en vez del liberalismo clásico. La respuesta que se intente dar a esa pregunta bien puede ser razón suficiente para conocer el verdadero alcance del ideario liberal clásico y de motivar la defensa permanente de la libertad.

    AFIRMACION No. 18: EL LIBERALISMO ES ECONOMICISTA.
    EXPLICACION: Hay tres formas en que se podría entender el término economicista. Una se refiere a la idea encontrada, por ejemplo, en Marx, al menos burdamente, de que la economía o las leyes económicas determinan el curso de la historia. Es decir, según Marx, al referirse al capitalismo como una forma o sistema de organización de la sociedad, su “dimensión moral/legal/religiosa (lo que él llamó la ‘superestructura’) no puede ser entendida separadamente de la base económica del capitalismo” (o infraestructura) (David L. Prychitko, “Marxisms and Market Processes,” en Peter J. Boettke, editor, The Elgar Companion to Austrian Economics, Cheltenham, United Kingdom: Edward Elgar Publishing Limited, 1998, p. 517).

    Otro empleo del término economicista se refiere al llamado “homo oeconomicus” para explicar la toma de decisiones del individuo en el campo económico y, en lo que podríamos considerar como una derivación vulgar de este último concepto, una tercera utilización de la expresión “economicista”, se da al señalarse que los liberales clásicos ponen por encima de todo al comportamiento económico de los individuos que actúan en ese orden espontáneo.

    En cuanto a la primera versión de esta crítica, es importante tener presente el comentario formulado a la crítica número 15 analizada en la tercera parte de esta serie de comentarios, presentada en el boletín de ANFE anterior a éste, cuando, en referencia a que “el liberalismo es totalitario”, se hizo un comentario amplio acerca de la idea del historicismo que conduce a regímenes totalitarios antitéticos al liberalismo clásico.

    Se debe mencionar algunas partes de ese comentario previo, pues el término “economicismo” en lo que se suele denominar como “materialismo dialéctico” muestra las mismas características deterministas del historicismo. En un intento de síntesis, señala Mises que para el marxismo “en el principio hay ‘fuerzas materiales de la producción’ (el materialismo), es decir, el equipo tecnológico de esfuerzos humanos productivos, las herramientas y las máquinas. No es preciso inquirir acerca de su origen. Están ahí y eso es todo; debemos suponer que han caído del cielo. Estas fuerzas materiales de producción compelen a los hombres a entrar en relaciones específicas de producción independientes de su voluntad. Estas relaciones de producción determinan más tarde (el determinismo histórico) la superestructura política y jurídica de la sociedad, así como todas las ideas religiosas, artísticas y filosóficas.” Ludwig von Mises, Teoría e Historia, Madrid: Unión Editorial S.A., 1975, p. 101. Los paréntesis son míos).

    No es la ocasión para presentar objeciones al materialismo marxista (algunas de las cuales pueden ser leídas en el libro citado de Mises), pero sí de señalar que, si fuera posible, como lo considera el historicismo, “descubrir las leyes de la evolución histórica deduciendo de tal conocimiento las instituciones adecuadas para cada situación,” (Friedrich A Hayek, Los Fundamentos de la Libertad, Op. Cit., p. 263), al hacer afirmaciones concretas acerca del futuro de la humanidad y de pronosticar el cambio histórico, un ente central, con base en tales leyes históricas así descubiertas, podría definir todo el ordenamiento social congruente con tales resultados previstos, como históricamente se pretendió justificar su puesta en práctica bajo el concepto de una planificación centralizada (tanto bajo el fascismo como bajo el socialismo marxista).

    Igualmente se podría sustituir el orden liberal basado en la libertad de elegir que poseen los individuos, por un orden autoritario en donde “se impediría que la gente planeara su propia conducta y arreglara sus vidas de acuerdo con sus propias convicciones morales. Debería prevalecer un solo plan… Cada individuo debería ser forzado a renunciar a su autonomía y obedecer, sin hacer preguntas, las órdenes emanadas del Politburo o del secretariado del Führer… La tiranía es el corolario político del socialismo, tal como el gobierno representativo es el corolario político de la economía de mercado.” (Ludwig von Mises, Economic Freedom and Interventionism, Irvington-on-Hudson, Nueva York, 1990, p. p. 183-184).

    En lo que respecta a la segunda versión de esta crítica al liberalismo -el tema del homo oeconomicus- sólo deseo destacar que ésta es una presunción acerca del comportamiento humano, al cual se considera que es racional y capaz de escoger el mayor beneficio posible con un costo mínimo. “Muestra un ser humano impulsado exclusivamente por ‘motivos económicos’; esto es, con la única intención de lograr la mayor ganancia material o monetaria posible,” explica Mises. (Ludwig von Mises, Human Action: A Treatise on Economics, San Francisco: Fox & Wilkes, 1996, p. 62).
    Este supuesto es utiliza en el llamado análisis económico neoclásico acerca del comportamiento del consumidor, pero parece evidente que pocos toman en serio el corolario de que, como tal, exista un ‘hombre económico’, dado que ello sólo refleja una visión parcial e incompleta de la conducta humana. No sólo la “racionalidad” está en discusión, pues el ser humano comete errores de razonamiento y no siempre reacciona en términos que se podrían considerar como perfectos, sino que, como señala Mises refiriéndose a la idea de que se trata de un tipo “ideal” en el análisis neoclásico, “ningún hombre es motivado exclusivamente por el deseo de enriquecerse tanto como sea posible; muchos del todo no son influenciados por ese anhelo sórdido.

    Es inútil referirse a tal homúnculo ilusorio al tratar con la vida y la historia. Aún si
    realmente fuera éste el significado en la economía clásica, el homo oeconomicus ciertamente no sería un tipo ideal. El tipo ideal no es la encarnación de una parte o un aspecto de los diversos objetivos y deseos del hombre. Es siempre la representación del fenómeno complejo de la realidad, ya sea de los hombres, de las instituciones o de las ideologías.” (Ibídem, p. 62).

    A veces se le endilga la idea del homo oeconomicus a uno de los pensadores liberales clásicos –Adam Smith- por lo que vale la pena indicar lo que al respecto dice Hayek: “Por supuesto que Smith y su grupo estaban muy lejos de asumir algo de esa índole. Es más cercano a la verdad decir que desde su punto de vista el hombre era perezoso e indolente por naturaleza, desperdiciado y descuidado, y que tan sólo las fuerzas de las circunstancias podían hacer que se comportara económicamente o que cuidadosamente ajustara sus medios a sus fines. Pero aún ello sería injusto para el punto de vista realista y muy complejo que aquellos hombres dieron acerca de la naturaleza humana.” (Friedrich A. Hayek, “Individualism: True and False,” en Chiaki Nishiyama y Kurt R. Leube, The Essence of Hayek, Op. Cit., p. 137-138).

    Las críticas al homo oeconomicus parecer más bien estar dirigidas al liberalismo económico que al concepto previamente expuesto acerca de la naturaleza humana. Es una manera de adjudicarle al liberalismo la ausencia de consideraciones morales debido al egoísmo de los actores en los mercados, que no toman en cuenta más que su propio interés, dejando de lado a los ajenos. Esto último será objeto de un comentario más amplio al analizar posteriormente la crítica No. 19, de que el liberalismo es egoísta. Baste por el momento señalar que la idea de una presunta racionalidad humana no es propia del liberalismo, sino de muchos filósofos previos a quienes podríamos considerar como liberales clásicos, pues tiene sentido pensar que el ser humano busca tomar las mejores decisiones posibles, aunque normalmente puede equivocarse. Como lo expone Leonardo Girandella, los críticos superficiales del homo oeconomicus cometen un error al creer “que los beneficios deseados por este ser son exclusivamente materiales y capaces de ser expresados en dinero. No necesariamente. Es posible, por supuesto, que eso suceda y que una persona calcule beneficios financieros de las inversiones que ha realizado, pero nada hay que indique que eso sea todo lo que puede hacerse. Existen metas personales que no son materiales y que no pueden expresarse en dinero solamente.” (Leonardo Girondella Mora, “Homo Economicus: Definición. Más una reconsideración” Núm. 80, lunes 25 de agosto de 2008 y reproducido en ContraPeso. Info de lunes 19 de octubre de 2009).
    La tercera interpretación del término “economicismo” se refiera a un presunto y maligno énfasis del liberalismo en los aspectos económicos de la vida humana. De entrada, es prudente indicar que la importancia que pueden tener los asuntos económicos en la vida de las personas puede ser precisamente el resultado de la libre elección de los individuos. Pero, es un error acusar de economicismo al liberalismo por una tendencia de ver todas las cosas desde el ángulo puramente económico o peor, como dice Hayek, de “querer hacer que los ‘propósitos económicos’ prevalezcan sobre todos los otros,” (Friedrich A. Hayek, Law, Legislation and Liberty, Vol. II: The Mirage of Social Justice, Chicago: The University of Chicago Press, 1976, p.
    113), dado que, al fin y al cabo, no existen fines económicos, pues, como de inmediato agrega Hayek, “los esfuerzos económicos de los individuos así como los servicios que les brinda el orden de mercado, consisten en una asignación de los medios a los fines últimos que compiten entre sí y que siempre son no económicos. La tarea de toda actividad económica es lograr reconciliar fines que compiten entre sí al decidir para cuales de ellos se usarán los medios limitados. El orden del mercado reconcilia las demandas de los diferentes fines no económicos por medio del único proceso que los beneficia a todos –sin que se asegure que el más importante está antes que el menos importante, por la simple razón de que en dicho sistema no puede existir un único ordenamiento de las necesidades.”

    Se trata de la posibilidad de escoger sin calificar la naturaleza de los fines. Por esta razón escribió el economista liberal clásico Lionel Robbins, que “la Economía tiene que ver con ese aspecto del comportamiento que surge de la escasez para lograr fines dados. Se deduce que la Economía es enteramente neutral entre medios… en cuanto a que el logro de cualquier fin depende de los medios escasos…Debe estar claro, entonces, que hablar de algún fin como algo que en sí es ‘económico’ es enteramente erróneo.” (Lionel Robbins, An Essay on the Nature and Significance of Economic Science, Londres: Macmillan and Co., 1945, p. 24. La letra en cursiva es del autor).
    Por lo expuesto, la crítica al liberalismo por un presunto economicismo no parece tener fundamento y parte de una interpretación errada y parcial de la naturaleza del ser humano, quien actúa escogiendo entre muchos y muy diferentes fines, no solamente lo que algunos pueden considerar como propósitos económicos. Se trata de un orden espontáneo en donde no existe una escala única de fines concretos impuesta sobre los ciudadanos, ni en donde algún gobernante pretenda imponer su punto de vista acerca de cuáles son los fines más importantes y cuáles los menos, sino de un orden en donde los individuos, a partir de la información de que disponen, puedan actuar libremente en el logro de aquellos objetivos que consideran deseables, basados en la reciprocidad que permite reconciliar los diferentes propósitos, de forma tal que beneficia a todos los participantes. Es un orden basado en la existencia de reglas de justa conducta en donde los individuos tienen diferentes objetivos y persiguen distintos propósitos, pero con prohibiciones para infringir los derechos de los demás y en el cual puedan, bajo un gobierno restringido en sus alcances y potestades, acordar vivir pacíficamente.

    AFIRMACION No. 19: EL LIBERALISMO ES EGOÍSTA.
    EXPLICACION: Una de las críticas más frecuentes al liberalismo es que descansa en una visión egoísta del comportamiento humano. Para ella se sustentan en un comentario célebre de Adam Smith, que me permito transmitir: “Cada individuo en particular pone todo su cuidado en buscar el medio más oportuno de emplear con mayor ventaja el capital de que puede disponer. Lo que desde luego se propone es su propio interés, no el de la sociedad en común; pero estos mismo esfuerzos hacia su propia ventaja le inclinan a preferir, sin premeditación suya, el empleo más útil a la sociedad como tal.” (Adam Smith, La Riqueza de las Naciones, Tomo II, San José, Costa Rica: Universidad Autónoma de Centro América, 1986, p. 189).

    De ella deducen que el interés propio del individuo es el centro de la acción económica, el cual no considera el interés de otros ni de la sociedad o de grupos de ella. Simplemente el egoísmo es lo que define la actuación del individuo. Pero, para empezar, tal como se señaló al analizar la crítica al liberalismo por economicista (crítica previa), desde el punto de visto del análisis económico la idea del interés propio egoísta y calculador es en realidad una concepción teórica (el homo oeconomicus) y no un intento de describir el comportamiento humano.

    Hume de cierta manera ya había advertido acerca del problema de reducir el comportamiento humano a una sola explicación, al escribir que “por un giro de la imaginación, por un refinamiento de la reflexión, por un entusiasmo de la pasión, parece que tomamos parte de los intereses de otros, y nos imaginamos a nosotros mismos como despojados de todo tipo de consideraciones egoístas: pero, en el fondo de las cosas, el patriota más generoso y el mísero más tacaño, el héroe más valiente y el cobarde más abyecto, tienen, en todas sus acciones, una apreciación idéntica por su propia felicidad y bienestar.” (David Hume, Enquiries Concerning the Human Understanding and Concerning the Principles of Morals editado por L. A. Selby-Bigge, 2a. edición, Oxford: Clarendon Press, 1902,.p. 172).

    Para Hume el ser humano, además de benevolente y egoísta, es un sujeto de pasiones, pues “no existe hombre quien en ocasiones particulares no es afectado por todas las pasiones desagradables, temor, furia, desánimo, dolor, melancolía, ansiedad, etc.” (Ibídem, Nota 1, p. 213). Otteson señala que Hume considera (al igual que lo hace Smith) que “es entendible que algunos moralistas, por ejemplo Bernard Mandeville, hayan pensado que el ‘amor propio’ es la principal y hasta única motivación para la acción humana, dada la obvia influencia enorme que tiene sobre mucho de lo que la gente hace, pero que, sin embargo, es un error concluir de ello que no hay otros principios que también actúan sobre los seres humanos”, principios que Hume los resume bajo el término “benevolencia o simpatía,” similar a como también lo hace Adam Smith. (James R. Otteson, Adam Smith’s Marketplace of Life, Cambridge,

    Inglaterra: Cambridge University Press, 2002, p. 31).
    La crítica al liberalismo por la preeminencia del egoísmo en la toma de decisiones humanas es considerada como “imaginaria” por un estudioso del tema, Stephen Holmes, quien expone que “dejando de lado a Bentham, ningún liberal clásico escribió alguna vez que los seres humanos invariablemente se veían comprometidos en la prosecución calculada de la ventaja personal. Ni Locke ni Mill, ni Smith ni Madison, pensaron de esa manera… todos se daban perfectamente cuenta de que el comportamiento emocional y habitual está extraordinariamente extendido y que es obstinado ante el control racional. Asumieron, bastante realísticamente, que las pasiones pueden hacer que los intereses se hagan a un lado. Los seres humanos, pensaron ellos, constantemente se ven involucrados en un rango muy amplio de formas de comportamiento no calculadas y no egoístas.” (Stephen Holmes, Passions and Constraint: On the Theory of Liberal Democracy, Chicago: The University of Chicago Press, 1995, p. p. 42-43).
    Mucha de la respuesta a la crítica del liberalismo como egoísta se puede encontrar en el análisis de la aseveración de que el liberalismo es anti-solidario, crítica No. 8 desarrollada en la segunda parte de esta serie, por lo cual no voy a abundar más, excepto para señalar varios aspectos acerca de los cuales insiste el filósofo liberal cristiano Michael Novak. En primer lugar, que es un error grave asumir que los individuos pueden tan sólo elegir con base en el egoísmo y la codicia. Señala Novak: “Un sistema que se rige sólo por el principio según el cual los individuos son los que están en mejores condiciones de juzgar por sí mismos sus reales intereses puede ser acusado de institucionalizar el egoísmo y la codicia…, pero sólo si se parte de la premisa de que los seres humanos son tan depravados que nunca efectúan otra clase de elección.” (Michael Novak, El Espíritu del Capitalismo Democrático, Buenos Aires: Ediciones Tres Tiempos S. R. L., 1983, p. 96). Me parece aceptable decir que las decisiones que toman los individuos no se basan únicamente en la codicia y el egoísmo, sino que también suelen formar parte de sus intereses, los de sus familias, que incluso con frecuencia superan a los propios, los de amigos cercanos y los de las comunidades en donde suelen vivir.

    Además, señala Novak, que “aparte de las limitaciones que impone el propio individuo, el sistema limita la codicia y el interés personal… cuando se producen, pagan su precio” (Ibídem, p. 96), como lo atestigua la importancia que tiene la reputación, la integridad y la equidad en los negocios, pues, de no seguirse reglas generalmente aceptadas, bien pueden verse afectados en su desarrollo a un costo muy elevado. Como dice Mises, “lo que impulsa a cada hombre al máximo en el servicio de sus congéneres y frena las tendencias innatas hacia la arbitrariedad y las malas intenciones es, en el mercado, no la obligación y la coerción de parte de gendarmes, verdugos y cortes penales; es el interés propio…” (Ludwig von Mises, Human Action: A Treatise on Economics, Op. Cit., p. 283).

    Finalmente, deseo enfatizar el elemento cooperativo de los individuos en los mercados, mediante una excelente descripción que del orden espontáneo hace Hayek: “Cuando por primera vez (con las ideas de Mandeville, Gordon, Montesquieu, Hume, Tucker, Smith, Burke) se reconoció el efecto del intercambio, de hacer que la gente, sin proponérselo, se beneficiara mutuamente, se puso mucho énfasis en la resultante división del trabajo y en el hecho de que eran sus propósitos ‘egoístas’ lo que conducía a diferentes personas a brindarle servicios a otras. En esto hay mucha estrechez de miras. La división del trabajo es también practicada dentro de las organizaciones (orden artificial resultado del diseño y diferente de un orden espontáneo); y las ventajas de un orden espontáneo no dependen de que la gente sea egoísta en el sentido ordinario de esta palabra. El punto importante acerca del orden extendido o catalaxia es que reconcilia conocimientos diferentes y propósitos diferentes que, ya sea que los individuos son egoístas o no, diferirán grandemente entre personas. Debido a que en un orden extendido o catalaxia, los hombres, a la vez que siguen sus intereses propios, ya sean totalmente egoístas o altamente altruistas, promoverán los propósitos de muchos otros hombres, la mayoría de los cuales nunca llegarán a conocerlos, hace que sea un orden superior a cualquier organización deliberadamente diseñada: en la Gran Sociedad los diferentes miembros se benefician de los esfuerzos de los demás no sólo a pesar de sino a menudo porque sus distintos objetivos difieren.” (Friedrich A. Hayek, Law, Legislation and Liberty, Vol. II: The Mirage of Social Justice, Op. Cit., p. 110. Los párrafos entre paréntesis son míos).


    Por lo tanto, un orden liberal no requiere de ninguna manera que el individuo sea egoísta ni que dicho principio sea el que rija la conducta humana: lo esencial es que el individuo posee una gama muy amplia de intereses que no se circunscriben a los propios y en un orden no diseñado es cuando más fácilmente se compagina tal diversidad, lo cual beneficia a la colectividad como un todo.

    AFIRMACION NO. 20: EL LIBERALISMO ES FUNDAMENTALISTA DE LIBRE MERCADO, LO QUE LO HACE SOCIALMENTE INSENSIBLE.

    EXPLICACION: En el transcurso del análisis efectuado en cuatro partes de diecinueve críticas al liberalismo, se ha enfatizado el papel que el mercado libre tiene dentro del ideario liberal, así como del enorme beneficio que le brinda a la totalidad de individuos en la sociedad. A pesar de ello, es necesario insistir en algunas de sus características, pues ha permitido un enorme crecimiento económico que ha dado lugar a una vida sustancialmente mejor para el ser humano, que aquél que podría lograr bajo órdenes alternativos. Crecimiento que, entre otras cosas, se ha caracterizado porque grupos de ingresos relativamente más bajos y que previamente no disponían de ellos, han podido tener acceso a una enorme gama de bienes y servicios nunca antes soñado. Este crecimiento sostenido durante al menos más de dos siglos es uno de los frutos de un orden liberal espontáneo.

    La primera parte de esta crítica al liberalismo se refiere a un supuesto fundamentalismo de mercado; esto, es que las decisiones económicas son las que primordialmente se toman dentro de él. Pero, como se expuso al analizar la crítica inmediata anterior, si bien las decisiones económicas son importantes dentro del comportamiento humano en general, eso no significa que sean las únicas y que la gama de decisiones tomadas por el individuo es tan diversa que difícilmente a aquéllas se les puede considerar como primordiales, aunque alguien podría indicar que, más bien, a mayor pobreza, mayor importancia podrían tener esas decisiones de tipo “económico”. Si algo caracteriza al liberalismo es que ha dado lugar a la mayor creación de riqueza en la historia de la humanidad, por lo que podría sugerirse que la satisfacción de necesidades económicas primordiales o básicas ha ido perdiendo importancia con respecto a otro tipo de decisiones que alguien podría decir que no están sujetas a un craso cálculo económico.

    Cuando se analizó la afirmación No. 18 acerca de que el liberalismo era economicista, se comentó el error de considerar al concepto simplista teórico del homo economicus como una representación del comportamiento humano. Milton y Rose Friedman, conscientes de la diversidad de elecciones que realiza el individuo en el mercado, señalan que “la disciplina de la Economía ha sido regañada por supuestamente derivar conclusiones profundas de un ‘hombre económico’ totalmente irreal y quien no es más que una máquina calculadora, que sólo responde al estímulo monetario. Este es un grave error. Interés propio no es un egoísmo miope. Es cualquier cosa que interesa a los participantes, lo que sea que ellos valoren, cualesquiera objetivos que ellos prosigan. El científico que busca el avance de las fronteras de su disciplina, el misionero que busca convertir infieles a la fe verdadera, el filántropo que busca allegar alguna tranquilidad a los necesitados –todos están persiguiendo sus propios intereses, tales como los perciben, tales como los juzgan, según sus propios valores.” (Milton y Rose Friedman, Free to Choose, A Personal Statement, New York: Harcourt, Brace, Jovanovich, 1979, p. 27).
    De ese supuesto “fundamentalismo de mercado” del orden liberal se deriva la crítica de que ello lo convierte en un orden “socialmente insensible”, por lo que, si partimos de que no hay tal fundamentalismo, no se podría deduce que lo hace un orden ausente de sensibilidad, en donde por ello se entiende una despreocupación por los intereses de otras personas aparte de sí mismos, principalmente aquellos de personas con ingresos relativamente más bajos.

    La refutación es aún más fuerte al considerar cuáles son las funciones esenciales que un mercado desempeña, en lo que Smith y Hayek llamaron la “Gran Sociedad” (y Popper, ‘Sociedad Abierta’) u orden espontáneo; esto es, un orden abstracto que no tenga como propósito servir intereses particulares, sino que pueda “servir de base para las decisiones de los individuos en condiciones futuras no previstas y que sólo por esta razón puede constituir un verdadero interés común de los miembros de la Gran Sociedad, quienes no persiguen propósitos particulares comunes sino que simplemente desean tener los medios apropiados para proseguir sus respectivos propósitos individuales.” (Friedrich A. Hayek, Law, Legislation and Liberty, Vol. I: Rules and Order, Op. Cit., p. 121. La letra en cursiva es del autor).

    El afán de supervivencia de los seres humanos y el requisito de satisfacer sus necesidades más diversas hace que deban enfrentar el serio problema de la incertidumbre. Según el economista liberal Frank Knight, “los hechos de la vida son, en un sentido superficial, entremetidamente obvios y un asunto de observación común. Vivimos en un mundo de cambio y un mundo de incertidumbre. Vivimos tan sólo porque sabemos algo del futuro, mientras que los problemas de la vida, o por lo menos de la conducta, surgen del hecho de que sabemos muy poco. Esto es cierto en los negocios como en cualquier otra esfera de actividad.” (Frank Knight, Risk, Uncertainty and Profit, New York: Harper and Row, p. 199. La letra cursiva es del autor). Y agrega, “La incertidumbre es uno de los hechos fundamentales de la vida. No se puede erradicar de las decisiones de negocios ni de cualquier otro campo.” (Frank Knight, Ibídem, p. 347).

    La institución llamada mercado, surgida en las sociedades liberales, contribuye a enfrentar el problema de la incertidumbre mediante la descentralización que lo caracteriza, pues permite que surjan empresas que descubren nuevas oportunidades previamente escondidas y que difícilmente aparecerían a la vista de los planificadores centralizados. Mediante el mercado y su sistema de precios se logra transmitir la información y el conocimiento de cada uno de los participantes en aquél, hacia quienes consideran conveniente obtener dicha información. Con ello se reduce en un grado importante la incertidumbre que rodea toda acción humana, pero también ese mismo mercado, con la flexibilidad que le es propia y requerida -y a diferencia de la planificación central- permite a los individuos adaptarse a nuevas circunstancias, incluso no previstas, de manera que en el proceso de mercado, “cada actor se convertirá en mero eslabón de una cadena a través de la cual serán transmitidas las señales que facilitan la adaptación de cada proyecto personal a ese conjunto de circunstancias que globalmente nadie puede conocer; y sólo así podrá el orden mantener su expansión indefinida.” (Friedrich a Hayek, La Fatal Arrogancia: Los errores del socialismo, Obras Completas de Hayek, Vol. I, Madrid: Unión Editorial, 1994, p. 294.)
    El mercado es el seno en el cual las partes realizan el intercambio voluntario de bienes y servicios, de forma que los participantes deben ganar con dicho intercambio, pues, de no ser así, no lo llevarían a cabo. Esto significa que la acción del individuo de intercambiar es efectuada porque aumenta su satisfacción. Por ello es posible afirmar que en el mercado existe una cooperación de las partes para entrar en un intercambio que es mutuamente beneficioso. Esto parece estar muy lejos de la afirmación de que el liberalismo, que descansa en la utilización de los mercados, es socialmente insensible, pues más bien refleja las diversas preferencias individuales en un intercambio en donde todas las partes ganan (y entre más difieren esas preferencias, mayor es el incentivo para intercambiar y más elevado el beneficio derivado de él). Es claro que en dicho intercambio siempre cada parte individual desearía ganar más -lo que parece ser una regla universal del comportamiento humano- pero, si bien desea tal logro, un individuo que participa del intercambio debe tener presente que lo mismo quiere la otra persona. Por ello, para que se realice el libre intercambio, debe serlo porque ambas partes ganan con él.

    Note que se enfatiza el término libre intercambio, pues la coerción está excluida de los intercambios: esto es, que las partes sean libres de intercambiar. El uso de la coerción por parte de un individuo contra el ámbito de libertad de algún otro está fuera de consideración. Como dice Hayek, “en un orden espontáneo el uso de la coerción puede se justificado sólo cuando sea necesario para asegurar el dominio privado del individuo en contra de la interferencia por parte de otros, pero esa coerción no deberá ser usada para interferir en esa esfera privada cuando no fuera necesario proteger a otros.” (Friedrich A. Hayek, Law, Legislation and Liberty, Vol. II: The Mirage of Social Justice, Op. Cit., p. 57).

    Interesa destacar que es el deseo individual de mejorar la situación en que se encuentra en un momento dado –algo que se puede decir que es propio de la naturaleza humana- lo que impulsa el proceso de intercambio en el mercado, pues lo hará para mejorar esa situación previa, pues, de no ser así, no lo llevaría a cabo.

    Que la persona intente realizar un intercambio en el mercado no significa que necesariamente va a poder hacerlo, pues podría resultar muy costoso hallar con quien practicarlo, pero también porque puede ser que no tenga el conocimiento requerido para encontrarlo. “El mercado no garantiza que todos aquellos quienes quieran realizar intercambios beneficiosos siempre se descubrirán el uno al otro.” (Gene Callahan, Economics for Real People: An Introduction to the Austrian School, Auburn, Alabama: Mises Institute, p. 77). Esto significa que los individuos siempre estarán buscando oportunidades para realizar intercambios beneficiosos y cuyas ventajas en un momento dado podrían no ser logradas. Aquí es donde surge el papel del empresario: buscar nuevas oportunidades de poder realizar un intercambio beneficioso.

    Finalmente, deseo destacar, en contraposición a la crítica de “insensibilidad social”, que la institución del mercado conduce a la paz y a la prosperidad. Dada la existencia de un futuro incierto, es muy posible que en su actuar los individuos cometan errores –algo siempre destacado por los liberales- pero un hecho importante de los mercados es que las remuneraciones que en él se determinan “son incentivos que como regla guían a la gente hacia el éxito, pero producirán un orden viable sólo porque a menudo no satisfacen las expectativas causadas cuando las circunstancias relevantes han variado inesperadamente. Los hechos de que una utilización plena de la información que los precios transmiten es usualmente recompensada… son tan importantes como en el caso en que las expectativas no sean satisfechas cuando hay cambios imprevistos. El factor suerte es tan inseparable de la operación del mercado como lo son las habilidades.” (Friedrich A. Hayek, Law, Legislation and Liberty, Vol. II: The Mirage of Social Justice, Op. Cit., p. 117).

    Los individuos cometen errores en el proceso de tratar de lograr sus objetivos, por lo que en muchos casos sus expectativas no son satisfechas parcial o totalmente. Pero el mercado permite, por medio de la información que transmiten los precios y en un proceso de aprendizaje caracterizado por la prueba y el error, que tales correcciones puedan ser efectuadas por las personas. El sistema de mercado ofrece un estímulo para que los diferentes individuos utilicen sus habilidades al máximo, de forma que puedan anticipar aquellos cambios amenazantes de la mejor manera posible. No garantiza ni ganancias ni pérdidas, sólo oportunidades y no resultados particulares.

    Es a través del intercambio voluntario cómo los mercados permiten que los individuos puedan satisfacer sus necesidades sin tener que acudir a la violencia y al despojo. Es el beneficio mutuo del intercambio lo que deja que las personas vivan en paz sin por ello verse obligados a estar de acuerdo con los intereses particulares que cada uno de ellos podría buscar. El orden abstracto del mercado faculta que cada individuo se beneficie de las habilidades y conocimientos que poseen las demás personas, a quienes posiblemente ni siquiera conoce y mucho menos que deban tener objetivos iguales; más bien es por la diversidad de objetivos que es posible que surja ese intercambio mutuamente beneficioso. Esta es la razón última por la cual el pensador liberal Herbert Spencer pudo señalar que “Con la disminución de la guerra y el crecimiento del comercio, la cooperación voluntaria reemplaza cada vez más la cooperación forzada… ello hace posible la creación de la vasta organización industrial que sostiene a una nación.” (Herbert Spencer, “The Great Political Superstition,” en The Man versus the State with Six Essays on Government, Indianapolis: Liberty Fund, 1982, p. 155).

    Por este hecho no es necesario que un individuo tenga que acudir al despojo de los bienes de otros para satisfacer sus propias necesidades, pues mediante el intercambio es posible lograrlos de forma no violenta, sino a través de una acción cooperativa voluntaria. Con ello se logra la armonía social indispensable para el progreso humano, pues sustituye la explotación y la violencia por la cooperación y la paz entre los hombres.

    Gracias a la institución del mercado, los individuos son capaces de participar en un proceso más extenso y complejo que está más allá de su comprensión y a través del cual es capaz de contribuir a fines que no tenía en mente, como son los intereses de otros individuos y cuya satisfacción nunca era su propósito directo. Pero hay más: uno nunca es capaz de saber (con total certeza) quién es la persona que conoce más de algo. La única forma de saber cómo llegar a conocerlo es por medio de la prueba y el error, lo cual significa que continuamente debe realizar transacciones en un mercado que le brinden la información necesaria.

    El mercado permite un proceso de aprendizaje que le faculta a la persona ir descubriendo conocimiento que previamente no tenía. Los liberales siempre hemos enfatizado la limitación natural del conocimiento que individualmente posee persona alguna; por ello el mercado permite al individuo superar dicha limitante por un proceso social en donde a toda persona se le permite participar y de ver cómo puede hacer lo máximo dentro de sus posibilidades, con lo cual tiene acceso al conocimiento de todos en conjunto. Esto lo encuentra resumido en los precios. Mediante el sistema de precios, “el todo actúa como un solo mercado, no porque alguno de sus miembros conoce todo el terreno, sino porque sus limitados espacios individuales se sobreponen lo suficiente, de manera que, por medio de muchos intermediarios, a todos se les comunica la información relevante. El simple hecho de que hay un único precio para un bien… da lugar a la solución que (tan sólo conceptualmente posible) podría haber sido arribada por una sola mente que poseyera toda la información que en efecto está dispersa entre toda la gente que está involucrada en el proceso.” (Friedrich A. Hayek, “The Use of Knowledge in Society,” en Chiaki Nishiyama y Kurt R. Leube, The Essence of Hayek, Op. Cit., p. 219).

    Con esto concluyo el análisis, en cuatro partes en sendos Boletines de ANFE, de veinte críticas que se suelen hacer al orden liberal (tal vez veinte son insuficientes; estoy seguro de que hay muchas otras más), por lo cual deseo hacer una reflexión a partir de la advertencia de Pedro Schwartz acerca de lo que denomina como “la situación de equilibrio inestable” de la democracia liberal, la cual agrupa bajo tres encabezamientos: “(1) Las sociedades abiertas están expuestas a los peligros de la guerra, las luchas intestinas y el terrorismo; (2) las economías libres ven limitada su actuación por coaliciones minoritarias o incluso mayoritarias, que, aprovechando los instrumentos de la democracia, ofrecen a sus seguidores ventajas a corto plazo, más tangibles que los beneficios que supone a largo plazo la libre competencia para la generalidad de los ciudadanos, (y) (3) la mayor parte de la gente no comprende o comprende mal el funcionamiento de un orden social espontáneo, cual es el de las democracias basadas en el imperio de la ley y el libre mercado.” (Pedro Schwartz, “Precario Liberalismo,” en Nuevos Ensayos Liberales, Op. Cit., p. 245. Las palabras y números entre paréntesis son míos).

    Como no hay certeza de que un orden social espontáneo basado en la cooperación voluntaria inexorablemente continuará en vigencia, es indispensable que, para conservar la institucionalidad de lo que ha sido el sistema más exitoso en la historia de la humanidad, nosotros los liberales, con responsabilidad -la otra cara de la libertad- debemos estar dispuestos a difundir los principios que garantizan el respeto a la individualidad, el progreso y la modernidad, que son el fundamento del liberalismo clásico. Sabemos que está sujeto a la evolución y al cambio permanente necesario que nuevas circunstancias pueden demandar, pero si partimos de la experiencia social con sistemas alternativos conocidos hasta el momento, podemos estar convencidos de que la defensa del orden de la libertad podrá evitar un retroceso a formas comparativamente primitivas de organización social, basadas en la arrogancia que implica el poder centralizado.

    Hoy día los Partidos de la Libertad tienen ante sí un enorme reto, cual es enfrentar a los enemigos de aquélla, que se disfrazan de maneras distintas, pero siempre son desnudados por su pretensión de que saben más que cada uno de nosotros acerca de lo que nos es propio y de que saben más que lo que sabemos el conjunto de personas que participamos de un orden extendido. Somos nosotros quienes tenemos que decidir cómo es que queremos gobernar nuestras vidas. Por ello hemos escogido el orden de la libertad. Somos conscientes de la importancia de la crítica, la cual aceptamos, pero también somos defensores de la libertad ante diversos enemigos.

    Por Carlos Federico Smith

  9. #39
    2010-01-31-INFIERNO LLENO DE BUENAS INTENCIONES

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    COLUMNA LIBRE: INFIERNO LLENO DE BUENAS INTENCIONES


    Boletín de ANFE, 31 de enero del 2010.

    Sé que escribir acerca del tema de los salarios mínimos no es tema fácil, en especial por ser un campo propicio para un análisis más propio del sentimiento que de la razón y porque, al menos los economistas, a veces somos aguafiestas para quienes emplean un análisis sensiblero como justificante de opiniones que más que técnicas son políticas o ideológicas o bien para lograr un interés inmediato particular. Desnudar esta apariencia obviamente que no es bien vista por mercaderes de la sensibilidad social.

    En esta ocasión me refiero a dos comentarios, uno el editorial del periódico La Nación del 6 de enero, que lleva por título “La Ley de Salarios Mínimos” y el otro un artículo de Miguel Gutiérrez, director del programa Estado de la Nación, aparecido en ese mismo diario el 20 de enero. Podría estar equivocado, pues en dicho medio los editoriales son anónimos, pero me parece que aquél puede haber sido escrito por el mismo señor Gutiérrez, de gran cercanía a ese medio, pues el editorial desde su inicio se deshace en alabanzas al informe del “Estado de la Nación”, por su “programa sorprendente” que, de seguirse, permitiría reducir la pobreza extrema del país a la mitad, pues para lograr “semejante maravilla”, como dice el editorial, sólo basta con “exigir el cumplimiento universal de la Ley de Salarios Mínimos.”

    Si no fue el señor Gutiérrez el autor del editorial de referencia, me imagino que tampoco lo fue alguno de dos destacados economistas quienes suelen escribir en ese medio, los señores Luis Mesalles y Jorge Guardia, pues su alta formación académica estoy seguro que los mantendría aislados de creencias deseadas o de ser movidas por el deseo (wishful thinking), y quienes más bien harían un buen análisis económico de los asuntos laborales. Si don Jorge o don Luis, alguno de ellos, fuera el autor de ese editorial, entonces sí acepto que a la propuesta se le otorgue el calificativo de “sorprendente” que le dio el editorial. Pero casi estoy seguro que no fue ninguno de ellos, por lo que me inclino por el señor Gutiérrez o bien por alguien quien no parece conocer mucho de análisis económico y sí de tentaciones demagógicas que suelen acompañar esas prédicas usual e irresponsablemente expresadas en términos de proteger a lo más pobres, cuando en verdad suelen terminar por afectarlos al máximo y muy directamente.

    Vamos al meollo del asunto: lo que el editorial dice es que si la ley de salarios mínimos se pusiera en práctica –que según él “es un imperativo inmediato” el hacerlo- dado que en el país existen cerca de 600.000 costarricenses que el año pasado ganaron menos que ese mínimo, la pobreza del país, en vez de ser un 17.7%, habría sido de un 11.1% y que la pobreza extrema, en vez de un 3.5%, habría llegado a tan sólo un 1.5%. Por lo tanto, para resolver esa “inequidad” en la distribución del ingreso es necesario aplicar la ley de salarios mínimos. Es más, como dice Gutiérrez en su artículo, “los salarios mínimos no es solamente un asunto económico es un asunto de derechos fundamentales”.

    Ojalá fuera cierto que, con una política salarial de un salario mínimo por encima de su valor de mercado, fuera posible conservar el nivel de empleo que se tenía con un salario previo inferior, lo cual me imagino es lo deseable desde el punto de vista de los derechos fundamentales de los trabajadores: un nivel de empleo elevado con “salarios altos”. Así nirvana (el paraíso terrenal) sería posible: que no hubiera desocupación alguna y que los salarios fueran del nivel mayor que uno podría imaginar.

    Pero, maldición con esos “insensibles” economistas, a ellos se les ocurre decir que si el salario mínimo fijado es superior a los salarios vigentes en el mercado, lamentablemente el trabajador que desea encontrar trabajo a ese salario mínimo mayor no va a tener empleo. Esos economistas “deshumanizados” lo “deben” decir porque no les gusta que los pobres progresen y más les vale que ignoren lo que ha estado harto documentado en diversas experiencias en todo el mundo: si el salario mínimo se fija por encima del nivel de mercado, aumenta la desocupación. Me imagino que, entre mayor sea esa disparidad, mayor será el efecto sobre el nivel de empleo.

    Antes de hacer una explicación de lo que posiblemente ha sucedido en el mercado laboral costarricense ante la existencia de salarios mínimos, debo enfatizar el problema moral de quienes, empujados por su “gran sensibilidad social” proponen legislaciones de salarios mínimos por encima de los niveles de mercado en las economías. Si bien quienes ahora con el salario mínimo más elevado encuentran un trabajo en donde ganan más (y supuestamente así es como bajarían los indicadores de pobreza de acuerdo con los editorialistas), simplemente deben ser comparados con quienes ahora no ganan nada al quedar desempleados por esa medida de política laboral (habría trabajadores que quedan frustrados, pues no encontraron trabajo al salario más alto que fijó la ley, en tanto que, quienes al salario anterior, supuestamente más bajo, tenían trabajo, ahora quedaron desempleados). Eso lo ignoran olímpicamente el editorial y el artículo de referencia, al asumir simplemente que una legislación de salarios mínimos no provoca desocupación.

    El comentarista Gutiérrez brinda una respuesta mágica: la evidencia empírica que dice tener, pero que no prueba. Escribe que “la política de salarios mínimos costarricense, en el muy largo plazo, es un caso que documenta el fortalecimiento de un mercado interno en la segunda mitad del siglo XX, que ha permitido combinar el bienestar de las personas con el crecimiento de la economía.”.

    Esto suena muy bonito, pero lo que podría indicar es otra cosa muy distinta de lo que alega el analista: la política de salarios mínimos que Costa Rica ha puesto en práctica a lo largo de esta segunda mitad del siglo XIX se caracteriza porque la fijación de salarios mínimos no parece estar muy alejada de los niveles salariales que, de todas maneras, demanda el mercado. Es así como históricamente, excepto en períodos en que cayó violentamente la producción, como sucedió en 1979, al igual que en la actualidad, la tasa de desempleo en Costa Rica ha sido relativamente baja.

    Pensar que si aquí se fija el salario mínimo muy por encima del determinado en los mercados sin ocasionar desocupación, equivale a alegar algo así como que la ley de la gravedad no funciona en nuestro país. Si en Costa Rica se fija un salario mínimo por encima de aquel determinado en el mercado, a lo que da lugar es al desempleo, aquí y en la Cochinchina. De otra manera, repito, aquí y en la Cochinchina, a lo que da lugar es a la desocupación, como lo vivimos en 1979 y en la actualidad.

    El comentarista Gutiérrez agrega “el crecimiento de la economía” como factor explicativo del crecimiento del mercado interno, en cuanto a su efecto sobre la demanda de mano de obra. Precisamente lo que esto implica es que aumente la demanda de trabajo (es una de las razones por las cuales algunos siempre tenemos en mente asegurar un crecimiento económico sostenido), lo que conduce a que haya salarios crecientes, lo cual permite acomodar una política de “salarios mínimos creciente” sin que haya dado lugar a altos niveles de desempleo.

    En otras palabras: es el crecimiento de la economía lo que ha generado salarios crecientes y que la política de salarios mínimos propuesta por ciertos políticos ha sido irrelevante desde el punto de vista de los mercados, pues no han generado altos niveles de desocupación, aunque sí réditos electorales y tal vez algún grado de tranquilidad en las conciencias de los políticos. La mala decisión económica que se tomó no causó un gran daño pues aprobaron salarios mínimos que estaban muy cerca de los salarios crecientes que se demandaban en la economía.

    Pensemos, por un momento, otro escenario alternativo. Supóngase que en efecto las políticas de salarios mínimos conducen a una disminución de la pobreza y que, tal como asevera Gutiérrez, es cierto que “existe evidencia histórica robusta para Costa Rica”, de que aquéllas no provocan un aumento en el desempleo. Como no hay un monopolio (ni de La Nación ni del señor Gutiérrez) en el deseo de disminuir la pobreza en Costa Rica (en otras palabras, ni La Nación ni el director del programa del Estado de la Nación son los únicos que se sentirían muy felices si se redujera la pobreza general y la extrema en nuestro país), entonces, la solución al problema es muy, pero muy sencilla: simplemente lo que hay que hacer es aumentar los salarios mínimos en lo que fuere necesario (¡Usted escoja hasta cuánto!). Por ejemplo, sugiero pasar del salario mínimo mensual de los trabajadores de ¢156.625 en el 2009 al equivalente de los $10.000 mensuales que, supongo, podría ganar un director de periódico o de un programa internacional (aunque podría ser un monto aún mayor). Redondeemos ese nuevo salario mínimo mensual a ¢5.700.000 mensuales (a mi me parece un monto muy “justo o digno”; pero no se si también a los directores de referencia).

    Si la propuesta de salario mínimo que he sugerido no va a provocar un aumento en la desocupación, me imagino que así quedaría resuelto el problema de la pobreza que tanto aflige al editorialista y al comentarista (y me imagino que también a todos los costarricenses que tengan corazón). Al fin de cuentas, con llevar al absurdo el argumento del editorial y del comentarista, lo que me permite es exhibir la ignominia y demagogia de la proposición que hoy analizo. Si no tuviera efectos negativos sobre los trabajadores empleados, la propuesta de reducir la pobreza mediante un aumento de los salarios mínimos no tendría problema alguno, pero en verdad resulta ser tan sólo la ilusión de un mal economista, de un economista metido a político o de un periódico que decidió tirar por la borda el conocimiento económico acumulado a través de muchas generaciones de estudiosos e investigadores.

    Además de estas consideraciones generales a que me he referido, también es importante hacer algunas observaciones en torno a la situación actual de desempleo en nuestro país y con ello ubicar debidamente estas pretensiones del editorialista y del comentarista de referencia.

    De julio del 2008 a junio del 2009 la tasa de desempleo abierto pasó de un 4.9% a un 7.8% como resultado del menor crecimiento de la economía en ese lapso (y en general en todo el 2009). Este menor crecimiento económico se reflejó en una disminución de la demanda de mano de obra. Conceptualmente, si se hubiera reducido el salario nominal (y en concreto el salario mínimo), posiblemente la tasa de desocupación no hubiera aumentado a esos niveles; sin embargo, es un hecho inimaginable desde el punto de vista político que el salario mínimo se puede reducir.

    Lo que sí puedo afirmar es que, en muchas empresas, principalmente aquellas no ubicadas en zonas francas, aunque también en algunas que sí lo están, hubo despidos de trabajadores, mientras que en otras, por acuerdos internos e imbuidos en ideas de conservar la inversión en mano de obra incurrido por las personas y de las firmas, así como por solidaridad con compañeros de trabajo, muchos trabajadores aceptaron laborar menos horas e incluso ver reducidos temporalmente sus salarios a fin de conservar su empleo y el de algunos de sus compañeros. Por ello es de esperar que, no por la “desvergüenza de quienes pagan salarios de miseria”, como dice el editorial de La Nación, se haya presentado una reducción en los ingresos de los trabajadores y que, en ese tanto, se diera un aumento de la pobreza, tanto general como extrema.
    De no haberse dado este episodio recesivo, tanto por razones externas como internas, el continuo crecimiento de la economía que se venía dando se habría mantenido y, por ende, no se habría presentado el aumento en la desocupación ya señalada, ni tampoco que se percibieran salarios inferiores a los mínimos.

    Creo que el lector es consciente de que la solución a la pobreza no radica en “el fortalecimiento del equipo de inspectores” del Ministerio de Trabajo ni del “régimen de sanciones aplicables”, como argumenta el editorial del periódico de marras, sino que, por el contrario, está en incrementar los niveles de empleo y de salarios mediante una reactivación del crecimiento económico privado en el país, en mucho postrado por las malas políticas económicas que el gobierno ha proseguido en tal sentido. Hasta el momento el crecimiento del desempleo se ha logrado compensar en algo por la demanda de trabajo en las zonas francas, las cuales gozan de un sistema tributario que no desincentiva la recuperación, así como por un aumento en la demanda de empleo en el sector público, pero que, al no ser algo temporal adaptado a una crisis de idéntica naturaleza, sino de una contratación fija y atemporal, lo único que va a generar es un mayor déficit que tendrá que ser compensado en un futuro cercano con más impuestos. Estos causarán una mayor retracción del crecimiento de la economía y del empleo privados en el país.

    El abuso del editorial de La Nación y del artículo del señor Gutiérrez, al ignorar fundamentos de economía que ni siquiera sería aceptable de un estudiante primerizo, tal vez podría ser refrenado si se tuviera muy presente aquella expresión popular de que de nada sirve una mente ardiente si se tiene un corazón frío y sustituirla por otra frase mejor: tener una mente fría con un corazón ardiente. Lo que se ha expuesto señala la gran injusticia que se haría contra los más pobres y los que quedarían desocupados, si se siguieran las sugerencias represivas que proponen el editorial y el artículo bajo comentario.

    Las buenas intenciones no pueden ser una justificación adecuada para hacer llamados a favor de adoptar políticas económicas que dañan en última instancia y de forma grave a quienes se pretende ayudar y proteger; en este caso, los trabajadores de ingresos relativamente menores. Ello sucede con la legislación sobre salarios mínimos cuando de verdad se pone en práctica y no se usa tan sólo para cubrir las apariencias.

    Por Carlos Federico Smith

  10. #40
    2010-02-28-PANORAMA TRIBUTARIO POST-ELECTORAL

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    COLUMNA LIBRE: PANORAMA TRIBUTARIO POST-ELECTORAL


    Boletín de ANFE, 28 de febrero del 2010.

    Dicen que no hay que mencionar sonar soga en casa de ahorcado, pero parece casi seguro que el aumento de los impuestos estará presente en este año. No esperen que les diga cuándo, pues no soy un brujo, pero puedo indicar que la situación de las finanzas públicas no es la mejor: a pesar de que ya se observa un ligero crecimiento en los ingresos tributarios, el gasto público se ha disparado, si bien en mucho por el pago extraordinario del aguinaldo escolar en enero, de forma que el déficit sigue creciendo como porcentaje de nuestra producción.

    Un indicador del problema en ciernes es la apetencia por repetir el permiso legal obtenido para la aprobación del más reciente presupuesto del Estado, para que pueda de nuevo endeudarse para cubrir gastos corrientes -indicador de un camino al despeñadero, que pocos han advertido- además de las señales que ya se están mandando al mercado de que el Estado incurrirá en fuerte demanda de recursos financieros.

    Esto no es lo único. Si bien en campaña sólo el PAC anunció que promovería la aprobación de nuevos impuestos, el PLN en ese momento indicó, como para salir de apuros, que, a menos que la situación económica mejorara, apoyaría tal incremento. Ello abre un espacio político interesante: los posibles afectados enfatizarán que la situación económica es tal que no deben de aprobarse nuevos gravámenes, pero la realidad objetiva del déficit es tan grande que ya se están comentando varias posibilidades. Por una parte, se habla de un impuesto a los casinos, sobre el cual falsamente se dijo que el Movimiento Libertario se oponía, pues más bien el gremio de los casinos ha buscado un régimen tributario similar al de Panamá. Ello les daría una mayor respetabilidad legal en el país. Pero más atrayente es la propuesta de los llamados centros de apuestas, que hoy día operan casi en la ilegalidad, con problemas esenciales para funcionar, y que estarían dispuestos a pagar los impuestos que se han venido proponiendo a cambio de gozar de todos los derechos (y deberes) de empresas legalmente constituidas en el país. El problema será con la aceptación (¿veto?) previa de esa idea por parte del gobierno de los Estados Unidos, que parece aborrecer la competencia en materia de bases tributarias.

    Un impuesto a los casinos y a los centros de apuestas se ha mencionado que brindaría los recursos necesarios para poder cumplir con las promesas de campaña en cuanto luchar contra la delincuencia. Aparentemente es algo que se va a llevar a cabo seriamente, a fin de cumplir con un clamor popular que solo quien no quiere oír puede no haberlo escuchado. El problema está en la consecución de recursos frescos. Pero si la fuente para lograrlos son tales impuestos, sería para financiar un nuevo gasto, con lo cual no redundaría en una reducción del déficit.

    Otro impuesto que podría entrar en juego es el cobro efectivo de ese barroco gravamen a las viviendas de lujo, pero es muy posible que enfrente serios problemas legales que retrasen su plena entrada en vigencia: como que el Estado ni siquiera es eficiente en diseñar impuestos que se pueden cobrar efectivamente. Me imagino que constituye el mejor mentís de quienes –con la moda- ahora nos hablan de lo bueno que es ampliar el tamaño del Estado.

    Creo que fue a un excelente ex Ministro de Comercio Exterior, don Roberto Rojas, lamentablemente algo alejado de la política necesaria, a quien le escuché que para desarrollarnos en serio lo mejor sería que Costa Rica fuera una gran zona franca. En discusiones recientes acerca del impacto de tales zonas en la ligera recuperación de la actividad económica de nuestro país, algunas personas ligadas (y muy interesadas en dicha actividad) casi que hasta cabilderos de ese sector, han enfatizado la generación de empleo que en él ha tenido lugar, incluso en lo más profundo de la crisis. Como de soslayo se refieren al régimen tributario preferencial de que disponen las empresas allí instaladas como lo que hacen atractivo invertir en el país y con ello generar fuentes de trabajo.

    Aleluya: esos cabilderos descubrieron el agua tibia. Se dieron cuenta de que los menores tributos que pagan (si bien se vieron aumentados en recientes negociaciones como resultado de las reglas que la Organización Mundial de Comercio OMC impuso a las zonas francas) son un importante aliciente para atraer inversión extranjera en el país.

    La triste paradoja radica en que, al menos para los actuales gobernantes y algunos adláteres ubicados en sectores claves de organizaciones del sector privado, con esa reforma acordada ya no se va a poder aumentar los impuestos a las empresas de las zonas francas. Esto impasse me parece tributariamente realista y evitaría que con un nuevo aumento de impuestos, no tanto que se fuera mucha inversión extranjera del país, sino que esas firmas no reinvirtieran sus utilidades en el país o que dejaran de llegar recursos privados externos a ese sector, lo cual sería muy malo para los costarricenses.

    Pero el Estado hace aguas en sus finanzas y tendrá que ver de dónde saca plata para financiar su gasto en exceso. Lo que posiblemente sucederá es que el gobierno, si la economía no revierte su ligero crecimiento observado en los últimos meses, acudirá a nuevos gravámenes. Se oirá de nuevo la expresión hipócrita de “que los ricos paguen como ricos y los pobres como pobres” para tratar de justificar nuevas o mayores tasas impositivas

    Este nuevo proceso impositivo seguirá el mismo ritual de siempre: ampliemos las bases, pongamos mayores tasas a los ricos, pero las cosas se moverán como siempre para que esos gravámenes sean trasladados a los de menores y medianas posibilidades económicas, pues surgirá algún plan nuevo de excepciones o deducciones que hagan que los de mayores ingresos terminen pagando tasas efectivas menores. O hará que disminuya la inversión privada y así se reduzca la generación de empleo. O se propondrá de nuevo la vieja idea de poner un impuesto de $200 a las sociedades anónimas (algo “fácil” de cobrar”), que es un monto muy elevado a las pequeñas empresas, pero cualquier cochinada para las grandotas y grandotes, quienes con gusto aceptarían el sacrificio

    Todo igual que siempre. Mi esperanza es que ahora más bien se hable de reducir las elevadas tasas marginales y más bien busquemos impuestos bajos y uniformes, en donde no haya excepciones y privilegios, para así estimular la inversión, el empleo y la generación de riqueza. Es muy difícil, dado el acuerdo reciente que logrado con las empresas de zonas francas, llegar a un tasa única y baja, pero debemos dirigirnos hacia a lo que en mis palabras don Roberto Rojas propuso que el país tuviera desde hace muchos años: una tasa baja general, en todo el país y no sólo para firmas establecidas en zonas francas, evitando una discriminación indebida en el trato al capital (mayoritariamente) extranjero de las zonas francas y el que se invierte en el resto del país.

    En su momento ANFE presentará ideas en torno a la propuesta de un impuesto bajo y uniforme, no como dogma liberal con que alguno la ha acusado, sino para promover razonadamente una reforma tributaria que estimule el crecimiento de nuestra economía, sin crear privilegios para algunos y en sentido contrario, mayores impuestos para otros.

    Por Carlos Federico Smith

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