2001-03-13-MÁS SOBRE EL COCO GLOBALIZADO

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MÁS SOBRE EL COCO GLOBALIZADO


La Nación, 13 de marzo del 2001.

Bradford DeLong es un respetado economista de la Universidad de Berkeley. Mi opinión de él sirve solo para destacar que su trabajo está constantemente sujeto a críticas altamente calificadas. DeLong presentó recientemente unas cifras muy elocuentes en Estimating World GDP, One Million B.C.-Present y, antes de cuestionar datos que abarcan tantísimos años, debo decirles que tiene relativamente buenas bases metodológicas, tales como ajustes del producto interno bruto (PIB) en términos reales, usando lo que se llama "paridad del poder de compra", donde emplea diversas estimaciones de población que no difieren significativamente entre sí, aunque no le sea posible tomar en cuenta explícitamente la existencia de nuevos bienes. Ello le permite decir al autor que "con excepción de la última, son estimaciones razonables". Además, si pudiera hacerlo, más bien contribuiría a mostrar un mayor progreso que el reflejado en cifras que no incorporan los nuevos bienes. Angus Maddison, otro economista, en Monitoring the World Economy, 1820-1992 (París: OECD, 1995) construyó estimaciones de la evolución del PIB real per cápita durante esos años, y DeLong, con base en una relación entre ese PIB y la población, se va hacia atrás, hacia un millón dos mil años atrás.

El economista Gary Hufbauer resume así los datos de DeLong: "Entre un millón de años antes y 1.500 después de Cristo, el producto interno bruto mundial per cápita (medido en dólares de 1990) cambió muy poco: de cerca de $90 a cerca de $140. Casi todo el mundo era miserable. Entre los años 1500 y 1900, el PIB mundial per cápita aumentó de $140 a $680. La mayoría de la gente era miserable. Entre 1900 y el 2000, el PIB mundial per cápita se catapultó de $680 a $6.500,” en ¿Es ésta la Maldición de la Globalización?, debate en Williams College, Massachusetts, el 12 de octubre del 2000.

Algunos que sólo ven el mal en la globalización (en realidad, la globalización no es ni buena ni mala per se; todo depende de cuánto logra aumentar el bienestar de las personas) insisten en que ocasiona la desaparición de la identidad nacional. Algo así como –es un ejemplo, usted puede incorporar lo que desee– que el agua dulce desaparecerá en el país, pues no forma parte de la cultura global. Esta es una concepción errónea: en la visión globalizada de lo que se trata es que los individuos conserven lo que consideren apropiado según sus costumbres y tradiciones, pero que cualquier ser humano en la Tierra, si le place, también pueda disfrutarlas. Esa visión global es totalmente diferente de aquella concepción que se sustenta en la unicidad de las cosas, sin variantes, sin matices. Por el contrario, la visión global se aplica a aquello de que en la variedad está el gusto. Se trata de satisfacer cualquier deseo o necesidad de cualquier persona sobre la Tierra, si es que así le complace a alguien. Si le gustan los tacos mexicanos, pues que no deba ir a México para disfrutarlos; que nadie obligue a un francés a comer en McDonald’s, si así no le place; que no tenga que leer forzadamente, por ejemplo, la obra de Rushdie porque se impone el límite de lo nacional, si lo que desea y puede obtener en un mundo globalizado es el poemario de Debravo.

Este progreso observado nos explica por qué los países relativamente más pobres, ante el embate de fuerzas muy disímiles, pero unidas en su animadversión al proceso de globalización, tal como sucedió el año pasado en la reunión de la Organización Mundial de Comercio en Seattle, han sido los que han propugnado una profundización del intercambio mundial –llámesele globalización– en contraste con el proteccionismo que han exhibido algunas de las naciones más desarrolladas.

¿Y en qué quedó el coco de la globalización? Dejémoslo en ese mundo de la ficción onírica, al cual siempre quieren sumirnos los oponentes a que el conocimiento humano se amplíe. En esencia, lo que la globalización nos permite es que podamos extender y profundizar el conocimiento, mucho más allá de las ataduras a que nos quieren sujetar los "iluminados" del cotarro.