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Boletín ANFE

10-02 América lATINA DESGARRADA

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Por Marcos Aguinis*


Unas semanas antes de las elecciones en los Estados Unidos ya se percibía el triunfo de los demócratas sobre los republicanos. Fue entonces –recuerdo-- cuando me trasmitieron una dramática confidencia. El vicepresidente Dick Cheney había decidido asesinar a George W. Bush para tomar el gobierno, clausurar ambas cámaras del Congreso, suprimir las elecciones y dar un impulso feroz al programa destinado a imponer en el resto el mundo el modelo norteamericano. Quedé boquiabierto y pedí detalles sobre un proyecto tan horrible. Me explicaron entonces que fue comentado en voz baja, como hacen los conspiradores, en una reunión compuesta por dos argentinos, un peruano, tres guamaltecos, un mexicano y un nicaragüense.


En menos de un segundo solté mi carcajada, pese a que no era un chiste. Semejante complot solo podía surgir de la calenturienta inspiración latinoamericana, donde ese cuento a menudo se hace realidad. Pero en los Estados Unidos no. Allí se asesinó a varios presidentes, sin que a nadie se le hubiese ocurrido cerrar el Congreso o perturbar el funcionamiento de las instituciones. Las instituciones son más vigorosas que el más encumbrado y popular de los caudillos.

En nuestros países, por el contrario, la única institución fuerte que conocemos, predomina y perdura, es el caudillo. Y a nuestros políticos, a menudo fascina.

Los tres siglos de la etapa colonial nos fijaron en el alma que el único que manda es el rey (y sus sucesivos descendientes, incluidos los que se autointitularon benefactores, libertadores, supremos, dictadores, presidentes vitalicios, conductores). A principios del siglo XIX habíamos sido bendecidos por la transitoria lluvia de una primavera ilustrada que se tradujo en las revoluciones de la Independencia e impulsó el crecimiento de la cultura más progresista de la época. Pero las arraigadas tradiciones de sometimiento colectivo –incluidas la nostalgia por el imperio incaico y azteca, más la implacable castración inquisitorial-- bloquearon su avance.

Un hombre admirable como Simón Bolívar se auto-designó dictador vitalicio. Como si fuera poco, propuso que el dictador eligiera al remoto sucesor y, por lo tanto, no se gastase dinero ni energías en nuevas elecciones. Exigió también que los cargos legislativos fueran de por vida y, además, hereditarios. Para completar ese oscuro panorama instituyó la censura. Por último, estableció como ejemplo del futuro latinoamericano a Haití. ¡Haití! el ahora país más pobre, sufrido y caótico del continente.

Simón Bolívar no era ser común y debemos esforzarnos por comprender algunas de sus iniciativas totalitarias como el recurso entonces necesario para impedir la reducción a escombros de toda la epopeya emancipadora. Pero me pregunto si aquellas iniciativas terribles son imprescindibles ahora, o si la cacareada “revolución bolivariana” o “el socialismo del siglo XXI” de veras traerá prosperidad a nuestro continente.

Bolívar fue un hijo de la Ilustración, como casi todos los próceres de la Independencia. Sus ideales eran la libertad y el progreso. Pero cayó en las pegajosas tradiciones del absolutismo (caudillescas, anti-institucionales) que una y otra vez levantan sus cabezas. ¿Cómo luchar por la libertad conculcando libertades? ¿Cómo estimular el progreso asociándose al arcaísmo colectivista? ¿Cómo alimentar la solidez de instituciones republicanas cuando la única institución que se palpa y se ve –como los paganos a los ídolos-- es el hombre fuerte?

Estas contradicciones desgarran gran parte de nuestro continente. Producen el efecto acuñado por el mismo Bolívar de “arar en el mar”. Muchas democracias no son más que procesos electorales a los que se pueden invalidar con golpes de Estado, movilizaciones callejeras o actos circenses.

Sabemos ahora que no alcanzan las elecciones para que haya democracia. Es necesario que después de las elecciones se respeten a rajatabla las instituciones de la república.

M. Naím es editor en jefe de la revista Foreign Policy. Nació en Venezuela y ama a nuestro continente con pasión. Pero es realista. Es tan realista que a veces da miedo. Le escuché pintar a nuestra América Latina con pinceladas que recuerdan al último Goya. Lo intituló en uno de sus trabajos de investigación The lost continent. No usó la expresión “continente perdido” porque sea difícil encontrarlo en el mapa, sino porque hasta ha perdido el nivel de “patio trasero”. Más bien se parece a la Atlántida de la leyenda, ese espacio idílico que por razones tan variadas como incontenibles desapareció de la superficie terrestre. Semejante afirmación requería explicaciones. Y las dio.

América Latina dejó de ser competitiva en todo, explica. Ni siquiera es competitiva como tragedia, porque las más conmovedoras se centran en África o el Medio Oriente. Tampoco es competitiva como amenaza militar y mucho menos económica: las bravuconadas del eje chavista provocan sonrisas, no miedo. Las donaciones solidarias de ayuda internacional tienen otros destinos. La clase media desciende.

El populismo –una palabra que antes generaba escozor y ahora parece vibrar como un clarín– es la expresión de la pobreza y falta de estrategia política. Las Constituciones no son defendidas por las Cortes Supremas con el debido coraje ni la necesaria convicción.

El Estado de derecho sigue siendo una abstracción que pocos entienden. Falta una conciencia inversora genuina, despegada de los favoritismos. El monopolio y la concentración de la riqueza van de la mano con el poco estímulo a la competencia transparente.
Pese al hueco palabrerío contra la pobreza, no se realizan las reformas laborales que permitirían incorporar millones de excluidos al mercado del trabajo.

Ese temor a efectuar una progresista y revolucionaria reforma impide el nacimiento de muchas fuentes nuevas de trabajo o la expansión de las existentes, así como la posibilidad de generar productos de alta calidad que puedan competir en el mercado mundial.

En nuestro lastimado continente se han realizado muchos experimentos políticos y económicos. Pero aún no se ha tomado conciencia de que ningún país progresa de manera sostenida con fórmulas caudillescas y populistas, porque el populismo necesita eternizar la miseria, mantener la limosna, el asistencialismo, la ignorancia y el fanatismo. Sin pobres ni ignorantes se acaban los caudillos y se acaba la limosna y se acaba el populismo.

Para que no haya pobres, en cambio, los políticos deben asumir que hacen falta cataratas de inversión nacional e internacional, como reciben ahora Irlanda, Estonia, China, Corea del Sur, Taiwán, Botswana, India.

El economista Milton Friedman, cuya figura crece como la del verdadero revolucionario de la libertad, dijo que para el crecimiento de un país hacían falta tres cosas: “inversión, inversión e inversión”.

Como era un científico que no se perdonaba ni sus propios errores –rasgo común de todo verdadero científico– dijo que tampoco la sola inversión alcanzaba, porque era proclive a ser distorsionada y terminar en sitios opuestos a los ansiados. Entonces se corrigió. Dijo que para el acelerado progreso de un país hacen faltan tres cosas: “Estado de derecho, Estado de derecho y Estado de derecho”.

América Latina, desgarrada entre sus opuestas tradiciones colectivistas e ilustradas, autoritarias y democráticas, debería echar una mirada a su interminable marcha de borracho.
Así como el argentino Alberdi aprendió de la Constitución de California (predijo que esa Constitución producirá más oro que todo el oro de sus minas, y no se equivocó), ¿no deberíamos aprender de los países que hasta hace poco fueron muy atrasados y ahora se elevan como cohetes espaciales? Tarea inexcusable para cualquier político honesto y ambicioso.

*Marcos Aguinis, escritor argentino, autor de numerosas novelas, cuentos y ensayos, ha sido galardonado con el Premio Planeta (España) y el Premio Fernando Jeno (México). Sus últimas obras son La Pasión según Carmela (Novela, 2008) y ¡Pobre Patria mía! (Ensayo, 2009). Este artículo fue originalmente publicado en La Nación del 7 de febrero del 2010.

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