1988-09-13-EL DIPUTADO POPULAR

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EL DIPUTADO POPULAR


La Nación, 13 de setiembre de 1988.

En la época de Franco, en España, el peregrinaje obligado de sus correligionarios era el Valle de los Caídos; los musulmanes se supone que alguna vez en su vida habrán de dirigirse como romeros a La Meca; la tumba de Lenin es una visita sine quae non de toda la nomenklatura comunista en la nueva Rusia marxista. En este asuntito de tener algún sitio de peregrinación, los costarricenses nos estamos quedando atrasados: no disponemos aún de algún lugar de visita obligada ̶ de imperativo moral que se debe cumplir alguna vez en nuestra vida ̶ en el cual expresar nuestra fe, nuestra convicción, nuestro partidismo o nuestra expiación por todos los pecados incurridos en esta tierra de mortales.
Propongo seria y formalmente que se declare Monumento Nacional al parqueo de los diputados que honran a nuestra actual Asamblea Legislativa (y también a muchas anteriores). Allí, en las instalaciones del antiguo Colegio de Sión, los costarricenses podremos digerir hasta la saciedad cómo es que se logra un buen resultado del uso de todos los recursos políticos, encarnados en el anhelo de todo maicero y citadino nacional aspirante de llegar a la nueva legislatura, ante la promesa de oficio del hábil político de siempre: la diputación es un camino para obtener un vehículo de lujo, al cual el resto de los mortales conciudadanos habrá de mirar con envidia, semejante al refocileo codicioso de la turba ante los nuevos dioses del Olimpo.

La opulencia abunda en nuestro Monumento, por supuesto que no la relativamente comedida, sino la verdaderamente ostentosa, la faraónica; no se trata del lujo de los Toyotiyas o el de los Fiats o de los 120 Yes, sino que, al contrario, se podrá admirar el boato de los Volvos, que casi no caben en el campito que algún planificador del estacionamiento diseñó o bien el visitante atento podrá extasiarse al contemplar la abolladura provocada por una herética maceta caída sobre el Mercedes Benz de cierto diputado; pero si busca el éxtasis de la perfección, el tico de pies en tierra podrá, embobado, cuya saliva se cae por comisuras de labios mortecinos de envidia y admiración, lograrla con sólo ojear la admirable colección de BMWs, Alfa Romeos, Range Rovers, entre otros, expuesta por nuestros humildes representantes.
Para estar a la moda de los grandes sitios de exposición y de exhibición, si se aprieta un botoncito en el Monumento se podrá escuchar la voz de algún padre de la patria, quien dirá, con la típica “r” resbalada de los connacionales, y agregándole, como debe serlo, el “tico” de los diminutivos, cómo él, antes de dirigirse a la visita de rigor a las “bases populares” y a las barridas donde debe hablar de ”justicia social” y a los tugurios en que hará mención de su vocación por la “democratización de la economía” y su “compromiso innegable con las grandes mayorías”, pide que algún empleado le limpie su Volvo o su Mercedes de treinta millones de colones, el que nos recuerda una limosina de Al Capone, por lo obscura, pero más que todo por lo lúgubre y tenebrosa.

Finalmente, dentro del “tour” programado en el Monumento del Parqueo de los Diputados, se podrá ver a un yipsillo deteriorado, de color blanquecino, no por la envidia, sino por una caduca probidad (sin duda heredada de otro viejo yip Toyota de don Guillermo Malavassi o del vehículo de don Álvaro Torres Vincenzi, quienes resistieron incólumes los arrebatos seductores de la concesión graciosa en otras legislaturas). Ese yipsillo viejo es del diputado don José Miguel Corrales. Quien lo observe con desprecio, aunque sea de reojo, deberá tener presente que se trata de un simple punto de comparación entre la sencillez y la fastuosidad; entre la humildad y el derroche; entre la simplicidad y la pompa; entre el recato y la ostentación; entre la virtud y la vanagloria, la fanfarria, el alarde, la petulancia.

Si algún joven, movido por la aparatosidad diputadil que contrasta evidente con la del yipsillo blancuzco, pretende dar solución al “problema” de la movilidad del padre de la patria, puede pensar en una sencillita, que le impedirá al legislador quejarse de que si no tiene ese privilegio vehicular ̶ horror de los horrores ̶ quedaría en inferioridad ante los otros miembros de eso que llaman los Supremos Poderes. La solución radica en mirar la propia escena del diputado como representante popular: al diputado popular, al representante popular, que se le dé un vehículo popular al igual que como ellos lo limitan en la vida de los restantes costarricenses.