2001-10-06-NO ACABARON CON EL ESPÍRITU

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NO ACABARON CON EL ESPÍRITU


La Nación, 06 de octubre del 2001.

Es poco probable que Minoru Yamasaki, principal arquitecto del World Trade Center, hubiera tomado lecciones de Economía. Pero sabía el sentido de sus palabras cuando, al inaugurarlo, dijo: "El comercio mundial significa la paz mundial [...] El World Trade Center es un símbolo viviente de la dedicación del hombre a la paz mundial [...] debería, por su importancia, convertirse en una representación de la creencia del hombre en la Humanidad, de su necesidad en la dignidad individual, por sus creencias en la cooperación entre los hombres y, a través de esa cooperación, de su habilidad para encontrar la grandeza".

En la Cámara de los Comunes británica en 1845, Richard Cobden se refirió al libre comercio como "ese avance que es calculado para tejer más juntas a las naciones en los lazos de la paz por medio del intercambio comercial". Ya Adam Smith, en La Riqueza de las Naciones, se había referido al comercio entre individuos y entre naciones como "lazo de unión y amistad".

No es de extrañar el propósito nihilista y destructor que animó a extremistas enemigos de los principios y tradiciones que caracterizan a las sociedades abiertas. Son los principios de libertad, comercio, trabajo, individualismo, ahorro, racionalidad, paz, cooperación social, tecnología: el World Trade Center representaba esos fundamentos que caracterizan al mundo civilizado. Por eso, los enemigos del progreso y de la libertad juzgaron que avanzarían en sus infames propósitos si lograban destruir al icono.

No sorprende cuando, en el periódico inglés The Guardian, se proclama, con inocencia intelectualoide, pero influido por su animadversión al sistema capitalista, que "Cualquier asomo de reconocimiento de por qué personas pueden haber sido empujadas a llevar a cabo tales atrocidades [...] –o por qué los Estados Unidos son odiados con tal amargura, no sólo en los países árabes o musulmanes, sino en todo el mundo en desarrollo– parece estar casi totalmente ausente". Tampoco extraña un graffito en una pared de Toronto con similares apreciaciones: "Los capitalistas merecen lo que obtienen". Huele a anti-capitalismo, anti-globalización, anti-comercio: son los luditas de nuevo cuño.

Pero esos enemigos de nuestras sociedades abiertas están totalmente equivocados. Es cierto que lograron destruir una impresionante edificación, símbolo del desarrollo y el progreso del capitalismo.

Ciertamente hirieron el orgullo de un pueblo que cree en el trabajo, en el esfuerzo y en la búsqueda individual del bienestar. De veras que el daño material es impresionantemente elevado y la pérdida de vidas humanas destroza el alma: más de 6.000 de ciudadanos de 81 globalizados países. Sin embargo, esos enemigos no entienden en dónde es que reside la esencia del éxito del capitalismo y por ello no lo lograron destruir. Porque no pueden desaparecer los mercados en donde las personas cooperan con todos los demás en la provisión de todos los bienes y servicios que los humanos desean. Tendrían que haber terminado con todas las personas para así segar ese impulso de intercambiar que poseemos los humanos; solo así podrían eliminar esa acción humana por la cual los individuos actúan para estar mejor.

No entendieron que una sociedad abierta es mucho más que una edificación. No pudieron destruir el espíritu libre que genera la verdadera riqueza de una nación: no acabaron con la verdadera fuente que nutre el bienestar de las personas; no terminaron con su libertad.

Lo explicó Henry Hazlitt en The Foundations of Morality: "aunque las ventajas de la cooperación social son económicas en un amplio sentido, no son solamente económicas. A través de la cooperación social promovemos todos los valores, directos e indirectos, materiales y espirituales, culturales y estéticos, de la civilización moderna". El terrorismo no pudo acabar con el poder de las mentes libres capaces de tomar sus propias decisiones y de buscar su propio bienestar y así promover aquél de todos los demás.